Magia para torpes (5 page)

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Authors: Fernando Fedriani

Tags: #Romántico

Cincuenta y siete. ¿La han atracado alguna vez? Cincuenta y ocho. ¿Le dan miedo los aviones? Cincuenta y nueve. ¿Qué talla de zapatos gasta? Sesenta. ¿Recicla? Sesenta y uno. ¿Cuál es su personaje favorito de Disney? Sesenta y dos. ¿Cuál es su equipo de fútbol? Sesenta y tres. ¿Cuál es su grupo predilecto de música? Sesenta y cuatro. ¿Cuántos hermanos tiene? Sesenta y cinco. ¿Cuál es su prenda de ropa fetiche? Sesenta y seis. ¿Suele perder los paraguas? Sesenta y siete. ¿Ha usado aparato en los dientes, alguna vez? Sesenta y ocho. ¿De pequeña quería ser profesora o maestra? Sesenta y nueve. ¿Qué coche se compraría, sin tener en cuenta el precio? Setenta. ¿Le gusta la danza oriental? Setenta y uno. ¿Le tiene demasiado miedo a la muerte? Setenta y dos. ¿Le gustan los días de lluvia? Setenta y tres. ¿Qué perfume utiliza? Setenta y cuatro. ¿Cuál es la ciudad del mundo que más le gustaría visitar? Setenta y cinco. ¿De qué color le gusta la lencería? Setenta y seis. ¿Ha viajado alguna vez en globo? Setenta y siete. ¿Cuál es su actor favorito? Setenta y ocho. ¿Qué animal escogería de mascota? Setenta y nueve. ¿Cree en Dios? Ochenta. ¿Cuál es la serie de dibujos animados que más le gustaba? Ochenta y uno. ¿Le gustas más con barba o afeitado? Ochenta y dos. ¿Tiene miedo a la oscuridad? Ochenta y tres. ¿Ha visto algún OVNI? Ochenta y cuatro. ¿Le gusta la poesía? Ochenta y cinco. ¿Cuál es su color natural de pelo? Ochenta y seis. ¿Usa lentillas o gafas? Ochenta y siete. ¿Le gustan las películas porno? Ochenta y ocho. ¿Sabe bucear? Ochenta y nueve. ¿Qué ha coleccionado a lo largo de su vida? Noventa. ¿Sus padres discutían demasiado, cuando era niña? Noventa y uno. ¿Cola—cao, o Nesquik? Noventa y dos. ¿Está enamorada de ti? Noventa y tres. ¿Alguna vez besó a otra mujer? Noventa y cuatro. De entre todas, ¿cuál es la labor doméstica que menos le gusta? Noventa y cinco. ¿Le gusta El señor de los anillos? Noventa y seis. ¿Fue operada alguna vez de algo? Noventa y siete. ¿Es alérgica a alguna sustancia? Noventa y ocho. ¿Qué opina de los toros? Noventa y nueve. ¿Sabe patinar sobre el hielo? Cien. ¿Es feliz?

Ni que decir tiene que esta lista de preguntas podría ampliarse con muchas otras. ¡No pierdan jamás la curiosidad! Todo este curso lleva por objeto enseñarles a sorprender a sus parejas. A lo largo de nuestras doce sesiones nos esforzamos por ser más atentos, más amables, más imaginativos y efectistas. Sin embargo, de nada servirá el resto de lecciones si ustedes no conocen los gustos de la persona a la que quieran sorprender.

OCHO

La esperé pacientemente en la parada del 70 en El Prado, junto al Rectorado de la Universidad de Sevilla. ¡Me fascina ese edificio! Ahí Carmen liaba cigarros y tuvieron lugar asesinatos, persecuciones y todo tipo de hazañas. Fue cárcel y despensa de mercancías exóticas venidas del Nuevo Mundo. Para mi gusto, es el edificio más hermoso de toda la ciudad. Por desgracia, yo estaba tan nervioso que no tenía el ánimo para disfrutarlo. Después de habernos visto cuatro o cinco veces, ¡por fin teníamos una cita! Y yo llevaba una flor en el bolsillo y me había puesto un jersey negro, de cuello de pico, con una camiseta blanca de manga larga, debajo.

Con quince minutos de retraso, que fueron achacados a TUSSAM, la empresa de trasportes de la ciudad, ella descendió del bus. Ahora que lo pienso, no sé si el 70 era responsabilidad de TUSSAM o del Consorcio de Transportes. Más que nada porque los bonobuses normales servían igualmente, pero el color del autobús era muy distinto del naranja de los normales. ¿Importa acaso? Yo sé que la vi aparecer con un jersey celeste de pelitos, del mismo tono que la parte superior del 70, y que se me olvidó de golpe su retraso. No supe ni cómo decirle "hola". Me dio dos besos y, aunque digan que en Sevilla no hace frío, a mí se me cortó el cuerpo.

—¿Te has puesto así de guapa para verme? ¡Creo que no me lo merezco! Aunque... tú siempre estás guapa, claro.

Ella sonrió cortésmente ante mi piropo, aunque había sido bastante defectuoso.

Fuimos a un restaurante italiano y pedí una melanzane con prosciutto e gamberetti, simplemente porque me gustaba cómo se pronunciaba y quería parecer sofisticado. Silvia pidió una lasaña. Y en realidad, nos quitaron demasiado rápido la carta de vinos. Si ves a dos chavalitos de dieciocho años no piensas que van a tomar vino. No obstante, ¡yo necesitaba un poco de alcohol en el cuerpo! Nuestra conversación era atropellada y tosca. No había forma humana de comportarnos con naturalidad. Nos preguntábamos cosas, pero enseguida nos quedábamos mirándonos, como nerviosos y alocados, sin llegar a responder ninguna de las cuestiones por completo. En realidad, ninguno de los dos quería estar allí.

Aquel era un sitio demasiado formal para nosotros y para aquella primera cita. Los camareros iban muy elegantes y nos pusieron varios cubiertos. Yo me hacía más bien en el Burger King o en McDonald's... Sin embargo, ambos tratábamos de darle importancia a aquel momento y un establecimiento de comida rápida no es oportuno si llevas esperando una cita toda tu vida. ¡Los usos sociales tienen estas cosas!

No pedimos postre. Pagué yo. Nos dimos prisa por salir de allí. Me preguntó si quería un café y yo le contesté que sí. Pero todo iba mal, en realidad. Ninguno de los dos conseguía entender al otro y la sinergia no se producía. Nos parecíamos a todas esas parejas a las que ves cenando en los restaurantes y que pasan la mayor parte del tiempo en silencio, sin saber qué decir. No estábamos ni mínimamente a gusto.

Terminamos en el Café de Indias. Allí nada mejoró demasiado entre Silvia y yo. En todo caso, la situación empeoraba: la cadencia de mis palabras no era adecuada, me sudaban las manos, se nos acababan los temas de conversación enseguida, nos costaba mirarnos de frente... ¡Con lo bien que parecía ir todo cuando había más gente con nosotros!

Para colmo, toda mi vida pasó frente a mis ojos en las décimas de segundo previas a que una camarera me tirara encima la taza con chocolate caliente que le había pedido. Todavía creo sentir el abrasivo calor del chocolate sobre mi pantalón. La pringue nunca más llegaría a irse de aquellos calzoncillos que, por cierto, pasaron a convertirse en mis calzoncillos de la suerte, no tanto por el chocolate, sino por todo lo que después pasaría. Con y sin ellos.

Toda la cafetería comenzó a mirarme a raíz del siniestro. Se reían de mí y de lo que me había pasado. Yo, ni corto ni perezoso, me puse en pie y, tímidamente, saludé a todos los que me estaban jaleando. Durante unos minutos me convertí en el ídolo de unos cuantos parroquianos.

Como digo, el percance provocó que por primera vez en toda la noche nos riéramos de forma sincera. Teníamos muchísima tensión acumulada y la liberación llegó cuando ella me miró y me dijo con voz pícara "puedes quitarte los pantalones, te doy permiso". Fue un comentario fuera de lugar y ni siquiera fue demasiado gracioso. Pero es de esas situaciones que hay que vivir. Nos ayudó a relajarnos.

—Te diría que me lo he pasado muy bien, pero no es verdad.

—Yo tampoco me lo he pasado nada bien—. Me dijo mientras sonreía.

Justo en ese instante, en la parada del 70, mientras el conductor estacionaba su vehículo, me miró y me dijo algo que jamás hubiera previsto. Habrían de pasar muchos años para que volviera a sentir tanto miedo como en aquel instante.

—Mis padres no están en casa. Han ido a un congreso. ¿Te apetece acompañarme? La casa es muy grande y me da miedo quedarme sola. No quiero parecerte demasiado fácil, pero... puedes quedarte a dormir en la habitación de al lado, si te apetece.

Ella lo hizo todo. Y yo, mientras la acompañaba en el 70, con su cabeza apoyada sobre mi hombro, contemplaba las lucecitas de toda mi ciudad y me planteaba si podía estar más vivo de lo que en ese momento me sentía. No nos habíamos besado. Y eso era un problema porque sentía que no volvería a pensar con claridad hasta que eso no ocurriera.

Nos bajamos en la parada más próxima a su urbanización y comenzamos a andar. Por aquel entonces, los chalés estaban numerados, no así las calles de la zona, que no tenían nombre. Todas las casas eran iguales y, a mi parecer, era muy curioso que el número en el que ella vivía fuera capicúa.

—Si llegas borracho, ¿cómo encuentras dónde está tu chalé? ¡Son todos iguales! Yo me metería seguro en el de algún vecino.

Ella no se rio de mi chiste. Sacó las llaves del bolso y entramos en el recibidor de su casa. Comparado con el lugar donde yo vivía, aquello era un palacio. De tres plantas. La tele era muy grande y había una alfombra que debía tener, pongamos, el tamaño de un campo de fútbol. Ella hizo el amago de enseñarme su casa. Y yo la seguía, sin prestarle demasiada atención. Me mostró dónde estaban los cuartos de baño y dónde la cocina. Desgraciadamente, yo no me enteré de nada porque seguía sin llegarme la sangre a la cabeza.

—Oye, tengo un problema.

—¿Qué problema?, me dijo.

Y la besé. La besé con todas mis fuerzas. La besé como nunca antes había besado a nadie, porque en efecto nunca antes había besado a nadie. Y me sorprendí a mí mismo porque sabía hacerlo, porque no era tan difícil. Era, de hecho, como si lleváramos toda la noche besándonos. O toda la vida. Y la seguí besando sobre el sofá, sobre esa alfombra que tenía el tamaño de un campo de fútbol. Y la besé en las escaleras y de camino a su habitación. La besé tanto que creía, honestamente, que moriríamos asfixiados. Pero no podía despegar mis labios de los suyos, aunque me diera miedo morir por falta de aire. Y todavía ahora, y mira que han pasado los años, pongo cara de bobo al recordar aquel instante. Nunca más he besado tanto rato seguido a alguien. Ni siquiera a ella misma.

Aquella noche aprendí que si besas el pecho de una chica, el pezón se endurece. Llamadme pardillo: eso no lo sabía. Recuerdo que me impresionó mucho que, cuando le quité los pantalones, las bragas tenían una pequeña manchita oscura en la parte central. De ese momento recuerdo eso y una hilera de vello que sobresalía ligeramente por encima del elástico. Ella es rubia y no tiene demasiado pelo en ningún lugar de su cuerpo. Recuerdo eso y la sensación que me produjeron sus manos frías entrando dentro de mis calzoncillos, por vez primera. Eso sí, admito que antes de quitármelos, se rio de mí al comprobar que tenían varias manchas de chocolate sobre los boxer.

Me atranqué con los corchetes del sujetador, ¡cómo no! ¡Qué nervioso me puse cuando la tuve desnuda frente a mí! Me pareció preciosa y no comprendía por qué ella quería estar allí conmigo. Yo no hice nada. O más bien, me dejé llevar. Apagó la luz. Recuerdo cómo abrió el preservativo que ella llevaba en la cartera, en la penumbra, y cómo me lo puso. Me pareció frío ese instante. Pero pasó rápido y me miró a los ojos, a quemarropa. Nunca la hubiera creído capaz de ir tan rápido. Ni en el mejor, y más húmedo, de mis sueños hubiera imaginado un desenlace tan bueno.

Recuerdo que costó un poco que entrara al principio. Supongo que ella también estaba nerviosa, aunque no tanto como yo. Después del inicio, todo fue más fácil. Sorprendentemente fácil. La recuerdo sobre mí. Tan cerca que estaba dentro. Duré bastante y recuerdo que cuando terminamos ella comenzó a llorar. Pero como sonreía también, supuse que lloraba por algo bueno, aunque no lo comprendí demasiado bien. Y sigo sin comprenderlo, de hecho.

NUEVE

Silvia se despertó de pronto. Me tiró del pelo. Hablaba con los ojos cerrados. Diría que me asusté un poco... ¡Aunque no es cierto: me asusté muchísimo! Le pregunté un súbito "qué te pasa" que no respondió... pues no me prestaba atención. Miraba algo... con la mirada ausente. "Alguien ha entrado", me dijo. "Alguien ha entrado en la casa".

"¿Tienes otro novio? ¡Por Dios! No me digas que él ha llegado...". Silvia no me respondía y yo tomé la determinación de levantarme. El resto de la casa estaba vacía. Sus padres seguirían fuera, pasando el fin de semana en el congreso.

Estaba el envoltorio de un preservativo de fresa sobre la mesita de noche. Lo tiré por la ventana. Estuve tentado de meterme en el armario también porque, en efecto, Silvia volvió a repetir que alguien "estaba a punto de entrar en la habitación". Y yo, con mis calzoncillos de la suerte llenos todavía de chocolate, no me sentía capaz de afrontar ningún problema. Me puse la camiseta... Y me de di cuenta de que las lentillas se encontraban algo deformadas, dentro de un vaso con agua, por culpa de no haberlas sumergido en un líquido adecuado.

—¡Ya está aquí! ¡Ha entrado!, dijo Silvia. Y a mí se me erizó el pelo del cogote.

Seguía hablando, muy fuerte, con los ojos cerrados, con el cuerpo erguido, sobre la cama. Tenía el pelo revuelto. Estaba guapa, porque ella es guapa, aunque se la veía horrible. Una cosa no quita la otra.

—¡Por Dios, Silvia! ¿A quién estás viendo? ¡Aquí no hay nadie... ! ¿Es un fantasma? ¿Conversas con tu abuelo? ¡Háblame más claro!

Si no me vestí y salí a toda leche de allí fue porque era de madrugada y no había autobuses. Además, Sevilla Este no me parecía un barrio demasiado seguro a esas horas. Si hubiera tratado de coger un autobús nocturno, podía haberme atacado la famosa "Banda del Parchís". Aunque no llevaba dinero, no me apetecía que me quitaran mi reloj Casio cuadrado. No vale mucho, pero su valor sentimental es incalculable.

—Es una mujer vestida de blanco. Lleva dos platos en las manos. En uno hay "armonía"; en el otro "fortuna". Y se está acercando a mí...

No me arrepentí de haberme acostado con ella, pero sí de haberme quedado a dormir con ella. Unas horas antes parecía una chica normal. Estudiante de Derecho, un poco pija y bastante normal. ¿Qué significaba todo aquello?

—Silvia, tienes que escucharme bien. . . ¿Qué quiere esa mujer? ¿Es la justicia? La justicia lleva dos platos y va vestida de blanco.

—¡La mujer que veo quiere que escoja! Me pide que escoja. Quiere que escoja uno de los dos platos: la armonía o la fortuna.

Nada más pronunciar esas palabras, cayó sobre la cama como un saco de patatas y se quedó profundamente dormida.

Me levanté. Me puse a dar vueltas primero por la habitación y después por toda la casa. ¿Qué demonios habría sido aquello? Según se ve, Silvia era sonámbula. Y su padre tenía un buen sueldo. Le pertenecía, según me había contado, uno de los laboratorios más importantes de Sevilla. ¡Qué poco veía sin lentillas! Eran las cuatro de la mañana y se me había cortado el sueño. En este párrafo hay cuatro ideas que no guardan relación las unas con las otras, lo sé, pero mi cerebro no suele funcionar muy bien de madrugada y va dando saltitos.

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