Malena es un nombre de tango (19 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

—Tiesa como un lápiz, así bajó la cuesta, con los ojos bien abiertos y el cuello bien estirado, pidiendo guerra, y nadie dijo mus, ¿me oyes? ¡Nadie! Ninguno se atrevió a abrir el pico. Ella pasó despacio por delante de todos, llevando a Marcos en brazos, con Fernando de la mano, y María de la mano de su hermano, apretando los dientes, pero entera y bien entera, que me figuro que a alguno hasta miedo le dio verla. Yo la acompañé porque alguien tenía que llevarle las maletas, y es mentira lo que cuentan en el pueblo, todo mentira, ella no se llevó nada de aquí, sólo la ropa. ¿Y sabes por qué? No porque fuera más o menos honrada, ni porque tuviera las llaves de más o de menos puertas, que las tenía todas y eso no son más que pamplinas. No fue por eso, no, sino porque no lo necesitaba, porque estaba convencida de que él iba a volver, de que pasara lo que pasara, él volvería con ella, chúpate ésa, anda… Aquella misma mañana me lo dijo. Yo no la había visto en los tres últimos días, sólo a sus hijos, que me los mandaba aquí porque quería estar sola, eso decían ellos por lo menos, y cuando nos pusimos en marcha le pregunté qué pensaba hacer de entonces en adelante. Busca un buen hombre, le dije, uno sensato, que le gusten los niños, cásate con él y vete lejos. Porque no le hubiera costado demasiado trabajo encontrarlo, ella era muy joven, y muy guapa todavía, y los críos pequeños, y en aquella época, después de la guerra, había tanto desesperado que yo pensé que a lo mejor… Pero ¿qué dices, Mercedes?, me contestó, si yo ya estoy casada. ¡La madre que la parió! Pues siguió repitiendo lo mismo un año detrás de otro, no creas, y vosotros veraneando en San Sebastián, que aquí no sabíamos más de Pedro que lo que quería contamos el señor Alonso, el administrador, cuando traía el dinero a las dos casas, a ésta y a la de Teófila, y yo, que iba a verla a menudo porque estaba muy encariñada con los niños, intentaba convencerla de que sentara la cabeza, porque estaba segura de que no volvería a ver a Pedro en mi vida, de que terminarían vendiendo la finca, eso decía todo el mundo, pero ella no, ella dale que te pego, que ella ya estaba casada y que ahora le tocaba esperar a ella, pero que él iba a volver… y entonces me dio por pensar que le había hecho algo, que sabía más de lo que decía, porque tanto aplomo no era normal, no señora, pero luego, cuando nació Pacita, ya me di cuenta de que no, y a Teófila le dio lo mismo que naciera aquella niña, ella seguía igual, diciendo que él volvería, que hasta llegué a aburrirme de oírla… ¿Qué te pasa, Paulina? Te has quedado atontada.

—Es que no te entiendo… ¿Qué tiene que ver que naciera Pacita con todo esto?

—Pues que Pedro podía seguir acostándose con su mujer.

—Ya. ¿Y por qué no iba a poder? ¡Si tenía cuarenta y cinco años! A Porfirio y a Miguel los engendró con cincuenta, así que… Y eso es lo único que ha sabido hacer a derechas en toda su vida, lo único, mal rayo le parta.

—Claro, porque Teófila no le había hecho nada.

—¿Y qué le iba a haber hecho Teófila, Mercedes? ¿Quieres hablar claro de una vez?

—Una ligadura… o algo por el estilo, Paulina, ¿qué va a ser?

—¿Una ligadura? Pero ¿de qué me estás hablando?

—Pues una ligadura, Paulina —y fui yo la que intervine, porque ya me estaba poniendo nerviosa con tantas preguntas, y tuve miedo de que desperdiciaran el poco tiempo que me quedaba en otro interminable diálogo de besugos—. Todo el mundo sabe lo que es. Brujería, vamos… Cuando estás con un tío y sabes que te está poniendo los cuernos, coges cualquier cosa que haya llevado puesta, una camisa o un pantalón, mejor si se la acaba de quitar, y te vas a ver a una curandera, a una adivina, o lo que sea, y ella coge la ropa, y dice un conjuro, y luego hace un nudo con la tela…

—Después de retorcerle por encima la cabeza a un ganso —me corrigió Mercedes.

—No —repliqué—. Eso del ganso en Madrid no lo hacen.

—Entonces no lo hacen bien. El ganso representa a la lujuria.

—Pues en Madrid la representará otra cosa, porque por lo visto allí sólo dicen el conjuro, y echan unos polvos de no sé qué por encima mientras hacen el nudo, y entonces es como si al tío se le hiciera un nudo ahí, y entonces… —me detuve para escoger las palabras con cuidado, porque Paulina estaba ya lívida, escuchándome como si no pudiera creer que era yo quien estaba hablando, pero no fui capaz de dar con ningún eufemismo eficaz, y al final, acabé cortando por lo sano— bueno…, pues si sale bien… al tío ya no se le levanta más que contigo durante seis meses, o más, según lo que pagues.

—¡Quita de ahí, muchacha, quita de ahí, que te voy a matar de una paliza! — su explosión fue mucho más intensa de lo que yo esperaba, porque se levantó como impulsada por un resorte para avanzar hacia mí, y si Mercedes no la llega a asir por el brazo a tiempo, más de una bofetada me hubiera caído—. ¿Dónde aprendes esas cosas tú, maldita? ¿Con las monjas?

—No, si yo no sé nada, a mí, lo que me contó Angelita solamente, que una temporada, como dos meses antes de la boda, le dio por sospechar que, en vez de un trabajo para por las tardes, lo que tenía Pepe era otra novia en Alcorcón —me detuve para respirar, y contemplé cómo el brazo de Mercedes acompañaba el movimiento de Paulina mientras se sentaba de nuevo a su lado, dándome a entender que lo peor ya había pasado—. Entonces fue a una bruja, después de tirarse dos meses ahorrando, claro, porque la ligadura costaba tres mil pesetas.

—¡Tres mil pesetas, válgame Dios!

—Desde luego —apostilló Mercedes—, aquí, mi cuñada se lo habría hecho gratis.

—¡Tú dale ideas, anda! ¡Tú, encima, dale ideas a ésta, que ya has visto que es lo único que le hace falta!

—No, si yo no tengo a quien ligarle nada —aclaré—, y además no creo en esas cosas.

—¿Por qué? Yo creo que sí funcionan.

—Que no, Mercedes, que no, que cuando Angelita le contó a la bruja que su novio tenía veintitrés años, ella le salió con que a esas edades no podía garantizar nada. De todas formas, el pobre Pepe le enseñó las dos nóminas un par de días después, así que como seguro que sólo se acostaba con ella…

—Pero ¿qué dices tú? Anda que… ¡mal pensada y peor hablada!, porque, a ver, estando Angelita en tu casa y Pepe de pensión…

—¡Y unas narices de pensión! Eso es lo que le dijo ella a la tata, pero Pepe vivía en un piso de alquiler, al lado de la plaza de la Cebada, con un amigo suyo de Jaraíz. Total, ya da lo mismo, están ya casados…

—¡Madre del amor hermoso! ¡En qué país vivimos, quién lo diría!

—¿Y qué te habías creído tú? ¡No te digo lo que hay! Que estás vieja ya, Paulina, y más te valdría morirte pronto, porque lo que es a ese cabrón, ni dos cortes de pelo le quedan, y luego… ¡hala!, vengan otra vez la República y el libertinaje…

—Las ganas que tú tienes, Mercedes, las ganas. Y anda con cuidado que ya estás viendo visiones.

—¿Y qué si no? Dímelo tú… ¿qué? Donde las dan, las toman, y yo ya he tomado bastante, así que ahora me toca dar, y vendrá la República, y después la Revolución, y después… ¡toma! ¡Pum, otra vez los conventos saltando por los aires! Y anda que no me voy a reír yo, anda que no me voy yo a reír, que se me van a saltar las lágrimas de risa, y ya me estoy preparando, mira bien lo que te digo…

—Pero, no te entiendo, Mercedes —y esta vez fui yo quien la interrumpió—. Vamos a ver, tú, que te pasas todo el día hablando de Dios y del demonio… ¿no eres católica?

—Católica, apostólica y romana, sí señorita.

—Entonces, ¿cómo es que estás deseando que salten por el aire los conventos?

—Porque no quiero nada con los curas, que de sobra sé que ellos tienen la culpa de todo lo malo que ha pasado en España desde que se perdió Cuba para acá. La culpa es de los curas, y de que aquí, con todo lo salvajes que cuentan por ahí que somos, no le hemos cortado la cabeza a ningún rey, y así nos va…

—¡Cállate ya, maldita! Hay que ver… ¡qué comunistona eres y qué poca cultura tienes!

—Pero eso que ha dicho es verdad, Paulina, porque los ingleses se cepillaron a un rey, y los franceses no digamos, y los rusos se quitaron al último de encima con todos sus herederos, y los alemanes no tanto, pero creo que alguno cayó en la Edad Media, y los italianos colgaron en plena calle a Mussolini, que para el caso, como si lo fuera… pero todos los reyes de España se han muerto en su cama, eso es cierto.

—¿Lo ves? Lista, que eres una lista. Y la niña ya ha terminado el bachiller.

—No, me queda un año todavía pero, de todas formas, tú no puedes ser comunista y católica a la vez, Mercedes.

—¡Anda! — y para mi sorpresa, Paulina resultó la más sorprendida—. ¿Y por qué no, si puede saberse?

—Pues… porque los comunistas son ateos, tienen que ser ateos, está claro.

—¡Eso lo serán los rusos! — exclamó Mercedes, muy indignada, y entonces temí haberla ofendido de verdad—. Los rusos, que son unos bárbaros y no reconocen ni padre ni madre, los rusos a lo mejor, pero yo no… Yo creo en Dios, y en la Virgen, y en todos los santos, y en el demonio. ¡Pues no voy a creer, si bien sé yo que existe, que todos los días veo en la televisión al criado que le lleva la cola!

—Franco ha sido bueno para España, Mercedes.

—¡Vete a la mierda, Paulina!

—¡Vete tú…, o haber ganado la guerra!

Apenas dos horas antes de que terminara aquel mismo año, cuando llegué con mis padres a Martínez Campos para celebrar la que sería la penúltima Nochevieja de mi abuelo, me encontré a Paulina vestida de negro y con un pañuelo arrugado en la mano, y pensé que aún llevaba luto por el general, porque así, como una solitaria viuda desgarrada por el dolor, había asistido a todas las ceremonias, desfiles y manifestaciones que se celebraron el día de su muerte, que amaneció para mí con un concierto de gritos histéricos —mi madre rogándole a mi padre que se quedara con nosotras porque era peligroso salir a la calle, y mi padre marchándose al fin a casa de la abuela Soledad, de donde sólo volvió, y bastante tocado por cierto, para llegar tarde a comer— acompasado por los alborozados palmoteos de Reina, quien, más despierta que yo, relacionó instintivamente aquella tormenta doméstica con el comienzo de unas deliciosas vacaciones que, con un poco de suerte, se prolongarían en las de Navidad. Llevábamos semanas enteras haciendo números con un afán inédito, un febril entusiasmo por el cálculo que me habría permitido resolver sin duda el prosaico misterio de las raíces cuadradas si hubiera tenido tiempo para ocuparme de esas tonterías, y en el recreo, cada mañana, cotejábamos nuestras previsiones con las que habían elaborado nuestras compañeras, intentando establecer la fecha ideal de aquella muerte más que anunciada, cuya trascendencia se nos antojaba directamente proporcional a su proximidad con respecto al 22 de diciembre, último día de clases en el calendario oficial de aquel año. Habíamos convenido en que sería razonable esperar dos semanas de luto oficial, quizás hasta tres, por lo que, si tan dispuesto estaba a hacer las cosas bien hasta el final, Franco tendría que haber aguantado vivo todavía diez días, pero ni uno más, eso era lo fundamental, que no siguiera habitando en este mundo bajo ningún concepto más allá del segundo día de diciembre. De lo contrario, su supervivencia menoscabaría gravemente nuestros derechos escolares, al obligarnos a fundir días de vacaciones intrínsecamente neutrales con el previsible plazo del duelo patriótico. Por eso, al final, no interpretamos el 20 de noviembre como una elección desacertada, ya que, de hecho, descontando la mañana que destinamos a escuchar el testamento político del finado, la que perdimos en poner el Nacimiento, y las horas destinadas a ensayar la función navideña, el resto del primer trimestre se nos quedó en poco más de una semana lectiva.

Hacía ya tres meses que habíamos cumplido quince años, pero carecíamos por completo de conciencia política, un tema del que jamás se discutía en casa porque mi madre lo consideraba del peor gusto y porque, aunque eso sólo lo descubriría mucho después, tampoco en ese campo hubiera llegado a estar de acuerdo nunca con su marido. Sin embargo, yo, siempre en secreto, cultivaba otras expectativas, y sonreía para mí misma con cierta frecuencia al recordar las palabras de Mercedes, esa profecía brutal, entretejida de violencia y de esperanza, que resonaba aún en mis oídos como el eco de una traca terrible, pero gozosa, vengan la República y el libertinaje, sonaba tan bien, pólvora es alegría, e imaginaba los conventos saltando por los aires, y mi colegio el primero, la madre Gloria desmembrada por la explosión, su tronco amorfo bailando en el aire como el cuerpo de un muñeco roto, y la cabeza, los brazos y las piernas, componiendo todavía por un instante, a su alrededor, un sencillo y grotesco rompecabezas de seis piezas, antes de salir volando para perderse por encima de las acacias del patio, certificando la venganza de Magda, y la mía. Todas las mañanas, al levantarme, le preguntaba a mamá si había pasado algo, y a pesar de las negativas que se acumulaban en sus desconcertadas respuestas —pues no, hija… no ha pasado nada. ¿Qué iba a pasar?—, no me permití desfallecer en el culto de una fe tan extravagante como la que había invertido tiempo atrás en aquel milagro que jamás recompensaría la constancia de mis oraciones, y aguardaba la Revolución, esa deliciosa catástrofe, con una impasibilidad moral no exenta de cierta controlada impaciencia, y no era capaz de sentirme culpable por ello, porque donde las dan, las toman, como había dicho Mercedes, y también yo había tomado ya bastante.

Sin embargo, cuando volví a encontrarme con Paulina, aquella Nochevieja, llevaba ya semanas esperando en vano cualquier risueño atisbo de un atroz estallido, y me preparaba para admitir por fin que era ella, y no su oponente, quien había acertado a predecir correctamente el futuro. Eso fue quizás lo que me hizo tan antipática su figura enlutada y llorosa mientras creí que lamentaba todavía la ausencia del difunto más ilustre, hasta que me devolvió un abrazo más intenso del que habría correspondido a los dos protocolarios besos con los que la saludé, y me confió al oído que la mujer de Marciano había muerto aquella misma tarde, y entonces sí que me arrepentí de haber pensado mal de ella.

—Una trombosis —me dijo—, a la pobre se la ha llevado una trombosis, de repente. No, si con tanta mala leche, se tenía que morir de una cosa así, ella no se podía apagar despacito, en la cama, Mercedes no… Pobrecilla, con lo buena que era, si en el fondo era muy buena, pobrecita mía. Bueno, por lo menos, mira, después de esperar tantos años, ha vivido lo justo para ver a Franco amortajado…

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