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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (18 page)

Eso sentía yo, y sabía que sentía mal, y casi podía escuchar la voz de Reina, el imaginario eco de aquella razonadora implacable a quien yo jamás daría la oportunidad de intervenir, mientras intentaba convencerme de que el abuelo no merecía perdón, ni más compasión de la que había mostrado en su vida, pero yo le perdonaba, y yo le compadecía, y yo le amaba, mucho más de lo que amé nunca a su mujer, y mi amor crecía entre los vericuetos de aquella historia imposible, que lo mostraba a veces débil, y otras brusco, arbitrario, perezoso o cruel, y hasta asustado, pero siempre aterradoramente enamorado, y por lo tanto inocente, porque su pobre seguridad y su torpe astucia me devolvían a la madre Agueda, el cálido espejo donde antaño solía mirarme, y me hacían compañía, más allá de las tragedias casi simétricas que la sangre de Rodrigo había sembrado en las vidas de dos mujeres exactas y constantes, coherentes y opuestas, pero ambas, en cualquier caso, tan perfectas, tan conscientes de su naturaleza, como yo no llegaría a ser en mi vida. Y por ellas seguía llorando aún, y por mí, y por el abuelo, cuando Mercedes y Paulina llevaban un buen rato discutiendo de nuevo, porque ya ni siquiera me miraban, y cada una defendía su versión, siempre dos mitades distintas de la misma verdad, mirándose de frente, como si nadie más escuchara sus palabras.

—Bueno, mujer, todo acabó bien.

—¡Qué va a acabar bien, Paulina, qué va a acabar bien! Si esto no ha acabado todavía…

—Me refiero a que el señor terminó por volver a casa, con su mujer y sus hijos.

—Y estos de aquí ¿qué? ¿Es que los de aquí no son su mujer y sus hijos?

—¡No señora!

—¡Sí señora!

—¡No señora! Los hijos sí, porque digamos que los hijos son todos iguales, eso vaya y pase, pero ella no… Desde luego que no, y bien que sabía ella que él no era libre, desde el principio.

—Eso es lo de menos, Paulina…

—¡Y unas narices va a ser lo de menos! ¿Me oyes? ¡Y u-nas na-ri-ces! Que eso fue lo que le dije a mi señora, que no podía aguantar más mientras la veía consumirse despacito, que una barra de labios entera había gastado ya, y todo para nada, porque Franco había entrado en Madrid en abril, a-bril, ¿te enteras?, y llegó mayo, y junio, y nadie se atrevió a preguntar siquiera si nos íbamos a venir aquí, y vino septiembre, entró el invierno y él no había vuelto, y a Marciano se le atascó el sermón, que ya no sabía ni qué decir, aparte de lo buenos que estaban saliendo aquel año los chorizos… Cuando llegó Nochebuena y él no apareció, creí que me llevaban los demonios. Me entró tanta rabia que ni siquiera cené, no te digo más, y ella tampoco. Entonces, después de acostar a los niños, se lo pregunté, ¿y qué piensa usted hacer ahora? No lo sé, Paulina, no lo sé. ¡Pues yo sí que sabría!, le dije, yo me iría a Almansilla ahora mismo y lo traería de las orejas, eso haría, y eso es lo que tiene que hacer usted, que para eso es su marido y se debe a unas obligaciones… Yo me había enterado por mi prima Eloísa de que Teófila estaba preñada otra vez, y a punto estuve de decírselo, pero me contuve, porque la pobre ya tenía bastante con lo que llevaba encima. Veremos, me dijo, veremos, ahora lo que tengo que hacer es serenarme y pensar. Entonces me di cuenta de que tenía miedo, miedo de su marido, y creí que lo iba a perder para siempre, pero al final juntó valor, no sé de dónde lo sacaría, el día de Navidad se lo pasó entero rezando, y a la mañana siguiente se vino para acá…

—No, no fue ese día, no, sino el de los Inocentes, me acuerdo de sobra porque apenas vi el coche lo pensé, vaya fecha que ha elegido la señora para aparecer… La verdad es que yo la esperaba desde hacía meses, que ya estaba harta de preguntarle a Pedro si es que no pensaba volver nunca a Madrid, y él me mandaba callar con malas maneras, o no me contestaba, o me decía que sí, que sí, que un día de éstos, moviendo la mano en el aire como si quisiera llevarse aquel pensamiento muy lejos de su cabeza, pero ellos también la esperaban, porque Teófila estaba muy delgada a pesar del bombo, y tenía muy mal color, como la piel de una aceituna, y ojeras, se quedaba traspuesta en cualquier sitio porque no dormía por las noches, ella le decía a todo el mundo que eran los ascos del embarazo, pero qué va, es que sabían que, antes o después, la señora vendría a buscarle, porque tenía que venir… y te digo una cosa, Paulina, no sé cuánto miedo le daría Pedro a su mujer, pero estoy segura de que no era ni la mitad del que le tenía él a ella, y lo sé porque subí yo a avisarle, que la señora no quería ni acercarse a su casa, y al final hablaron aquí, en la mía… Habría querido encontrarle a él solo, pero estaba sentado delante de la chimenea, con ella y con los niños, hacía meses que no se separaban nunca, nunca, ni un minuto, yo creo que porque todas las mañanas se temían que aquel día fuera el último. Le hice una señal con la mano para que saliera al pasillo, y antes de que tuviera tiempo de decirle nada, me lo dijo él, que siempre ha leído en mi cara como si fuera un libro abierto, ha llegado Reina, ¿verdad? Asentí con la cabeza y me pidió que le esperara un minuto, porque quería ponerse una corbata. A mí me extrañó que se andara con puñetas en un momento como aquél, pero luego se me ocurrió que a lo mejor quería parecer lo más formal posible, no sé si me entiendes, hacerle ver a ella que estaba de visita, en una casa que ya no era la suya, no lo sé, o se encontraría mejor bien arreglado, más fuerte, vete a saber, pero tardó un buen rato en bajar, y apareció por la escalera con corbata y chaqueta, recién peinado y con zapatos en los pies, que desde que vivía aquí no había calzado más que botas en invierno y alpargatas en verano. Yo no le dije nada, de todas formas, aunque cuando encendió un cigarro me di cuenta de que le temblaban las manos. Hicimos el camino callados, andando muy despacio, y no me atreví ni a mirarle siquiera, pero sé que estaba pálido y le escuchaba tragar saliva todo el tiempo. Cuando se encontraron, su mujer le besó en las dos mejillas y le saludó muy sonriente, como si hiciera sólo un par de días que faltaba de su casa, la muy mema…

—¡Porque así se porta una señora!

—Pues así será, pero ya ves tú, a aquellas alturas, a quién le iban a impresionar tantos modales.

—Y ¿de qué hablaron?

—¡Y yo qué sé! ¿Qué te crees, que yo ando todo el día escuchando detrás de las puertas, igual que tú? Yo me fui al pueblo andando, ida y vuelta, sólo por hacer tiempo, pero cuando llegué aquí le oí chillar…

—¿A él?

—Sí.

—¡Qué poca vergüenza!

—Total, que me fui otra vez, y me llegué hasta la majada, y allí me tiré un buen rato, hasta que se hizo de noche. Entonces volví y me lo encontré solo, sentado en este banco, y por un momento pensé que estaba muerto, que había caído muerto aquí mismo, porque no levantó los ojos del suelo cuando me acerqué, ni siquiera cuando me senté a su lado, y cuando le cogí una mano, me la encontré helada, pero sentí que apretaba sus dedos contra los míos y por eso supe que seguía vivo. Reina no quiere ningún arreglo, me dijo…

—¿Y por qué habría tenido que quererlo? El era su marido, y tenía que apencar con lo que juró en la iglesia y, si no, que no se hubiera casado.

—Pero un arreglo hubiera sido lo mejor.

—Lo mejor para Teófila.

—¡Lo mejor para todos, Paulina, no seas terca tú, que andas todo el tiempo llamándome burra! Un arreglo hubiera sido lo mejor, pero ella no lo quiso. Eran otros tiempos, eso sí, todo era distinto…

—¿Y no dijo nada más?

—Sí, pero dame tiempo, coño, que anda que no eres chismosa tú también, si además ya lo sabes, si te lo he contado un centenar de veces…

—A mí no.

—A ti sí.

—¡No señora!

—¡Sí señora! Un ciento largo de veces te lo he contado ya… En marzo me nace un hijo, me dijo, cuando él y su madre estén bien, me vuelvo a Madrid aunque no quiera, Mercedes, y acuérdate bien de lo que te estoy diciendo, que no quiero volver… Yo ya no sabía a qué santo votarme, te lo juro, Paulina, que me entró un sofoco que me ardía toda la cara por dentro, que por un lado no quería escucharle más, y por el otro me entraron unas ganas horrorosas de decirle que lo mandara todo a la mierda y que se quedara aquí toda la vida… Sí, cállate, cállate que ya lo sé, ya sé la que me vas a decir, pero tú no le viste, tú no le viste y tú no le quieres bien, que a mí no me engañas con tanto respeto, y tanto el señor por aquí y el señor por allá, pero yo sí, yo le he querido siempre, como a un hermano, y nunca le había visto tan triste, que aún me toco la mano y me la siento congelada por culpa de aquellos dedos, todavía, después de tanto tiempo… Tengo que volver, siguió diciendo después de un rato, pero mirando siempre al suelo, igual que antes, porque es justo que pague yo, que tengo la culpa de todo, y porque si no lo hago, mi mujer acabará conmigo, que ahora sí que puede, y acabará con Teófila de paso, y yo no tengo cojones para volverme pobre a los cuarenta años, Mercedes, ésa es la verdad, que no los tengo, yo de pobre sería un desastre, y por eso vuelvo, pero no porque quiera, es mejor que lo sepas. Entonces quise morirme, que me tragara la tierra allí mismo, hubiera querido… ¡Pues no serás burra!, me dije a mí misma, ¡un pedazo de carne con ojos, eso es lo que eres! Mira que no darme cuenta, aquel día que le eché la bronca, Dios de mi vida, si le hice llorar y todo, que tuve valor hasta para maldecirle, y para portarme como una arpía, pero me faltó seso para darme cuenta, ¡si seré animal!

—Pero, no entiendo… ¿de qué no te diste cuenta?

—¡Pues de por qué había cambiado de bando a mitad de la guerra, que ahora va a resultar que eres igual de bruta que yo, coño!

—¿Y qué tiene que ver la guerra con esto? Si la hubiera hecho, aún, pero estando aquí metido…

—¡Todo! Todo tiene que ver, joder, Paulina, que tú también… ¡El día que te sacudan, darás bellotas! Porque si hubieran ganado los republicanos él se podría haber divorciado, ¿lo entiendes ya?

—¡Ah…, te refieres a eso!

—Pues claro que me refiero a eso, en la República se habrían divorciado, y aquí paz, y después gloria. Cada uno se habría llevado lo suyo y listos, que algo se les hubiera quedado entre las uñas hasta si llegan a empezar la dichosa Reforma Agraria, que no creo yo ni que la hubieran hecho nunca, porque, hay que ver, ésa es otra, lo Judas que podía llegar a ser Azaña, coño, para que luego digan, que, bien mirado, en todas partes cuecen habas… Pero con Franco en El Pardo, metiéndose cada noche en la cama con un cura a cada lado… ¡tú me contarás!

—Ya, ya te entiendo. Pero yo no creo que eso fuera así, Mercedes, que no, que el señor siempre ha sido de derechas…

—¡Anda! ¿Y de qué te crees tú que era Azaña? ¿De izquierdas? No me jodas, Paulina, claro está que fue así, y déjame acabar… Luego se levantó, y me obligó a levantarme, y me puso enfrente de él. Júrame por la memoria de tu padre que no le vas a decir a Teófila ni una sola palabra de esto, júramelo. Y yo se lo juré, y después se marchó sin decir nada más, que ya había largado bastante, pero a ella no le dijo ni pío, tiene gracia, que me acosté pensando que me había hecho jurar porque quería ser él quien le diera las noticias, y no pude ni dormir siquiera, pensando en el belén que se habría armado allí arriba, y a la mañana siguiente… pues no voy y me encuentro a Teófila como nueva! Canturreando con una sonrisa de oreja a oreja, así estaba, y así estuvo todo el tiempo que él se quedó aquí, viviendo en la inopia, convencida de que Pedro lo había arreglado todo, o de que a la señora se la había llevado el diablo, vete tú a saber… ¡Si hasta parió a Marcos con más de cuatro kilos, ella, que había tenido críos más bien pequeños, que María no pasaba siquiera de los dos y medio! y así pasaban los días, y nada, y yo esperando a que el asunto estallara de una vez, pero ¡quiá! Teófila no supo una palabra hasta la víspera, y eso si no se cayó del guindo cuando le vio salir por la puerta con las maletas. Yo creo que le faltó valor para decírselo antes, fíjate, y se inventó aquello de que parecía que el crío no se terminaba de enderezar para ganar tiempo, pero eso no era así, qué iba a ser, si Marcos ya gateaba cuando él se fue, y se había puesto bien hermoso, debía de tener cuatro, o cinco meses…

—Seis. Y el señor volvió a casa a mediados de septiembre, no se me olvidará nunca. Estaba amaneciendo ya cuando sentí algo moverse cerca de la cama, y al abrir los ojos me encontré con Magda acostada a mi lado, retorciendo la sábana entre los dedos, a punto de llorar… Tengo miedo Paulina, me dijo, hay un hombre durmiendo en la cama con mi madre, y yo le di gracias a Dios, porque había vuelto. No es un hombre cualquiera, cariño, le contesté, es papá, y ella se quedó muy sorprendida porque todavía no conocía a su padre, a ver, Reina y ella nacieron en el 36, así que… Y al día siguiente me dijo que no le quería, tócate las narices, y mira que luego llegaría a adorarle, que era locura lo que tenía por su padre, y andaba todos los días a la greña con la señora por defenderle siempre, con razón o sin ella, porque no atendía a razones, que para Magda el señor era Dios, y desde luego que no sé cómo, porque no decía ni pío, ¡como no le hablara en sueños! y sin embargo, cuando llegó no quería ni verlo, porque se comportaba como un fantasma, un muerto en vida parecía, eso es verdad, que en cuanto pisó la casa empezó a hacerse el mudo, y a pasarse el día entero encerrado en el despacho, con la mente en blanco…

—¡En blanco, no, Paulina! La mente la tenía aquí. Y anda que no le costó trabajo irse a Madrid, que ni se paró a despedirse de mí… Ahora, que los cojones que no tuvo él, los tuvo ella de sobra, y bien puestos, ya lo creo que sí, que tenías que haberla visto el día que se bajó al pueblo. Estaba la calle que parecía que iba a pasar por medio la Vuelta Ciclista a España, con las aceras llenas de piojos, que algunos hasta dejaron el trabajo para acercarse a verla pasar, un hato de cabrones y de envidiosos, que eso es lo que son, y sobre todo ellas, un montón de mierda, que había que verlas, chismorreando y dándose codazos en plena calle, celebrando la desgracia de la muchacha como si fuera un cumpleaños… ¡Una manada de putas, mil veces más putas que ella, eso es lo que son!

—¡Mercedes! Si sigues hablando así, cojo a la niña y me largo.

—¡Pues lárgate! Otra pena, y bien gorda, ya ves…

—Sigue contando, Mercedes, por favor, no te preocupes por mí.

Sabía que seguiría hablando de todas formas, pero le insistí porque ya era tarde, muy tarde, el sol había desaparecido hacía un buen rato, y aún tenía que nacer Eulalia, y tenía que nacer Porfirio, y ya no me quedaban lágrimas, mi memoria se estaba saturando, como si el espacio destinado a grabar los datos nuevos se agotara por momentos, pero sentía una curiosidad parecida al hambre, parecida a la sed, y me dolía la cabeza por el esfuerzo de reordenar la información a medida que la recibía, para hacer sitio a los desastres que aún debía de conocer, y necesitaba llegar hasta el final, como se necesita comer cuando se tiene hambre, como se necesita beber cuando se tiene sed, como si presintiera la importancia que aquella historia vieja, tan vieja ya que algunos de sus detalles me resultaban tan difíciles de creer como los argumentos de esas viejas películas en blanco y negro que me había tragado aquel verano ante el televisor, llegaría a tener en los momentos más oscuros, y en los más espléndidos de mi vida.

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