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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (29 page)

—Bésame, gilipollas.

El ruido cesó, y yo aflojé los brazos con pereza, pero Fernando giró la cabeza como si le hubiera picado una avispa en la nuca y me miró con los ojos muy abiertos.

—¿Qué?

—No, nada.

Mi espejismo se deshizo en infinitesimales moléculas de humo al contacto con el polvo de la realidad concreta, y agradecí íntimamente al alcalde que jamás se hubiera decidido a prolongar el alumbrado público hasta aquel callejón, pese a las reiteradas amenazas de mi abuela, que le hacía responsable de cualquier desgracia que la oscuridad pudiera sembrar entre sus nietos, porque me sentía enrojecer hasta la última capa del cuero cabelludo.

Me bajé despacio de la moto y avancé un par de pasos hacia la puerta.

—Muchas gracias por el viaje, ya nos veremos.

—Espera un momento —se deslizó sobre el asiento hasta ocupar la posición que yo acababa de abandonar, y señaló hacia delante con un dedo—. Monta, anda…

—¿Yo? ¡Pero si no sé conducir!

—Ni yo te pienso dejar. Monta, pero al revés. Mirando hacia mí.

Mi corazón dio un vuelco y rodó varias veces sobre sí mismo, y recordé que los camiones cargados hasta los topes suelen dar muchas vueltas de campana antes de incendiarse, pero me hice de rogar un par de minutos, como si necesitara meditar antes de decidirme. Luego me acerqué a la moto y él me ayudó a subir, pero la repentina potencia de mi pensamiento metafórico tampoco logró sobrevivir esta vez a un contratiempo de lo más vulgar, porque tuve que concentrarme en la búsqueda de un lugar adecuado para mis piernas, que chocaban constantemente con las suyas, y no pude hallarlo en un espacio tan exiguo, así que al final las estiré hacia atrás, apoyando los pies en las tuercas de la rueda delantera para adoptar una postura tan incómoda como favorecedora, que me obligaba a mantenerme erguida, con la espalda arqueada y el pecho escandalosamente proyectado hacia delante. Cuando intenté modificar este último detalle, en busca de un ángulo menos agresivo, estuve apunto de caerme al suelo. Fernando me sujetó con una sonrisa sagaz y decidí que lo mejor sería estarme quieta.

—¿Qué has dicho antes, india?

Pero aquél era mi juego favorito.

—¡Ah, bueno! Creo que antes he dicho que no había dicho nada antes.

—No —sonrió—. Me refiero a lo que has dicho antes de que yo te preguntara qué habías dicho antes…

—Ya —le devolví la sonrisa e imprimí velocidad a mi respuesta—. O sea, lo que he dicho antes de decirte que no había dicho nada antes, antes de que tú volvieras a preguntarme qué había dicho antes para que yo te contestara que no había dicho nada antes.

—Sí, porque eso es lo que quería saber antes, cuando… te he preguntado qué habías dicho… —dudó de nuevo y suspiró, le estaba costando trabajo— antes de que yo te preguntara… y tú me contestaras antes…, no, antes no… —se dio una violenta palmada en el muslo para sancionar su propia equivocación—, y tú me contestaras que no habías dicho nada… antes.

—Un poco lento, pero para ser extranjero no está mal del todo. Se te dan bien los trabalenguas.

—No tanto como a ti.

—No, eso no. Pero es que a mí me llaman Malena la de la lengua vertiginosa.

Soltó una ruidosa carcajada, celebrando quizás un doble sentido que no había sido mi intención deslizar, pero su risa me ayudó a sentirme mejor.

—Pues ya va siendo hora de que la muevas.

—Es decir, que quieres que te diga lo que he dicho antes de que tú me pregun… —entonces me tapó la boca con una mano, y me dio la sensación de que su palma permanecía apretada contra mis labios más tiempo del que habría sido necesario.

—Eso.

—Bueno, la verdad es que no he dicho nada. Más bien, para ser exactos, lo he susurrado. Y es importante que seamos exactos, porque no es lo mismo, ¿sabes?, ni mucho menos, en realidad es muy diferente… —creo que sonrió de nuevo, pero sólo pude interpretar sus ojos, porque se frotaba el resto de la cara con las manos, en una cómica parodia de la desesperación—. No sé si en alemán existe la diferencia entre hablar y…

—Susurrar —me interrumpió con impaciencia—, claro que existe. ¿Qué has susurrado?

—¿Antes de…?

—Sí.

Marqué una pausa. No tenía otra alternativa que tirarme al suelo y salir corriendo, y eso era lo último que tenía ganas de hacer.

—Creo —suspiré— que te he llamado gilipollas.

—Ya, eso es lo que me había parecido oír.

—No habrás oído nada más, ¿verdad?

—¿Por qué me has llamado gilipollas?

—¡Oh, bueno! Es como un tic, una manera de hablar. Se lo digo hasta a mis padres, todo el tiempo, gilipollas, gilipollas… No te lo tomes en serio, en realidad no quería decir… No tiene importancia.

—¿Por qué me has llamado gilipollas, Malena?

Dejé correr el tiempo nuevamente y opté por negociar un compromiso.

—¿Puedo susurrarlo?

—Sí.

Pero entonces comprendí que no debería hacerlo, porque eso sería como cobrarle una entrada, por muy mínimo y simbólico que fuera su precio. Así que levanté la cabeza despacio, le miré a los ojos y hablé con voz clara, esforzándome en pronunciar con nitidez, y marcando las pausas adecuadas entre las palabras.

—No te he llamado gilipollas. Te he pedido que me besaras. El insulto lo he añadido después, porque llevo horas esperándote y cuando nos hemos parado aquí, he creído que no ibas a llegar nunca. O que no me besabas porque tienes novia. O porque no te gusto, que sería lo peor de todo.

Había sido muy fácil. Había hablado sin miedo y sin vergüenza, y él no hizo nada para cambiar las cosas. Alargó sus brazos hacia mí y deslizó una mano debajo de cada una de mis corvas para atraerme bruscamente hacia sí. Mis piernas se cruzaron solas alrededor de su cuerpo y le eché los brazos al cuello para conservar el equilibrio. El apretó sus dedos contra mi cintura como si tuviera miedo de que me escapara, y me besó.

Aquella vez, la realidad se mostró generosa. Sencillamente, se evaporó.

Cuando me esfuerzo por evocar aquellos días, tengo dificultades para distinguir lo real de lo imaginario, y a veces no consigo establecer qué cosas ocurrieron de verdad y cuáles jamás existieron fuera de mis sueños, tal vez porque a fuerza de detenerme en ellos, he desgastado ya esos recuerdos, o quizás porque la realidad y el deseo nunca estuvieron tan cerca como entonces, mientras se confundían en una sola cosa.

Ya no tiene sentido llorar, y ya no lloro, pero me sigo estremeciendo al recuperar algunas imágenes sueltas, como viejas fotografías descoloridas, desterradas en un cajón remoto, que parecen recobrar el brillo, y el esmalte del papel intacto, apenas poso mis dedos en su filo, y mi piel muda lentamente, se estira hasta reconquistar la gratuita elasticidad cuya paulatina pero implacable deserción me está empezando ahora a preocupar, y me miro el borde de las uñas y lo encuentro más blanco, y ésa es la señal de que ha llegado el momento de empezar a pensar en otra cosa. Con el tiempo he logrado cultivar una disciplina tan rigurosa que ya consigo concentrarme en la lista de la compra con sólo proponérmelo, pero algunas veces me cuesta un trabajo infinito desprenderme de la imagen de aquella muchacha a la que el tiempo ha convertido en un personaje aún más conmovedor para mí que el jovencito que aparece a su lado en todas partes, porque yo todavía era una niña, pero nunca he vivido tan en serio, y porque nunca, tampoco, me costó menos trabajo vivir.

Después, cuando ya todo daba lo mismo, algunos detalles sueltos, palabras y gestos secretos, preciosos, que jamás podré transmitir a nadie, se confabularon para revelarme que Fernando —¡guau, nena, no sabes cómo es esto!— era casi tan niño como yo, pero entonces no me daba cuenta, y si conseguía mirarle sin que él me devolviera la mirada, sobre todo cuando estaba poseído por uno de aquellos oscuros raptos que le transformaban durante unos minutos en un adulto, prendiendo un velo opaco sobre sus ojos, y suavizando las líneas de esa barbilla casi cuadrada que prestaría a su rostro, apenas volviera a estar despierto, un cierto toque animal que también me encantaba, me preguntaba cómo era posible que él, El, todo un hombre, con moto, y encima alemán, se hubiera fijado en mí. Y sin embargo, nunca antes me había sentido tan grande.

Recuerdo el asombro que me sacudió al contemplar mi propio rostro en el pequeño espejo del perchero cuando, tras reunir trabajosamente las fuerzas precisas para descender de la Bomba Wallbaum y de la remota nube en la que Fernando me había encaramado, me decidí a volver a casa para llegar tardísimo a cenar. Iba deprisa, y rezando para no encontrar a mi madre de mal humor, pero me detuve un momento en el vestíbulo para estudiar mi aspecto, al acecho de cualquier signo que pudiera revelar mi nuevo estado a quienes me esperaban tras la vidriera de colores, y mi propio reflejo me deslumbró. No me reconocía en aquellos ojos resplandecientes, en aquella piel suave y brillante, aquellos rizos casi azulados, que despedían una humedad metálica, como si estuvieran impregnados del espeso aceite que hacía relucir el pelo de las vírgenes de la Biblia, ni en mis labios, que se habían hinchado como dos esponjas empapadas en vino, aunque no llegaban a rebosar la línea de mi boca. Tampoco me reconocí en aquella herida, y a pesar de todo, sentí unas inexplicables ganas de llorar al comprender que aquella imagen era la mía, y que aquella radiante criatura era yo.

Me limpié apresuradamente con un dedo empapado en saliva un reguero de baba seca, como una mancha de pegamento, que cruzaba mi mejilla izquierda y entré en casa. Cuando llegué al comedor, me encontré con que había invitados. Todo el mundo se estaba acomodando alrededor de la mesa, aún no habían empezado a servir el primer plato, y mi madre, con una sonrisa reveladora de que a ella también se le había pasado el tiempo volando, me presentó a no sé cuántos parientes lejanos y me mandó a la cocina a cenar, porque allí no cabíamos todos. Mientras recorría esos pocos metros de pasillo, tuve la sensación de que mis pies se desprendían del suelo como de un lastre indeseable, y sentí que ya no necesitaba andar, porque levitaba, avanzaba sin esfuerzo un par de palmos por encima del nivel de las baldosas de barro. Cuando distinguí a Reina tras la puerta de cristal sentí el impulso suicida de desafiarla, de advertirle que desconfiara de sus sentidos, porque aunque creyera verme andar, el movimiento de mis pies era un simple efecto óptico, pero ni siquiera llegué a empezar, porque ella me saludó con una sonrisa.

—¿Qué te ha pasado antes, tía? ¿Dónde te has metido? No estarás enfadada, espero.

Sus palabras me devolvieron de golpe a los dominios de la gravedad. Mientras mis talones chocaban con una superficie dura, decidí que sería mejor dejar las cosas claras desde el principio.

—Me he enrollado con Fernando. No hace falta que digas nada, no necesito tu opinión. ¿Está claro?

—¡Malena!

Su sonrisa se ensanchó hasta alcanzar las proporciones de una mueca, pero no hallé nada sospechoso en aquella expresión, nada que la hiciera distinta de cualquiera de las explosiones de júbilo con las que Reina celebraba mis buenas notas cuando estábamos en el colegio. Mi hermana se alegraba por mí, eso era todo.

—¡Enhorabuena, tía! Qué bien, ¿no? Ya tenía ganas de conocerte un novio.

—Bueno, para el carro. Novio, lo que se dice novio, no sé si es.

—Seguro que sí. Joder, vaya cambio… ¡Me levanto con una magdalena y me acuesto con una hamburguesa!

Reí con ganas aquella estúpida broma. Aquella noche me hubiera desternillado hasta con la información bursátil del telediario.

—¡Cuéntamelo, por favor! — Reina me clavaba los dedos en el brazo—. Quiero saberlo todo, todo, todo… Por favor…

—No, déjalo.

—Pero ¿por qué?

—Porque a ti no te cae bien.

—¡Pero si no le conozco, tía! O sea, que no me cae ni bien ni mal. Lo que te he dicho antes es porque no me fiaba de él, porque… creía que iba a machacarte, en serio, pero no tengo nada más contra él, yo no me podía imaginar… Pero si os habéis enrollado es otra cosa, te lo juro, Malena.

—Bueno, pero de todas formas…

—¡Cuéntamelo, anda! No te puedes ni imaginar la ilusión que me hace, cuéntamelo, por fa, y te juro que no volveré a llamarle Otto nunca más.

Ella cruzó los dedos, pero yo preferí mirarla a los ojos, aprovechando la pausa forzosa a la que nos obligó Sagrario cuando se acercó para ponernos delante sendos platos de ensaladilla rusa, y fallé a su favor. Me moría de ganas de contárselo, y ella se moría de ganas de escucharlo, y era mi hermana, viajaba en el mismo barco que yo, podía fiarme de ella, pero de todas formas decidí amarrar ciertas garantías.

—Si le cuentas a mamá una sola cosa de lo que te diga, yo le contaré que te montas con Nacho en el coche y os vais a Plasencia.

A mi madre le daba pánico que saliéramos a la carretera con cualquiera que no fueran Joserra o mi primo Pedro, y Reina tenía específicamente prohibido montar en el coche de Nacho, no sólo por su potencial carácter de recinto pecaminoso, sino porque, además, el verano anterior había estampanado contra una valla otro R-5 que los del seguro habían declarado siniestro total.

—Pero, Malena, por Dios. ¿Cómo se te ocurre que yo vaya a hacer una cosa así?

Entonces empecé a hablar, y se lo conté todo, todo, hasta la batalla de los trabalenguas, omitiendo solamente mi declaración final y lo que pasó después, pero Reina me miró con el rabillo del ojo torcido, como si desconfiara de la sinceridad de mi relato.

—¿Y qué más?

—Nada más.

—¿Nada más?

—Bueno, mientras me besaba, me estaba abrazando, claro… —improvisé un acento experto y no pude reprimir una sonrisa al darme cuenta de que aquélla era la primera vez que necesitaba improvisar un tono parecido—. Si no, encima de una moto… es un poco difícil, ¿sabes?

—Ya. ¿No te vas a comer la ensaladilla?

Bajé la vista hacia mi plato, repleto de una apetitosa amalgama de pedacitos de comida de distintos colores. Adoro la ensaladilla rusa, sobre todo la que se inventó Paulina, que en lugar de verduras, le añadía a la patata cocida gambas, huevo duro, pimiento morrón y aceitunas, y la mía era una pasión pública, vehemente, por eso Reina parecía tan asombrada. Yo no lo estuve menos cuando, pese a que sabía de sobra que estaba deliciosa, decidí que no me apetecía nada comérmela. Cogí con la punta del tenedor un poco de mayonesa y la probé. Me gustaba, pero me costó demasiado trabajo tragármela.

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