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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (62 page)

—Hasta cuando tu padre se hizo mayor, siguió pasándome lo mismo, y eso que yo había querido que llevara ese nombre, para que siguiera existiendo un hombre en el mundo que se llamara igual que tu abuelo. Al principio daba igual, claro, porque los niños pequeños no reciben cartas, pero luego… El día que le llamaron a la mili, cuando saqué aquel sobre del buzón, se me saltaron las lágrimas, casi me echo a llorar en el portal, pero él me arrancó el papel de las manos y me dijo, ya está bien de teatro, mamá, debería darte vergüenza…

Porque ella se acostaba con otros hombres.

—El nunca me lo perdonó, no intentó comprenderlo siquiera. Con los otros fue distinto, porque eran más mayores, qué sé yo, más responsables, o menos maliciosos, y entendían mejor las cosas, lo habíamos pasado muy mal todos juntos cuando Jaime era un bebé que sólo sabía comer y dormir, o a lo mejor, lo único que pasó es que los mayores habían conocido a su padre, no lo sé…

El recuerdo de aquel viudo le amargaba la boca todavía. No se sentía desleal, ni infiel, ni tramposa. Se sentía hueca, y condenada para siempre a ser un hueco. No volvió a intentarlo, pero casi un año más tarde, otro hombre lo intentó con ella. Era taxista, y había vivido siempre en Lavapiés, su forma de hablar le recordaba la jerga que solía usar antes su marido, la divertía, y supo engatusarla bien y despacio. No tenía prisa. Estaba casado. Se llamaba Mauricio.

—Era muy… agradable.

Como un helado de vainilla, o una película entretenida, o una novela rosa que acaba bien, agradable como un vals de Strauss, así era Mauricio, y así fueron los que vinieron detrás de él. Ella temía que lo que pasó una vez sucediera de nuevo, lo temía y lo deseaba al mismo tiempo, pero nunca volvieron a faltarle palabras para explicarle a nadie lo que sentía, siempre, hasta el final, tuvo a mano un montón de adjetivos, todos los sinónimos de agradable, desde simpático hasta encantador.

—Por eso no podía casarme con ninguno de ellos, ¿lo entiendes? Tu padre me lo decía todo el tiempo, llegaba a levantar la voz como si se creyera con derecho a exigírmelo, cásate, mamá, me decía, ¿por qué no te casas? Cásate o déjalo. Y eso que hasta él debía de imaginarse que, ni aunque hubiera querido, que nunca quise, podría haberlo hecho, porque casi todos estaban casados ya.

Ella no supo situar la intransigencia de su hijo pequeño, dudaba de su color, y de sus orígenes, desde los clásicos celos filiales hasta la presión torturante del ambiente, el aire que todos respiraban en aquel país poblado por hombres tan distintos de aquel desconocido que le había engendrado, y del que jamás se habría atrevido a sospechar que pudiera no apreciar esa clase de homenajes, porque ella, temerosa por el hijo que no había llegado a tener miedo, no le contó gran cosa de su padre, apenas una colección de anécdotas sin importancia que nunca sentiría la tentación de repetir donde no le convenía, y sin embargo, casi siempre acababa por descartar cualquier hipótesis para sentenciar que nadie sino ella era culpable, por no ser una buena madre, una versión más de la inmaculada criatura —su pecho redondo, puro espíritu —que debían ser las buenas madres de aquellos tiempos, la inconmovible esfinge maternal que todas las madres del mundo han tenido que ser alguna vez, en cualquier sitio, en cualquier época.

—No me importa lo que él haya pensado de mí. Yo sé que seguí siendo fiel a su padre, que lo he sido todos estos años, que lo seré siempre. Una vez, cuando ya era mayor, hablamos de todo esto, y tuve la sensación de que por fin quería creerme, pero no lo entendió, no puede entenderlo, porque a él nunca le ha pasado una cosa así. Esas cosas sólo os pasan a las mujeres, mamá, y no es enamorarse, es volverse loco, eso me dijo. Y yo le contesté que no era verdad, porque Jaime me amaba así, yo lo sé, y él también lo sabía, que le pasaba lo mismo que a mí. Pero a tu padre no, él no ha tenido suerte, y seguramente no la tendrá nunca. A veces me da rabia que después de ser tan duro conmigo haya ido a salir tan mujeriego, precisamente él, pero de todas formas no le guardo rencor, más bien le compadezco.

Yo también estaba dispuesta a compadecerle cuando por fin se atrevió a llamar, casi quince días después de la espantada, para invitarme a comer en uno de esos restaurantes buenos y caros, de toda la vida, donde se refugiaba cuando necesitaba sentirse seguro. Nadie entendió aquella comida. Para mi madre fue un sabotaje colaboracionista, mi hermana, más radical, la consideró una traición, y hasta Santiago me preguntó por qué aceptaba. Es mi padre, les contesté a todos, pero me dio la sensación de que nadie lo entendía.

—Mamá está hecha polvo —dije todavía antes de sentarme, cuando presentí que la abuela se había equivocado, porque estaba tan guapo que daba náuseas, parecía tan feliz que daba grima, tan ligero que se diría que, en vez de pesar, flotaba—. Podrías haberlo hecho antes, habría sido mejor, ahora… Ella se siente como un trasto viejo. A veces creo que eso la duele más que haberte perdido. Esa es la gran putada.

—Sí —fijó la atención en sus uñas antes de curvar los labios, intentando sonreír sin desmentir una calculada expresión de amargura—, pero yo no tengo la culpa.

—Es posible que no —tuve que contenerme para no chillar, porque aquella sonrisa me estaba sacando de quicio—, pero podrías reconocerlo, por lo menos.

—Está bien —me miró, anticipándome que sería sincero—. Es una gran putada, enorme, monstruosa, gigantesca, pero yo no tengo la culpa, y ni a ti ni a tu madre os sirve de nada que lo reconozca. Yo también me estoy haciendo viejo, Malena, yo también. Y no quería enamorarme de otra tía, nunca lo he buscado, de eso puedes estar segura. Sé que te voy a parecer un cabrón por decir esto, pero objetivamente yo estaba mucho mejor antes, viviendo con una mujer que se desvivía por mí, que nunca me habría abandonado, que me lo consentía todo, yo…

—Eres un cabrón, papá.

—Lo seré, pero eso era mejor para mí, mucho mejor, no lo dudes. Ahora es distinto… Kitty es mucho más joven que yo. No estoy seguro, ¿sabes?, nunca estoy seguro. Me muero de celos, y me acojona no poder… Algún día dejará de levantárseme, y ella seguirá teniendo once años menos que yo, casi doce. Tengo miedo, el otro día me quedé frito viendo la televisión y luego no pude dormir, me sentía viejo, agotado… Sé que me abandonará, como yo he abandonado a tu madre. Corro mis propios riesgos.

—Siempre se corren riesgos —murmuré. Estaba muerta de envidia.

Sus palabras me dejaron mal sabor de boca, pero conseguimos hablar de muchas cosas durante la comida. Yo estaría al lado de mi madre, porque ella me necesitaba y él no, y se lo dije, pero le dije también que siempre, pasara lo que pasara, podría contar conmigo, y me contestó que eso lo sabía, que lo había sabido siempre.

Después del café, me fui derecha a buscar a mamá y nos fuimos al cine, y luego a merendar tortitas con nata. Invertiría muchas más horas en diseñar, desarrollar y ejecutar planes parecidos, intentando auparla, encaramarla en la cumbre de un trampolín por el que algún día se decidiera a lanzarse por su cuenta, pero no sólo no tuve éxito, sino que mi compañía terminó convirtiéndose en un ingrediente imprescindible de su vida. De repente, aquella mujer que nunca había hecho nada, que nunca había ido a ninguna parte, que se había pasado todas las tardes de mi infancia cosiendo sin ninguna necesidad de hacerlo, sentada en una butaca del salón, ante la televisión encendida, no podía soportar más de doce horas sin pisar la calle. Entonces cogía el teléfono y me llamaba.

—¿Qué vamos a hacer hoy?

Fuimos a ver todas las películas, todas las obras de teatro, todas las exposiciones. Asistimos a todas las demostraciones domésticas de las que tuvimos noticia, Tupperware, vaporetas, ollas para guisar sin grasa, ambientadores perpetuos, hornos revolucionarios, edredones de pluma nórdica, máquinas de coser sin aguja, cosméticos japoneses. Nos pateamos todas las rebajas de enero, las liquidaciones de febrero, y los remates de marzo, en todos los grandes almacenes, hipermercados, centros comerciales, y cadenas de tiendas de barrio que se anunciaban en todas las radios. Le propuse cursos de cerámica, de decoración, de ikebana, de jardinería, de macramé, de yoga, de cocina, de psicología, de maquillaje, de encuadernación, de escritura, de pintura, de música, de tarot, de ciencias ocultas, de
papier maché
, lo que fuera, me daba lo mismo. Fuimos juntas a ver dos docenas de gimnasios, la animé a matricularse en la universidad, a poner una tienda, a mudarse de casa, a escribir un libro, lo que ella quisiera, recorrimos todas las academias para adultos ociosos de Madrid, y aunque la primera visita la divertía, siempre había algo que nunca terminaba de convencerla del todo, al cabo todo era en vano. Si no se me ocurría nada especial, se venía a merendar a mi casa, y eso era peor, porque a pesar de mis buenos propósitos, toda esa solidaridad y esa comprensión de la que me recubría como de una invulnerable coraza, la verdad era que no la soportaba, nunca había podido soportarla y ahora mucho menos. Cuando la situación no le permitía comprar nada, y ninguna otra persona reclamaba su atención, a mi madre sólo le interesaba hablar de dos cosas: el infarto que ojalá acabara con mi padre mientras andaba revolcándose por ahí con ese pedazo de puta que podría ser su hija, y la misteriosa vida de mi hermana.

En este último punto no me quedaba más remedio que darle la razón, porque yo tampoco sabía mucho de Reina desde que volvió de París, casi un año y medio después de que volviera Jimena. Entonces me había dado a entender que aquel experimento —estaba experimentando, eso era todo dijo— no había salido demasiado bien, pero no me dio detalles, ni me explicó de qué, ni cómo, había vivido durante el tiempo en que estuvo oficialmente sola, y yo tampoco insistí mucho, aunque a veces las preguntas me quemaban la punta de la lengua, porque su manera de moverse y de accionar con las manos, su forma de hablar, y las cosas que decía, delataban todavía una extraña influencia de Jimena, como si hubiera roto los lazos con ella pero, de alguna forma, siguiera ligada por algún precario puente a su memoria. Luego, apenas seguimos compartiendo cuarto durante seis meses, hasta que me casé, y la verdad es que cuando me metía en la cama con Santiago, todas las noches, su compañía era la única que no echaba de menos. A ella, sin embargo, parecía divertirle mucho que yo me hubiera casado, se llevaba muy bien con mi marido y nos visitaba con cierta frecuencia, una excusa adecuada para cada ocasión. Colaboró con energía en la decoración del piso, me regaló cientos de artefactos tan nimios como útiles —un cubierto especial para servir los espaguetis, un cacharro para cortar los huevos duros en rodajas, otro para separar las claras de las yemas, un disco de cristal grueso que se colocaba en el fondo de la cacerola para que la leche no se desbordara al hervir, una redecilla para cocer los garbanzos sin que se desollaran, y otras muchas chorradas de la misma clase, el tipo de cosas en las que sólo ella habría sido capaz de fijarse—, me ayudó a organizar el espacio, me llenó la terraza de plantas, y suplió una por una, a base de puro instinto, las más graves de mis innumerables incapacidades domésticas, hasta que, de repente, sin previo aviso, desapareció una temporada y apenas la vi algún domingo al mediodía, cuando iba a comer a casa de mis padres. Cuatro o cinco meses después, reapareció por la puerta con un ficus en brazos, y el ciclo se reprodujo desde el principio. Lo mismo sucedió otras veces, Reina venía y se marchaba, a veces de Madrid, otras solamente del paisaje familiar, pero ahora, precisamente ahora, cuando yo ya no tenía secretos que ocultarle, mi vida lisa y aburrida como la de cualquier otra mujer honesta, ella empezó a callar su propia vida, y mi curiosidad se disolvió fácilmente en la sospecha de que sólo así, mientras no supiera nada, su compañía seguiría siendo compatible con el inconstante afecto que aún, a ratos, me inspiraba.

Lo que nunca me habría atrevido a esperar, sin embargo, fue que ella, que al fin y al cabo siempre había sido la hija favorita de mamá, siguiera los pasos de mi padre con unas pocas semanas de diferencia. No se me ocurrió imaginarlo siquiera cuando una noche acompañé a mi madre a su casa y me la encontré haciendo la maleta.

—¿Adónde te vas?

—A las Alpujarras. Voy a pasar unos días en casa de un amigo.

—¿Ahora? Debe de hacer un frío espantoso.

—Sí, pero la casa tiene calefacción y eso… Me apetece mucho, no conozco esa zona.

Entonces, mientras buscaba la manera de decirle que quizás habría llegado el momento de que me echara una mano con el dolor de su madre, porque el de la mía era demasiado dolor ya para mí sola, se me quedó mirando con una sonrisa espectacular y se interrogó en voz alta.

—¿Te lo digo o no te lo digo?

—¿Qué? —me obligó a preguntar.

—¿A que no sabes adónde fui a parar hace un par de días? —negué con la cabeza, pero no tuvo bastante.

—No, Reina, no lo sé.

—Estuve en una boda —deduje por su expresión que la noticia era una auténtica bomba, pero aún no pude determinar en qué dirección estallaría—. Fue pura casualidad, porque por supuesto no estaba invitada, pero había quedado con un amigo para comer, ¿sabes?, y cuando apareció me salió con lo de siempre, que si tenía un compromiso, que si estaba obligado a ir porque era un asunto de trabajo, que si cuando habíamos quedado se le había olvidado porque es muy despistado… Eso es verdad, es muy despistado, total, que lo de siempre, me pidió que fuera con él y resultó que era un banquete de boda. ¿Y a que no sabes quién era el novio?

—Pues no, claro.

—¡Es que no te lo puedes imaginar, tía, no podrías adivinarlo ni en un millón de años! Fue increíble —dejó escapar una risita nerviosa, y yo le respondí con una sonrisa que por fin nacía más de la expectación que de la impaciencia—. Yo me quedé de piedra, vamos, lo que es la vida…

—¿Quién era, Reina? Dímelo de una vez.

—¡Agustín, tía! — su carcajada resonó dentro de mi cabeza como si mi cráneo hubiera estado siempre forrado de corcho—. ¿A que es para morirse?

—¿Qué Agustín? —le pregunté en un susurro, mientras me preguntaba a mí misma que qué Agustín iba a ser.

—¡Pues Quasimodo, claro! — me miró sorprendida—. ¿Qué Agustín iba a ser? Aquel tío con el que saliste hace años, ¿no te acuerdas?

—Sí, me acuerdo.

—Yo me quedé helada, en serio, y luego me eché a reír. Es que era lo último que me esperaba. Y lo encontré bastante bien, tengo que reconocerlo, ha mejorado, o a lo mejor es que antes me parecía tan imbécil que lo recordaba todavía más horrible de lo que es, porque feo sigue siendo, desde luego, feísimo más bien… —hizo una pausa, seguramente a la espera de que yo valorara sus palabras, pero ante mi silencio siguió hablando sin prestarme demasiada atención, trajinando con la ropa sobre la maleta abierta—. Muy guapa la novia, por cierto, las tetas exageradamente grandes para mi gusto, casi se le salían del escote, y metida en carnes, pero con buen tipo. Mi amigo me contó que a Agustín le gustan esa clase de mujeres. Siempre se las ha apañado para levantarse unas tías tremendas, me dijo, y yo le dije que a ésta, en concreto, no la vendría mal ponerse a régimen, porque estaba bastante gorda, pero él se me quedó mirando con los ojos como platos y me salió con que para nada, que lo que estaba era buenísima… En fin, ya sabes cómo son los tíos.

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