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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (35 page)

Así, un factor tan aparentemente trivial como la elección de las asignaturas optativas de aquel curso, cambió en más de un aspecto el sentido de mi vida. A partir de entonces, apenas si me tropezaba con mi hermana en la cena, porque tenía que comer antes que los demás para llegar a las tres en punto a la primera clase, pero su ausencia en sí misma no me extrañaba tanto como el hecho de estar sola, y aún más, de ser sola, porque aún recuerdo el estupor que me produjo el advertir que ninguno de mis profesores, y ninguno de mis compañeros, y ninguna de las personas con las que me cruzaba por los pasillos o en el bar, todas las tardes, tenían motivo alguno para sospechar que yo tuviera una hermana melliza, y que, de hecho, no lo sospechaban.

Esa fue la mayor sorpresa de aquel principio de curso, pero no la única, porque, aunque se les podía contar con los dedos de una mano y aún sobraba alguno, en mi clase había alumnos varones, detalle que por fin recompensaba mi histórica —casi histérica— reivindicación de enseñanza mixta, una causa a la que, de todas formas, la aparición de Fernando había privado de toda trascendencia. Pero la mera presencia de aquellos enanos, tan aterrados por la abrumadora superioridad del elemento femenino que se protegían los unos a los otros sentándose siempre juntos, en la última fila, era tan reconfortante como la legalidad de las faltas de asistencia, que se apuntaban, pero no acarreaban una inmediata llamada telefónica de justificación al domicilio paterno. Y apenas dejé de asistir a alguna clase dos o tres veces en todo el curso, pero disfrutaba muchísimo de la simple seguridad de que cualquier tarde podía irme al cine sin que pasara nada. Hacer amigos fue, sin embargo, la mejor de las sorpresas.

El primer día de clase, mientras atravesaba el umbral de un aula repleta de desconocidos, en mi estómago el hormigueo de los estrenos importantes, me di cuenta de que, en realidad, yo nunca había tenido amigos propios. La constante compañía de Reina me había liberado de la común preocupación infantil por hacer amistades en el colegio, y el gran número de primos y primas que convivían conmigo en la Finca del Indio había hecho innecesario el no menos común y trabajoso reclutamiento de una pandilla para las vacaciones de verano. Nunca había tenido que pedirle a nadie que me ajuntara, ni hacer méritos públicos para ser admitida en ningún grupo, y por eso, perdida entre extraños, elegí un asiento contiguo a la pared y estuve un par de semanas sin hablar con nadie, recorriendo yo sola los pasillos cuando salía a fumar en los cambios de clase. Era consciente de que mi ignorancia de un código tan vulgar como el que regula la vida social en un ambiente como aquél, podía ser malinterpretada por mis compañeros como una muestra de arrogante e injustificado desdén, sobre todo porque yo no podía ampararme en una timidez que desmentían a cada paso mi voz y mis gestos, pero por otra parte, disfrutaba tanto de aquella pequeña soledad que la perspectiva de su crecimiento nunca llegó a inquietarme realmente.

Mi actitud terminó por llamar la atención de una chica que solía sentarse en el extremo opuesto de la clase, rodeada de tres o cuatro compañeras a las que debía de conocer desde hacía tiempo, porque todas parecían llevarse muy bien entre sí. Una tarde se sentó a mi lado, y disculpándose de antemano por su curiosidad, me preguntó qué llevaba en el dedo. Celebró la historia de la tuerca con grandes carcajadas desprovistas de sarcasmo, y su risa me gustó. Se llamaba Mariana, y en el siguiente cambio de clase me presentó a sus amigas, Marisa, que era baja y gordita, Paloma, rubia y con granos en la cara, y Teresa, que era de Reus y hablaba con un acento muy divertido. Me acogieron con mucha naturalidad, porque ellas mismas no se habían visto nunca hasta el primer día de curso, y enseguida me presentaron a sus primos, y a sus hermanos, y a sus novios, que además tenían primos, y hermanas, y amigos del colegio que a su vez tenían otras novias que tenían primas, y hermanos, y amigos del colegio, y así, antes de darme cuenta, yo también tuve amigos, aunque nunca me preocupé por presentárselos a mi hermana.

Nunca había vivido días tan apretados. Tenía clase de inglés por las mañanas, y casi todas las noches iba al cine con Mariana y con Teresa, porque ninguna de nosotras se cansaba jamás de ver películas, y cuando alguna nos gustaba de verdad, repetíamos hasta tres o cuatro veces sin aburrirnos. Paraba poco, me reía mucho, y procuraba no pensar demasiado en Fernando de lunes a viernes, pero sólo conseguía dormirme mientras le recordaba, y le consagraba, enteros, todos los fines de semana. Cada sábado, después del desayuno, empezaba a escribirle una carta larguísima que no solía terminar hasta la tarde del día siguiente, tras haber desechado un montón de borradores. Antes de cerrarla, metía en el sobre cualquier tontería plana que pudiera parecer un regalo, una chapa, un llavero, una postal, un recorte divertido del periódico, una pegatina o una flor disecada, con una nota en la que me disculpaba por mandar algo tan cursi. El espaciaba sus respuestas, pero sus cartas eran aún más extensas que las mías, y después de cumplir mi único encargo —los pantalones que le había prometido a Macu—, empezó a enviarme paquetes postales con regalos de verdad, camisetas, carteles, y algunos discos que aún tardarían meses enteros en aparecer en España.

El tiempo pasaba despacio, pero soportaba su pereza mejor de lo que había calculado, hasta que, a principios de noviembre, Reina contrajo una extraña enfermedad.

Los primeros síntomas se habían producido casi exactamente un mes antes, pero entonces no les había prestado demasiada atención, porque su aparición sucedió sólo en unos días a otros más crueles, los que anunciaron la desenfrenada carrera de la esclerosis que consumiría el querido y pecador cuerpo de mi abuelo en poco más de tres meses. Cuando una mañana, al levantarme, me encontré con que Reina seguía en la cama, doblada sobre sí misma, sujetándose la tripa con los brazos como si sus intestinos amenazaran con desparramarse sobre las sábanas, me asusté un poco, pero ella misma me tranquilizó al contarme que le había venido la regla. Ninguna de las dos solíamos padecer mucho en tales circunstancias, pero interpreté aquella excepción como un contratiempo de lo más natural. No me lo pareció tanto, sin embargo, el encontrármela igual de postrada y retorcida cuando volví por la noche, y me enteré de que no había tenido fuerzas para levantarse en todo el día.

Tampoco lo hizo la mañana siguiente, y al despertarse tenía tan mal aspecto que decidí no ir a clase y quedarme con ella. Como los analgésicos no parecían hacerle mucho efecto, le di una copa de ginebra para que se la bebiera a sorbitos, y aquel remedio casero le sentó mucho mejor. Comimos juntas, y por la tarde se empeñó en llevarme al cine, a ver una película que le apetecía mucho, aunque sabía que había quedado con mis amigas para ir a verla el fin de semana siguiente. Al final, vi aquella película dos veces y todo volvió a la normalidad. Me había olvidado ya de los dolores de mi hermana cuando, veinticinco días más tarde, se reprodujo un proceso idéntico, aunque mucho más intenso, a juzgar por los aullidos de la enferma.

Entonces empecé a preocuparme de verdad, y hablé con mi madre, pero ella, que un mes antes, agobiada por el ingreso del abuelo en el hospital, apenas se había enterado de lo sucedido, no quiso hacerme caso. Todas las mujeres del mundo, me dijo, han tenido reglas dolorosas alguna vez, y eso no tiene ninguna importancia. Yo insistí, porque Reina llevaba ya tres días en la cama, y decía que a veces se sentía hinchada, como si algo estuviera creciendo dentro de su vientre, pero mamá se negó a aceptar siquiera la posibilidad de que su hija más débil, aquella criatura que había estado tan cerca de perder la vida mientras luchaba por conservarla, recayera ahora en el riesgo de la gravedad, ese destino aparentemente inevitable que con tanto esfuerzo, y tanta suerte, había conseguido sortear durante su infancia, y descartó cualquier enfermedad de mi hermana con la misma fría inconsciencia que le había inducido a vestirla siempre con ropa grande cuando era una niña, como si sus ojos, que no habían podido ver entonces que su cuerpo no crecía, se negaran a ver ahora que en aquel cuerpo, por fin adulto, algo no marchaba bien.

Reina, que había aprendido a no preocuparla en las sombrías salas de espera de aquellos especialistas que la volvieron varias veces del revés cuando era una cría, no se quejaba delante de ella, pero cuando nos quedábamos solas, me describía los detalles de un sufrimiento atroz. Sentía unos pinchazos muy agudos, como si se hubiera tragado un afilado y caprichoso alfiler que viajara sin rumbo entre sus vísceras, clavándose sin previo aviso en un lugar o en otro, y reposando durante horas enteras para multiplicar luego sus ataques, atormentándola hasta dejarla exhausta, y este dolor, concreto y brillante, se superponía a una molestia más sorda, pero constante, una presión implacable que atenazaba su vientre extendiéndose a veces hasta el pecho, para generar allí una angustiosa sensación de ahogo. Yo no sabía qué hacer, pero tenía mucho miedo, y aunque no quería asustar a mi hermana con historias siniestras, me acostaba cada noche temiéndome lo peor, tras haber fracasado en mis intentos de aliviar su dolor por todos los procedimientos imaginables. Intenté sustituir la ginebra, cuyos efectos parecían haberse debilitado, por el contenido de todas las botellas que pude encontrar en casa, pero no obtuve otro éxito que la precaria mejoría que la enferma extrajo de un par de buenas cogorzas, antes de que las consecuentes náuseas la precipitaran en un estado aún más penoso. Planchaba toallas con el vapor al máximo, y cuando el calor se revelaba inútil, llenaba el lavabo con cubos de hielo y las metía dentro, para comprobar que el frío tampoco servía. Los masajes en la tripa y en los riñones la sentaban bien al principio, pero sus virtudes se agotaban enseguida, y los baños tibios no servían para nada. Mi imaginación no daba más de sí, y el resultado siempre era el mismo, me duele mucho, Malena.

Cuando se levantó al fin, después de cinco días de reposo, mi madre suspiró aliviada y me reprochó haberla alarmado tanto por tan poca cosa, pero yo no me quedé tranquila, porque Reina no conseguía volver a caminar completamente erguida, y se cansaba mucho al realizar cualquier esfuerzo, aunque fuera tan pequeño como subir las escaleras de una estación de metro. Por eso, aunque aquella tarea no me correspondía, y ella afirmaba sentirse bien desde hacía más de una semana, me ofrecí a bajar a la calle a comprar el periódico una mañana de domingo, pero se empeñó en acompañarme, y al final fuimos juntas, como cuando éramos pequeñas, porque su enfermedad, cualquiera que fuese, había obrado el milagro de unirnos otra vez, cuando nuestro alejamiento parecía ya definitivo. Paseábamos despacio por la acera, disfrutando de la luz del sol de invierno, cuando ella, sin previo aviso, se dobló por la mitad, acusando un pinchazo tan intenso que, durante algunos segundos que se me hicieron largos como siglos, ni siquiera le consintió hablar.

Por la tarde la dejé en el salón, viendo la tele, y me encerré en mi cuarto con el pretexto de escribir a Fernando, pero ni siquiera llegué a sacar el papel del cajón. Necesitaba pensar, y tenía todos los elementos precisos para evaluar la situación, calculando sus posibles desarrollos con una exactitud casi matemática. Nunca me había enfrentado a un dilema semejante, porque nunca me había visto obligada a afrontar una responsabilidad tan grave. Si yo no intervenía, mi madre no se decidiría a llevar a Reina al médico hasta que la viera arrastrándose por el pasillo, y entonces quizás sería demasiado tarde. Mi hermana, que se compadecía del miedo culpable de mamá más que de sí misma, no se lo pediría hasta que se sintiera morir, y entonces seguro que sería demasiado tarde. Pero si yo presionaba a ambas, y podía hacerlo, me metería por mi propio pie en la boca del lobo, porque desde que se resolvió la cuestión del crecimiento, cada vez que mi madre se había visto obligada, siempre en contra de su íntima voluntad, a llevar a Reina al médico, yo había ido con ellas, y nunca me había librado de que mis oídos, o mis dientes, o mi garganta, o las plantas de mis pies, fueran examinados inmediatamente después que los suyos. Podía prever incluso, palabra por palabra, la frase que pronunciaría ella para animarme —Sí, Malena, ve tú también, anda… Así me quedo tranquila del todo—, en un tono que traicionaba tanto su absoluta despreocupación por mi salud como el auténtico propósito de mi reconocimiento, que no era otro que el de confortar a Reina, dando a su dolencia, cualquiera que fuera ésta, la mayor apariencia de normalidad posible.

Me daba cuenta de que cualquier persona sensata se habría mantenido absolutamente al margen de los acontecimientos, ejerciendo si acaso, y de lejos, una discreta vigilancia sobre su evolución, pero yo no me sentía capaz de una neutralidad semejante, y la angustia que había acumulado era tanta, y tan honda, que empecé a ver visiones, hermosos espejismos, como los que seducen a los náufragos del desierto cuando están a punto de morir de sed. Porque, aun dando por sentado que mamá escogería un médico privado, seguramente el ginecólogo de la familia —si es que lo había, y lo habría, porque en mi familia había de todo, desde carpinteros hasta veterinarios, de cuya clientela formaban parte los Alcántara desde que tenían memoria—, en lugar de acudir a un anónimo, probablemente apresurado, y hasta grosero, especialista de la Seguridad Social, que dispondría, sin embargo, de una ilimitada variedad de medios técnicos rotundamente inasequibles al primero… ¿qué coño le importaba a ese señor lo que yo hiciera o dejara de hacer? Por otra parte, Reina y yo éramos ya tan mayores que no sería descabellado pensar que hasta mi madre se diera cuenta de lo absurdo que resultaba perder tiempo y dinero en consultas innecesarias, porque desde luego, a aquellas alturas, ya nadie nos iba a mirar a las dos por el mismo precio. Y además, me dije que los médicos eran un poco como los curas, porque ellos también tenían normas que les obligaban a guardar secretos.

Cuando estaba a punto de concluir que en ambas direcciones el riesgo era inmenso, rectifiqué a tiempo, porque desde cualquier punto de vista mi hermana corría un peligro mucho más grande que yo. Entonces tragué saliva, y lo primero que hice al día siguiente fue acompañar a mi padre al trabajo para poder hablar con él en el coche.

—¡Ah, no, no, no! A mí no me vengas con mujeridades sanguinolentas —me advirtió—, porque me dan un asco espantoso.

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