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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (34 page)

Mi angustia crecía a medida que se agotaban los días de agosto, mientras una voz opaca susurraba en mis oídos, cada noche, que no habría jamás otro verano. Para conjurar el maleficio, intentaba imprimir a mis palabras y a mis acciones toda la solemnidad que admitían, hasta lo que yo consideraba el mismísimo borde del ridículo. Nunca me atreví a preguntarle si volvería, pero una tarde, en la terraza del bar del Suizo, cogí su mano derecha, estiré sus dedos, uno por uno, y cubrí mi cara con ella, dispuesta a darle todo lo que tenía. Mientras le miraba entre las rendijas, sentí que la carne de mis mejillas empezaba a hincharse, y que mi lengua ardía de calor, me picaban los ojos, y la saliva no conseguía franquear la frontera de mi paladar, y sin embargo lo hice, y escuché mi voz, segura y firme, en el supremo instante del suicidio.

—Te quiero.

La expresión de sus ojos no cambió, y sus labios esbozaron una sonrisa que se me antojó intolerablemente breve, pero su mano resbaló sobre mi cara y la recorrió despacio, como si quisiera borrar de su superficie las huellas de mi vergüenza.

—Yo también te quiero —dijo al fin, con voz neutra—. ¿Quieres tomar algo más? Voy a pedir otra caña.

En otras ocasiones se mostraría aún menos generoso. A principios de septiembre, la Bomba Wallbaum nos sorprendió con un ruido nuevo e inquietante, que sugería, sin margen de duda incluso para una profana como yo, que alguna pieza se había desprendido del motor y andaba suelta, golpeando en el interior del chasis. Fernando se puso de un humor de perros, y casi llegó a echarme la culpa de la avería, proclamando a grito pelado que aquélla era una moto fabricada para andar por carretera, y que se estaba destrozando de tanto andurrial y de tanto maldito camino de piedras. Sólo podía referirse al sendero que tomábamos casi todas las noches para ir al secadero de Rosario, y no me pareció justo que dijera esas cosas, pero nunca le había visto tan furioso, así que me senté en un banco sin despegar los labios, y me quedé al cuidado de la moto mientras él iba a su casa en busca de las herramientas.

Cuando volvió, siguió refunfuñando en voz baja todo el tiempo, afirmando para sí que estaba haciendo el imbécil, porque era imposible arreglar la Bomba en aquel pueblo de mierda, donde seguro que ni siquiera las tuercas giraban en el mismo sentido que en el resto del mundo, y pronosticando que su padre le iba a matar, y que se iba a negar a enganchar el remolque, y que al final se iba a quedar sin moto, y que en qué puta hora se le habría ocurrido a él marcharse de Hamburgo, hasta que enmudeció de repente, dejando una frase por la mitad, para alargarme un pequeño cilindro de cobre entre dos dedos pringados de grasa negra.

—Corre al taller de Renault que hay en la esquina, y pregúntales si alguna vez han visto una pieza parecida a ésta —el más grosero de los sargentos de guardia se habría dirigido a una nueva promoción de reclutas con más consideración—. Si te contestan que sí, que te digan dónde. Vete allí y compra una. Rápido.

Me puse en marcha sin objetar que yo misma, basándome en la experiencia acumulada durante toda una vida, dudaba mucho que en Almansilla las tuercas giraran, no ya en el mismo sentido que en el resto del mundo, sino siquiera sobre sí mismas. Sin embargo, cuando el mecánico de la Renault vio la pieza, la miró un poco por encima, metió la mano en un cajón, y sacó de allí un puñado de exactas y relucientes réplicas.

—A ver, coge la que más te guste.

—¿Pero valdrá para una moto alemana?

—Y para un avión australiano, Malena, coño… ¿Qué se ha creído ese listo? La rosca es de paso universal.

Los ojos de Fernando se iluminaron cuando le entregué el recambio, y le escuché canturrear en alemán durante el cuarto de hora escaso que duró la reparación. Cuando hubo apretado el último tornillo, arrancó la moto y se montó encima, pero no llegué a perderle de vista. Al final de la calle, dio la vuelta y regresó a mi lado con una inequívoca expresión de triunfo.

—Perfecto. Suena estupendamente, mira…

No echó de menos la pieza defectuosa hasta que cerró la caja de las herramientas y revisó el suelo, para ver si se había olvidado de algo.

—¿Y el otro cilindro? ¿Lo has dejado en el taller?

—No, lo tengo aquí.

Extendí mi mano derecha. La pieza, que había estado limpiando con un trapo empapado en saliva mientras él trabajaba de espaldas a mí, brillaba ahora sobre mi dedo corazón, igual que si fuera nueva. Me hubiera gustado ponérmela en el anular, como las alianzas, pero me quedaba demasiado grande. Cuando estaba a punto de contárselo, una estrepitosa carcajada me sugirió que aquél no era el mejor momento para una confesión.

—¡Menuda joya!

—A mí me gusta, pero si la necesitas para algo, te la devuelvo ahora mismo.

—No, quédatela. Total, no debe valer más de dos cincuenta… —y sin embargo, cuando me mordía, cerraba los ojos.

El final del verano aportó la prueba que confirmaría definitivamente mis sospechas. Fernando me informó de que la fecha de su regreso a Alemania ya estaba decidida con el mismo tono despreocupado y optimista con el que solía preguntarme qué me apetecía hacer, y desde entonces, viví amarrada al tiempo. Primero quedaban solamente diez días, después quedaron nueve, luego ocho, yo contaba con los dedos cada hora, intentaba ser consciente de cada minuto, explotarlo a conciencia, estirarlo, doblarlo, hacerle trampa, y cada mañana quedábamos un poco antes, y cada noche nos separábamos un poco más tarde, y apenas salíamos ya del secadero, no íbamos a Plasencia, no pisábamos el pueblo, no tomábamos copas, no malgastábamos el tiempo jugando a las cartas o yendo al cine. Yo me obligaba a planear una despedida deslumbrante, algo que él no pudiera olvidar, que me instalara para siempre en su memoria, y buscaba por todas partes un hilo capaz de coserle a mi sombra, un gesto grandioso, una señal conmovedora, una fianza, un tesoro, una estrella, pero por más que me exprimí la cabeza mientras estaba a su lado, tendida junto a él, disfrutando de aquellos breves silencios densos y profundos como horas, no había conseguido diseñar aún un plan concreto cuando de repente, una noche como las demás, sin previo aviso, él rompió a hablar.

—En tu casa, nada más entrar, hay un recibidor cuadrado, pequeño, ¿verdad?, y a la derecha un perchero de hierro, pintado de verde, con un espejo, y ganchos para colgar los abrigos, ¿no?

—Sí —musité, y apenas logré hacerme escuchar—. Pero ¿cómo sabes tú todo eso?

Sabía muchas más cosas, y las enunció con voz segura, ningún titubeo, ninguna duda, su voz renunciando a cualquier envoltorio de interrogación mientras afirmaba que más allá, una puerta con una vidriera de colores, cristales rojos, azules, verdes y amarillos, se abría a una especie de gran vestíbulo, donde arrancaban la escalera y un pasillo que se bifurcaba inmediatamente para conducir, a la izquierda, al gran cuarto de estar, y a la derecha, a la zona de servicio, dispuesta alrededor de la cocina, y entonces me miró. Asentí nuevamente con la cabeza, muda de asombro, y él debió de interpretar mi gesto como una invitación a proseguir, y siguió hablando, describiendo una casa que nunca había pisado con una precisión pasmosa, deteniéndose en detalles que sólo estaban al alcance de los ojos de un niño aburrido en una tarde lluviosa, como la silueta de elefante que una grieta accidental dibujaba en una de las losas de pizarra que recubrían el suelo de la despensa.

—Es increíble, Fernando —dije al final, perpleja—. Lo sabes todo.

El sonrió sin volverse a mirarme.

—Mi padre me lo ha contado. Vivió allí hasta los siete años —entonces recordé la historia que aprendí de Mercedes, e intenté decirle que ya lo sabía, pero él siguió hablando—. Cuando era pequeño, vinimos a veranear a España tres o cuatro veces, y algunas tardes, me subía con él a las peñas que hay al lado de la presa, y trepábamos los dos hasta la más alta para poder ver la casa entera. Entonces yo le preguntaba cómo era por dentro, y él me lo contaba. Se acordaba de todo. Dicen que los niños pequeños tienen mucha memoria, y debe de ser verdad, porque yo también me acuerdo de todo lo que me dijo entonces, ya lo has visto.

Entonces mi cerebro se inundó de luz, e intuí en un segundo cuál era el único gesto, la más difícil de las hazañas que estaban a mi alcance, y me puse tan nerviosa que me costó trabajo desprender la cadena de mi cuello, y mis dedos temblaban mientras la liberaba del peso de una pequeña llave metálica, y los ojos me picaban cuando la deposité en la palma de su mano para apretarla después entre sus dedos.

—Toma —dije solamente.

—¿Qué es esto? —preguntó, abriendo la mano para mirar la llave, y luego a mí, con idéntica expresión de desconcierto.

—Es una esmeralda, una piedra preciosa casi tan grande como un huevo de gallina. Rodrigo, el de la mala vena, se hizo un broche con ella, y el abuelo me lo regaló una tarde. Vale mucho dinero, más del que te puedes imaginar, me dijo entonces, y me pidió que la guardara, y que no se la diera a nadie nunca jamás, porque algún día podría salvarme la vida. No se la des a ningún chico, Malena, esto es lo más importante, eso me dijo, que no se la diera a nadie, pero yo te la doy ahora a ti, para que sepas cuánto te quiero.

Se paró a reflexionar un par de segundos, y cuando levantó la cabeza para mirarme, tuve la sensación de que no había creído ni una sola palabra de la historia que le acababa de contar.

—Esto no es un broche —dijo, con un acento altivo, casi desdeñoso— es una llave.

—Pero es la única llave que abre la caja donde está guardada la esmeralda, y eso significa que ya es tuya, ¿no lo entiendes?

—¿Quieres hacer algo grande de verdad por mí, india? —me preguntó a modo de respuesta, mirándome a los ojos después de tirar la llave sobre sus vaqueros.

—Claro que sí —afirmé—. Haría cualquier cosa.

—Entonces, méteme una noche en la casa de mi abuelo.

Estaba amaneciendo cuando escondí mi cara en el hueco de su axila y la moví despacio, como si pretendiera beberme su sudor, y él, que antes jamás me lo había consentido, no hizo nada por impedirlo. Entonces estuve segura de que Fernando, de alguna manera, me utilizaba, pero eso tampoco era lo peor.

Lo peor, y lo mejor, era que todo aquello me gustaba.

Nos despedimos de pie, por la mañana, delante de la verja de atrás, la misma entrada que él había allanado dos noches antes cuando lo metí de contrabando en la Finca del Indio, y entonces vi mi llave, la minúscula llave plateada de mi caja de seguridad, en su llavero, prendida a una arandela que tintineaba entre muchas otras llaves. No nos dijimos nada, ni siquiera adiós, y volví a portarme bien, muy bien, porque él me había sugerido que no quería verme llorar, y no lloré. Cuando la moto desapareció por el camino, me quedé parada, sin saber muy bien qué hacer, como si me sobrara todo el tiempo del que pudiera disponer hasta que él volviera, y al final, por hacer algo, entré en casa, llegué hasta la cocina, y me senté a la mesa, sin intención de comer ni beber nada. Ya estaba pensando en irme de allí, a ninguna parte en concreto, cuando distinguí a mi abuelo tras la cristalera del office.

Se acercó hasta la nevera sin decir nada, como si no se diera cuenta de que allí no había nadie más que yo, y de que a mí sí que me hablaba, y echando una ojeada apresurada a su izquierda, y luego a su derecha, abrió la puerta, sacó una cerveza fría, y la abrió colocando el gollete contra el filo de la encimera para golpear luego la chapa con el puño. Sonreí porque hacía años que le habían prohibido la cerveza, y sólo entonces fui consciente de haber traicionado mis promesas. Bueno, me dije, seguro que él habría hecho lo mismo si estuviera en mi lugar, y como si pudiera leer en mi pensamiento, vino a sentarse a mi lado y sonrió.

—Volverá, Malena —me dijo, mientras yo dejaba caer la cabeza contra su hombro.

Jamás me había consentido que le hablara de Fernando, no quiero saber nada, me había dicho la única vez que intenté darle la gran noticia, antes de concederme tiempo para franquear siquiera el umbral de su despacho, bastantes problemas tengo ya por ese lado, así que éste te lo ventilas tú sola y que te aproveche, y en aquel momento creí que era sincero, que no quería saber nada, que se las arreglaría para no escuchar ningún rumor, para no enterarse nunca de lo que estaba pasando, pero aquella mañana, en la cocina, comprendí que ya entonces debía de saberlo todo, porque él, que no hablaba, que no oía, que no miraba, siempre lo sabía todo, porque era sabio.

—No pongas esa cara —añadió, y yo me eché a reír—, hazme caso, seguro que ése vuelve.

Volver a Madrid resultó, en contra de lo que yo misma había previsto, una novedad casi reconfortante, y no sólo porque la tremenda nostalgia de Fernando, que me había asaltado a cada paso durante la semana escasa que pasé sola en Almansilla después de su partida, se diluyó entre los imprecisos límites de una inquietud más compleja, como un compás de espera activo, exento de la indolente pasividad de la melancolía, sino también porque aquel otoño introdujo notables novedades en el hasta entonces monótono ritmo invernal de mi vida.

Mis días, antes rigurosamente iguales, empezaron a ofrecer particularidades bien diferenciadas, estrechos márgenes de variedad que adquirían a mis ojos el trepidante desnivel de las rampas de una montaña rusa, porque el colegio había terminado, y con él, el uniforme, y el mes de María, y las clases de Hogar, y las matemáticas, y el mismo autobús de todas las tardes y todas las mañanas. Cuando, seis meses atrás, me enteré de que las monjas habían pospuesto
in extremis
su viejo propósito de incorporar el COU a los cursos que tradicionalmente impartían, no había podido soñar siquiera una libertad semejante. Hasta el metro, que me transportaba diariamente hasta la vieja, sucia y desordenada academia donde asistía a clase, me parecía un lugar hermoso. Y no podía evitar una sonrisa al recordar aquel asqueroso olor a desinfectante que hervía en las pulidas losas de piedra rosada, como gigantescas lonchas de mortadela de Bolonia, un castigo del que mi nariz se había librado para siempre.

Al día siguiente de nuestro regreso, sin haber terminado siquiera de deshacer las maletas, Reina y yo corrimos a estudiar las listas y nos encontramos con que nos habían asignado turnos diferentes. Ella, que pensaba estudiar Económicas, una carrera bastante popular, había sido adscrita a uno de los muchos grupos de 25 alumnos que tenían como asignaturas complementarias Matemáticas, Inglés Especial y Principios de Economía. Yo, en cambio, había escogido Latín, Griego y Filosofía, una combinación muy exótica, al parecer, dado que mi nombre figuraba en un grupo único de sólo 18 alumnos. La mayoría de los candidatos a entrar en la facultad de filología, a la que yo aspiraba, habían elegido un idioma extranjero junto con las dos imprescindibles lenguas muertas, pero yo había descartado esa posibilidad porque mi nivel de inglés era ya muy superior al denominado especial. A consecuencia de ello, mi grupo, como todos los raros, tenía horario de tarde, mientras que el de Reina, en su calidad de muy solicitado, disfrutaba del teórico privilegio de un horario de mañana.

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