Malena es un nombre de tango (75 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

—Me estás hablando del 64 —interrumpí, perpleja.

—Sí, el 64 o el 65, no me acuerdo bien. Da lo mismo, ¿no? Pero ¿por qué pones esa cara? ¿No te imaginarás que la cocaína os la habéis inventado ahora?

—No, ya…

—Pues eso. Así que nos tiramos horas y horas de bar en bar, siguiendo una pista que llevaba a otra pista que llevaba a otra pista, detrás de la dichosa cocaína, y cada vez nos alejábamos más del centro, porque en Chicote no hubo suerte aquella noche. Yo estaba ya medio borracha y cansada del todo, cuando alguien nos dio una dirección a la que sólo se podía ir en coche. Cogimos el de Vicente, un Dauphine azul celeste, aunque él se negó a conducir. Se metió en el asiento de atrás, con Magín y conmigo, y estuvieron dándose el lote todo el tiempo, era mi novio el que conducía, y el cantante iba a su lado. Acabé hasta las narices de besuqueos y de rechupeteos, aparte de que Magín me clavaba el codo en el centro del estómago cada vez que Vicente se abalanzaba encima de él, aunque creo que si no llega a ser por eso, me habría dormido, porque aquel viaje no terminaba nunca. Yo miraba por la ventanilla y veía calles extrañas, mal iluminadas, que no conocía de nada, y si me hubieran dicho que aquello era Stuttgart, o Buenos Aires, yo qué sé, me lo habría creído, te lo juro, nunca había estado en aquella parte de Madrid. Pasamos al lado de una estación de metro, pero no pude leer el nombre, y un buen rato después embocamos una calle muy larga, eterna, que de la mitad hasta el final parecía un pueblo, porque ya no había bloques, ni siquiera edificios de dos pisos, sólo casas bajas, encaladas, y en las ventanas, algunas latas de cinco kilos de aceitunas rellenas en vez de macetas, sembradas de geranios de colores. Cuando aparcamos pregunté dónde estábamos, y mi novio me contestó, al final de Usera, y yo me dije, estupendo, porque ni siquiera sabía dónde estaba el principio… ¿Sabes tú dónde está Usera?

Tuve la sensación de que me preguntaba aquello sólo para ganar tiempo, como si necesitara meditar, decidir qué haría luego, qué camino tomaría. De todas formas, negué con la cabeza, sonriendo, hasta que recordé algo que había dicho una vez mi abuela Soledad.

—Más allá del río, supongo.

—Sí —confirmó Magda—, pero mucho, muchísimo más allá.

—Y allí estaba papá…

—Bueno —y dejó deliberadamente de mirarme—, más o menos.

—¿Dónde?

Pero no me contestó. Se quedó callada, y después de un rato, se dirigió a mí en el mismo tono que empleaba cuando yo era niña.

—Estoy pensando… ¿No tienes sed? ¿Quieres que bajemos a casa a tomar algo?

—¡Oh, vamos, Magda! — exclamé, sinceramente escandalizada de su escándalo—. Tengo treinta y un años. Soy una mujer emancipada, casada, abandonada, y sin embargo infiel. Cuéntamelo, anda.

—No sé… —hizo un gesto negativo—, aunque ahora creas lo contrario, no estoy segura de que luego te parezca bien.

—Pero ¿qué dices? ¡Si tú no tienes ni idea de cuánto he podido hacer yo el becerro!

—No hablaba por mí —me interrumpió—. Lo que pienses de mí me da lo mismo. Lo decía por Jaime. Al fin y al cabo, es tu padre.

—Yo siempre adoré al tuyo, Magda, a tu padre, ya lo sabes —ella asintió lentamente—. No creo que el mío pueda haber hecho cosas mucho peores.

—No… —empezó a decir, y se detuvo bruscamente—, o sí, no sé qué decirte. Pero las hizo mejor, eso desde luego.

—Pues entonces, cuéntamelo.

—Muy bien, te lo voy a contar, pero no me interrumpas porque me pondrás nerviosa, y luego no me vengas con preguntas. No me vas a sacar nada que yo no quiera que me saques, te lo advierto, y he sido monja, no lo olvides, así que tengo mucha más experiencia en estas cosas de la que te puedas imaginar. Soy una experta en secretos.

—¿Es tu última oferta?

—Exacto.

—Vale.

Encendió otro cigarrillo, se arregló por enésima vez la raya del pantalón, y rompió a hablar sin mirarme. Sólo lo haría de reojo, brevemente, mientras arrancaba a recordar su historia y yo escuchaba en silencio, fiel a nuestro eterno compromiso.

—Desde fuera parecía una casa como otra cualquiera, de una sola planta, baja y miserable, como todas. No había ningún letrero en la fachada, ni siquiera un anuncio luminoso de ésos de propaganda de Coca-Cola, nada, y la puerta era corriente, una sola hoja de aluminio, con un cristal esmerilado en la parte de arriba, y detrás una cortina. Las ventanas tenían las persianas bajadas, y no había timbre. Vicente llamó con los nudillos muchas veces, y nadie contestó, entonces empezó a chillar pero no pasó nada, yo ya estaba esperando a que saliera un viejo en pijama y nos apuntara con una escopeta, cuando la puerta se entreabrió de golpe, y asomó la cabeza de un tío con pinta de paleto, y no sé que le dijeron, pero el caso es que nos dejó entrar. Lo de dentro parecía un bar, pero estaba vacío, vi tres o cuatro mesas de formica con las sillas puestas encima y al final una barra, pero no había nadie, y todo estaba a oscuras. Me dije que allí no había nada que rascar, pero de repente los demás echaron a andar detrás de aquel tío que nos había abierto, y yo les seguí por un arco que había al lado de la barra. Primero atravesamos un pasillo pequeño, con una sola puerta, a la izquierda, que debía de ser el baño porque olía horriblemente a meados, y luego entramos en un cuartito que parecía un almacén, porque había cajas de cerveza llenas de cascos vacíos y cosas así, y al fondo, una puerta de madera pintada de marrón. Aquel tío la abrió con llave y nos guió por una escalera que bajaba al sótano y terminaba en una especie de descansillo, también repleto de cajas vacías y llenas, de cerveza y de vino, y daba a un arco cerrado por una cortina tras la que se veía luz, y se oían gritos, música, y risas. A mí me parecía que estaba soñando, porque eran las cuatro de la mañana, o las cuatro y media, yo qué sé, y todo aquello me parecía increíble, que Usera tuviera un final, la hora, la cocaína, y aquella casa que no parecía un bar, pero lo era, y además tenía un tugurio disimulado en el sótano. Cuando pasé por debajo de la cortina, entré en uno de los sitios más extraños que he pisado en mi vida, una especie de gruta con estalactitas de yeso en el techo, y mesitas redondas, con sillas de madera pintadas de colores, alrededor de una especie de tablao central. La barra estaba al fondo, y era moderna, de madera oscura, con un pasamanos de latón y una gran luna ahumada detrás, pero en el suelo, a cada lado, había dos grandes tiestos de barro pintados de rojo con lunares blancos, y la gente que había allí no era mucho más corriente, no creas. Había un grupo de gitanos con ropa de espectáculo, pantalones ceñidos de espuma negra y camisas de raso brillante anudadas encima del ombligo, uno de ellos llevaba las patillas más brutales que he visto en mi vida, muy anchas, triangulares, como en forma de hacha, pero los clientes, en cambio, parecían más bien delincuentes de todas las ramas. Algunos hablaban con mujeres gordas, que aparentaban más años de los que seguramente tenían, vestidas con ropa vulgar, pero cara, y pintadas, o mejor dicho empastadas, con auténtica avaricia, como si el mundo fuera a acabarse esa misma noche y tuvieran miedo de no encontrar a tiempo un embalsamador. Apestaban a varios metros de distancia a perfume francés de marca, concentrado, parecía que se hubieran lavado la cabeza con él. Me acuerdo de una que se había pegado mal las pestañas postizas, y parpadeaba todo el tiempo, hasta que, al final, la del ojo derecho se le cayó al suelo y por más que la buscó no consiguió encontrarla, pero tampoco se le ocurrió quitarse la otra, era penosa, la pobre… Había otras chicas, más jóvenes, que parecían ir por libre. Me fijé sobre todo en dos, que estaban en la barra con un tío, una tenía el pelo como una escarola chamuscada, teñida a medias de rubio platino, y la otra, una melena larguísima, que le llegaba hasta el culo, teñida en uno de esos tonos que se llaman caoba pero no se parecen ni al color de la madera de caoba ni al de ninguna otra cosa que exista de verdad en este mundo. Las dos tenían la piel muy fea, rugosa y salpicada de granitos, se notaba a través del maquillaje, y eran atractivas sólo en una parte. La rubia tenía unas piernas estupendas, un buen culo, alto, compacto, y las caderas a juego, bien proporcionadas, pero se le marcaba una tripa muy gorda, como hinchada, debajo de una minifalda de lentejuelas, y el pecho, en cambio, era casi completamente plano. Ella no era guapa de cara, pero la del pelo caoba sí, mucho, tenía los ojos grandes y los labios muy bonitos, gruesos, como los nuestros, y unas tetas cojonudas, redondas y duras, pero de cintura para abajo, embutida en un vestido muy corto de terciopelo granate, parecía una tanqueta, ancha y maciza, unos muslos descomunales que temblaban como un flan al menor movimiento, y las rodillas torcidas, sobre unos tacones altísimos, grotescos en relación con su estatura. Se habría hecho un pedazo de mujer utilizando a las dos, pensé, y a lo mejor por eso están con el mismo tío… A él no le vi la cara al principio, porque ellas estaban todo el rato encima, morreándole y metiéndole mano al mismo tiempo, y me fijé sólo en los zapatos, unos mocasines ingleses cosidos a mano, carísimos, incompatibles con el suelo que pisaban, y en las mangas de una camisa cruda de seda natural, con unos gemelos de oro en los puños que tenían forma de botón, muy discretos, no se me olvidarán nunca. En sus manos, que aparecían brevemente de vez en cuando, para desaparecer otra vez, enseguida, en la frontera de aquellos cuerpos sudados, no se veían joyas, sin embargo. Ni esclavas, ni anillos, ni piedras engastadas, sólo una delgada alianza en el dedo anular de la derecha, y las uñas cortas, sin rastro de manicura. Todo un caballero, me dije, mira tú por dónde, y entonces dejé de mirar un momento, y cuando giré otra vez la cabeza, ahí estaba, con los codos apoyados en la barra, dos botones de la camisa abiertos y el nudo de la corbata flojo, el cuello empapado de sudor y de saliva, el pelo revuelto, sonriente y borracho. Tu padre.

—Partiendo el bacalao… —murmuré. Podía imaginarme aquella escena como si yo misma la hubiera vivido.

—¿Qué? — Magda me miró, sorprendida—. ¿Qué has dicho?

—Que papá sería el que estaba partiendo el bacalao —hablé más alto, pero ella pareció no entenderme todavía—. El que dirigía el cotarro, vamos.

—Exacto. Ahí estaba, el triunfador de Usera, con una oreja en cada mano, saludando al tendido… El sí me vio enseguida, y me reconoció nada más verme, me di cuenta de todo, pero no quiso saludarme, no quiso decir nada, ni siquiera se separó de la barra, como si fuera yo quien debiera acercarme a él, yo, que había invadido su territorio sin permiso, y no al revés. Le miré, y sonreí sin querer, eché otro vistazo a mi alrededor y entonces empecé a entenderlo todo. Aquel tío era un hombre completamente distinto al que yo conocía, porque hasta entonces yo lo había visto solamente en casa de mis padres, con tu madre, o antes todavía, con mi hermano Tomás, y en aquel ambiente parecía pequeño, perdido, inseguro de todo. Cada movimiento que hacía, cada palabra que decía, iban precedidos por una mirada cauta, pero no astuta, se comportaba como si se sintiera obligado a pedir perdón de antemano por lo que iba a hacer mal, y nunca hacía nada mal, pero tampoco lograba nunca convencerse a sí mismo de que estaba haciendo las cosas bien, eso era lo extraño, que no ganaba aplomo con cada acierto. Yo creo que no lo ganó hasta que se lió conmigo, porque yo era la única que sabía la verdad, y conocía sus dos mitades.

—Aquella noche.

—Sí, aquella noche. Hasta entonces nunca me había fijado demasiado en él, ésa es la verdad, y es más, me caía bastante gordo, muy gordo incluso, y en realidad no sé por qué, porque no tenía motivos personales para odiarle, pero el caso es que le odiaba, me parecía un pelota y un pesado, el clásico trepador de fotonovela, no sé si me entiendes, y eso que no se le podía reprochar mucho en ese sentido, porque Reina había corrido detrás de él todo lo que se puede correr detrás de un tío y un poco más, no llevarían ni un mes saliendo juntos cuando empezaron a irse a la cama, así que… Al enterarme, me quedé de piedra, ya te lo puedes imaginar, en aquellos tiempos, y con lo que era tu madre, ¡uf!, yo no me lo podía creer… Claro, ni yo ni nadie, porque era increíble, sencillamente, en la vida me he llevado otra sorpresa como aquélla, y con lo que yo había tenido que aguantar, encima… Creo que mi primer impulso fue matarla, y te lo digo en serio, que si se llega a poner a tiro la mato, o la dejo malherida como poco.

No reparé en la violencia que vibraba en aquellas palabras, tensas como la cuerda de una ballesta, porque el desconcierto ocupó todo el espacio disponible dentro de mí, y en su interior se abrió a su vez el desconcierto, porque no lograba pensar en mi madre, no conseguía recuperar su imagen, sino la de Reina, y recordaba a mi hermana, la veía moverse, la escuchaba hablar, en cada detalle que Magda me describía.

—¿Y tú cómo te enteraste?

—Pues como todo el mundo. Porque se quedó embarazada.

—¡¿Mi madre?!

—¡Pero, bueno…! — y por un instante el asombro de Magda convirtió mi perplejidad en un sentimiento pálido—. ¡No me digas que no lo sabes!

—Pues no —admití, atónita—. Nunca me lo ha contado nadie.

—¿No? Claro… —se detuvo un instante a reflexionar—, en las fotos no se nota. Pero tu madre se casó embarazada, vosotras nacisteis seis meses después de la boda. En aquel momento hubo mucha gente que tampoco se enteró, no creas, porque la ceremonia fue en Guadalupe y no hubo casi invitados, y luego, como erais mellizas, y a Reina le pasó aquello, mi madre le dijo a todo el mundo…

—O sea —anticipé—, que en realidad no fuimos prematuras.

—No —me confirmó Magda—, nacisteis a término, más o menos a término, igual que tu hijo.

Guardé silencio durante un buen rato, mientras ella esperaba una reacción sin prisa, sentada a mi lado, sonriendo.

—Desde luego, es que es la hostia, vamos —admití, y sólo entonces me respondió con una carcajada.

—¿A que sí?

—Y en aquella época no se podía tomar nada, claro…

—¡Oh, ella sí! — la miré, y comprobé que aún no había dejado de reírse—. Fertilizantes, supongo. Para acabar antes. Estaba radiante, desde luego, y tu padre también, no creas. Los dos se habían salido con la suya. Ella lo había cazado a él, que era de lo que se trataba, y él había cazado al Futuro, así, con mayúscula. Tal para cual, pensé entonces, y a lo mejor por eso le cogí tanta manía, fíjate… Tiene gracia, nunca lo había pensado, pero tal vez fue por eso, porque, en definitiva, me parecían dos caras de la misma moneda, y yo ya conocía de sobra su valor. Y sin embargo, me equivoqué, porque no lo eran, o para mí, por lo menos, nunca lo fueron.

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