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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (81 page)

—No, Magda —protesté, chillando de rabia—, él no te llama, no puede llamarte.

Se revolvió con violencia sobre la piedra, y me cogió de las muñecas, apretando fuerte, clavándome las uñas, y gritó tan cerca de mi cara que pude reconocer el olor del alcohol y el de la culpa entremezclándose en su aliento.

—¡Sí me llama, Malena! Me llama todas las noches, y yo no voy, no voy…

—Tú sí fuiste, Magda —le expliqué, intentando conservar la calma—, una noche, en Martínez Campos, cuando se estaba muriendo, tú estuviste allí. Tomás me había prohibido acercarme a él, pero fui a verle, y se despertó un instante. Me preguntó si yo era tú, y le contesté que sí.

Cuando abrí la puerta de la habitación, mi corazón latía aún más deprisa de lo acostumbrado, y estaba muy cansada, pero no tenía sueño. Me sentía triste y contenta a la vez, como si todas las lágrimas y todas las risas que mis oídos habían recorrido en la voz de Magda durante horas, se hubieran fundido por fin dentro de mí, como si desde siempre me hubieran codiciado como un hogar estable, definitivo, y allí estuvieran empezando a acomodarse, y sin embargo no pensaba en nada concreto, no estaba pensando en nada mientras abría la puerta que separaba el cuarto de Reina del mío, ni pensaba cuando cogí a Jaime en brazos y lo transporté a trompicones hasta mi cama, ni pensé al lavarme los dientes, ni al desmaquillarme, ni al ponerme crema, no pensaba en nada, pero cuando me miré, y me vi en el espejo del baño, la cara limpia, entonces, sin pensarlo, lo supe.

Mi hermana tardó mucho tiempo en despertarse, aunque la zarandeé con todas mis fuerzas mientras pronunciaba su nombre en voz alta, el foco de la mesilla encendido, iluminándole directamente la cara, hasta que abrió los ojos para dirigirme una mirada aterrada.

—¿Quién es? ¿Qué pasa? — hablaba entrecortadamente, jadeando, y guiñaba los ojos para defenderse de la luz, nunca me había parecido tan indefensa—. ¡Ah, Malena, qué susto me has dado!

—Eres tú, ¿verdad, Reina?

—¿Quién? No sé, pero ¿qué dices?, deben de ser las seis de la mañana tía…

—Sólo son las dos y cuarto, y ella eres tú, la novia de Santiago, eres tú, ¿verdad que sí?

No me contestó. Cerró los ojos como si le sangraran de dolor, desvió el foco hasta que la luz se concentró en la pared, arregló las almohadas y se incorporó en la cama.

—No es lo que te imaginas —me dijo—. Yo estoy enamorada de él, enamorada, Malena, ¿sabes?, y esta vez va en serio, hasta te diría… Creo que es la primera vez que me pasa desde que soy adulta.

A la mañana siguiente, Reina volvió con su hija a Madrid. Yo me quedé en casa de Magda, con Jaime, hasta principios de septiembre.

Cada mañana, al levantarme, me costaba un poco más de esfuerzo decidir la fecha del regreso. Estábamos bien allí, sin hacer nada especial y haciendo cosas distintas a la vez todos los días. Jaime se llevaba muy bien con María, y pronto se hizo amigo de los nietos del dueño del bar del llano, que subían muchas tardes al cortijo a jugar con él. En contra de mis tácitas previsiones y por una vez a favor de mis deseos, su primer contacto con Magda desencadenó un enamoramiento fulminante, tal vez porque ella no estaba dispuesta a renunciar al amor de aquel nieto tardío e imprevisto y lo cultivó con todo tipo de trampas, en las que mi hijo se zambulló de todas formas sin dudar, metiendo con decisión la cabeza en cada trapo. Yo me mantenía al margen de sus secretos, de sus pequeños pactos, y a veces fingía enfadarme ante tanto mimo sólo para ver cómo se reía Jaime de mis protestas. Me sentía bien cuando les veía hacer cosas juntos, dibujar, comentar los dibujos animados de la televisión, o leer un cuento haciendo las voces del ogro y de la princesa. Una mañana, mientras tomaba el sol en la playa, con Maribel, Egon y otros amigos suyos, vi a Magda desnuda, sentada en la arena, y a Jaime con ella, frotando cada uno las palmas de sus manos entre sí, en un gesto cuyo sentido no conseguí descubrir de lejos. Me levanté, me acerqué a ellos, y vi que escurrían la arena húmeda entre los dedos para dejarla caer luego desde cierta altura sobre la playa, levantando así, aparentemente al azar, los muros de un fantasmagórico castillo de película de miedo. Ellos no se dieron cuenta de que yo estaba tan cerca, y me senté a su lado sin hacer ruido, y les estuve mirando mucho tiempo sin hablar, sólo escuchando, y en aquel momento experimenté una extraña paz que no podría describir con precisión. Miré el cuerpo de Magda, blando y derrumbado, recorrí una por una las arrugas de su rostro, reconocí su sonrisa en la sonrisa de mi hijo, en sus ojos, fascinados por el repentino poder de sus propias manos, y dejé de tener miedo a hacerme vieja.

Aquella noche, antes de acostarnos, le dije que había pensado en quedarme a vivir allí el resto del año.

—Puedo matricular a Jaime en el colegio al que va María, en El Cabo, Maribel me ha dicho que quedan plazas, y yo seguramente encontraré…

—No —me interrumpió ella.

—… trabajo en alguna parte —proseguí, sin querer acusar que la había escuchado—, seguro, con la cantidad de extranjeros que viven aquí.

Me cortó de nuevo, pero esta vez no dijo nada, se limitó a levantar la mano derecha, como exigiendo su turno, y yo la dejé hablar.

—No sigas, Malena, tú no te vas a quedar aquí.

—¿Por qué?

—Porque yo no te lo consentiré. Sé que te echaré muchísimo de menos cuando te vayas y te lleves a ese niño, pero aunque supiera que nunca volvería a veros a ninguno de los dos en lo que me queda de vida, no te lo consentiría. Tienes que volver a Madrid enseguida, cuanto antes, ya, llevo pensándolo muchos días, no creas, y si no te lo he dicho antes es porque no me apetece nada que te vayas, pero eso no significa que no sepa de sobra que te tienes que ir. Tú no tienes ningún motivo para quedarte aquí, ¿o es que no lo ves? Aquí sólo vivimos los que no tenemos ningún sitio al que volver, y ése no es tu caso, así que tú, ahora, te jodes y te vuelves a Madrid, y te juro que no me das ninguna pena. Mira a tu alrededor, Malena. Esto es una ratonera. Cómoda, soleada y con vistas al mar, eso sí, pero una puta ratonera, quizás la mejor, y precisamente por eso, una de las peores. Además, si os quedáis, Jaime terminará cogiéndome manía —soltó una carcajada—, porque me está matando, y no voy a aguantar mucho más tiempo jugando al escondite catorce horas al día.

—Eso es verdad —dije, sonriendo—. Parecéis novios.

—Por eso, por eso es mejor que os vayáis. El ya me ha prometido que vendrá a vivir conmigo todos los veranos, y así, nuestro idilio durará eternamente. Además hay otra cosa, Malena… No me gustaría que me malinterpretaras, ya sé que te llevas bien con tu hermana, y con tu marido también, ¿no?, y, bueno, yo vivo apartada del mundo, pero no tanto como para no estar enterada de ciertas cosas. Y si no he entendido mal, tú has abandonado el hogar conyugal, y el hecho de que ahora sea tu hermana melliza la que anda por allí no me parece el mejor augurio, qué quieres que te diga, no sé cómo explicarlo…

No se atrevió a decir nada más, pero yo leí en su frente, y en la irónica tensión de su boca, lo que latía detrás de esa última frase inacabada, y por primera vez no me sentí ofendida por su suspicacia, porque ya no había nada que me hiciera dudar entre Reina y ella.

La noche anterior a nuestra partida dimos una fiesta multitudinaria, no nos falló nadie. Jaime obtuvo permiso para estar levantado hasta que él mismo decidiera que se caía de sueño, y hasta Curro se portó bien, vino un par de horas antes con bebidas del bar, nos ayudó a hacer las tortillas, y se comportó casi como un anfitrión consorte, hasta el punto de que ni siquiera consideró necesario anunciar que había pensado quedarse. Por la mañana, creí ser la primera en levantarme, pero Magda y Jaime ya habían terminado de desayunar, y me esperaban sentados en el patio, al sol, cogidos de la mano. La despedida fue muy breve, sin grandes gestos, ni palabras sonoras, una tristeza sobria y pudorosa. Cuando nos metimos en el coche, Jaime se tumbó en el asiento de atrás, boca abajo, y se hizo el dormido durante una veintena de kilómetros para incorporarse luego de repente y romper a hablar, consintiéndome deducir de la pastosa entonación de sus palabras que había estado llorando.

—¿Y si se muere, mamá? — me preguntó—. Tú imagínate que Magda va y se muere. Es muy viejecita, si se muere ahora, no la veremos más.

—No se va a morir, Jaime, porque no es vieja, es mayor pero no es vieja, y está sana y fuerte, ¿no? ¿Tú crees que la abuela Reina tiene pinta de ir a morirse pronto? — él negó con la cabeza, y yo me dije que no encontraría una ocasión mejor que aquella para afrontar lo que me parecía el gran riesgo del retorno—. Pues Magda y ella tienen la misma edad, son hermanas mellizas, aunque… Verás, a ver cómo te lo explico, Magda y la abuela no se llevan muy bien, ¿sabes?, hace muchos años…

—No tengo que contarle a nadie que la conozco —me interrumpió—, nunca la he visto y no sé dónde vive, hemos pasado las vacaciones en casa de unos amigos tuyos… Eso es lo que quieres decir, ¿no?

—Sí, pero lo que no sé es cómo…

—Ella me lo contó todo, y yo le prometí que nunca le contaría a nadie dónde está nuestro escondite. No te preocupes mamá —me puso una mano en el hombro y me miró a los ojos desde el retrovisor—. Yo sé guardar secretos.

Aquellas palabras me estremecieron tan profundamente que no logré concentrarme en mi futuro inmediato. Conduje con placer durante más de seiscientos kilómetros por una carretera casi desierta, mirando a mi hijo de vez en cuando para asombrarme de la eterna vigencia de algunas alianzas, y mientras me preguntaba por qué no era capaz de lamentar que Jaime también llevara en las venas la sangre de Rodrigo, aquel cartel —
BIENVENIDOS, COMUNIDAD DE MADRID
— me sorprendió como si no esperara encontrármelo nunca. Estaba segura de estar volviendo, pero no sabía exactamente adónde volvía, y me di cuenta de que hasta aquel momento no lo había comprendido todavía porque no había querido comprenderlo. Santiago y yo habíamos hablado por teléfono un par de veces, conversaciones breves y corteses, insulsas y cariñosas, estamos bien, yo también, nos vamos a quedar aquí hasta finales de mes, yo me voy quince días a Ibiza, estupendo, sí, tu hijo te manda un beso, dale otro de mi parte, adiós, adiós. El no había mencionado a Reina, yo tampoco, pero supuse que de todas formas debería volver a casa, a la casa de la que había salido, aunque sólo fuera porque, al fin y al cabo, nadie me había dicho que no siguiera siendo la mía, y si bien era cierto que yo la había abandonado, no lo era menos que mi marido me había abandonado antes a mí.

Mientras barajaba la improbable hipótesis de que Santiago se hubiera marchado de allí, y la más probable de que la permanencia en el domicilio conyugal, un simple piso de alquiler después de todo, formara parte de los asuntos a discutir, vi su coche aparcado a un par de manzanas del portal. Jaime dejó escapar un grito de alegría, es el coche de papá, mamá, mira, mira, es el coche de papá, y entonces, el mundo se me desplomó encima. Las calles, las casas, todas las cosas, pesaron un instante sobre mis hombros, y empecé a sudar aunque no tenía calor, el volante me resbaló entre las manos, la blusa se me pegó al cuerpo y el corazón empezó a latirme entre las dos sienes. El pánico duró sólo un minuto, pero fue intensísimo. Cuando abrí la puerta del coche y salí a la calle, comprobé con sorpresa que las manos todavía me temblaban, pese a que estaba segura de haber reconquistado ya la serenidad.

Jaime desplegó todo su catálogo de gestos de alborozo mientras subíamos la escalera y esperábamos el ascensor, y su entusiasmo me hizo más daño del que había previsto, aunque sabía que no tenía derecho a reprochárselo. Recordé haber leído miles de veces en ningún lugar en concreto que los niños suelen ser mucho más conservadores que sus padres mientras le veía correr por el pasillo para ganar antes la puerta de casa y pegar un dedo al timbre, aporreando la madera con impaciencia hasta que la hoja se abrió. Al otro lado estaba Reina. Jaime se le colgó al cuello y ella le cogió en brazos, y le cubrió de besos hasta que llegué a su lado, caminando lentamente. Entonces le animó a ir dentro, a jugar con su prima, e intentó hacer lo mismo conmigo, pero la esquivé, colándome limpiamente por el hueco que se abría entre la jamba y su cuerpo, para entrar en una casa que ya, y me di cuenta al primer vistazo, no era la mía.

—Lo encontrarás todo un poco cambiado, ¿no?

Cuando se atrevió a decir esto, yo ya estaba en el centro de un salón desconocido, y vagamente familiar a la vez, algo así como Los Angeles, California, donde estoy segura de no haber vivido nunca pero soy capaz de reconocer instantáneamente en cualquier película. La empresa de Santiago debía de haber empezado a dar beneficios en junio, porque ante mis ojos se extendía una imitación barata de cualquier página central de
Nuevo Estilo
, pintura lisa de color ocre en las paredes, zócalos y techos pintados de blanco, estores plisados en las ventanas, y un multicolor kilim turco en el ángulo formado por dos sofás de diseño vanguardista y aspecto incomodísimo, tapizados, respectivamente, en anaranjado claro y rosa pálido, dos tonos que, pese a repelerse teóricamente entre sí, creaban un conjunto decididamente armonioso. Mientras me decía que yo jamás habría sido capaz de combinar dos colores semejantes, localicé el toque específicamente femenino cuyo chirrido me molestaba tanto desde que había puesto allí los pies, en la colección de jarrones tubulares de vidrio inflado que reposaban en casi todas las superficies, conteniendo todos por igual una sola esterlicia, lánguida y raquítica, cara y elegantísima. Entonces me di cuenta de que Rodrigo me sonreía desde la pared del fondo, en el mismo lugar que había ocupado siempre, sobre una falsa chimenea francesa de piedra pulida que, en cambio, jamás había estado allí.

—¡Qué barbaridad! — dije, mientras iba a su encuentro—. Y luego dicen que en Madrid es imposible encontrar una cuadrilla disponible en el mes de agosto…

—Sí —dijo Reina, siempre a mis espaldas—, la verdad es que tuvimos mucha suerte, encontramos pintores por casualidad. ¿Qué estás haciendo?

Mancillé con decisión el flamante asiento de algodón amarillo huevo de una de las sillas del comedor, plantando encima no uno, sino mis dos pies, y contesté mientras rescataba a Rodrigo.

—Me llevo este cuadro. Es mío.

—Pero tú no puedes hacer eso, yo creía…

Descolgué el cuadro y solté una carcajada. En la pared había un par de agujeros suplementarios y un desconchón más que regular. El bricolaje y mi marido nunca habían hecho buenas migas.

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