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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

Malena es un nombre de tango (89 page)

No se atrevió a terminar la frase, yo me reía.

Media hora después bajé por la escalera completamente recuperada. Cuando salí al porche, me di cuenta de que mi hermana no le había comentado a nadie ningún detalle de aquella escena. Los vecinos habían llegado, y mi madre también, acompañada de su novio el militar. Todos conversaban apaciblemente, fingiendo con torpeza actitudes propias de quien disfruta del sol en un día cálido, como si no estuvieran ateridos de frío. Mamá se levantó al verme, y me dio un beso. Fui saludando después, uno por uno, a todos los presentes y Reina, que asaba salchichas en la barbacoa, de espaldas a mí, no giró la cabeza ni una sola vez para mirarme. Cogí a Jaime de la mano y di un par de pasos hacia la verja cuando comprendí que no podía marcharme así, porque mis hombros cargaban ya con demasiado dolor, con demasiado miedo, demasiados silencios, y tanto amor, y tanto odio, que ninguna venganza sería nunca capaz de alimentarme. Cerré los ojos y vi a Rodrigo reventando en un millón de gusanos, a Porfirio sonriendo mientras se tiraba por el balcón, a mi abuelo mudo, y siempre tan elegante, abriéndose la cabeza con un adoquín, a Pacita atada a su silla de ruedas, a Tomás borracho, la lengua ácida, y a Magda sola, vestida de blanco, caminando lentamente hacia el altar. Apreté la mano de Jaime con la mía y llamé a mi hermana desde la puerta.

Ella se dio la vuelta muy despacio, limpiándose los dedos en el delantal, y tardó una eternidad en levantar la cabeza hasta que sus ojos se encontraron con los míos.

—Maldita seas, Reina —dije con acento sereno, pronunciando con cuidado cada sílaba, la voz y la cabeza igual de altas—, y malditas sean tus hijas, y las hijas de tus hijas, y que por vuestras venas corra siempre un líquido perfecto, transparente, claro y limpio como el agua, y que jamás, en toda vuestra vida, ninguna de vosotras llegue a saber nunca lo que significa tener una sola gota de sangre podrida.

Entonces, sin detenerme a comprobar el efecto que mis palabras habían provocado en su destinataria, caminé un par de pasos, le pedí a mi hijo que se adelantara hasta el coche, y bajé la voz.

—Ramona, hija de la gran puta —murmuré, mirando al cielo—, tú y yo ya estamos en paz.

Mientras conducía de vuelta a Madrid, Jaime me preguntó desde el asiento de atrás cómo me las arreglaba para conseguirlo. Le dije que no le entendía, y me explicó que era la primera vez que veía a alguien llorar y reírse al mismo tiempo.

—¿Sí? —contesté, al descolgar el teléfono.

—Malena —afirmó un hombre.

—Sí, soy yo.

Me estaba preguntando quién podría dirigirse a mí de esa manera siendo al mismo tiempo propietario de aquella voz definitivamente desconocida, cuando escuché algo que hizo saltar el auricular entre mis dedos como si tuviera vida propia.

—Soy Rodrigo. Hace mucho tiempo que no nos vemos, no sé si te acordarás de mí.

Intenté contestar que no, pero fui incapaz de decir nada. Me miré en el espejo que tenía enfrente y mis ojos me devolvieron la mirada desde un rostro asombrosamente pálido, pero él tardó todavía un rato en romper la pausa.

—¿Estás ahí?

—Sí.

—Bueno, nos presentaron una vez, en una boda, pero…

—¿Cómo te apellidas? —disparé a bocajarro, incapaz de respetar la etiqueta por más tiempo.

—Orozco.

—¡Ah, ya! — y me debió de oír suspirar al otro lado de la línea—. El primo de Raúl…

—Exacto.

—Sí, claro, ahora me acuerdo —murmuré, pensando que aquel imbécil era lo último que me faltaba—. Muy bien. ¿Y a qué debo el honor?

—Bueno —resopló—, es bastante largo de contar. Ayer por la noche estuve en casa de Santiago. Tu hermana me invitó a cenar para contarme lo que pasó el sábado pasado, parecía muy preocupada…

—Ya —afirmé, en el tono más duro que soy capaz de cultivar—, no hace falta que sigas, puedo imaginarme perfectamente lo que te dijo.

Me sentí muy satisfecha de la justa sequedad de mis palabras, pero él me respondió con una extraña risita, significativa de que mi advertencia no le había afectado en lo más mínimo.

—Si me prometes ser discreta, te contaré un secreto.

—¿Que eres psiquiatra? — le pregunté, estaba indignada—. Eso ya lo sé, y también sé por qué me has llama…

—No —me cortó—. No es eso. Yo también creo que los psicólogos infantiles merecen la horca.

—¡Ah! —murmuré, y no fui capaz de añadir nada más, porque aquel volantazo me había dejado atónita.

—Escúchame, Malena —dijo, y empezó a explicarse de una forma distinta, suave y risueña, casi sedante, pero tensa al mismo tiempo, está echando mano a sus recursos de psiquiatra en activo, pensé—, yo no le quito el mono con aspirinas a ningún yonqui, ¿sabes?, no trato a amas de casa neuróticas, ni a ejecutivos que se han quedado impotentes por el estrés, yo no soy de ésos. A mí solamente me interesan las psicopatías criminales, estoy absolutamente especializado en ese campo y, como comprenderás, no trabajo en la sanidad privada. La verdad es que vivo a caballo entre la cárcel de Carabanchel y el Hospital General Penitenciario. Sé que no suena muy bien, pero en este negocio no queda más remedio que ir directamente a las fuentes de materia prima, ya sabes, y aquí veo más asesinos múltiples en un mes que un crítico de cine en toda su vida —no pude evitar reírme, y mi risa le sentó bien, porque cuando siguió hablando me pareció más relajado—. Juego al mus de pareja con uno todos los días, después de comer. Siete tías había espanzurrado ya cuando le trincaron, lo típico, empezó con su mujer, y poco a poco, le fue cogiendo gusto al asunto —volví a reírme y él ya se rió conmigo—. Te cuento todo esto para que te vayas haciendo a la idea de hasta qué punto me desprecia tu hermana. Si me llamó, fue sólo porque soy el único psiquiatra que conoce y, desde luego, no me pidió ni remotamente que te viera yo, pretendía más bien que le diera una dirección a la que acudir, la consulta de otro tipo de psiquiatra, algo parecido a un terapeuta familiar, aunque ella no lo dijo así, claro, porque ni siquiera debe de conocer el término.

—¿Pero para qué?

—No lo sé. Quizás tiene la intención de pedir una evaluación de tu personalidad.

—¿Y por qué iba a querer hacer eso?

—Pues no tengo ni idea, pero no es una prueba infrecuente en cierto tipo de procesos, creo incluso que a algunos jueces de familia les excitan mucho. Y me jugaría el sueldo a que ésos son precisamente los que opinan que las maldiciones dejaron de llevarse hace un par de siglos.

—De acuerdo —dije algunos segundos después, sin haber encontrado una respuesta proporcional a su elegancia—, pero si quieres que te diga la verdad, no comprendo por qué estás dispuesto a tomarte tanto trabajo conmigo.

—Mira, Malena, ayer encontré a tu hermana hecha una furia, pero absolutamente disparada, en serio, estuve a punto de inyectarle un cóctel de morfina que la dejara frita un par de días. Y no me fío de mis colegas de la privada. Ni un pelo. Si te dejara en manos de alguno que yo me sé, así, por las buenas, y pasara cualquier cosa… digamos que irregular, me sentiría fatal, sobre todo porque no sería la primera vez que ocurre. Como habitualmente sólo trato con asesinos, violadores múltiples, fanáticos religiosos y automutiladores compulsivos, me puedo permitir esta clase de lujos con una recomendada como tú. Además… —hizo una pausa significativa y bajó el volumen—, tú siempre me has caído bien.

—¿Yo? — asintió haciendo mmm con la nariz, y me pregunté por primera vez de dónde había sacado yo la intolerable idea de que aquel tío era un gilipollas—. Pero si no me conoces.

No quiso oponerse a mi objeción y la línea enmudeció un par de segundos.

—Yo siempre había pensado —continué— que el día que nos conocimos te había parecido muy gorda.

—¿Gorda? — preguntó, y soltó una carcajada—. No, ¿por qué?

—No sé, como me mirabas todo el rato mientras hablabas con aquel tío bajito, y me señalabas con el dedo…

—Sí, pero no te estábamos llamando gorda.

—Ah —dije, y sucumbí sin motivos a un breve acceso de risa—, pues las apariencias engañan.

—Más de lo que te imaginas. ¿Te parece bien que quedemos pasado mañana? Por la tarde.

—Vale. ¿Dónde?

—¡Uf! Eso es más difícil… Bueno, no tengo consulta, y no creo que te apetezca venir aquí, a ponerte en la cola de las novias del vis a vis, así que podríamos quedar en mi casa.

Apunté una dirección del barrio de Argüelles y prometí ser puntual. Después de colgar, me di cuenta de que ni siquiera sabía por qué había quedado con él.

El siempre dice que en el primer momento le olí, que se dio cuenta de que le estaba oliendo, pero yo no termino de creérmelo, y sin embargo tiene que haber una explicación para lo que me pasó cuando me lo encontré al otro lado de la puerta, igual de alto e igual de pesado, la misma cara tosca, aquellos rasgos trazados sin una sola curva, el mismo desconcertante aspecto de portero de club nocturno que, entre hostia y hostia, lee libros.

—Hola —dije, e intenté darle un beso en cada mejilla en el preciso instante en que él se inclinaba hacia mí con la misma intención, pero no nos pusimos de acuerdo y al final decidimos dejarlo al mismo tiempo.

Llevaba una camisa negra de manga corta y unos vaqueros clásicos de marca saludablemente vulgar y del mismo color. Por supuesto, me dije adoptando una elemental precaución sin ningún motivo específico, pretende disimular que él sí que está un poco gordo, pero luego le miré y tuve que corregirme a mí misma, porque en realidad yo no le encontraba exactamente gordo, y además, en ese caso, pensé, habría llevado la camisa por fuera, y no por dentro. Estaba hecha un lío, pero no llegué a emitir un juicio firme porque él ya había empezado a hablar.

—La casa está hecha un desastre —decía—, pero mi asistenta ha tenido un niño la semana pasada, y no he tenido tiempo para buscar otra, como sólo vengo por aquí para dormir, y ni siquiera lo hago todas las noches… Si quieres, vamos a mi estudio. Casi no lo piso, por eso es el único cuarto que está medio ordenado.

Entonces recuperé vagamente un dato almacenado años atrás en la última trastienda de mi memoria.

—¿Pero tú no estabas casado?

—Estaba —asintió, y al llegar a la puerta que daba acceso al pasillo, se entretuvo aposta para dejarme pasar delante y yo me di cuenta, y un escalofrío tontísimo recorrió en vertical, desde los riñones hasta la nuca, la distancia más larga de mi espalda—. Es la puerta del fondo. Mi mujer me abandonó hace cinco años. Ahora está casada con otro psiquiatra. Listo. Millonario. Tienen un hijo y esperan otro. Los dos quieren una niña. La parejita.

Dos de las paredes estaban forradas de libros desde el suelo hasta el techo. Frente a la tercera, decorada con tres cuadros muy extraños, se veía una mesa de despacho con un sillón a cada lado. En la cuarta se abrían dos ventanas, y cerca de ellas, sobre una tarima, había un diván forrado de piel castaña. Lo señalé con el dedo, y él se echó a reír.

—El regalo de fin de carrera de mi padre.

—¿También es psiquiatra?

—No, es representante de productos de droguería —apartó de la mesa el sillón destinado a las visitas y lo indicó con un gesto de la mano—. Siéntate, por favor. ¿Quieres una copa?

Afirmé con la cabeza, dedicando al diván una mirada nostálgica, y alargué la mano para recibir un vaso con dos dedos de whisky.

—Lo siento, no tengo hielo, y tampoco tengo otra cosa… Soy bastante descuidado para las cuestiones domésticas —se sentó enfrente de mí y me sonrió. Me gustaba cómo sonreía.

—¿Por eso te dejó tu mujer?

—No, aunque la ponía muy nerviosa, desde luego, porque ella era exactamente lo contrario, pero no, no fue por eso… Una noche, a las tres de la mañana, más o menos, me llamó un paciente por teléfono desde una cabina de la Plaza de Castilla. He quebrantado la condena, tío, me dijo, ¿qué hago? Desperté primero a su abogado, luego hablé con el juez de vigilancia penitenciaria, al final fui a por él, lo traje aquí y le hice la cama en el sofá del salón. Mi mujer no lo entendió. A la mañana siguiente, yo mismo le llevé a la cárcel, pero dos meses después volvió a llamarme de madrugada, a la misma hora, desde el mismo sitio, era un individuo muy metódico. Tendría que haber vuelto a ingresar exactamente doce horas antes, y por lo tanto, había quebrantado la condena otra vez. Ella me dijo que había llegado el momento de elegir, y yo elegí.

—¿Al loco?

—Desde luego, y eso que era un buen tío, pero no un caso especialmente brillante. Sin embargo, cualquier violador homosexual reincidente con episodios depresivos me habría parecido mucho más interesante que ella en aquella época, así que no lo sentí mucho, si quieres que te diga la verdad.

—¿Siempre exageras tanto? —pregunté entre risas.

—No —me contestó, riendo a su vez—, puedo exagerar mucho más, y siempre la naturaleza exagerará más que yo.

—¿Y los locos te siguen gustando más que las mujeres?

—No. Me gustan menos, pero son más generosos conmigo.

—Así que no tienes novia.

No creí haber hecho esa pregunta con ninguna intención especial, pero él me dedicó una mirada de esquina, risueña y sagaz al mismo tiempo, y se miró las manos antes de contestar.

—Bueno, tengo una especie de…, digamos…, más o menos. En Tenerife.

Solté una ruidosa carcajada, mientras él me vigilaba con aire divertido.

—¿Y no has encontrado una que viva más lejos?

—Pues lamentablemente no, pero la veo cada quince días, no creas. Tengo un supermacho ingresado allí.

—¿Un qué?

—Un supermacho, un individuo con dos cromosomas Y, un auténtico chollo. Llevo un montón de meses intentando traérmelo.

—Hablas de él como si fuera tuyo.

—Porque lo es. No lo quiere nadie más, es un individuo peligroso, difícil de tratar, posee una alteración genética muy rara. Los cronistas de sucesos lo han bautizado como el gen del asesino, porque son extremadamente agresivos a consecuencia de la hiperactividad sexual que deriva de su producción anormal de hormonas masculinas. En las mujeres no se da.

—¡Vaya! —dije sonriendo.

—Sí —añadió él, interpretando correctamente mi pensamiento—, yo también lo he pensado muchas veces, deber de ser un polvo único. Lo malo es que mientras se corre las estrangula, y luego se folla el cadáver un par de veces. Pero, en fin, nadie ha dicho nunca que exista el amor perfecto.

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