Manalive (9 page)

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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, otros

—No, no, no —dijo el doctor Pym con tono tranquilizador, como de justicia elemental. — ¿Mujer? No, de veras, no llega a ese extremo de maldad.

—Quiero decir: su amiga Mary Gray —replicó Diana con igual aspereza—. No se me ocurre qué puedo hacer con ella.

—Que cómo le podemos contar lo de Smith, quiere decir —contestó Rosamund, nublándosele y suavizándosele a la vez el rostro—. Sí, será bastante doloroso.

—Pero es que
ya se lo conté
—gritó Diana con un estallido que sobrepujaba aún su misma exasperación congénita—. Se lo conté y parece que no le importa. Sigue diciendo que se va a ir con Smith en ese coche.

—¡Pero es imposible! —exclamó Rosamund—. ¡Si Mary es una mujer realmente religiosa! Ella…

Se detuvo percatándose a tiempo de que Mary Gray estaba relativamente cerca de ella en el jardín. Su callada dama de compañía había bajado muy silenciosa al jardín, pero vestida, decididamente, de viaje. Traía puesta una boina gris azulada muy antigua pero delicada y se estaba calzando unos guantes grises un poco raídos. Los dos tonos cuadraban óptimamente a su pesada cabellera color cobre, tanto mejor por el ligero toque de pobreza: porque nunca le sienta tan bien la ropa a una mujer como cuando parece al descuido.

Y en este caso la mujer tenía una cualidad aun más excepcional y atrayente. En aquellas horas grises en que se ha puesto el sol y ya los cielos están tristes, sucederá a menudo que un solo reflejo en un ángulo cualquiera sea causa de que se detenga el último destello de luz. Un trozo de ventana, o de una superficie de agua, o de un espejo arderá lleno de un fuego perdido ya para el resto de la tierra. El rostro original, casi triangular de Mary Gray era como un pedazo de espejo triangular que aun podía reproducir el esplendor de las horas pasadas. Mary, aunque siempre graciosa, nunca podría ser tenida por bonita; y, con todo, su felicidad en medio de tanta miseria era de una belleza tal como para dejar estupefacto a un hombre.

—¡Ay, Diana! —gritó Rosamund en voz más baja y cambiando su frase—; pero, ¿cómo se lo contó?

—Es muy fácil contárselo —contestó, sombría, Diana—; no le hace la menor impresión.

—Me parece que he hecho esperar a todo el mundo —dijo Mary Gray pidiendo disculpa—, y ahora tenemos que despedirnos de veras. Innocent me lleva a lo de su tía en Hampstead, y me parece que ella se acuesta temprano.

Sus palabras eran completamente comunes y prácticas, pero había en sus ojos una especie de luz soñadora más desconcertante que las tinieblas; era como si hablase distraídamente, fija la mirada en algún objeto muy lejano.

—Mary, Mary —exclamó Rosamund casi en un ataque de nervios—, lo siento en el alma pero la cosa no se puede hacer ¡de ningún modo! Hemos… hemos descubierto todo lo del señor Smith.

—¿Todo? —repitió Mary con entonación queda y curiosa—; pues ha de ser una cosa enormemente interesante.

Por un segundo no hubo ni un ruido ni un movimiento, salvo que Michael Moon, recostado contra el portón, alzó la cabeza para escuchar. Luego, al quedar Rosamund sin habla, acudió en su auxilio el doctor Pym con su manera terminante.

—Por empezar —dijo—, este hombre Smith está constantemente intentando homicidios. El regente del Colegio de Brakespeare…

—Ya sé —dijo Mary, con una sonrisa vaga pero radiante—; Innocent me lo contó.

—Ignoro lo que le habrá contado —contestó al vuelo Pym— pero mucho me temo que no sea cierto. La verdad lisa y llana es que el hombre está manchado con todos los crímenes humanos conocidos. Le aseguro que tengo todos los respectivos documentos. Tengo constancia de que ha incurrido en robo, constancia firmada por un eminente cura anglicano. Tengo…

—¡Ah, pero eran dos los curas! —exclamó Mary con cierta suave vehemencia—; eso fue lo que lo hizo tanto más gracioso.

Una vez más se abrieron las vidrieras oscurecidas de la casa y apareció por un instante Inglewood haciendo una especie de señal. El médico norteamericano inclinó la cabeza, no así el médico inglés, pero los dos se dirigieron pesadamente hacia la casa. Nadie más se movió, ni siquiera Michael, que seguía recostado en el portón. Pero su nuca y espaldas indicaban en forma indescriptible que estaba escuchando cada palabra.

—Pero ¿no comprende, Mary? —gritó Rosamund desesperada—, ¿no sabe que han sucedido cosas horribles aun delante de nuestros propios ojos? Yo suponía que arriba se habrían oído los tiros.

—Sí que oí los tiros —dijo Mary casi alegremente—, pero estaba ocupada en ese momento haciendo la valija. E Innocent me había dicho que iba a disparar contra el doctor Warner; de modo que no valía la pena bajar.

—¡Ay, no entiendo lo que quiere decir! —gritó Rosamund Hunt, golpeando el pie contra el suelo—, pero usted, quiéralo o no, tiene que entender lo que digo yo. No me importa la crueldad con que se lo digo con tal de salvarla. Digo que su Innocent Smith es el hombre más atrozmente perverso del mundo. Ha disparado tiros contra muchos otros hombres y se ha fugado en coche con muchas otras mujeres. Y parece que ha matado también a esas mujeres porque nadie las encuentra.

—A veces de veras es un poco travieso —dijo Mary Gray, riendo suavemente mientras se abrochaba los guantes grises gastados.

—¡Ah!, esto es realmente hipnotismo o qué sé yo —dijo Rosamund, y rompió a llorar.

Al mismo tiempo los dos médicos vestidos de negro salieron de la casa, y, entre ambos, su gran prisionero vestido de verde. No oponía resistencia, pero todavía seguía riéndose con risa de borracho o de bobo. Arthur Inglewood venía detrás, un estudio en sombra y rojo con las más cargadas tonalidades de la congoja y la vergüenza. En esa forma oscura, funeraria y dolorosamente realista, hacía su salida de la Casa del Faro el hombre cuya entrada en ella el día anterior se había efectuado por el acertado salto de una pared y una festiva trepada a un árbol. Nadie en los grupos del jardín se movió, con excepción de Mary Gray, que se adelantó con toda naturalidad exclamando:

—¿Estás listo, Innocent? ¡Nuestro coche ha estado esperando tanto tiempo!…

—Señoras y señores —dijo el doctor Warner con firmeza—, debo insistir en pedir a esta señorita que se aparte. Ya nos resultará bastante incómodo ir tres en ese coche.

—Pero es
nuestro
el coche —insistió a su vez Mary—. Como que ya está colocada encima la valija amarilla de Innocent.

—Retírese —repitió Warner groseramente—. Y a usted, señor Moon, le ruego quiera tener la gentileza de molestarse un instante. Vamos, vamos, cuanto más pronto termine este feo asunto tanto mejor… y ¿cómo podemos abrir la puerta si usted sigue recostado en ella?

Michael Moon contempló su largo y delgado dedo índice y pareció pesar cuidadosamente el argumento.

—Sí —dijo, por fin—; pero ¿cómo puedo yo recostarme en la puerta, si ustedes la están abriendo todo el tiempo?

—¡Oh, salga de ahí! —exclamó Warner casi jovialmente—. Ya tendrá tiempo de recostarse en la puerta.

—No —dijo Moon, reflexionando—. Rara vez coinciden el tiempo y el sitio y la puerta azul; y todo depende de que uno provenga o no de una vieja familia campesina. Mis antepasados se recostaban en las puertas mucho antes de que se hubiera descubierto el modo de abrirlas.

—¡Michael! —gritó Arthur Inglewood en una especie de agonía—, ¿se va a salir de ahí de una vez?

—Pues, no; me parece que no —dijo Michael después de pensarlo un rato, y giró lentamente sobre sí mismo, viniendo a quedar frente al grupo, mientras en actitud perezosa seguía ocupando el camino.

—¡Hola! —gritó de repente—, ¿qué le están haciendo al señor Smith?

—Nos lo llevamos —dijo brevemente Warner— para hacerlo examinar.

—¿Para matricularlo? —preguntó Michael con animación.

—Por un magistrado —dijo el otro, lacónico.

—Y ¿qué magistrado —exclamó Michael alzando la voz—, se atreve a juzgar lo acontecido en este suelo libre, sino los antiguos e independientes Duques del Faro? ¿Qué corte de justicia se atreverá a iniciar el proceso de un miembro de nuestra compañía si no es la Suprema Corte del Faro? ¿Han olvidado ustedes que apenas esta tarde hemos izado la bandera de independencia, emancipándonos de todas las naciones del mundo?

—Michael —gritó Rosamund retorciéndose las manos—, ¿cómo puede quedarse ahí hablando pavadas? ¡Si usted mismo vio la cosa horrible! Usted estaba allí cuando se enloqueció. Fue usted quien ayudó al doctor a levantarse cuando tropezó con la maceta.

—Y la Suprema Corte del Faro —contestó Moon con arrogancia— tiene poderes especiales en todo lo que se refiere a locos, macetas y médicos que se caen en jardines. Consta explícitamente en nuestra primera Carta durante el reinado de Eduardo I: “Si medicus quisquam in horto prostratus”…
[18]

—¡Fuera de ahí! —gritó Warner con furia repentina— o lo sacaremos a la fuerza.

—¿Qué? —gritó Michael Moon en un ímpetu de jocosa fiereza— ¿he de morir en defensa de esta institución sagrada? ¿Estas rejas azules quedarán enrojecidas con mi sangre? —Y se asió de una de las lanzas azules detrás de él. Como ya había observado Arthur Inglewood esa misma tarde, el fierro estaba flojo y torcido en ese lugar, y el barrote pintado con su punta de lanza quedó en la mano de Michael al sacudirlo.

—¡Ved! —exclamó blandiendo en el aire la jabalina rota—, las mismas lanzas que circundan la Torre del Faro saltan de su sitio para defenderla. ¡Ah! ¡En semejante lugar y en semejante hora es algo hermoso morir solo!

—Y con voz como redoble de tambor hizo resonar los nobles versos de Ronsard:

“On pour l’honneur de Dieu, ou le droit de mon prince,

Navré, poitrine ouverte, au bord de ma province”.

—¡Santo cielo! —dijo el caballero norteamericano casi sobrecogido. Luego añadió: — ¿Hay dos locos aquí?

—No; hay cinco —tronó Moon—. Smith y yo somos los únicos cuerdos que han quedado.

—¡Michael! —gritó Rosamund—; Michael, ¿qué significa esto?

—Significa ¡mamarrachada! —rugió Michael y arrojó su lanza dando tumbos hacia el otro lado del jardín—. Significa que los médicos son mamarrachada, que la criminología es mamarrachada, que los norteamericanos son mamarrachada…, mucho más mamarrachada que nuestra Corte del Faro. Significa, pedazos de bobos, que Innocent Smith no es ni más loco ni más malo que aquel pájaro en aquella rama.

—Pero, mi querido Moon —empezó Inglewood con su airecito modesto— estos señores. ..

—¡Por la palabra de dos médicos! —Moon estalló sin querer oír más a nadie—. ¡Por la palabra de dos médicos encerrar a uno en un infierno privado! ¡Y de semejantes médicos! ¡Pero, por favor! Mírenlos… mírenlos un poco. ¿Leerían ustedes un libro, o comprarían un perro, o elegirían un hotel, por el consejo de veinte como estos? Mi gente vino de Irlanda y es católica. ¿Qué dirían ustedes si yo clasificara como malvado a un hombre por la palabra de dos sacerdotes?

—Pero no es sólo su palabra, Michael —razonó Rosamund—; tienen la comprobación también.

—¿Usted la ha visto? —preguntó Moon.

—No —dijo Rosamund con una especie de tenue sorpresa—. Está en poder de estos señores.

—Como todo lo demás, me parece —dijo Michael—. Vean: ni han tenido ustedes siquiera la decencia de consultar a la señora Duke.

—Ah, no sacarían nada —dijo Diana a Rosamund en voz baja—; tía no es capaz ni de decirle ¡fuera! a un ganso.

—Me alegro de oírlo —contestó Michael—, porque ante semejante manada de gansos, el antipático apostrofe no se le caería nunca de los labios. Yo, por mi parte, me opongo terminantemente a que las cosas se hagan con esta ligereza y falta de responsabilidad. Apelo a la señora Duke. Ésta es su casa.

—¿La señora Duke? —repitió en tono de duda Inglewood.

—Sí, la señora Duke —dijo Michael con firmeza— comúnmente llamada “el Duque de Hierro”.

—Si consultan a tía —dijo tranquilamente Diana— ella tomará el partido de no hacer absolutamente nada. No tiene más pensamiento que el de ocultar las cosas o dejarlas correr. Eso es lo único que le cuadra.

—Sí —replicó Michael Moon—, y, casualmente, eso es lo único que nos cuadra a todos. Usted es impaciente con sus mayores, señorita Duke; pero, cuando tenga la edad de ellos, sabrá lo que sabía Napoleón: que la mitad de nuestras cartas se contestan solas si uno puede frenar el apetito carnal de contestarlas.

Todavía seguía tirado en la misma actitud absurda con el codo sobre el portón, pero había cambiado de tono repentinamente por tercera vez. Así como había pasado del de la parodia heroica al de la humana indignación, pasó ahora al ligeramente incisivo del abogado que da buenos consejos profesionales.

—No es sólo su tía quien quiere silenciar esto, si puede —dijo—. Todos queremos silenciarlo si podemos. Miren ustedes los hechos esenciales, el esqueleto, por decirlo así, del caso. Yo creo que estos señores con sus teorías científicas han cometido un error altamente científico. A Smith lo creo tan irreprensible como una flor silvestre. Admito que no es habitual que las flores silvestres disparen tiros en casas particulares; admito que aquí hay algo que exige explicación. Pero estoy moralmente seguro de que hay algún error o alguna broma, o alguna alegoría, o algún accidente detrás de todo esto. Bien, supóngase que me equivoco. Lo hemos desarmado; estamos aquí cinco hombres para sujetarlo. Lo mismo podemos encerrarlo más tarde. Supónganse que haya alguna probabilidad, una sola, de que yo esté en la verdad. ¿Acaso tiene alguien de ustedes interés en lavar en público esa ropa?

—Vamos, tomaré a cada uno por separado y en turno. Una vez que saquen a Smith por esta puerta lo ponen en la primera página de los diarios de la tarde. Yo lo sé; yo mismo he redactado esa primera página. Señorita Duke, ¿a usted o a su tía les gustará que fijen por todos los costados de su casa de pensión este cartel: Aquí se disparan tiros a los médicos? No, no… los médicos no sirven para nada, como dije; pero ustedes no quieren que se disparen tiros aquí a lo que no sirve para nada. Arthur, supóngase que tengo razón, supóngase que no la tengo. Smith ha aparecido como un antiguo condiscípulo suyo. Fíjese en lo que le digo: si se le declara culpable, los órganos de la Opinión Pública dirán que usted lo introdujo. Si se lo declara inocente, dirán que usted ayudó a prenderlo. Rosamund querida, supóngase que tengo o que no tengo razón. Si se lo declara culpable, dirán que usted comprometió a su dama de compañía con él. Si se lo declara inocente, publicarán este telegrama. Yo conozco los Órganos, ¡malditos sean!

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