Se detuvo un instante; porque ese rápido raciocinio lo dejaba más corto de aliento que sus acusaciones teatrales o verdaderas. Evidentemente hablaba en serio, además de hacerlo con aplomo y lucidez, como lo demostró por su manera pronta de proseguir en el momento de recobrar el aliento material.
—En el mismo caso —exclamó— están nuestros amigos los médicos. Dirán ustedes que el doctor Warner recibo un agravio. Lo concedo. Pero ¿desea él especialmente que lo retraten todos los periodistas
prostratus in horto
? No era culpa de él. Pero la escena no fue muy airosa tampoco para él. Warner reclama justicia; pero ¿le agrada pedirla no sólo de rodillas, sino de rodillas y manos?, ¿tiene ganas de entrar en los tribunales en cuatro patas? A los médicos no se les permiten anuncios callejeros; pero estoy seguro de que a ningún médico le gustaría colocarse en cartel en esa forma. Y aun a nuestro huésped norteamericano le interesa igualmente la cosa. Supongamos que posee documentos realmente concluyentes. Demos por sentado que tiene en su poder revelaciones que merecen de veras la pena de leerse. Bien, en un examen legal (o en un examen médico, si se quiere) apuesto diez contra uno a que no le permitirán leerlas. Lo envolverán cada dos o tres minutos en un enredijo de vetustas reglamentaciones. Un hombre no puede hoy en día decir la verdad en público. Pero todavía la puede decir en privado. La puede decir dentro de aquella casa.
—Eso es perfectamente cierto —dijo el doctor Cyrus Pym, que había escuchado el discurso con una seriedad que sólo un norteamericano es capaz de mantener en semejante escena—. Es perfectamente cierto que se me ha molestado notablemente menos en interrogatorios privados.
—¡Doctor Pym! —gritó Warner en una especie de arrebato repentino de ira—. ¡Doctor Pym! Usted no va a admitir seguramente…
—Smith puede estar loco —continuó el melancólico Moon en un monólogo que parecía pesar como un hacha—, pero había algo, con todo, en aquello que dijo sobre el gobierno propio para cada casa. Sí; al fin de cuentas, algo hay en eso de la Suprema Corte del Faro. Es cierto, realmente, que los seres humanos podrían muchas veces alcanzar algún género de justicia doméstica en aquellas cosas en que por ahora no consiguen sino injusticia legal, sí, yo también soy hombre de leyes y también sé eso. Es cierto que existe demasiado poder oficial e indirecto. ¡Cuántas y cuántas veces aquella cosa que la nación entera no puede arreglar es precisamente la cosa que podría arreglar una familia! Centenares de menores delincuentes han sido multados y enviados a la cárcel cuando lo que se debía haber hecho era darles una buena paliza y mandarlos a la cama. Estoy seguro de que centenares de hombres se han pasado la vida entera en el manicomio cuando lo único que necesitaban era una semana a orillas del mar. Hay algo en la idea de Smith sobre gobierno propio doméstico; y yo propongo que lo llevemos a la práctica. Ustedes tienen al detenido; ustedes tienen los documentos. Vamos, somos un grupo de gente libre, de raza blanca, cristiana, que podía haberse encontrado sitiada en una ciudad o arrojada en una isla desierta. Hagamos la cosa nosotros mismos. Entremos en aquella casa y sentémonos e investiguemos con nuestros propios ojos y oídos si esto es verdad o no lo es; si este Smith es un hombre o un monstruo. Si no podemos hacer una cosa pequeña como esta, ¿qué derecho tenemos de poner cruces en una lista de candidatos los días de elecciones?
Inglewood y Pym cambiaron una mirada; y Warner, que no tenía un pelo de tonto, supo por esa mirada que Moon estaba ganando terreno. Los motivos que inducían a Arthur que se rindiese eran por cierto muy diferentes de los que afectaban al doctor Cyrus Pym. Todos los instintos de Arthur lo inclinaban a la ocultación y a un arreglo político; era muy inglés, y a menudo prefería tolerar agravios antes que procurarse justicia por medio de escenas o de retórica seria. Hacer a la vez el papel de bufón y de caballero andante, como su amigo el irlandés, hubiera sido para él una perfecta tortura; pero aun el papel semioficial que esa tarde le había tocado era muy doloroso. Probablemente no le disgustaba dejarse convencer de que su deber consistía en no despertar al perro dormido
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Por su parte, Cyrus Pym pertenecía a un país donde son factibles cosas que a los ingleses parecen locuras. Reglamentaciones y autoridades exactamente iguales a cualquiera de las travesuras de Innocent o de las sátiras de Michael allí se dan realmente, apoyadas por plácidos agentes de policía e impuestas a dinámicos hombres de negocios. Pym conocía Estados enteros que son vastos y al mismo tiempo secretos y caprichosos; cada uno es tan grande como una nación y no obstante íntimo como un pueblito escondido, imprevisto como una cama plegadiza. Estados donde nadie puede fumar un solo cigarrillo, Estados donde cualquiera puede tener diez esposas, Estados estrictísimos de prohibición, Estados laxísimos de divorcio; todas esas grandes extravagancias locales habían preparado la mentalidad de Cyrus Pym para pequeñas extravagancias locales en un país más pequeño. Infinitamente más alejado de Inglaterra que cualquier ruso o italiano, totalmente incapaz de concebir siquiera lo que son convencionalismos ingleses, no podía darse cuenta de la imposibilidad social de la Corte del Faro. Los que tomaron parte en el experimento estaban firmemente convencidos de que Pym hasta el último instante creyó en aquella corte fantasmagórica, suponiéndola un tipo de institución británica.
Hacia el sínodo así indeciso y detenido en sus funciones se acercó entre la creciente penumbra crepuscular una silueta oscura y reducida, con un modo de caminar fundado aparentemente en la imperfecta represión de una revuelta negra. Algo en la familiaridad y a la vez en la incongruencia de ese ser impulsaron a que Michael estallara en saludable y humanitaria locuacidad aun más cordial.
—Pues aquí tienen ustedes al pequeño Narigueta Gould —exclamó—. ¿No basta su sola vista para desterrar toda consideración morbosa?
—Realmente —replicó el doctor Warner— realmente no alcanzo a comprender cómo al señor Gould le puede afectar este asunto; y una vez más pido…
—¡Hola!, ¿de quién es el entierro, señores? —preguntó el recién llegado con aire de árbitro alborotador—. ¿El doctor pide algo? Así sucede siempre en las pensiones. Siempre mucha demanda. Nada de oferta.
Con la mayor delicadeza e imparcialidad posibles, Michael se reafirmó en sus posiciones e indicó en términos generales que Smith se había hecho reo de ciertos actos peligrosos y dudosos y que hasta se había llegado a alegar que era un caso de insania.
—¡Ah, eso por supuesto! —dijo Moses Gould llanamente—. No hace falta el viejo Sherlock Holmes para descubrir eso. El perfil de halcón de Holmes —agregó con deleite abstracto— acusó una sombra de desencanto cuando vio que el galgo Gould le había ganado el tirón.
—Si es que está loco… —empezó Inglewood.
—Bueno —dijo Moses—, cuando un tipo se pasea por las tejas la primera noche de su llegada, generalmente hay una
teja
floja, diremos por variar, en vez de un
tornillo
.
—A usted no se le ocurrió quejarse antes —dijo Diana Duke con cierta tiesura—, y por lo general se queja con bastante libertad.
—Yo no me quejo de él —dijo Moses magnánimo—, el pobre tipo es bastante inofensivo; lo podrían atar aquí en el jardín y haría ruidos para espantar a los ladrones.
—Moses —dijo Moon con fervor solemne—, usted es la encarnación del Sentido Común. Usted cree que Innocent está loco. Permítame que le presente a la encarnación de la Teoría Científica. Él también cree que Innocent está loco. Doctor, éste es mi amigo Gould. Moses, éste es el célebre doctor Cyrus Pym. —El célebre doctor Cyrus Pym cerró los ojos y se inclinó. Él también murmuró su grito de guerra nacional en voz baja, el cual pareció algo así como
mucho gusto de conocerlo
.
—Ahora bien, ustedes dos —dijo jovialmente Michael—, que creen ambos en la locura de nuestro pobre amigo, entrarán muy orondos en aquella casa y nos probarán que está loco. ¿Qué cosa más poderosa puede haber que la combinación de la Teoría Científica con el Sentido Común? Unidos, estáis en pie. Divididos sucumbís. No tendré la descortesía de sugerir que el doctor Cyrus Pym carezca de sentido común; me limito a hacer constar el accidente cronológico de que hasta aquí no ha demostrado tenerlo. Hago uso de la libertad a que una antigua amistad me da derecho para apostar mi camisa a que Moses no tiene teoría científica. Sin embargo, contra esta fuerte liga estoy dispuesto a comparecer armado tan sólo de una intuición, como se llama en norteamericano a la adivinación.
—Muy honrado por la ayuda del señor Gould —dijo Pym, abriendo de repente los ojos—. Colijo que aunque él y yo coincidimos idénticamente en el diagnóstico primario, hay con todo entre nosotros algo que no puede llamarse un desacuerdo, algo que quizá pudiera llamarse un… —Juntó las puntas del pulgar y del índice abriendo los otros dedos exquisitamente en el aire y pareció esperar que otra persona le soplara lo que había de decir.
—¿Cazando moscas? —preguntó el afable Moses.
—Una divergencia —dijo el doctor Pym con un fino suspiro de alivio—; una divergencia. Concediendo que el hombre en cuestión esté mentalmente perturbado, no habría necesariamente en él todo lo que la ciencia exige encontrar en un maniático homicida…
—¿Se le ha ocurrido a usted —observó Moon, que otra vez se había recostado en el portón y no se dio vuelta—, que, si fuera un maniático homicida, nos podría haber matado aquí a todos mientras hablábamos?
Algo explotó muy quedo en el interior de las mentes de todos cual dinamita sellada en alguna olvidada bodega. Todos recordaron por primera vez en una hora o dos que el monstruo de quien se hablaba está de pie en perfecto silencio entre ellos. Lo habían dejado en el jardín como una estatua; podría haber tenido un delfín enroscado entre las piernas o un chorro de agua manándole de la boca, para lo que se habían preocupado de Innocent Smith. Allí seguía de pie con su cresta de pelo rubio y alborotado caída un tanto hacia adelante, su rostro un poco miope de frescos colores mirando pacientemente hacia abajo a nada en particular, la enorme espalda arqueada y las manos en los bolsillos de los pantalones. Al parecer, ni siquiera se había movido. Su chaqueta verde podría haber sido cortada del césped verde que hollaban sus pies. A su sombra, Pym había formulado su exposición y Rosamund su protesta, Michael su perorata y Moses sus chocarrerías. Él había permanecido como una talla; el dios del jardín. Un gorrión se había posado en uno de sus cuadrados hombros; y luego, después de acicalar su atavío de pluma, había volado.
—¡Pues, Señor! —gritó Michael con una carcajada— la Corte del Faro se ha abierto y también se ha vuelto a cerrar. Todos ustedes saben que tengo razón. Su sentido común enterrado les ha dicho precisamente lo que mi sentido común enterrado me ha dicho. Smith podía haber disparado cien cañones en vez de una pistola, y ustedes igual sabrían que era inofensivo como yo sé que es inofensivo. Todos a la casa, pues, de nuevo, y a preparar una sala para la discusión. Porque la Suprema Corte del Faro, que ya ha llegado a su decisión, está por empezar su audiencia.
—¡Está por empezar! —gritó el pequeño Moses en una especie de extraordinario alboroto desinteresado como el de un animal al oír música o en presencia de una tempestad—, Sigan viaje a la Suprema Corte de Tocino
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con Huevos fritos; pidan salmón de la acreditada firma. Su Señoría felicitó al señor Gould por la extrema delicadeza profesional que demostró, digna de las mejores tradiciones del Salón Bar…; ¡tres Scotch Whisky, señorita! ¡Córranme, muchachas!
Como las muchachas no mostraban tener la menor tentación de correrlo, se alejó danzando una especie de bailoteo de pura excitación; y había dado la vuelta a todo el jardín cuando reapareció sin aliento, pero hecho unas pascuas. Moon había conocido a su hombre cuando se dio cuenta de que nadie presentado a Moses Gould podía estar completamente serio aunque estuviera completamente furioso. Las puertas de cristal estaban abiertas del lado más próximo al señor Moses Gould; y como los pies de aquel imbécil festivo iban evidentemente encaminados en esa dirección, los demás tomaron ese rumbo con la unanimidad de alguna alborotada procesión. Tan solo Diana Duke mantuvo la suficiente rigidez para decir lo que le había estado quemando los enérgicos labios femeninos durante las últimas horas. Bajo la sombra de la tragedia lo había retenido como cosa fuera de lugar. —En ese caso —dijo bruscamente— se pueden despachar estos coches.
—Bueno, pero a Innocent hay que darle la valija, por supuesto —dijo sonriente Mary—. Supongo que el cochero nos la querrá bajar.
—Yo voy a buscar la valija —dijo Smith hablando por primera vez desde hacía horas. Su voz pareció lejana y tosca como la voz de una estatua.
Los que durante tanto tiempo habían bailado y discutido alrededor de su inmovilidad quedaron privados de aliento ante su precipitación. De una corrida y un salto, ya estaba fuera del jardín y en la calle; de un salto y un vibrante puntapié ya estaba sobre el techo del coche. El cochero casualmente estaba al lado de la cabeza del caballo, porque acababa de retirarle la bolsa vacía de pienso. Smith pareció un momento rodar sobre el techo del coche en los abrazos a su valija, pero al instante había rodado como por chiripa suprema al alto asiento trasero, y, con un alarido de penetrante y aterradora repentinidad, había lanzado al caballo volando y huyendo por la calle.
Su desaparición fue tan violenta y rápida que esta vez tocó a todas las otras personas el turno de convertirse en estatuas de jardín. El señor Moses Gould, sin embargo, por naturaleza no adaptado ni física ni moralmente a los fines de la escultura permanente, tornó a la vida un rato antes que los demás, y, volviéndose a Moon observó, como quien inicia una charla con un desconocido en un ómnibus: —¿Tornillo flojo, eh?, ¿teja suelta? Coche suelto, en todo caso—. Siguió un silencio fatal; y entonces dijo el doctor Warner con un desprecio aplastante como mazo de piedra:
—Éste es el resultado de la Corte del Faro, señor Moon. Usted ha soltado sobre toda la metrópolis a un demente.
La Casa del Faro estaba ubicada, como se ha dicho, al final de una larga fila de casas seguidas que formaban media luna. El jardincillo que la cerraba salía en punta aguda como un cabo verde entrado en el mar de dos calles. Smith con su coche disparó por un lado del triángulo y a fe que la mayoría de los que quedaban dentro no esperaban volver a verlo. Llegado al vértice, sin embargo, hizo girar rápidamente el caballo y lo condujo con igual violencia a lo largo del otro costado del jardín haciéndose visible a todo el grupo. Con impulso colectivo el grupo cruzó corriendo el cuadrado del césped para detenerlo, pero pronto tuvieron, todos, motivo de inclinarse y retroceder. En el momento en que de nuevo desaparecía calle arriba dejó volar de su mano la gran valija amarilla, de modo que vino a caer en el medio del jardín desparramando al grupo como si hubiese sido una bomba, y casi averiando por tercera vez el sombrero del doctor Warner. Mucho antes de que se hubieran serenado, el coche había disparado con un alarido que fue descendiendo hasta susurro.