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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (23 page)

Manel quedó unos instantes en silencio.

—Curioso nombre el de la mensajera.

—¿Por qué? —indagó Margarida.

—Bashira es nombre árabe que quiere decir «portadora de buenas nuevas», y a fe mía que las novedades que me transmites nada bueno anuncian para Ahmed.

25

Cercando la prisión

Ahmed andaba desesperado. Tras recibir el recado de su amigo sintió que su vida se quebraba y que desde aquel mismo instante iba a dedicar el resto de sus días a cumplir la promesa que había hecho a su amada en el último encuentro en la iglesia de los Sants Just i Pastor. Sabía que tendría que desdoblar sus horas, y que tras cumplir sus obligaciones caseras y el trabajo en las atarazanas, iba a destinar todos sus esfuerzos al intento de liberar a Zahira de las garras de su destino, por más que le pareciera superior a sus fuerzas.

El mensaje lo dejó abrumado. Su amigo lo buscó una tarde cuando estaba en el arenal calafateando una barca. Nada más ver el rostro de Manel supo que algo grave había ocurrido. Dejó a un lado el cubo de la brea, la espátula y la brocha y bajó la escalera.

—¿Qué malos aires te traen por aquí, Manel?

El otro, tras secarse la sudorosa frente con un gastado pañuelo, respondió:

—¿Cómo sabes que son malos?

—Te conozco bien y la expresión de tu cara me dice muchas cosas.

—Tienes razón, no quisiera hoy ser el mensajero de este negro mensaje, pero así son las cosas.

—Desembucha, Manel, no te detengas —le suplicó Ahmed, alterado.

—El caso es que el otro día, estando en el puesto del mercado…

En un breve tiempo, Manel puso a Ahmed al corriente de la embajada que le había transmitido Margarida al respecto de las desventuras de Zahira.

—¿Y sabes qué casa es ésa donde la han enclaustrado?

—Por lo que se me ocurre y he indagado, no puede ser otra que una de las casas de mala fama de la ciudad, creo que antes era de tu amo. Es un caserón que está situado en la Vilanova dels Arcs.

A Ahmed se le descompuso el rostro.

Al ver el semblante de su amigo, Manel se ofreció:

—Si quieres que te ayude a buscarla, cuenta conmigo.

—He oído hablar de ese lugar, Manel, y también sé de otro en el camino de las canteras de Montjuïc. Parece ser que ambos son pingües negocios que van creciendo sin ser molestados. Si puedes ayudarme, te lo agradeceré.

De esta manera, al caer la tarde, ambos amigos se instalaban en los alrededores de la Vilanova dels Arcs dando vueltas disimuladamente alrededor de las tapias que guardaban el edificio. El resultado fue fruto de una larga vigilancia a lo largo de muchas tardes. Al caer la noche el movimiento de personas era grande. Ahmed observó que había varias rutinas que se repetían una y otra vez. Una de ellas consistía en un atareado ir y venir que se efectuaba a última hora del atardecer. Dos hombres salían al pasaje por la puerta del huerto posterior, a bordo de un carro de cuatro ruedas tirado por dos mulos y cargado con seis sacos que emanaban un olor pestilente. La basura acumulada el día anterior era conducida y arrojada a la riera del Cagalell; tras esta operación, el carro regresaba de vacío y volvía a traspasar la puerta de la tapia por la que había salido anteriormente.

Una de las noches el carricoche salió conducido por un solo hombre. En aquella ocasión Ahmed también estaba solo. Aguardó paciente a que el carro regresara y abordó al carretero antes de que llegara a la esquina de la muralla. Saltó desde su escondite y detuvo el carromato colocándose en medio de la calzada.

—¿Quieres ganar unos buenos dineros?

El hombre, al oír la tentadora oferta, detuvo al jumento con un fuerte tirón de riendas.

—Depende. Nadie ofrece algo por nada, ¿cuánto, y qué debo hacer?

—¿Te parece bien tres dineros?

El mozo parpadeó ligeramente.

—Eso es el cuánto, ahora dime el qué.

—¿Conoces a Zahira? —preguntó Ahmed, sin poder disimular la emoción que le atenazaba la garganta.

El hombre frunció el entrecejo.

—La conozco, baja a veces a las cocinas. Es una esclava que ha llegado hace poco y que por el momento hace de criada.

—Te entregaré un mensaje para ella; ahora te daré la mitad de lo prometido y cuando me traigas la respuesta, la otra mitad.

—¿Y si no puedo entregarle la misiva? —preguntó el hombre.

—Presumo que eres gente de bien. Aunque no lo hayas conseguido, si me das pruebas fehacientes de que lo has intentado con una palabra clave que ella te dirá para mí, lo prometido será tuyo —afirmó Ahmed.

—Está bien, el hijo de mi madre tiene palabra. Dame la misiva.

26

¿Qué es el amor?

Con el permiso de su padre y acompañada por doña Caterina, Marta asistió a la feria del Mercadal, patrocinada en esta ocasión por el cabildo catedralicio: en una silla de manos y custodiada por dos de los hombres de confianza del jefe de la guardia de la casa de Sant Miquel. La silla se quedó a la entrada del recinto y ella y su aya recorrieron a pie los puestos de venta, deteniéndose en aquellos que llamaron su atención. Marta compró cintas y aderezos para un nuevo vestido, y en uno de los tenderetes de abalorios adquirió unos zarcillos de coral que le agradaron, pues al mirarse en un cobre bruñido, éste le devolvió la imagen de una chica que le pareció más mayor. Luego, como quería amortizar el tiempo de su salida y sabía que doña Caterina era incapaz de desobedecer una orden de su padre, se decidió a pedirle algo que sabía no le iba a negar. Hacía ya días que su curiosidad le impelía a buscar información de ciertas cosas que no se atrevería jamás a hablar con su padre: unas versaban sobre hechos pasados y otras sobre asuntos de los que quería instruirse, para lo cual necesitaba una opinión firme y ponderada.

—Aya, me gustaría ir a la Pia Almoina a ver a mi padrino y dejar una limosna para la sopa de los pobres. Me remuerde la conciencia si me gasto lo que me da mi padre en mis cosas y no entrego parte de ello para obras de caridad.

Doña Caterina no pudo negarse a un requerimiento tan piadoso.

—Está bien, Marta, pero tened en cuenta que no debemos retrasarnos; ya sabéis que en este punto vuestro padre es muy intransigente.

—Pero aya —protestó Marta—, él sabe que vamos acompañadas y llevamos escolta. Si encuentro a mi padrino, me gustaría confesarme y eso tal vez me demore algo más.

Como siempre, doña Caterina acabó cediendo, aunque convencida sólo a medias.

—Bueno, sea: el motivo me parece justo pero no por ello debemos contravenir las órdenes de vuestro padre.

Marta supo que había ganado la partida.

—No os preocupéis. Cuando las campanas toquen a completas, habré terminado.

—¿Qué decís? —casi chilló la buena mujer—. ¡Debéis terminar mucho antes!

—¿Me vais a impedir cumplir con mis obligaciones de buena cristiana? —preguntó Marta; en sus ojos había la más piadosa de las miradas.

La dueña rezongó algo por lo bajo, aludiendo a que la niña era muy espabilada, pero comprendió que no tenía argumentos para llevarle la contraria.

—No voy a moverme de aquí hasta que volváis —dijo la mujer mientras Marta se apeaba de la silla y, sujetándose la saya, subía los tres escalones de la entrada del sagrado lugar.

—¿Por qué no vais a dar una vuelta, doña Caterina? No os inquietéis: si cuando termine no habéis regresado, os aguardaré en la sala de visitas.

Y sin dar tiempo a que la mujer respondiera, Marta se dirigió al lego que estaba al cargo de la portería.

—Alabado sea Dios. ¿Está en la casa el padre Llobet?

—Que Él sea alabado —respondió el hombre—. Voy a mirar la tablilla. Creo que sí se encuentra, ya que no le he visto salir.

El portero abandonó su chiribitil y se dirigió al que indicaba la presencia o ausencia de los miembros de la comunidad. El anciano, que conocía la amistad del padre Llobet con el naviero Martí Barbany y sabía que aquella muchachita era su ahijada, no tuvo el menor reparo en dejarla entrar.

—Pasad primero por el refectorio. Si no lo encontráis allí, estará en su celda. Ya conocéis el camino.

Tras dar las gracias, Marta se dirigió al refectorio. Dos hermanos estaban colocando los platos y copas de barro cocido para la cena. Al comprobar que allí no estaba su padrino, se dirigió a su celda; conocía el camino de otras veces. Golpeó la puerta con los nudillos y aguardó. La voz honda e inconfundible de Eudald Llobet le contestó desde dentro:

—Pasad.

La niña abrió la puerta y asomó la cabeza por el resquicio.

—¿Puedo, padrino?

El clérigo se sorprendió al verla y en sus ojos apareció la ternura que siempre le inspiraba aquella criatura.

—¡Qué agradable e imprevista visita! Qué gusto me da verte. A estas horas espero al bibliotecario o a mi coadjutor y ambos acostumbran a darme dolores de cabeza. Pasa y siéntate —la instó con una sonrisa afectuosa—. Y dime, ¿qué es lo que te trae por este aburrido lugar?

Tras cerrar la puerta y besar la mano que le tendía su padrino, Marta se sentó frente a él.

—He ido a la feria con el permiso de mi padre, y vigilada como siempre por mi ama, y se me ha ocurrido que sería buena idea venir a veros.

—¡Buena no, magnífica! Ya sabes que me encanta verte, pero también sabes que si necesitas algo de mí, acudiré siempre gustoso a casa de tu padre.

Marta hizo un leve mohín, y se atrevió a decir:

—Padrino, allí es difícil hablar con vos a solas; mi padre os acapara.

—Vuestro padre os adora y podríamos hablar los tres perfectamente.

—En esta ocasión prefería hablar sólo con vos.

El clérigo, sin saber bien por qué, se puso en guardia. Desde muy niña, Marta había demostrado una inteligencia superior a su edad, mezcla sin duda de la capacidad de su padre y de la intuición de Ruth.

—¿Qué es eso tan especial que queréis tratar sólo conmigo?

Marta tomó aire y, sin pensárselo dos veces, preguntó:

—Padrino, ¿quién era Laia y cómo murió?

—¿Quién te ha hablado de esta historia?

—Nadie en particular, pero yo oigo cosas y además he leído lo que dice en la placa que hay a los pies del monumento que se levanta en los jardines que llevan su nombre.

Eudald Llobet se retrepó en su sillón y cruzando los dedos de sus manos sobre el voluminoso vientre se dispuso a medir sus palabras.

—Ya empiezas a ser lo bastante mayor para saber la verdad de las cosas.

—Por eso acudo a vos. En casa todos me consideran pequeña, no les gusta que crezca.

—Eres aún pequeña, Marta, pero siempre he pensado que tu cabecita maduraría antes de tiempo. En mí siempre encontrarás la verdad: si hay algo que no puedo decirte, no lo haré; y si conviene vestiré mis palabras con el tono y el cuidado correspondiente.

—Entonces, padrino, decidme, ¿quién era Laia? —insistió la niña.

—Laia fue el primer amor de tu padre.

Marta se quedó unos instantes en suspenso.

—¿No fue mi madre su gran amor?

—En la vida del hombre, Marta, hay dos amores que no se olvidan jamás: el primero y el grande.

—¿No son el mismo?

—No tienen por qué serlo. Afortunado es el que los vive ambos con plenitud.

—Y si mi padre vivió el amor antes de conocer a mi madre, ¿por qué no se casó con Laia?

—La vida es muy complicada, hija; las conveniencias sociales hacen que casi nadie se case con la persona que ama. Sin embargo, no te niego que de no haber mediado la gran desgracia que ocurrió, tal vez tu padre se hubiera casado con Laia.

—¿Entonces yo no hubiera nacido? —inquirió Marta, extrañada ante tal pensamiento.

—Has nacido porque Dios lo dispuso así.

—Sé que Laia murió… pero nadie me ha contado nunca cómo sucedió esa desgracia… —dijo Marta con los ojos muy abiertos.

Eudald Llobet entrecerró los ojos al recordar aquel terrible momento.

—El Señor llamó a Laia a su lado.

Marta siguió interrogando al sacerdote con la mirada y éste comprendió que no iba a conformarse con esa explicación.

—¿Se puso muy enferma? —preguntó la muchacha.

—Podríamos decir que sí.

—Creo que todos me ocultáis algo, padrino —repuso Marta, decidida a averiguar algo que la preocupaba desde hacía tiempo.

—Hay muchas clases de enfermedades, Marta. Algo afectó su cabeza y un día, mejor dicho, una noche, paseando por las almenas de la muralla de su casa posiblemente perdió la cabeza… o se mareó, y cayó al patio de guardia. Nada se pudo hacer.

Marta suspiró y su fértil imaginación evocó la figura de una joven doncella, hermosa y trastornada, saltando al vacío desde un torreón. Sin poder evitarlo, se estremeció.

—Y vos, padrino, ¿por qué no os casasteis?

—Porque me enamoré de la Virgen María y decidí estar cerca de ella toda la vida.

Marta aceptó la respuesta sin dudarlo.

—Eso está muy bien, padrino; yo también me casaré con el hombre que ame.

Eudald sonrió.

—Tendrás la suerte de poder escoger. Tu padre te adora y sólo desea tu felicidad.

—Aunque creo que jamás amaré a nadie como amo a mi padre —dijo Marta, pensativa.

—Cuando llegue el momento, verás que el amor que profesas a tu padre es muy diferente al sentimiento que embargará tu corazón.

—Padrino, ¿el amor hace a veces que las personas cambien de carácter y se pongan tristes? —preguntó Marta de repente, al pensar en Ahmed.

—No tiene por qué. A veces el recuerdo del ser amado hace que la melancolía invada el espíritu y las personas estén como flotando y ausentes, pero no tristes.

—Pues Amina y yo pensamos que Ahmed se ha enamorado. Le ha cambiado el carácter, no quiere entrar en nuestras cosas y se ha vuelto muy misterioso —explicó Marta, ocultando que ambas lo habían seguido y sabían, a ciencia cierta, que una muchacha ocupaba sus pensamientos.

—Posiblemente: está en la edad que estas cosas suceden.

Unos leves golpes sonaron en la cancela interrumpiendo la conversación.

—¿Da permiso vuestra reverencia?

—Un momento, Magí.

El padre Llobet, que había percibido claramente en el pasillo los pasos menudos y acelerados de las sandalias de su ayudante, despidió a Marta indicándole que su tiempo se terminaba y tenía que proseguir con sus obligaciones. La niña, obediente, se despidió de su padrino y al salir por la puerta se cruzó con el joven sacerdote, al que saludó en tanto éste bajaba la vista.

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