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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (89 page)

El viejo conde había desperdiciado una ocasión excepcional para castigar una monstruosidad incalificable y él podía enmendarlo, además de que se le venía a las manos una oportunidad única de proveer al condado, en el semestre bajo su mando, de una cantidad inmensa de propiedades amén de los barcos del naviero. Cualquier cristiano que cometiera apostasía perdía su fortuna, y Barbany la había cometido. Sólo tenía que demostrarlo para que aquel insigne ciudadano cayera en desgracia… Y entonces ya no habría nada que le impidiera poner impunemente sus manos sobre el cuerpo de su joven e inocente hija.

Aquella mañana había convocado a todos los prohombres que le hacían falta para llevar a cabo sus planes. Para solemnizar el momento, había ordenado que hasta que no estuvieran todos en la antecámara, no les diera paso. De esta manera conseguía, además de intrigarlos, que pasaran el tiempo suponiendo, comentando e intentando adivinar cuáles eran las intenciones del conde y el motivo por el cual habían sido convocados.

Unos golpes discretos en su puerta demandando audiencia le confirmaron que sus órdenes habían sido cumplidas. El chambelán anunció:

—Su excelencia reverendísima, Odó de Montcada, obispo de Barcelona; los muy honorables señores Olderich de Pellicer, veguer de la ciudad, Guillem de Valderribes, notario mayor, y el muy ilustre juez Ponç Bonfill, demandan ser recibidos por su señor.

—Hacedlos pasar.

Instantes después entraban los cuatro invitados. Berenguer supo, por la expresión de su mirada, que pese a haberlo comentado entre ellos, eran totalmente ignorantes del motivo de la convocatoria.

El joven conde, sin pretenderlo, repitió las maneras de su antecesor y salió al encuentro de los influyentes personajes con expresión afable y gesto sencillo y espontáneo, tratándolos de igual a igual.

—Mis queridos señores, os agradezco infinitamente la diligencia mostrada al acudir a mi llamada, dejando a un lado vuestras múltiples e importantísimas ocupaciones.

Los ilustres personajes correspondieron uno a uno al saludo del conde y luego, siguiendo su invitación, se sentaron frente a él en los sitiales correspondientes.

Berenguer se recreó en el momento y alargó con un carraspeo el preámbulo para exacerbar todavía más la curiosidad de los consejeros.

Luego, con palabra mesurada y gesto enfático para subrayar la solemnidad del acto, comenzó su discurso:

—Queridos consejeros, sin duda os habrá extrañado la premura con la que habéis sido convocados, mas la circunstancia no me ha permitido obrar de otra manera. La cuestión es tan importante y de tal urgencia que aplazarla hubiera sido un acto de mal gobierno. Hay cosas que no admiten espera y ésta era una de ellas.

Berenguer hizo una pausa prolongada; los prohombres se removieron inquietos en sus asientos.

—Mi primera pregunta es para vos, mi querido obispo.

—Os escucho.

—¿Qué diferencia hay entre un apóstata de palabra y otro de facto?

—Es muy simple, señor: el primero reniega de su Iglesia y de su condición de cristiano declarando públicamente su apartamiento de ella, y el segundo hace algo que significa la antedicha renuncia. Por decirlo de otra forma, hace algo que le excluye de la comunión de los santos y lo hace deliberadamente. ¿Está claro?

—Como la luz, ilustrísima. Mi pregunta es ahora para vos, querido Bonfill. ¿Qué ocurriría con los bienes de alguien que apostatara públicamente y con escándalo de su condición de cristiano y abrazara de facto la religión judía cometiendo sacrilegio?

El juez Bonfill respondió al instante.

—Que sus posesiones y haberes pasarían a sus herederos naturales siempre que éstos hicieran profesión pública de fe y repudiaran públicamente a su padre, jurando que a su muerte lo enterrarían fuera de sagrado.

Berenguer aceptó la respuesta con una torva sonrisa.

—¿Y si no fuera así?

—En ese caso, pasarían a vuestra alteza, por supuesto.

Nueva pausa. Los presentes estaban desorientados, ninguno intuía adónde quería ir el conde.

—Ahora vos, veguer. Ante una denuncia que precisara la carga de la prueba, por parte de la ciudadanía, ¿cómo se obtendría la misma?

—Es obvio, señor. Tras conocer la acusación, algunos hombres de armas acompañarían al notario —señaló a Guillem de Valderribes— hasta el lugar, para comprobar los hechos.

—¿Y en caso de que los cargos fueran demostrados?

—Entonces, señor, ante la evidencia del delito, se encerraría al reo en las mazmorras de vuestra alteza y vuestra justicia prepararía su condena.

En aquel instante, Berenguer se puso en pie.

—Entonces, ilustre notario, sentaos en mi gabinete y levantad acta. Creo que jamás denuncia alguna gozó de testigos de la calidad de los presentes.

El notario ocupó el sillón y tomando cálamo y pergamino, ante la expectación de los presentes, se dispuso a escribir.

El conde dictó lento y claro:

—«Yo, Berengarius Raimundus, conde de Barcelona, Gerona y Osona por la gracia de Dios, en el tiempo que me corresponde el mando de la ciudad. Acuso públicamente al ciudadano Martí Barbany de haber cometido apostasía de facto al enterrar a su mujer, Ruth, relapsa a la hora de su muerte, en capilla cristiana presidida por la cruz de Cristo, en un catafalco ornado con los signos judíos del candelabro de siete brazos al que llaman menorá en su cabecera y la estrella de David a sus pies, renegando de esta manera de su condición de cristiano».

El silencio de los presentes era absoluto. Luego el conde se dirigió a sus ilustres convocados.

—Señores, ¿queréis poner vuestra firma al pie como testigos?

119

El registro

Gaufred, el jefe de la guardia de Martí Barbany, estaba en el patio de la mansión, ordenando los turnos de la ronda nocturna, cuando uno de los hombres de la puerta acudió a su encuentro algo alterado, notificándole que, por la esquina que daba al linde del
Call
, llegaba una litera rodeada por un numeroso grupo de hombres armados.

El jefe de la guardia acudió al portón en el justo momento en el que la litera se detenía y en tanto sus porteadores colocaban los correspondientes calzos, un oficial, al que conocía hacía ya años, se llegaba hasta él.

—¿Está en la casa tu amo?

—Sí. ¿Para qué se le requiere?

—Traigo un oficio que le tengo que entregar personalmente.

—Dime de qué se trata; como comprenderás no voy a importunarlo sin conocer el motivo.

—Te juro que ni siquiera a mí se me ha dicho, como se tiene por costumbre. Únicamente puedo adelantarte que en esta ocasión me acompaña uno de los jueces mayores —al decir esto señaló la litera detenida—, y esto es mala señal.

Gaufred, con una duda bailando en la expresión de su rostro, respondió:

—Voy a buscarlo.

Tras estas palabras partió hacia el interior, inquieto al ver que la compañía de armados que comandaba el alguacil se desplegaba, a una orden de este último, vigilando todas las salidas de la casa.

Al cabo de un breve tiempo, acompañando a su hombre, irrumpía en el patio Martí Barbany seguido de dos de sus capitanes, el griego Manipoulos y Rafael Munt.

Los tres se dirigieron a la cancela donde aguardaba el alguacil. Martí lo interpeló secamente.

—Creo que tenéis algo para mí.

Cuando el hombre iba a entregarle el documento al naviero, de la litera salió el secretario del juez Bonfill y, dirigiéndose al alguacil, dijo:

—Dejadme a mí. Ciudadano tan importante merece que alguien de más rango sea el portador de un documento firmado por uno de los jueces de la ciudad y sancionado por el mismísimo conde.

Y arrebatándolo de las manos del alguacil mayor se lo entregó a Martí Barbany.

El naviero tomó el pergamino enrollado, rasgó el lacre con la daga que le ofreció Manipoulos y desplegándolo, se dispuso a leerlo.

Yo, Ponç Bonfill, nombrado juez de Barcelona por el conde Ramón Berenguer I.

Habiendo recibido denuncia fundamentada al respecto de apostasía cometida por el ciudadano don Martí Barbany y sin óbice de que la Santa Madre Iglesia intervenga posteriormente en la parte que a ella compete.

Determino:

Que su casa de la plaza de Sant Miquel sea registrada para dar fe de que en ella no se hallan signos, libros y objetos de culto pertenecientes a la ley de Moisés.

Que en ese tiempo las gentes de servicio de la casa no se muevan del lugar donde se encuentren al iniciar el registro.

Que cada quien responda a todas las preguntas a las que sea sometido.

Que nadie esconda o cambie de lugar objeto alguno.

Que cualquier estancia tenga la entrada franca.

Y que todas las llaves de armario, cómoda o mueble que pueda cerrarse sean entregadas a la autoridad.

Y para que conste se firma este documento con sello y firma del condado.

Barbany releyó el documento, observando por el rabillo del ojo cómo descendía con altivez de la litera uno de los tres jueces mayores de Barcelona, el ilustre señor Ponç Bonfill.

El magistrado se llegó hasta el grupo acompañado del oficial que había acudido a su encuentro.

—Mis respetos, don Martí y compañía.

—Sed bienvenido, juez —dijo un adusto Martí.

—La misión que hoy me trae a vuestra casa es harto incómoda para mí.

—Sin pretender faltaros al respeto debo decir que para mí es totalmente incomprensible —repuso Martí.

El juez, entendiendo que, ante el grupo, debía mantenerse en su lugar, replicó:

—No es de vuestra competencia ni tenéis por qué comprender; no estamos aquí por capricho. La justicia no distingue entre poderosos y humildes: ha habido una denuncia fundamentada y nuestro deber, grato o no, nos obliga a comprobar qué hay de cierto en ella.

—Lo comprendo y respeto. Podéis comenzar por donde gustéis, registrad toda la casa y pasad el día en ello. Aquí nada hay que ocultar.

—Creedme si os digo que nada me complacería más, pero no puedo faltar a mi deber como súbdito y como juez.

Manipoulos, que tenía poca paciencia, intervino:

—¡Pues dejémonos de palinodias y no perdáis tiempo! Cuanto antes comencemos, antes acabaremos.

El juez se ofendió.

—Y vos, ¿quién se supone que sois y con qué derecho os inmiscuís en esta cuestión?

El griego se estiró el jubón y enderezó la figura.

—No se supone. Soy el capitán Basilis Manipoulos, jefe de la flota de mi señor Martí Barbany y me asiste el derecho de ser su amigo desde hace muchos años y de conocer su probidad y los servicios que ha prestado a Barcelona.

Martí, que conocía el carácter del griego, intentó rebajar la tensión.

—Son dos de mis capitanes más queridos. —E indicando con la mano a Felet, lo presentó—. Él es Rafael Munt. Estaban despachando conmigo cuando llegó la noticia y me han acompañado.

Bonfill se atusó la barba.

—Está bien, señores. El mayor interesado en terminar el asunto soy yo. Procedamos entonces. —Y volviéndose al oficial ordenó—: Los señores elegirán la estancia donde deseen aguardar a que finalicen mis diligencias. Quiero a dos hombres en cada habitación, registrando muebles y rincones, buscando cualquier documento, pergamino, signo, estatua, forja…, cualquier cosa que pertenezca al rito judaico. Se os entregarán las llaves de toda estancia cerrada, desde los desvanes a la bodega, y se os asignará un hombre que os dará explicaciones de cualquier duda que tengáis. Poned en ello a toda vuestra gente y desde luego, nadie saldrá de esta casa hasta que yo lo diga. —Luego se dirigió de nuevo a Martí—: Yo revisaré vuestra biblioteca; tal vez nada encuentre, de lo cual me congratularé.

—Cumplid con vuestra tarea y, si no os incomoda, aguardaremos los tres en mi gabinete tratando los asuntos de los que nos ocupábamos antes de vuestra llegada.

—Sea a vuestro gusto.

El registro fue concienzudo, y Bonfill, que sabía lo que buscaba gracias a las confidencias de Berenguer, se reservó hasta el final el golpe de efecto.

Al caer la tarde el juez entró en el gabinete donde los tres hombres habían pasado la jornada y hasta comido.

—Si tenéis la bondad, me gustaría finalmente examinar la capilla que tenéis al fondo del jardín. Si no estoy mal informado, en ella descansan los restos de vuestra esposa.

Martí cambió con sus capitanes una mirada cómplice.

—Mi querida Ruth fue inhumada allí con permiso especial del obispado.

—No digo que no sea así, pero dado que el lugar forma parte de vuestra propiedad, es mi obligación comprobar que todo esté como debe.

—Por lo que me decís, juez Bonfill, deduzco que por ahora todo está conforme —insinuó Martí.

—Eso parece, pero debo terminar mi inspección y cerciorarme de que todo ha sido un malentendido, de lo cual me alegraré en grado sumo.

Manipoulos no pudo contenerse.

—O, tal vez, en lugar de un malentendido ha sido un infundio. La codicia, señor, es mala consejera.

El juez palideció.

—Cuando termine la inspección os diré si ha sido una falsa denuncia o por el contrario había en ella visos de verdad. Por lo que dice mi oficial, la cancela está cerrada y la llave no está en el manojo que me habéis entregado.

—Evidentemente. En la capilla no hay culto, se limpia una vez a la quincena siempre en mi presencia y la llave está siempre bajo mi custodia.

—Perdonadme, señor, pero me parece algo extraordinario.

—Como extraordinario fue el amor que profesé a mi esposa, al punto de quererla tener siempre cerca de mí para rezarle una oración.

—Realmente es cosa singular que se puede prestar a otras interpretaciones —dijo el juez.

—¿Como cuáles, señoría?

—Vuestra esposa, ¿no era acaso conversa?

—Así es. Renunció a la fe de sus mayores y contrajo matrimonio cristiano conmigo.

—De lo cual se puede inferir que quizá no lo hizo convencida y fue tal vez por conveniencia, ya que según me han informado, os convertisteis en su valedor después de que su padre fuera ajusticiado.

—Injustamente ajusticiado como se reconoció posteriormente —puntualizó Martí con voz ronca.

—No pretendo entrar en disquisiciones que no me atañen: los jueces no somos infalibles y a veces suceden hechos lamentables. Pero os quiero resaltar un matiz. ¿No veis posible que alguien que según vos se convirtió a la verdadera religión por compromiso, en su última hora y viendo su final próximo, quisiera morir en la religión de sus padres?

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