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Authors: Chufo Lloréns

Mar de fuego (94 page)

Delfín había terminado su relato y aguardaba a que el arcediano diera su opinión. El padre Llobet intercambió una mirada inteligente con la monja y luego habló:

—Estamos al borde del abismo y pocas o ninguna solución nos queda. —Su mirada se dirigió a Amina—: Me consta el amor que sientes por tu señora y eso excusa tu indiscreción, que vista la circunstancia en la que nos hallamos, bendita sea. Creo que interpreto el sentir de la abadesa al decir esto. Voy a haceros alguna pregunta, Delfín.

—Os responderé a todas las que pueda, vuestra reverencia.

—Está bien, comencemos. ¿Qué garantías tenemos de que esta pócima no cause un mal mayor del que queremos evitar?

La reverenda se adelantó.

—Mayor mal que perder la honra no cabe.

—No nos metamos, madre, en disquisiciones morales, que no es tiempo —repuso el sacerdote—. Nadie peca si no pone voluntad de ello; responded, Delfín, a mi pregunta.

—El negocio de esa sanadora es resolver aprietos y situaciones embarazosas; hace mucho que la conozco, he recurrido a ella en varias ocasiones y jamás me ha decepcionado. Mi condesa acudió a su consejo en dos trances y en ambos, tomando los cocimientos que le entregó y procediendo como ella le indicó, obtuvo los resultados apetecidos. Su prestigio se basa en sus aciertos y si no es capaz de ayudar, renuncia; que yo sepa jamás ha perjudicado a nadie.

—¿Es física? ¿Ha estudiado la ciencia de Hipócrates? —indagó la monja.

—Es su don natural y su experiencia; existen personas que tienen poderes que escapan a la comprensión de los demás y parecen sobrenaturales. Vos sabéis, padre, que yo mismo tengo dotes para la adivinación y jamás estudié pergamino de magia alguno.

La monja observaba recelosa.

—Todo esto me suena a brujería.

—¡Hasta a eso recurriría si fuera preciso, para salvar a mi ahijada! —El talante de guerrero que alojaba el alma del clérigo salía a flote—. ¿Queréis, señora, o no queréis salvaguardar el monasterio? —Su mirada fulminó a la abadesa, pero enseguida se tranquilizó—. Decidme, Delfín, ¿cuándo se debe tomar el preparado para que surta efecto?

—Un día antes del encuentro.

—¿Y luego?

De nuevo intervino la monja.

—Luego rezar, vuestra reverencia.

—Pues rezaremos, sor Adela, rezaremos toda la noche si es preciso, otra no queda. Marta —susurró el arcediano—, en tus manos está la decisión. Sabes que te quiero como a una hija, y que, como albacea del testamento de tu padre, recae en mí el deber de protegerte. Pero en una situación como ésta, sólo tú puedes decidir.

Un silencio denso como el plomo descendió sobre el heterogéneo grupo. Todas las miradas se posaron en Marta. Ésta, que había permanecido en silencio durante toda la discusión, se puso de pie y se dirigió hacia su padrino.

—Rezad por mí —dijo con voz firme—. Antes de sucumbir a la lujuria de Berenguer, prefiero tomar cien pócimas de esa hechicera. No tengo la menor duda.

Aunque Delfín confiaba plenamente en los poderes de Florinda, la visión de Marta inconsciente le asaltó de nuevo y no pudo evitar un escalofrío.

126

El engaño

Su noche había llegado por fin. Tras tantas vicisitudes y esperas, el momento tan ansiado estaba al alcance de su mano. Berenguer había prescindido, en aquella ocasión, de su ayuda de cámara y se vestía para el acontecimiento completamente solo. Lo quería hacer sin testigos. Su mente, mientras tanto, divagaba. Recordaba cómo empezó todo, y cómo desde el primer instante supo que aquella muchacha tenía que ser suya; deseaba a Marta Barbany como no había deseado a mujer alguna en toda su vida. Todo en ella le excitaba, su caminar ligero, el armonioso ritmo de sus caderas, sus labios carnosos, el canal de sus jóvenes pechos… Recordaba la noche en que casi fue suya, la bofetada de su madre, el día del cuarto del sabio, la jornada del garañón montando la yegua. Sus pensamientos se arremolinaban sin orden ni concierto y pensó que la respuesta de la superiora había llegado oportunamente, ya que ya faltaba poco para que su hermano ocupara su sitio durante el semestre siguiente.

Sobre el gran lecho adoselado, descansaba la respuesta de la abadesa sor Adela de Monsargues, aquel último intento de la monja porque abandonara sus propósitos:

Mi respetado señor:

La superiora del monasterio de Sant Pere de les Puelles tiene una obligación primordial que es también la primera de sus servidumbres. Se abren ante mí dos vías y si bien debo cuidar la salud del alma de mis monjas, por encima de todo está la pervivencia del monasterio, que ha perdurado y perdurará a través de los tiempos. Vuestra cerrazón no me permite escoger. Sabéis muy bien que a pesar de las mandas piadosas y las aportaciones de las nobles familias que colaboran con sus limosnas, sin vuestra dotación no podemos subsistir. Por eso no me queda más que plegarme a vuestro deseo.

Pienso que el Señor comprenderá la disyuntiva en la que me hallo y perdonará la triste decisión que me obliga a tomar vuestro capricho. Sin embargo, debo advertiros que la salud de la postulante Marta Barbany no es buena. En estos momentos yace aquejada de una grave enfermedad y tememos hondamente por su vida. Os lo advierto de buena fe, y os ruego una vez más que cejéis en vuestros propósitos.

Dejo esa decisión en vuestras manos. La noche del próximo lunes, cuando la comunidad esté en el rezo de laudes, podréis entrar, para lo cual os adjunto la llave de una puerta que está en el muro lateral, a la izquierda del portón principal. Una vez dentro deberéis llegar al claustro; desde allí y a lo largo de la escalera, un camino de velas encendidas os guiará hasta el cuarto de la postulante. Lo que allí ocurra ya no atañe a mi conciencia, sino a la vuestra.

Saldréis por el mismo camino y jamás volveremos a hablar de este asunto.

Vuestra sierva en Cristo,

Sor Adela de Monsargues

Berenguer sonrió para sus adentros. ¡Qué excusa más patética! ¿Acaso creía la abadesa que la referencia a la mala salud de Marta haría alguna mella en él?

Su plan estaba perfilado. Aquella noche Marta Barbany por fin sería suya.

Había decidido los ropajes que debía ponerse. La noche era negra cual alma de condenado y para salir de palacio discretamente le convenía que asimismo lo fueran tanto su vestimenta como su cabalgadura; nadie en palacio debería verlo salir y únicamente su caballerizo de confianza, que estaba al tanto de su aventura, le abriría la puerta de las cuadras y aguardaría su regreso.

Berenguer se permitió como único adorno, que habría de ocultar con su capa, una gruesa cadena de oro de la que pendía el escudo del condado. El conde se miró en el bruñido espejo y se encontró favorecido.

Salió de palacio por una escalera posterior y en dos zancadas se halló en las cuadras. Su palafrenero lo ayudó a montar en el negro animal que piafaba nervioso. Con un gesto, el conde le ordenó que abriera las anchas puertas y con una presión de sus zambas piernas puso el caballo al galope y atravesó la puerta del Castellvell. El viaje, pese a que iba urgiendo al animal, se le hizo eterno. Finalmente la mole del monasterio se perfiló ante sus ojos.

Se dispuso a cumplir fielmente las instrucciones de la abadesa. Descabalgó y condujo al caballo junto a la barra dispuesta para el uso de los jinetes que llegaran de visita y allí lo sujetó por la brida. Luego se dirigió a la puerta de entrada del monasterio. En ella radicaba la gran prueba: si la llave servía, quería decir que la abadesa había cumplido su promesa. Esperaba que así fuera, por su propio bien… Un temblor, mezcla de ansia y de aventura, atenazó su espíritu. Con una desconfianza contenida, extrajo la gran llave de la escarcela y la introdujo en la cerradura de la puertecilla que, con la presión de su mano, cedió lentamente. Los engrasados goznes apenas protestaron.

Berenguer se halló al principio de un amplio pasillo. A uno y a otro lado, dependencias cerradas. Al fondo un trémulo resplandor provenía del abovedado claustro de las monjas; Berenguer con paso mesurado, con la diestra puesta en el pomo de la daga que llevaba a la cintura y la zurda sujetando el medallón que lucía en su pecho, se dirigió al extremo; la corriente de aire le avisó de que estaba a punto de salir al exterior: una vez en el claustro, una hilera de pequeñas velas encendidas marcaba un sendero que continuaba por la escalera hacia el piso superior. El corazón le latía ahora desbocado como si tuviera un caballo pateando en su pecho, recordándole la vez que se introdujo en el dormitorio de las damas de su madre con la misma obsesiva intención que había guiado su pensamiento desde que conoció a Marta. Antes de introducirse de nuevo en el interior del monasterio sus ojos repasaron el encuadre del claustro. A su diestra el túnel por el que había entrado; al fondo, la iglesia de la abadía por cuyos altos ventanales se proyectaba el tembloroso resplandor de los cirios, y a su izquierda, en medio del muro, una gran hornacina que a media altura alojaba la imagen del patrón del monasterio y en el mismo lienzo y al fondo, la puertecilla que supuso daría al huerto que cultivaba la comunidad. Todo estaba en orden: su momento había llegado. Berenguer comenzó a subir la escalera. Silencioso, caminando sobre las puntas de los pies, llegó al primer piso, alumbrado por el suave resplandor de las velas. En ese piso todo estaba a oscuras, excepto la estancia del fondo. Muy despacio y tanteando la pared se llegó al arco de la entrada. Lo que vieron sus ojos le cortó casi la respiración. En el centro de la estancia, a la luz de dos hachones, se hallaba un lecho donde yacía Marta Barbany, con el hábito azul claro de las novicias envolviendo su cuerpo, el rostro cubierto con una blanca mantilla de blonda y las manos cruzadas sobre el pecho. A pesar de sentir que le flaqueaban las piernas, Berenguer se acercó a ella. La luz de los hachones llenaba la estancia de sombras espectrales.

Berenguer llevó su mano temblorosa hacia el rostro de la joven y la punta de las yemas de sus dedos prendieron el pico del pañuelo de randas, del que tiró lentamente. Un escalofrío de terror invadió sus huesos. El óvalo perfecto de aquel rostro que había presidido sus sueños más lascivos durante tantas noches aparecía ante él lívido y marcado por pústulas, signo incipiente de la peste. Berenguer apenas pudo contener el alarido que acudía a su boca. Dejó caer al instante la extremidad del pañuelo y frotándose instintivamente la mano en la pernera de sus calzas, partió como un mal espíritu, trastabillando y casi cayéndose por las escaleras. El camino se le hizo más largo que la travesía del pueblo judío en el desierto. Berenguer, de un tirón, abrió la puerta, que a su impulso continuó batiendo en el vacío, se llegó hasta su cuartago y deshaciendo la lazada de las bridas, se encaramó de un salto en la silla y dando talones se introdujo en la negrura de la noche como un centauro enloquecido.

127

Almotacén de Barcelona

Unos días después, Mainar acudió a palacio requerido por Berenguer. Estaba seguro de que el conde habría quedado satisfecho de su trabajo y, por tanto, estaría dispuesto a recompensar sus servicios. El tan deseado puesto de almotacén de los mercados de la ciudad estaba al alcance de su mano y la Orden compartiría todos los meses un porcentaje de sus ingresos. El Supremo Guía no tendría queja de él; para completar su dicha y cumplir el compromiso adquirido con su benefactor Bernat Montcusí, únicamente le faltaba ajustar las cuentas a Eudald Llobet, aquel maldito sacerdote causante de la muerte de su padre, que por el momento parecía haber escapado a su destino refugiándose tras los muros de Sant Pere de les Puelles. Andaba el tuerto enfrascado en sus meditaciones cuando la voz del conductor y el ruido de los porteadores al colocar las calzas de las varas de la litera, lo sacaron de sus ensoñaciones.

Llegó a palacio con las cortinillas echadas siguiendo la indicación del conde y entró por una disimulada puerta posterior en la que le aguardaba un ujier con órdenes expresas referidas a su persona.

—Su Alteza ha ordenado que os conduzca al jardín de los rosales, donde os aguarda.

—Pues cumplid con vuestra obligación.

El hombre, seguido del tuerto, fue atravesando estancias y pasillos por lugares que él no conocía hasta llegar a una galería que se abría al jardincillo que fue en su día el preferido de la difunta condesa.

El guardia, al ver quién era el visitante, alzó la pica cediendo el paso.

Berenguer deambulaba entre los rosales y al rumor de los pasos alzó la mirada y con un gesto de su mano, invitó a su huésped a aproximarse.

Al llegar a su altura lo tomó familiarmente del brazo urgiéndolo a caminar junto a él y sin otro preámbulo le habló:

—Os agradezco la premura, Mainar. Os he citado en este lugar porque es donde mejor pienso cuando tengo problemas y en este momento, los tengo y muchos.

—Sabéis que estoy a vuestro servicio.

—Bien que me lo habéis probado, pero con la muerte de ese malnacido no se han acabado mis cuitas.

—Pues ¿qué cuitas puede tener el amo y señor de vidas y haciendas? —le halagó el tuerto.

—Escuchad. Cumplisteis con eficacia en la muerte del naviero, allanándome el camino para conseguir a su hija, pero de nada ha servido…

—No atino a entenderos, señor, perdonad mi torpeza.

—Barbany ha muerto, sé y me consta de buena tinta que su hija ha adquirido una enfermedad terrible y en caso de que aún viva, pocos días le quedan… Lo que me hace pensar en otro aspecto de esa cuestión que reclama mi interés. ¿Qué sucederá con la fortuna de Barbany si su hija fallece? Si el albacea de sus bienes fuera otro, podría convencerlo de que actuara en favor de la casa condal, y de mí mismo, pero siendo quien es…

—Si mi consejo os vale, convocad a ese individuo y ordenadle que despache el asunto a vuestro favor. Nadie puede ignorar un deseo vuestro.

—Ese albacea es la única persona del condado que no tomará en cuenta lo que pueda decirle.

—Y ¿quién es ese individuo? —preguntó Mainar, aunque adivinaba la respuesta.

—Asombraos, según me han dicho mis informadores se trata del maldito arcediano que fue confesor de mi madre e íntimo amigo de Barbany.

Un rictus en los labios del tuerto delató el impacto que las palabras del conde le habían causado.

—Os diré más todavía. Antes de un mes finaliza mi semestre en el poder y mi hermano estará de vuelta. Si el asunto se resolviera bajo su mandato, ni las migajas de esa fortuna llegarían a mis manos.

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