Maratón (11 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

—¿Y qué? Salvaste el barco —le dije.

Estéfano desvió la mirada.

—No todos lo ven de esa manera —dijo con amargura.

Varamos en una playa para pasar la noche, y yo fui de hoguera en hoguera para ir conociendo a mis remeros. Había media docena de hombres a los que conocía; entre ellos, un par de supervivientes de los tiempos tormentosos de mi primer mando, y se alegraron de verme. Algunos antiguos esclavos a los que yo había liberado a cambio de remar un año, y que ahora remaban como hombres libres, por un sueldo.

El resto era morralla. Vi como varaban el barco al caer la noche, y estuvieron a punto de hacerlo zozobrar con las olas. Me enfadé, pero en vez de mostrar mi enfado fui hablando con ellos sucesivamente. Les ofrecí allí mismo un aumento de sueldo. Aquello mejoró un poco la situación.

Al día siguiente nos levantamos con la última luz de la luna y nos habíamos puesto en camino antes de que la aurora de dedos de color de rosa tocara la playa. Remamos por un mar despejado, rumbo norte cuarto al este. El viento era racheado y las olas se espesaban al norte y parecían una línea de costa en el cielo, de un color morado oscuro airado. Los remeros murmuraban mientras remaban.

Hacia el mediodía, el sol desapareció tras un muro de nubes, y Estéfano alzó la voz desde los remos de dirección.

—Es hora de tomar la playa, navarca —dijo con formalidad.

Yo sacudí la cabeza.

—Hay mucho tiempo, Estéfano. Un poco de mar picada no nos retrasará. Ahora será cuando vayamos alcanzando a Milcíades.

Por entonces, ya no pensaba en perseguir a la presa; no pretendía más que volver a reunirme con la escuadra, o al menos llegar a Quíos el mismo día.

A media tarde estábamos en mar azul profundo entre Samos y Quíos. Al norte y al este, el cielo tenía ese color azul grisáceo oscuro aterrador, tan oscuro que casi era negro; y por encima de la proa, el cielo estaba distante y luminoso como una línea de fuego.

Yo había calculado mal el rumbo, o nuestra deriva con el viento. Quíos estaba allí, en alguna parte, más allá de la proa. La isla debería haber aparecido como una línea baja, puntuada de montañas, con una costa que me invitaba a refugiarme en ella para pasar la noche. No lo entendía… aunque íbamos volando, como si nos empujase el mismo Poseidón con su puño, seguíamos sin llegar a Quíos.

Los remeros murmuraban con más fuerza. No teníamos un buen patrón de remeros, y nos hacía falta. Aunque solo fuera para protegerlos a ellos de mí.

—¡Estaba echando esto de menos! —grité para hacerme oír entre el viento—. Recoged la vela mayor y bajad el mástil a cubierta.

Corrimos hacia la línea de fuego solo con el impulso de la vela
akateion
.

Empezaba a ponerse el sol, de color rojo, y las nubes oscuras a nuestras espaldas se tragaban la luz roja y parecían más amenazadoras todavía.

Mi vigía percibió entonces, sobre la línea blanca del poco cielo que quedaba con buen tiempo, el casco de nuestro barco de tratantes de esclavos.

Había bajado los mástiles, y sus remeros bogaban con todas sus fuerzas. Tenía más miedo a la tormenta que a los piratas.

Le dábamos alcance rápidamente, pues con aquel viento nuestra vela
akateion
bastaba para ir arrojando espuma y salpicando por encima del espolón de nuestra proa y sobre los remeros, que iban sentados en silencio, maldiciendo su suerte y mirando al loco que iba de pie ante el timón.

Llamé a Idomeneo a proa.

—Tendremos que alcanzarlo rápidamente —le dije—. Le quitaremos los remeros para añadirlos a los nuestros, y así saldremos vivos esta noche.

Idomeneo sacudió la cabeza con gesto de admiración.

—Y yo que creía que te habías ablandado… —dijo.

—No matéis a los iberos —dije.

Vertí una libación a Poseidón en agradecimiento por su regalo, pues comprendía que si habíamos alcanzado al veloz barco esclavista no había sido gracias a mis dotes de marino.

Cuando estábamos a cinco o seis estadios a popa de nuestra presa, y la línea de la tormenta era visible tras de nosotros como una larga línea de lluvia que caía a la última luz del sol, el fenicio cambió de táctica e izó la vela
akateion
.

Pero Poseidón había aceptado mi libación, y escupió en la espalda del esclavista. Antes de que pudieran fijar la
akateion
, el viento se la arrancó, el barco se desvió de su rumbo y les ganamos un estadio.

¿Quién sabe qué pasó a bordo en los últimos momentos, cuando caíamos sobre ellos? Era un tratante de esclavos, y la mayoría de sus remeros eran esclavos. Y uno de los esclavos tenía un cuchillo, un espolón de cuervo de agudeza pérfida.

Cuando Idomeneo subió a bordo, la tripulación de cubierta estaba muerta y los iberos estaban libres; les colgaban de los tobillos cuerdas cortadas, y su jefe tenía un hacha y les estaba cortando las ligaduras. El fenicio estaba clavado al mástil con un cuchillo que le atravesaba el pecho. Lo dejamos allí, porque a Poseidón también le gusta a veces recibir un sacrificio.

Saqué de aquel barco a todos los esclavos que pude; los dejé cortos de brazos pero sin que su situación llegara a ser desesperada, y les señalé un rumbo para tomar tierra.

Estéfano se acercó. Era de Quíos y quería recuperar su reputación.

—Morirán en la oscuridad —dijo—. Mándame a bordo a mí, con un puñado de infantes de marina, y haré que superen la noche.

Idomeneo asintió con la cabeza.

—Hazlo —dije.

Pasé a mi nuevo barco cuando empezaba a llover. Me paseé por la cubierta principal, dando la mano a algunos de los iberos, mirándolos a los ojos y saludando con la cabeza a los hombres que recordaba de mi viaje a Delos, y muchos me devolvieron el saludo. Un par de ellos sonrieron. El de aspecto peligroso me asió de la mano (con fuerza, poniéndome a prueba), y después me rodeó con un brazo.

Una voz gritó en dorio por delante del mástil.

—¡Por los dioses! ¡Arímnestos! ¡Sácame de aquí!

Era Filócrates, el blasfemo.

Me incliné sobre él.

—¿Quieres que te tiremos por la borda?

—¡No! Quiero… Joder. ¡Sácame de aquí! —dijo, suplicante.

—¿Quieres vivir? ¡Pues rema más fuerte! —dije, y me reí de él—. ¡Reza! —le propuse.

El ibero del banco opuesto me enseñó los dientes.

—Jodido cobarde —dijo.

—Si no remas, estos hombres te matarán, sin duda alguna —dije, señalando al ibero—. Ahora bien, debes saber racionalmente que si remas, quizás salgas vivo de esta noche. —Me subí al banco, subí a la borda y me quedé allí de pie, en equilibrio, mientras las olas levantaban la popa—. Pero no me hace falta ser aspirante a sacerdote (¿no me llamaste así?) para sugerirte que este puede ser buen momento para que te vuelvas a plantear tu relación con los dioses.

Salté desde la borda a la cubierta media del
Cortatorrnentas
, sintiéndome muchísimo mejor. La tormenta nos alcanzaba por detrás, pero yo había hecho mi servicio al dios y sabía que sería capaz de capear el temporal.

Viramos hacia el norte y pasamos toda la noche remando; perdíamos de vista constantemente al otro barco para volver a encontrarlo al rato, de manera que con la primera luz gris vacilante, entreverada de relámpagos, vimos los ojos pintados por encima de su espolón de proa a menos de un estadio a barlovento. Y hacia la hora en que brillaba la aurora en alguna parte (para nosotros era una mañana gris, salpicada de lluvia), hice girar hacia estribor los grandes remos de dirección para poner el viento a popa. Vi una peña grande, del tamaño de un castillo o de la Acrópolis, que asomaba del agua a estribor, y creí saber dónde estábamos. De alguna manera, habíamos llegado a doscientos estadios al norte de nuestro objetivo y estábamos ante la costa occidental de Lesbos. Aquella peña señalaba la playa de Ereso, donde tenía su escuela Safo.

Lo mejor de todo era que aquella playa era ancha y profunda, y que la peña me resguardaría del viento y de la lluvia lo suficiente para darme tiempo a llevar el barco hasta la costa.

Mis remeros estaban agotados, exhaustos, hacía largo rato. Los iberos ya habían adquirido algo de fuerza, y no eran malos, pero yo no podía esperar de ellos un arrebato de fuerza heroica. Eso, ni soñarlo.

Tampoco había manera de hacer señales a Estéfano. Pero él conocía este fondeadero igual que yo; seguramente mejor que yo. De modo que le hice señas con la mano y viré mi barco, con la esperanza de que leyera mi intención.

Llamé a Idomeneo a la popa. Solo quedaban unos cuantos centenares de latidos del corazón para el momento culminante.

—Baja a los bancos y haz que se preparen todos los hombres. Quiero llevarlo hasta la misma playa, con la proa por delante. —Señalé las luces que brillaban en la Acrópolis, muy altas por encima de la playa—. No tiene pérdida.

Esperé a que me entendiera.

Idomeneo sacudió la cabeza.

—Le romperás la quilla.

Reconozco que me encogí de hombros.

—Nos salvaremos. —Hice un gesto con la cabeza hacia Asia, que se cernía por delante, dispuesta a recibirnos en una costa mucho menos hospitalaria si no conseguíamos tomar tierra en la arena de Ereso—. Ya no nos queda lugar de maniobra —dije, volviendo a señalar—. Todos los remeros deben estar dispuestos para la orden de
ciar
. Diles que no hundan mucho las palas en el agua, para que no les maten sus propios remos.

Idomeneo asintió con la cabeza y se dirigió hacia proa, gritando por el camino.

No me atrevería a decir a qué velocidad se desplazaba el
Cortatormentas
cuando llegamos a sotavento de la peña; pero diría que íbamos más deprisa que un caballo a galope. De la peña a la playa hay menos de un estadio. Íbamos demasiado deprisa.

—¡Remos fuera! —grité entre el vendaval—. ¡Ciad!

Aquello fue accidentado. Yo tenía tanto miedo como cualquiera; ahora que íbamos por aguas tranquilas, nuestra velocidad resultaba impresionante. Los remos se hundieron en el agua y yo no advertí que redujésemos la marcha en absoluto; pero el barco viró, y un remero soltó un alarido; había ciado hundiendo demasiado el remo, y este le había dado un fuerte golpe, rompiéndole los brazos.

Su desventura se extendió a los demás como una manta de lana que se despliega al viento, de modo que toda la banda de remos de babor empezó a deshacerse. Los hombres se esforzaban por despejar los remos; pero las paladas fallidas hicieron balancear el barco, y los remos de babor se hundían demasiado en el agua, y los hombres morían o quedaban destrozados. Viramos de pronto, y el costado de babor se hundió tanto con el balanceo que embarcamos agua. Todavía teníamos tanto ímpetu que corríamos hacia la playa
de costado
.

Los remeros de babor, los que todavía dominaban la situación, consiguieron por fin sacar los remos del agua. Los remeros de babor se esforzaban al máximo, y el casco volvió a pivotar, rotando sobre la banda de remos de estribor, y la proa dio de refilón en la arena cuando el espolón chapado de bronce tocó el fondo de grava al borde de la playa y fue saltando sobre él.

Después, oímos que el ariete abría un surco entre la grava; y, de pronto, el mástil de
akateion
se quebró con un crujido como un trueno, y todos los hombres que no iban sentados en un banco fueron arrojados de bruces sobre la cubierta cuando una ola (quiero creer que fue la mano bondadosa de Poseidón) levantó la proa y nos arrojó en la playa con la popa por delante.

—¡Saltad por la borda! —rugí, a pesar de que estaba tendido, medio atontado—. ¡Subid el barco a la playa!

Fue el desembarco más feo que había visto yo en mi vida; la mar nos había girado a medias; había hombres malheridos en los dos costados del barco, y donde debía estar mi espolón de proa no vi más que tablas rotas.

Pero cuando salté por la borda, mis pies apenas salpicaron

agua.

Estábamos en tierra.

Estéfano ni siquiera intentó tomar tierra. Nos observó y supuso que nos habíamos perdido entre las olas, y metió el timón y bordeó la costa, a unos pocos remos de la orilla. A los pocos instantes había dejado atrás la playa, y antes de que nosotros tuviésemos el casco roto fuera del alcance de los largos dedos de Poseidón, su barco había rodeado el promontorio que está al norte de Ereso.

Dejé la soga de la que había estado tirando y solté una maldición, porque la pérdida de Estéfano me dolía más de lo que yo me había figurado. Llevaba un año sin verle. Quería volver a estar con él.

Idomeneo había reunido a sus infantes de marina y obligaba a trabajar a los remeros, recogiendo madera para apuntalar las tablas del casco. Apuntalamos el
Cortatormentas
sobre arena que solo estaba mojada de la lluvia, y después mandamos a los remeros a recuperar en el mar el ariete antes de que quedara enterrado entre los restos del naufragio y la arena. El ariete estaba revestido de chapa de bronce pesada; pero con la ayuda de treinta hombres lo arrastramos hasta más arriba del límite de la marea. Hecho eso, caímos derrengados.

Envié a Idomeneo a la ciudadela para que pidiera ayuda y hospitalidad, y después me quedé sentado bajo mi clámide empapada, contemplando la tormenta, y canté un himno a Poseidón, y oré pidiendo por la vida de Estéfano.

Nos trajeron la noticia de que la hija de Safo había muerto; era una mujer vieja, muy vieja, pero gran maestra, tan imponente y tocada por los dioses, a su manera, como lo había sido Heráclito a la suya; y que su sucesora era otra mujer, Aspasia, que dirigía ahora la escuela de Safo. Cuántas cosas habían cambiado en pocos años. Pero Briseida, con sus dones generosos, subvencionaba a Aspasia, y esta me aceptó sin reservas cuando le dije quién era yo, y dio alojamiento y comida a mis hombres.

Entré por mi cuenta y riesgo en la casa de Briseida y me senté junto a su ventana con los postigos cerrados, bebiendo su vino y comiendo su comida. Sin duda debía de haber sido ella, y no Artafernes, quien me había enviado aquel mensaje. Por tanto, debía de necesitarme, razonaba yo. Y lo que necesitaba no podía confiarse por escrito. Razoné (con el cerebro obnubilado por Eros, debo añadir) que debía de necesitarme a mí.

No tardaría en encontrarme con Milcíades. Pero, si podía hacer reconstruir el
Cortatormentas
, cruzaría el estrecho y bajaría por la costa hasta Éfeso y visitaría a mi amor, y me enteraría de por qué me había convocado.

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