Maratón (12 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

La tormenta tardó tres días en amainar, y mis hombres me alababan abiertamente por haberlos llevado a aquel refugio tan bueno, con cordero guisado todos los días y buen vino tinto para todos, como si fueran una partida de señores. Las gentes de Ereso nos trataban como a dioses; y bien podían, ya que la escuela funcionaba gracias al oro de Briseida, y el poder político de esta la mantenía independiente de controles externos. Y nos temían.

Cuando hubo pasado la tormenta, llegó un tiempo hermoso para ser otoño. Puse vigías en los promontorios, oraba a Poseidón todos los días, y presentaba ofrendas de bollos y miel también en el altar de la diosa chipriota… lo que fuera, con tal de que volviera Estéfano. Cortamos buena madera en las laderas al este de la ciudad y reconstruimos la proa; dos carpinteros de la población nos ayudaron con las vigas mayores que se habían quebrado. Limpiamos el casco y reconstruimos la proa, y encontramos bastante podredumbre en las tablas superiores. Construí en la proa nueva un castillo de infantería de marina (como una caja con los lados blindados) y una repisa pequeña donde podía ponerse muy por encima del ariete un arquero o un vigía.

Tomé dinero prestado del templo de Afrodita y me lo gasté en alquitrán y pez de pino, y calafateé el casco; le di una capa nueva y gruesa hasta dejarlo prácticamente blindado de pez, impermeable y reluciente. Le pinté una franja azul, del color de Poseidón, por encima de la línea de flotación; y pintamos a juego las cañas de los remos, todo ello en un solo día; y las mujeres del pueblo nos lavaron la vela mayor, de modo que el cuervo volvió a estar nítido y bien visible.

Así propiciábamos a Poseidón; pero no había noticias de Estéfano. Así pues, al cabo de una semana de comer bien y de recibir ayuda desinteresada, nos dispusimos a hacernos a la mar en una nave renovada. Yo estaba apesadumbrado por la pérdida de un amigo, pero la tripulación estaba loca de contento.

—Los muchachos dicen que ha cambiado su suerte —decía Idomeneo.

Yo había designado como oficiales a dos iberos que hablaban un poco de griego. Mi nuevo patrón de remeros se llamaba Galas. Tenía más tatuajes que un libio, a pesar de que su piel era más blanca que la mía. Tenía los ojos azules y el pelo rojizo, y llevaba el cráneo afeitado formando espirales; pero conocía la mar y hablaba el griego bastante bien. Y había tomado el mando de los remos de babor durante el desembarco desastroso.

Mi nuevo contramaestre llevaba los mismos tatuajes, y tenía un nombre tan bárbaro que era impronunciable; algo así como «Malaleoj». Yo lo llamaba Mal, y él atendía por ese nombre. Hablaba un revoltijo de griego, italiota y fenicio.

Llevaba ahora en mis bancos a treinta de los antiguos esclavos. Había perdido más de una docena de hombres en aquel desembarco terrible; unos muertos, y otros tan malheridos que seguían tendidos en el templo de Afrodita de la señora Safo, esperando curarse o morir.

Todos los iberos me veían como artífice de su libertad. Expliqué a Galas lo poco que había hecho yo y cuánto debían a los dioses; pero tampoco me parecía mal merecer su agradecimiento.

En cualquier caso, llevamos a pulso el
Cortatormentas
hasta la mar, pusimos a los remeros en sus puestos como si supiésemos lo que hacíamos, y nos pusimos en camino. Galas hacía dar de sí a los remeros más que yo, y pasamos dos días más remando de un lado a otro ante las costas de Lesbos para entrenarlos, hasta que sus remos se alzaban y caían como un solo brazo de un solo hombre.

Después fuimos a remo alrededor de la isla hasta Metimna, y varé la popa en la playa y pregunté por Milcíades y por mi amigo Epafrodito, arconte
basileus
de la población. Pero el capitán de la guardia me dijo que el señor Epafrodito estaba en el asedio de Mileto.

Yo necesitaba dinero, y la ausencia de Epafrodito no me dejó otra opción. Tenía que hacer una presa, y que fuera rica. Debía pagar a mis hombres, y estábamos sin vino ni provisiones. Conseguí que nos dieran una comida en Metimna, por el recuerdo que tenían de mí y de mi nombre célebre, pero zarpamos de esta población como lobos hambrientos.

Navegamos hacia el sur, siguiendo la costa occidental de Lesbos, y en Mitilene estaban desiertas las playas donde debería estarse reuniendo la flota rebelde. Y un poco al sur de Mitilene vimos un par de naves fenicias pesadas que custodiaban una fila de mercantes; egipcios, según creí desde mi puesto de observación en la nueva proa.

—Izad el palo mayor —grité a Mal; e indiqué con una seña a Galas, que iba al timón, que nos hiciera virar en redondo. Hacer frente a un par de navíos fenicios pesados sería tan imposible como capear otro temporal—. Joder —murmuré.

Cuando desembarcamos en la playa de Mitilene no se alegraron demasiado de vernos, pero allí había hombres que se acordaban de mí, y conseguí que nos dieran de comer y algo de aceite y vino a crédito… al crédito de Milcíades.

Estaba sentado yo solo ante una hoguera pequeña en la playa, maldiciendo mi suerte, o más bien mi ignorancia de los sucesos y mi incapacidad para conseguir nada, cuando surgieron de entre la oscuridad dos hombres del pueblo, comerciantes.

—¿El señor Arímnestos? —preguntó el de menor estatura.

—Sí —respondí, y les ofrecí vino.

En suma, tenían un cargamento de cereal; varios cargamentos, más bien, y querían saber si yo estaría dispuesto a probar a meterlo de contrabando en Mileto. Ofrecían una buena comisión, lo bastante buena como para aliviar un poco mi situación. De modo que cargué el cereal en su muelle, llenando el barco hasta que iba muy hundido en el agua y mis remeros maldecían.

—Si tenemos que correr, estamos jodidos —dijo Idomeneo.

—¿No me digas? —repuse, como si no se me hubiera ocurrido antes.

Nos hicimos a la mar al ponerse el sol; bordeamos la costa de Lesbos antes de que oscureciera del todo, y nos encontramos ante Quíos a la luz de la luna llena. Mis remeros no estaban nada contentos conmigo, porque aquello era claramente jugar con la ira de Poseidón, o eso decían ellos.

Ante Quíos me orienté por las señales de tierra, y pasamos en silencio ante las playas que yo había conocido en mi juventud como si fueran mi casa. Poco después de la falsa aurora pasamos ante la playa donde había vivido Estéfano antes de que se hiciera a la mar para ser matador de hombres.

Allí había varada en la playa un trirreme largo y de perfil bajo.

El corazón me saltó en el pecho, y abandoné mi plan y puse la popa en la playa y desembarcamos.

—Creí que aquello era vuestro fin —dijo Estéfano—. Y creí que yo podría rodear el cabo junto a Metimna y correr el temporal en el canal, donde las dos islas me protegerían de la furia del temporal —se encogió de hombros—. Esos iberos no saben remar, pero tienen mucho coraje. Conseguí doblar el cabo, y ellos mantuvieron la proa hacia el oleaje, y tomamos la determinación de desembarcar en Mitilene; pero había una corriente… como no he visto nunca nada parecido. Pasamos ante Mitilene en un abrir y cerrar de ojos, y al norte de Quíos chocamos con un tronco que iba a la deriva, se nos rompió una tabla en medio del barco y se nos abrió una vía de agua.

Estéfano era un marino corpulento, de habla sencilla, que se había hecho hombre siendo pescador, y mientras contaba su historia gesticulaba con las manos como un actor.

Su hermana Melaina lo miraba con cara radiante de alegría. También ella era amiga mía de juventud, desde aquellos días embriagadores en que acababa de alcanzar la libertad y estaba descubriendo mi fuerza como hombre de armas. Nos sonreíamos el uno al otro sin cesar.

—¿Qué pasó después? —preguntó Idomeneo.

—La quilla del barco se quebró como una rama; ¡nos hundimos y los peces se nos comieron! —dijo Estéfano, soltando una carcajada. Su hermana le amagó un manotazo en la cabeza, y él se agachó para esquivarla—. Uno de los remeros, Filócrates, un griego, gritó que todavía nos quedaba esperanza. Animó un poco a los muchachos, y pudimos virar y el viento amainó unos momentos, y aprovechamos ese rato para llegar a una cala en la costa norte; era como si Poseidón hubiera accedido a perdonarnos la vida. Metí la proa en la grava, dejando que Hades se llevara el espolón; este salió muy maltrecho, y hemos pasado una semana reparando el barco. Pero ¡sobrevivimos!

—Nosotros también —dije, y volvimos a abrazarnos. Miré su barco.

—¿Qué nombre le has puesto? —le pregunté.

Estéfano esbozó su sonrisa tranquila.

—Y bien, habíamos pensado llamarlo
Cortatormentas
; pero, como ese nombre ya está tomado, optamos por ponerle
Tridente
.

El símbolo de Poseidón.

—Buen nombre.

Él volvió a sonreír.

—Entonces… ¿cómo ganamos algo de dinero? —besó a su hermana y le dijo, señalando playa arriba:

—Ve a buscar a Harpago, querida.

Harpago resultó ser un primo de Estéfano. Melaina lo trajo a la playa, y era tan grande como el propio Estéfano, con manos duras como la piedra. Estéfano me lo presentó llenándolo de cumplidos halagüeños.

—Este es el inútil y holgazán de mi primo Harpago, que quiere navegar conmigo. No se ha hecho a la mar nunca —dijo Estéfano, y escupió en la arena y se echó a reír.

Harpago tenía aspecto de haberse pasado toda la vida en la mar. Tenía el pelo lleno de sal. Pero se quedó allí plantado, avergonzado.

Guiñé un ojo a Estéfano. Era como en los viejos tiempos.

—Ahora eres trierarca, amigo mío —le dije—. No es preciso que me consultes para reclutar a cada novato.

—He sido timonel de un carguero de cereal —dijo Harpago.

—Lo quiero de timonel —reconoció Estéfano.

Después, añadió:

—Quiero tenerlo donde no lo pierda de vista.

Harpago me cayó bien. Aquella timidez suya al verse centro de atención proclamaba claramente esa confianza sólida y callada que permite a un hombre salir a la mar a pescar todos los días durante cuarenta años.

—Tú cargarás con las consecuencias —le dije—. Harpago, ¿sabes pelear?

—Practico la lucha libre —dijo, encogiéndose de hombros—. Enseño a los chicos del pueblo. Puedo a este tontorrón —dijo, indicando a Estéfano.

—Hum. Bueno, él me puede a mí —reconocí—, y eso sería malo para la disciplina. ¿Has manejado alguna vez la lanza y el escudo? —le pregunté.

Harpago negó con la cabeza.

—Me temo que no.

—¿Has matado alguna vez?

Harpago volvió la vista hacia el mar.

—Sí —dijo con tono inexpresivo.

Todos nos quedamos en silencio, allí de pie, rodeados por el buen viento.

—Bien —dije por fin—, bienvenido a bordo. Somos piratas, Harpago. A veces luchamos a favor de los rebeldes jonios, pero en general nos dedicamos a apresar barcos ajenos para obtener un beneficio. ¿Eres capaz de hacer eso?

Él sonrió… era la primera sonrisa que le había visto.

—Sí, señor.

Melaina, que había escuchado la conversación, trajo más vino, y comimos sardinas frescas y un pescado grande y rojo que yo había comido pocas veces, cuya carne era como la de la langosta. Bebimos demasiado vino. Melaina se me acercaba mucho y yo tonteé con ella, le sonreía, incluso la tuve un rato entre mis brazos, estando de pie ante la hoguera en la playa. Pero no me la llevé a la oscuridad. No me quitaba a Briseida de la cabeza, y Melaina no era una muchacha de playa. Era hermana de Estéfano, y vestía como una mujer acomodada. Debía de tener en alguna parte un hombre con el que se iba a casar. Y llevármela a la cama habría equivalido a traicionar mi amistad y mi deber de huésped para con Estéfano.

A la mañana siguiente le pasé la mitad del grano, y al caer el día, bien comidos y habiendo bebido un poco más de la cuenta, salimos de la playa remando suavemente a la luz de la luna, hacia Mileto.

Nuestro plan era sencillo, como lo son todos los planes buenos. Los dos teníamos barcos fenicios, ambos recién reparados y de aspecto bastante próspero. Navegamos rumbo al sur hasta llegar tras las islas costeras; hacia el oeste para rodear Samos, siempre a remo, y entramos en la bahía de Mileto desde el suroeste, es decir, como si viniésemos de Tiro y Fenicia, mientras el sol se ponía por el oeste, casi a nuestra espalda. Nos presentamos abiertamente en la bahía, tan tranquilos, aparentando ser dos barcos de los suyos que íbamos a reunimos con la flota que hacía el bloqueo en Tírtaro, en la isla de Lade.

Los pescadores de Quíos nos habían podido explicar el asedio como si nos lo dibujaran, pues llevaban pescado de contrabando a los rebeldes y también se lo vendían abiertamente a los medos, persas, griegos y fenicios que estaban al servicio del Gran Rey. Mileto es una ciudad antigua, fundada antes que Troya, y está en la base de una ensenada profunda, justo al sur de Samos; aunque por la parte de Micale la bahía empieza a llenarse de sedimentos. Mileto tenía una acrópolis muy empinada, inexpugnable, o eso decían, y su ciudad exterior está protegida por un anillo de murallas de piedra con torres. Los persas habían empezado llevando su flota a Éfeso, que estaba a solo doscientos estadios costa arriba. Cuando tuvieron allí una base, avanzaron y tomaron al asalto a Tírtaro, pueblo de pescadores donde había un fuerte pequeño, que les sirvió de base avanzada, para que desde allí sus barcos pudieran entrar fácilmente en el canal estrecho y alcanzar a cualquier embarcación que se dirigiera a Mileto.

Es verdad que es posible ir a remo al norte, rodeando Lade. Lo malo es que cualquiera que tenga el fuerte de Lade te ve venir a cincuenta estadios de distancia, y cuando viras al norte te están esperando; y las corrientes que rodean la isla favorecen al bando que la posee.

Cuando los persas tuvieron el fuerte de Tírtaro, hicieron avanzar sus fuerzas terrestres por el lado más a tierra de la península.

Artafernes acudió en persona, y construyeron un gran campamento en las colinas que dominan a Mileto. Tras unas cuantas semanas de escaramuzas, empezó a construir el terraplén de asedio.

He oído decir que el terraplén de asedio fue invención de los asirios, y puede que lo fuera, aunque los egipcios afirman haberlo inventado ellos, como hacen con todo. De una manera u otra, no lo inventaron los griegos, que prefieren un buen campo abierto y una batalla de un solo día, en lugar de un asedio de un año. Pero los griegos jonios y eolios tienen ciudades fortificadas, y cuando vienen contra ellos los lidios o los medos, hacen la guerra con palas. Los persas levantan un terraplén gigante, desde la llanura hasta lo alto de la muralla, y los griegos de la ciudad cavan a su vez, intentando levantar más la muralla próxima al montículo o destruir el terraplén persa. Y mientras los dos bandos cavan, los de fuera se aseguran de que los de dentro no reciben ayuda ni armas del exterior, ni mucho menos víveres.

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