Maratón (26 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Me apretó la mano como a un igual (era un gran honor para mí, aun siendo griego), y me besó la mejilla.

—Si sales vivo de la batalla, estaré orgulloso de tenerte a mi lado —me dijo al oído.

Di un respingo como si me hubiera escupido veneno en el oído.

—Si te hago prisionero, te trataré como a un príncipe —repliqué yo. Y él se rio.

Era el mejor de los persas, y era el marido de Briseida.

El mundo nunca es sencillo.

7

Al día siguiente llovió, y al otro también, lo cual no fue malo para los griegos, pues muchos de nosotros teníamos pequeñas heridas, lesiones y dolores que no nos habrían venido bien en el fragor de la batalla.

Los samios empezaban a portarse mal. Muchos de sus remeros se negaban a salir de patrulla, a pesar de que la flota persa estaba al otro lado de la bahía, a solo veinte estadios de distancia. Su conducta extraña enfurecía a los lesbios y a los de Quíos. Había peleas a puñetazos, acusaciones de cobardía.

Los que estábamos en la orilla de Mileto estábamos protegidos de todo aquello, pero no del ejército persa que asediaba a Mileto. Como si hubiera concluido la tregua implícita por los juegos, los persas atacaron a nuestros centinelas al alba del día siguiente, disparando a los hombres que estaban sobre la cerca de mimbre que habíamos preparado para proteger nuestros barcos, como hicieron los aqueos en Troya. Al día siguiente, cuando volvió a suceder lo mismo, decidimos hacer algo al respecto.

La tercera noche, Idomeneo, Frínico, Filócrates y todos nuestros infantes de marina durmieron, si a eso se le puede llamar dormir, al aire libre, bajo la lluvia, en las rocas al norte de nuestro campamento Fue una noche penosa, larga y tediosa; pero nos valió la pena cuando, después de una fuerte tormenta con rayos y truenos que ocultó el primer albor del cielo, oímos el ruido revelador del metal contra las piedras que nos anunciaba que los persas subían a la posición habitual desde la que nos hostigaban.

Los atacantes de aquella mañana eran una docena de campesinos persas con hondas y un quinteto de persas propiamente dichos, todos ellos oficiales que iban para pasar un buen rato y hablaban en voz baja mientras se movían entre las rocas, con los arcos magníficos ya con las cuerdas puestas.

Caminaron hasta el mismo punto de las rocas donde se habían apostado el día anterior. El centinela de nuestro puesto situado más al norte resultaba claramente visible; su manto oscuro se perfilaba bien a la luz creciente, y los cinco oficiales persas tendieron sus arcos a la vez y dispararon.

Estoy seguro de que todas sus flechas dieron en el blanco, aunque no lo pude ver porque me estaba moviendo. Y, en todo caso, el «centinela» estaba hecho de cestas.

No recuerdo gran cosa de la primera parte de aquel combate, porque hubo muy poca lucha. Los lidios no eran más que pastores, y se rindieron.

Pero los persas no. Los persas eran cosa más seria, cinco de ellos contra nosotros cuatro sobre una roca llana. Era como si aquello formara parte de los juegos. Nos atacaron en cuanto nos vieron.

Mi primer adversario fue un hombre mayor, con barba espesa teñida de color rojo vivo con alheña. Llevaba un hacha al cinto, y una espada corta cubierta de hermosos adornos de oro que relucían al sol del amanecer.

Recuerdo que quise apoderarme de esa espada.

Yo llevaba un escudo, mi beocio ligero, y una lanza de aquellas cortas que usábamos por entonces, no de esas largas que empleáis en estos tiempos.

La verdad sea dicha, un hombre armado de hacha y espada corta no tiene nada que hacer contra un hombre con escudo. Pero aquello no se lo había dicho nadie a mi hombre mayor, que se echó sobre mí con rapidez y decisión, como hombre que conocía sus herramientas. Le puse la punta de la lanza en el pecho, y la lanza se desvió (llevaba bajo el manto una cota de escamas); pero la fuerza del golpe lo hizo caer. Me hizo un ancho corte con la lanza en la parte frontal del escudo.

Otros dos persas se abalanzaron sobre mí sin hacer caso de Idomeneo ni de Frínico. Los dos me atacaron con una fiereza que desmentía la fama que tienen los persas de luchadores prudentes. Me atacaron como tracios, todo gritos de guerras y mantos agitados al aire. Me llevé dos heridas en otros tantos latidos del corazón; nada grave, pero bastó para hacerme retroceder.

Pero Frínico e Idomeneo eran hombres leales y no estaban dispuestos a dejarme morir. Idomeneo alanceó en el costado al persa más grande. El hombre soltó un grito, pero ya debía de estar muerto. El hombre más pequeño siguió descargándome una lluvia de golpes mientras desconcertaba a Frínico con su manto. Era un luchador astuto, y el manto le servía tanto de escudo como de arma; y Frínico retrocedió vacilante cuando se llevó un golpe en la cabeza con uno de los lastres del manto. Pero yo, que estaba sólidamente plantado en tierra, tiré una lanzada con fuerza y alcancé al persa en la cabeza. Su casco cedió bajo la punta de mi lanza (era una birria de casco, qué duda cabe), y murió como la víctima de un sacrificio, desmadejado como si lo hubiera desjarretado.

Filócrates luchaba contra el hombre mayor y otro adversario, y ambos retrocedían sobre la roca llana. Filócrates se multiplicaba; su lanza estaba arriba y abajo, y él no dejaba de moverse, volviéndose hacia uno y después hacia el otro, sin atender a la inseguridad de la superficie que pisaba. Yo me di cuenta de que los dos persas no querían saber ya más de la pelea e iban retrocediendo, abandonando a sus camaradas.

El quinto persa disparó una flecha a Frínico con su arco. Tiró con precipitación, y la flecha dio al ateniense en el casco. A diferencia del casco persa, el buen casco corintio de Frínico detuvo la punta; pero Frínico cayó sin sentido por el golpe. El arquero puso una segunda flecha en el arco y se volvió hacia Filócrates.

Le arrojé mi lanza. Era un tiro a corta distancia, y en aquellas tiempos todas las lanzas que se llevaban se podían arrojar.

Acerté al arquero y lo dejé tendido con la fuerza del golpe; pero, cuando yo todavía estaba tirando la lanza, Filócrates perdió pie y se cayó entre las rocas, y el persa más joven se lanzó hacia él para rematarlo.

Salté hacia delante, pero Idomeneo fue más rápido y arrojó la lanza. No dio en el blanco, pero el astil de la lanza dio al hombre mayor en el rostro. Brotó la sangre, y el hombre cayó de rodillas.

El arquero rodó sobre sí mismo y me asestó un tajo con un cuchillo pesado. Me acertó en la espinilla, con un golpe tan fuerte que me abolló la greba y estuvo a punto de romperme la pierna. El dolor fue intenso, y me caí, y forcejeamos los dos en el suelo. Pero yo llevaba armadura, mientras que él llevaba solo la cota de escamas que lo había salvado de mi lanza. Tras los primeros momentos, los dos teníamos dagas, y no pensábamos en defendernos; ambos nos lanzábamos cuchilladas desenfrenadas como hacen los hombres desesperados.

Le clavé la daga cinco veces antes de que dejara de moverse. Él me tiró el mismo número de cuchilladas, pero todos los golpes me dieron en la coraza, porque los dioses estaban conmigo y no había llegado mi hora de morir. Él intentó clavarme la daga aun cuando la muerte ya le había quitado las fuerzas.

Así son los persas. Saben luchar.

Me puse de rodillas, y vi que Filócrates también estaba de rodillas, y que el persa más joven huía por las rocas metiendo prisa al de más edad, y que acudía una docena más de persas.

Recuperé mi lanza y despojé el cadáver del hombre al que había matado con mi daga. Su cota de escamas era un modelo de perfección, hecha con escamas pequeñas como las de pescado, bañadas en oro, con dibujos a base de escamas de bronce y de plata y remates de cuero morado. Se la quité mientras observaba la venida de la columna de refuerzo persa, que se acercaba con precaución. Llamaban a su campamento pidiendo más hombres, y también acudían a ayudarnos una docena de griegos que habían saltado la cerca de mimbres; pero yo no quise que me cayeran encima mientras saqueaba a los vencidos.

Cuando tuve la cota, dejé al hombre bien tendido, con las manos cruzadas sobre el pecho. Le dejé sus anillos. Había luchado bien y había salvado a su señor.

Estábamos todos heridos y estremeciéndonos; había sido un combate duro para tratarse de una simple emboscada. Idomeneo se llevó a Frínico a la muralla. Filócrates estaba despojando al primer hombre al que yo había matado. También este tenía una buena cota de escamas, y el estuche de su arco estaba cubierto de lapislázuli y de hilo de oro.

Corrí hacia el lugar del combate de Filócrates, y uno de los persas que venían me disparó una flecha desde lejos. No me acertó por un largo de caballo o más, y la flecha rebotó en las rocas.

Tal como me lo había figurado, la espada del hombre de más edad estaba caída entre dos rocas grandes. Cuando extendí el brazo para tomarla, dos flechas me atravesaron el escudo. Una me rozó la mano en el
antilabe
, y solo el cuero grueso de la correa me salvó de llevarme una herida grave. La otra atravesó limpiamente el frontal del escudo y me dio en la greba, pero también esta vez el bronce delgado aguantó.

Así con la mano la empuñadura de la espada y retrocedí tambaleándome. La pierna izquierda apenas me sostenía. Recibí una flecha en el casco, y otras dos o tres dieron en las rocas a mi alrededor. Me detuve, me subí a la roca más grande y blandí mi espada nueva hacia ellos; después, corrí como Aquiles hacia nuestra cerca, haciendo regates a izquierda y derecha mientras sorteaba las rocas para que los arqueros lo tuvieran un poco más difícil.

Milcíades me estaba esperando en la cerca.

—Eres un necio —me dijo con aprecio.

—Las primicias, mi señor —dije, entregándole la espada.

Después, fui cojeando a lo largo de la cerca hasta encontrar a Paramanos, que entendía de huesos y cosas así más que la mayoría de los médicos, y le enseñé mi pierna. Tuvo que cortar la greba para quitármela de la espinilla, pues la flecha la había deformado. Debajo, la espinilla estaba roja y negra, y la piel rezumaba sangre.

Acudieron otros hombres (recuerdo a Heracleides y a su hermano) y nos ayudaron a quitarnos las armaduras, y nos trajeron vino.

Al cabo de un rato, me acosté bajo una vela y me eché a dormir. Estaba agotado, y tenía palpitaciones dolorosas en la pierna. Recuerdo que me desperté para comerme una ración doble de gachas de cebada y me eché a dormir de nuevo; dormí el sueño de dos noches en un solo día. Nada agota a un hombre como el combate.

Cuando me desperté al día siguiente, los hombres me habían traído un par de grebas nuevas. Da gusto ser héroe. Todos los hombres son amigos tuyos, y hasta hombres que no conoces se esfuerzan por merecer una alabanza tuya, o simplemente por hacerte alguna buena obra, como si tú fueras uno de los dioses. Aquellas grebas no se me ajustaban bien, pero eran mejor que nada, y algún otro griego fue al combate aquel día con las piernas desnudas.

Idomeneo cortó tiras de piel de cordero de mi lecho para que las grebas se me ciñeran mejor a las piernas, y me volvió a envolver la pierna, que estaba claramente infectada o envenenada. Yo me sentía bien, incluso eufórico, y eso puede ser señal de fiebre.

Lo que recuerdo mejor era la impaciencia con que me probé aquella bonita cota de escamas. Me venía tan a la medida como la funda de un escudo. No pesaba nada, y me sentía como un dios.

Uno de los herreros me había quitado las abolladuras del casco, y alguien más había reparado mi pobre escudo beocio maltrecho, que llevaba ahora una pequeña placa de bronce fijada con remaches a la piel para cubrir los lugares donde lo habían atravesado las flechas.

Todos nos estábamos armando, porque el sol salía por el otro lado de la bahía, al este. Allí donde se estaba haciendo a la mar la flota persa.

Rara vez he estado con hombres tan eufóricos antes de una batalla. Lo que habíamos hecho los cuatro el día anterior era demostrar, al menos a los atenienses, que éramos capaces de hacer frente a los persas de hombre a hombre. El éxito de nuestra aventura (he de añadir que fue un éxito demostrable, con su botín de armaduras, una funda de arco y una espada magnífica) tuvo gran efecto sobre todos los hombres que estaban en nuestra playa, atenienses, quiotas, e incluso sobre los mercenarios. La riqueza personal de los persas era legendaria, pero nosotros acabábamos de ponerla de manifiesto.

He de reconocer a Dionisio de Focea que su barco fue el primero que se hizo a la mar, y que fue remando de un lado a otro, animándonos a que nos esforzásemos al máximo y diciendo a cada división, e incluso a cada barco, cuál era el lugar que debía ocupar en la línea de batalla.

Formamos en la bahía, con la isla de Lade a nuestra espalda, y nuestra línea de batalla se formó con los samios a la izquierda, seguidos de los lesbios. Estos dos contingentes componían más de la mitad de nuestra línea, ciento ochenta trirremes en total. Eritrea y Focea solo aportaban diez barcos entre las dos, pero eran los mejores entrenados, e iban en el centro. Después estaban los de Quíos, cien barcos comandados por el viejo Pelagio y su sobrino Neoptolomeo, con los mejores hombres, y la más destacada de las fuerzas por su tamaño y su belleza. A la derecha teníamos a los contingentes menores de Teos, Priene y Míos, unos treinta barcos en total, que quizá fueran los peores de toda nuestra flota. A las islas menores les costaba mucho trabajo sufragar un trirreme y su tripulación. Era como si se hubieran agotado con el trabajo de conseguir el barco, y ya no les quedara energía para entrenarse.

A la derecha de la escuadra mixta iban los milesios, sesenta y ocho barcos. Aquel día, Histieo salió de su ciudad y los comandó en persona. Había quien contaba que los hombres de Mileto le habían dicho que se fuera y no volviera más; su locura había ido a peor, y los hombres le temían. Pero había dejado a Istes al mando de la Torre de los Vientos.

Y por último, a la derecha de los de Mileto, venía el contingente de Milcíades, y los cretenses dirigidos por Nearco. Nos llamaban «los atenienses»; pero, a diferencia de las fuerzas que había comandado Arístides en Sardes cinco años atrás, en realidad éramos piratas. Ninguno de mis remeros era ciudadano ateniense, aunque muchos de ellos habían nacido bajo la mirada de Atenea. Los más eran tracios, o bizantinos, u hombres arruinados de Beocia y del Peloponeso. Hasta nuestros infantes de marina hablaban lenguas muy diversas.

El contingente de Nearco también era de los buenos, con cinco barcos bien construidos y tripulaciones muy bien preparadas. Yo había procurado meter en la cabeza al muchacho que se tomara la guerra en serio, y él lo había hecho así. Se había gastado una fortuna en sus remeros, y sus barcos estaban pintados de rojo, su casco también estaba pintado de rojo, y tenía un escudo rojo con adornos de oro.

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