Maratón (32 page)

Read Maratón Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Nos hicimos a la mar al ponerse el sol. La mayoría de los hombres habían pasado todo el día durmiendo. Teníamos los músculos agarrotados, pero nos habíamos comido todos los animales (vacas, cabras) que encontramos en la playa, abandonados por los griegos; y guardamos cuidadosamente el botín del resto de la campaña, nuestras armas, y poco más.

Cuando estuvimos a flote, dejamos de remar en el canal entre Lade y Mileto, con los remos con sordina y guardando silencio todos. Las peñas nos ocultaban a la vista de la ciudad y de los asaltantes. Pero oíamos la lucha. La ciudad estaba cayendo. No cabía duda.

Aquello era una curiosa carrera contra el tiempo. Por una parte, no podía permitir que mis barcos fueran visibles contra nuestra orilla cuando nos moviésemos, pues en tal caso los fenicios, los egipcios y los cilicios caerían sobre nosotros como buitres. Pero, si esperaba demasiado tiempo, la ciudad caería.

Negro esperaba con aparente impasibilidad, pero Harpago se paseaba de un lado a otro de la cubierta de mando de su trirreme, y sus pies descalzos producían el ruido mayor que se oía en el canal. Las gaviotas volaban y chillaban. El viento soplaba en un campamento donde no quedaba ningún griego. Se oía a lo lejos un murmullo como los truenos de verano.

Recuerdo lo oscura que fue aquella hora y el desánimo que yo sentía. Por si os lo tengo que recordar, con el desastre de Lade yo perdía a Briseida. Para siempre, al parecer. Los persas tienen una expresión… cuando condenan a un noble, le dicen que «vaya a cazar su muerte». Y bien, yo estaba al borde de cazar mi muerte, o puede que ya hubiera pasado ese borde; pero tenía a mis hombres en orden y los había motivado para aquella tarea, y tenía la intención de cumplirla con honor antes de cazar mi muerte.

El sol era una línea carmesí hacia poniente, y nuestra orilla estaba oscura como la pez recién hecha.

—Vamos —susurré.

—Bogad, todos —dijo Negro.

Todos los remos se hundieron en el agua y bajamos por el canal como fantasmas, seguidos por Harpago. Viramos, y allí estaba la ciudad.

Mileto estaba incendiada. El palacio de la Acrópolis ardía; saltaban al aire grandes llamaradas como
daimones
ardientes, y el rumor de truenos de verano que habíamos oído era ahora el rugido desaforado de una ciudad que estaba siendo pasada a fuego y a cuchillo.

Mileto, la ciudad más rica del mundo griego.

Nos adentramos despacio por el canal de entrada del puerto, manejando cuidadosamente los remos, con los cascos próximos a la orilla de la costa para que no nos vieran. Empecé a soltar maldiciones. Veía soldados en las calles de la ciudad baja, y gente que corría y a la que mataban; pero no había resistencia.

—Apolo, haz justicia —dije en voz alta—.
Me debes
algo mejor que esto.

Y en ese momento oí sonar el cuerno desde la Torre de los Vientos.

Como es natural, esa ciudadela del puerto fue lo último que cayó; debí haberlo supuesto desde el primer momento. Vi hombres en sus murallas, arqueros, y el corazón me saltó en el pecho.

—Llévame bajo la muralla marina junto a la torre —dije a Negro, señalándola.

—A la orden, señor —dijo él.

Viramos en la bocana del puerto, y, mientras nos dirigíamos velozmente hacia la torre, sentí cuánto quería a mis hombres, hasta el último remero.

Bajé al espigón de un salto, e Idomeneo me siguió.

—Apartaos —grité—, o se nos echarán encima. Esperad mi orden.

Negro me hizo una seña con la mano.

Estaban luchando cuerpo a cuerpo en la escalinata de la torre cuando entré con Idomeneo por la poterna. El centinela, sobresaltado, nos echó una ojeada, vio también, detrás de nosotros, los dos grandes navíos oscuros en el espigón de la torre, y cayó de rodillas.

—Habéis…

—Hemos venido por vosotros —dije—. Llévame con Istes, si es que está vivo.

Corrimos por la muralla, donde los hombres se inclinaban hacia los barcos y los señalaban; yo había olvidado ya todo mi cansancio y mis heridas. Había valido la pena tanta espera y el esfuerzo a que había sometido a los músculos, con tal de ver a aquellos hombres, que se habían dado por muertos, y ahora comprendían que iban a vivir.

Istes estaba con una docena de hoplitas en el arco de la escalera del patio, defendiendo la entrada. Lo vi luchar durante un breve rato. En ese intervalo, su espada mandó al Hades a tres almas, y otros tantos hombres retrocedieron, heridos o simplemente con demasiado miedo como para hacerle frente.

Luchar tan bien cuando no tienes esperanzas es un gran don. O una gran maldición.

En la danza pírrica practicamos el modo de sustituirnos unos a otros en el combate. Eso se practica en todas las ciudades, en todas las polis, en todos los gimnasios. Ningún hombre es capaz de luchar eternamente.

—Sustitúyelo tú —dije a Idomeneo—. Yo voy a organizar esto.

Idomeneo flexionó los hombros, dispuso su
aspis
y sonrió.

—Sí, señor.

—Que no te maten —le dije—. Estoy corto de amigos —añadí.

Le asomó al rostro su sonrisa loca, y me besó.

—Haré todo lo que pueda, señor.

Se dispuso detrás de Istes; no parecía que ningún otro hombre del patio percibiera la necesidad de dar un descanso a su señor. Después, entre una muerte y la siguiente, dio dos golpecitos (fuertes) en el espaldar de Istes.

Istes echó una rápida mirada a su espalda.

Idomeneo marcó un ritmo dando golpes en su escudo, y uno, y dos… Istes giró sobre sus caderas y se deslizó en diagonal retirándose a la derecha, mientras Idomeneo se adelantaba con el pie derecho por delante, lanzando un gran tajo por alto que obligó al persa que estaba frente a Istes a retroceder un paso; y por fin Idomeneo ocupó el lugar y mató al persa con una finta y un revés, y la línea defensiva quedó tan sólida como lo había estado hacía un momento.

Istes cayó sobre una rodilla y respiró hondo. Después, se quitó el casco, levantó la cabeza y me vio.

Durante un largo momento, lo único que hizo fue respirar hondo y mirarme.

—¿Has venido a morir con nosotros? —me preguntó.

—Estás tan loco como él —dije, señalando a Idomeneo—. He venido a rescatarte, asiático de manos blandas.

Entonces, me abrazó.

—Oh, dioses, creía que ya estábamos muertos y que ningún hombre cantaría nuestro fin. Los jodidos persas son incontables. Y con ellos van griegos, hombres con armadura, como esclavos que luchan por sus amos.

—Tengo que bajar a tus hombres de las murallas y meterlos en los barcos —dije.

—También hay cincuenta mujeres y niños —dijo—. Cuando cayó la ciudad baja, los más listos corrieron a refugiarse aquí.

—Tengo dos barcos —dije—. No voy a dejar atrás a nadie, aunque yo tenga que irme a nado.

Entonces me abrazó de nuevo y echó a correr por el patio convocando a sus oficiales.

Lo difícil sería defender las escaleras y la puerta hasta que estuvieran cargados los barcos. Los hombres que defendieran las escaleras tendrían pocas probabilidades de sobrevivir… y es más difícil convencer a los hombres de que mueran cuando saben que hay esperanzas de salvación.

Pero a Istes lo querían sus hombres. Eligió a diez para que ocuparan el lugar de los que estaban luchando entonces, que serían los primeros que irían a los barcos, todavía aturdidos del combate y por el vuelco que había dado su suerte.

La dificultad siguiente sería bajar a los arqueros de las murallas de la ciudadela sin que los persas ni los lidios se dieran cuenta de que nos marchábamos.

Vi a Teucro y le saludé con la mano. Él bajó de la muralla.

—Ya había oído decir que estabas aquí —dijo, con una sonrisa que le llenaba el rostro—. ¿Es verdad que nos vas a llevar a todos?

Me eché a reír. Se me había pasado el desánimo. Cuando salvas un centenar de vidas, te resulta difícil estar desanimado. Cada milesio que subía a bordo de mis barcos daba ánimos a mis remeros. Cada mujer con un niño de pecho en brazos era como una nueva vida para un infante de marina herido.

Cuando vi que Idomeneo flaqueaba, le di unos golpecitos. Los persas eran inexorables. Llegaban a oleadas, decididos a acabar con nosotros. Y seguían sin saber que nos marchábamos.

Idomeneo desjarretó a un arquero de un tajo por debajo de su escudo, giró mientras el hombre gritaba, y yo ocupé su lugar antes de que el enemigo hubiera terminado de caer al suelo.

El persa que ocupó el lugar del caído llevaba una lanza larga con una pesada bola de plata al final. Le lancé tres golpes rápidos, repitiendo tres veces el mismo ataque. La tercera vez le superé la guardia y la punta de mi lanza le atravesó la muñeca y se le clavó en el cuello.

El hombre que estaba a mi izquierda cayó (no tengo idea de qué le había pasado) y, de pronto, nuestra línea había desaparecido.

Me adelanté con energía entre los enemigos, y mi lanza los diezmaba como una cigüeña que caza ranas. Me sentía más rápido y más fuerte que el resto de los hombres, y no tenía miedo. Aquella noche yo era el salvador de Mileto, y las llamas de la ciudad moribunda encuadraban a mis víctimas.

Despejé las escaleras. ¿Qué más puedo decir? Abatí a ocho o diez hombres, y los demás huyeron. Me llevé golpes en la armadura, y mis adversarios no eran hombres plenamente armados; pero, con todo, aquel fue uno de mis mejores momentos. Sin embargo, recuerdo poco, sólo que me quedé solo en lo alto de la escalera y jadeaba como un caballo después de una carrera; y la fila volvió a formarse detrás de mí, y los hombres empezaron a jalear mi nombre.

—¡A-rim-nes-tos! ¡A-rim-nes-tos! —gritaban.

Oí que al pie de las escaleras los oficiales gritaban órdenes y los hombres formaban. Tomé una lanza pesada que alguien había abandonado, la levanté y salí bajo las flechas de los persas.

Dos se me clavaron en el escudo, pero
yo sabía
que los dioses me habían vuelto invulnerable. Me adelanté y arrojé la lanza hacia uno de los oficiales persas. La recibió bajo el brazo, y yo retrocedí y me reí. Aproveché aquella pausa para observar las puertas de la ciudadela; pero estaban destrozadas, y la puerta solo se podía mantener cerrada con una fila de hombres.

—Venid conmigo —grité a los milesios, y estos se adelantaron despacio y con desconfianza… aunque yo fuera su salvador, era un extranjero—. Poneos ahí —indiqué a los hombres del patio—. Cerraos… como una falange. Sin huecos. Escuchadme. Sus flechas no os pueden alcanzar aquí. Cuando nos retiremos, las columnas de la izquierda se retirarán por la escalera izquierda de la muralla, y las columnas de la derecha por la escalera de la derecha de la muralla. ¿Entendido?

Todavía nos quedaba un minuto. Así al último hombre de la derecha y al último de la izquierda.

—¡Seguidme! —grité, y me los llevé por la puerta—. Tú, ve por allí, en columna de a uno, como al formar o deshacer la danza pírrica.

No me entendió; pero otro sí, y yo metí de un empujón al primer hombre en la tercera fila.

—Perdona, muchacho. Necesito a uno que piense. Tú… ¿podrás vivir el tiempo suficiente para que suban esas escaleras?

El nuevo filarca se encogió de hombros.

—¡Ya vienen! —gritaron los hombres que estaban en la puerta.

Volví allí con los dos que acababa de nombrar filarcas. Tuvimos tiempo de ocupar nuestros lugares; yo, en el centro de la línea, y ellos dos en un extremo cada uno. Estábamos siete hombres por fila, en tres filas en fondo.

—Escuchad —dije—. Recibimos su ataque y aguantamos. Cuando yo dé la orden, cedemos terreno hasta el borde del patio… y, después, atacamos. ¿Podréis hacerlo? Nada de quedarse atrás… todos juntos.

Y entonces cayeron sobre nosotros. Era la guardia personal. Ciro iba en cabeza, y yo lo reconocí en cuanto subió por la escalera; y, según me enteré más tarde, él me reconoció a mí al oírme gritar mis órdenes.

Eran los mejores hombres de Artafernes, espadistas selectos, nobles todos ellos y hombres disciplinados. Nos atacaron todos juntos, y nuestra línea cedió un paso, y empezamos a luchar.

Ciro no me hizo frente personalmente, por suerte o por la voluntad de los dioses. Llevaba un escudo de mimbre grande, y empujó con él al hombre que estaba a mi lado.

Yo no esperé el ataque del hombre que tenía delante Le arrojé una lanza por bajo, le di en el tobillo y el hombre cayó; y yo me adelanté por aquel espacio libre, dejando atrás a Ciro. Tenía mi segunda lanza, y mi escudo era mejor que los de ellos. Mi segunda lanza, como la que había tenido en tiempos para matar ciervos, tenía una punta ahusada muy dañina, como de aguja, y yo la manejé sin piedad entre la oscuridad iluminada por el fuego, clavándola a través de los escudos de mimbre en los brazos que los sostenían. No sé a cuántos hombres herí de esa manera, pero fueron más de tres; y después retrocedí para volver a ocupar mi lugar entre las filas, dejando tras de mí un espacio vacío.

—¡Retirada! —grité; y nos volvimos como un banco de peces amenazados por un delfín, y huimos, solo diez pasos por el túnel, y me volví—. ¡Firmes! —dije; y los milesios se volvieron y se plantaron firmes como héroes—. ¡Al ataque! —grité; y nos lanzamos sobre los persas sobresaltados.

Algunos de los nuestros habían caído, y algunos de los suyos también; y el terreno era resbaladizo, y, en conjunto, era una tontería por mi parte lanzarme al ataque de esa manera; pero las tonterías son lo que menos se espera el enemigo, y caímos sobre ellos y los derribamos del rellano de la escalera, de tal modo que uno de mis jefes de columna se llevó una lanza en el costado. Habíamos atacado con demasiada fuerza, y estábamos en terreno abierto.

—¡Atrás! —grité.

Retrocedimos mientras caía sobre el pórtico una lluvia de flechas. Tropecé; un hombre me agarró de la pierna, y me encontré mirando el casco de Ciro. La punta de mi espada se detuvo a un dedo de su ojo.

—Doru —dijo. Consiguió sonreír, a pesar de que yo estaba a punto de matarlo.

Me puse de pie a su lado.

—¿Puedes andar? —le pregunté; y él consiguió levantarse sobre una rodilla. Otro guardia herido se levantó sujetándose el brazo izquierdo, donde yo le habría clavado la lanza, sin duda.

—Dejadlos —dije a mis hombres.
Apolo, dios estúpido y mentiroso, sé testigo de mi misericordia
. Seis persas se escabulleron sin mirarnos a los ojos. Pero habían salido vivos, y habían luchado bien. Como me dijo en cierta ocasión mi héroe Eualcidas de Eretria, todo el mundo huye alguna vez.

Other books

View From a Kite by Maureen Hull
A Widow's Hope by Mary Ellis
The Trenches by Jim Eldridge
The Anvil of Ice by Michael Scott Rohan
The Chamber by John Grisham
Eric's Edge by Holley Trent
Cottonwood Whispers by Jennifer Erin Valent
10 lb Penalty by Dick Francis
My Story by Marilyn Monroe, Ben Hecht