Maratón (36 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

—Baste decir que si muevo mi pleito, tú tendrás que intervenir en mi nombre —dije, inclinándome hacia él. Milcíades no era Arístides, y no conocía la ley tan bien como el Justo—. Y si eso no te reporta ninguna ventaja, señor, al menos yo podría reclamar a la mujer y el caballo.

Milcíades parecía descontento, pero era demasiado buen hombre como para estar abatido.

—Haré todo lo que pueda —me prometió.

—Tendré que ponerme en contacto con algunos testigos —dije yo—. ¿Paramanos? ¿Y Agios?

—¿Qué tienen que ver esos con tu maldito caballo? —preguntó él; pero entonces empezó a caer en la cuenta. Se atragantó un momento; tosió, y llamó a un muchacho que estaba allí cerca, vestido con los colores verde y oro del padre de Milcíades—. Acompaña al señor Arímnestos a El Pireo, y busca a los hombres a los que tiene que ver —dijo.

—Sí, señor —dijo el muchacho, haciendo una reverencia profunda.

Arístides era un buen hombre, era el Justo; pero en las calles se libraba una guerra civil, y al hacer encadenar a Milcíades, el luchador, los alcmeónidas habían silenciado a su oposición.

Yo quería recuperar a mi muchacha esclava. Y, después de andar haciendo gestiones durante unas cuantas horas, me pareció que la manera más rápida de abrirme camino entre el enredo de la política ateniense sería romper unas cuantas cabezas.

Yo tengo un gran respeto a la democracia, amigos míos. Pero a veces la democracia necesita un poco de ayuda.

Fui a ver en primer lugar a Frínico. Fue fácil encontrarlo; vivía en una casa buena, en lo alto de la colina, junto a la Acrópolis. Encontré la casa a base de preguntar, con una mano en la bolsa y vigilando con un ojo la presencia de matones pagados por los alcmeónidas.

Se alegró de verme. Lo más probable era que sus días de militar hubieran terminado; había sufrido dos heridas casi mortales, y me dejó claro que consideraba que los dioses lo habían vuelto a la vida para que restableciera el equilibrio tras la pérdida sufrida en Lade. Como era él quien me había enviado la carta, pasé una noche con él, comí de lo que tenían e intenté ayudarle en lo que pude, pues me di cuenta de que estaba viviendo con austeridad.

Su esposa, Irene, era amable, prudente en el gasto, y estaba tocada de una tristeza que suelen tener los que no pueden tener hijos; o podía ser que fuera la pobreza lo que la estaba agotando. Yo tenía un remedio contra la pobreza, y, mientras su marido se echaba la siesta, me llevé aparte a Irene. Ella se cubrió la cabeza con un velo; no estaba acostumbrada a hablar con hombres sin que estuviera presente una tercera persona.

Dejé en la mesa una bolsa.

—Tu marido no recibió su parte de nuestro último viaje —dije con prudencia—. No me gusta hablar de ello… sé que él participaba por cuestión de principios, y no por el sucio botín.

Ella había bajado los ojos con prudencia; pero entonces los levantó y los clavó en los míos.

—Entiendo —dijo con firmeza—. Está claro que eres más caballero que algunos otros amigos nuestros.

Yo me reí.

—No lo creas, señora. Pero ese dinero es suyo, y ¿me permites que compre algo de vino para la cena?

Ella sacudió la cabeza bajo el velo.

—Yo sería la primera a la que me agradaría un buen vino —reconoció.

Cuando Frínico se despertó, se sentó a mi lado ante la mesa campestre que dominaba la sala principal.

—Irene está más contenta hoy —dijo—. ¿Qué le has dicho?

—Me he tomado la libertad de compraros un buen vino —dije. Le puse la mano en el hombro al ver que se le oscurecía el rostro—. No me vengas con monsergas, hermano. Estás más pobre que una rana sin charca, y necesitas una buena ánfora para sacar adelante la obra.

—Si es que se estrena —dijo él—. Joder, Arímnestos. Cleito y los alcmeónidas ofrecieron dinero para que la suprimieran, y ahora han amenazado con darme una paliza a mí… o a Irene, si se estrena. Dicen que pagarán a alborotadores para que interrumpan la representación, tal como hicieron para que fracasara el festival del regreso de Milcíades.

Yo sacudí la cabeza.

—No cedas ni un dedo —le dije—. Yo me estoy ocupando del problema de los alcmeónidas.

—¿Qué puedes hacer tú? —preguntó—. No pretendo ofenderte, Arímnestos, pero ¡no eres más que un extranjero!

—Y tú necesitas un guardaespaldas —dije yo. Sabía dónde encontrarlo.

Aquella noche comimos buen pescado y bebimos buen vino, e Irene mintió como buena esposa y dijo que se había encontrado una moneda de plata grande entre las tablas del suelo. Y a la mañana siguiente me disculpé y los dejé, sintiéndome culpable. Frínico me necesitaba. Pero lo que necesitaba de verdad era que su obra tuviera éxito.

Mi parada siguiente fue la casa de Cleón. Este estaba más sereno que la última vez que lo había visto.

—¿Ahora eres
thetes
? —le pregunté.

Él se encogió de hombros.

—Me bebí el dinero que gané con Arístides —dijo—. Después de que se murieran, quiero decir. Y algo me lo gasté en putas.

Recorrió con la mirada el cuarto principal de su casa. Estaba limpio porque estaba vacío.

—¿Cuál es tu oficio? —le pregunté.

Miró a la calle a través de la puerta.

—Yo era grabador de cerámica —dijo—. En realidad, es difícil de explicar. Grababa las escenas en la superficie de las piezas más caras antes de que las pintara el pintor. Pero ahora se ha impuesto un estilo de pintura completamente nuevo, sin grabado, y no me salen muchos encargos; y lo que me dan… bueno, los esclavos ganan tanto como yo —sacudió la cabeza—. Antes de la muerte de Yani, yo tenía una barca de pesca, la de mi
pater
. Así íbamos tirando. Pero la vendí.

—¿No tienes tierras? —le pregunté.

—Ya no —reconoció.

—¿Querrías trabajar para mí?

—¿Aquí? ¿En Atenas? —preguntó él.

Lo observé un momento, porque a mí no me hacía falta un borracho, y tenía que cerciorarme de que el hombre que había estado a mi lado en el combate de Éfeso seguía allí. Empezaban a salirle canas en las sienes, tenía el quitón sucio y tenía la piel curtida del hombre que había dormido demasiadas veces a cielo abierto en los callejones.

—No —dije—. Es decir, te necesito aquí durante unos días. Vamos a romper unas cuantas cabezas. Y después tendrás que marcharte, porque los alcmeónidas acabarán por descubrir quién eres, y querrán matarte.

—¿Y entonces, qué? —dijo Cleón con gesto de incomprensión.

—Y entonces te vendrás conmigo a Platea y volverás a empezar —me acerqué a él—. Vende esta casa, vete a Platea y hazte ciudadano. Estarás a mi lado. Serás mi amigo.

—¿En una finca? —me preguntó.

—Si eso es lo que sabes hacer, sí. ¿Tienes aquí algo que te retenga? —le pregunté, recorriendo su casa con la vista.

—Ni una sola cosa jodida —dijo Cleón—. ¿A quién hay que matar?

Paramanos me abrazó como a un hermano perdido. La última vez que lo había visto yo fue cuando huimos de Galípoli, y por entonces se estaba recuperando poco a poco de las muchas heridas que había sufrido en el combate de Lade; y al volver a vernos bebimos más vino de lo que habría sido prudente.

Tiene gracia… Creo que Paramanos y yo podríamos haber sido grandes amigos desde siempre, si no hubiera sido porque en los primeros momentos en que sirvió a mi mando yo recurrí al miedo para imponerme; y creo que mientras estuvo a mi servicio me odiaba. Las relaciones entre hombres pueden ser tan complicadas como las relaciones entre mujeres.

Pero aquello cambió con Lade, como veréis. Después de Lade, los supervivientes… no lo olvidamos nunca.

Negro se sumó a nosotros, así como Herc, mi primer maestro en las cosas de la mar; y Cleón y él se abrazaron, y bebimos demasiado vino barato, como ya he dicho. Aparecieron otros hombres: remeros, marineros, hoplitas.

—Milcíades nos necesita —dije.

Agios, que había sido timonel de Milcíades, asintió, y Cleón se encogió de hombros, pero Paramanos negó con la cabeza.

—Aquí no soy ciudadano —dijo—. Y me han dejado bien claro cuál es mi categoría aquí. Cuando me hayan pagado mi sueldo, me volveré a Cirene con mi dinero.

Negro asintió con la cabeza.

—¿Tú también? —dije, volviéndome hacia él.

—Atenas no es mi lugar —dijo.

—Herc, ¿eres tú ciudadano? —le pregunté a este.

—Ah, desde luego —dijo—. Nací
thetes
, pero en el último censo me hicieron
hippeis
—dijo, encogiéndose de hombros—. Por mucho que ahora sea terrateniente, los hombres acomodados me tratan como a una mierda. ¿Crees que en Galípoli vivía como un exiliado? Odio a Atenas. La ciudad de los aristócratas —miró a su alrededor—. ¿Sabes qué? La gente corriente estaba mejor con la tiranía.

Cleón soltó su risa extraña, y me di cuenta de que Herc y él se entendían muy bien.

Debo explicarme. En lo que a mí respecta, mi lealtad a Platea era absoluta. Oír que aquellos tres hablaban mal de Atenas (sobre todo Herc, que según todos los indicios había hecho fortuna a su servicio) me soliviantaba. Lo de Cleón lo podía entender. Su ciudad le había fallado. Pero ¿y Herc?

—Sois un hatajo de desagradecidos —dije—. Milcíades os ha hecho ricos al servicio de Atenas; y, ahora que os necesita, ¿vais a huir a Cirene?

Paramanos se acarició la barba.

—Sí —dijo, desviando la mirada—. He recibido amenazas. Mis hijas han recibido amenazas.

Agios asintió con la cabeza, claramente descontento.

—Caballeros, estamos sentados a esta mesa cinco bandidos cuyos nombres bastan para que los mercaderes sirios se caguen encima… ¿y os dan miedo las amenazas de unos bujarrones de El Pireo? —me puse de pie—. Yo voy a tomar medidas. Pensaré cuidadosamente mis medidas, pero no recurriré a la ley… más que a modo de cebo. Cuando haya terminado, no quedará nadie que pueda amenazar a vuestras hijas. Uníos a mí. Todos se lo debemos a Milcíades.

Paramanos hizo una mueca extraña.

—¿Verdaderamente debemos algo a Milcíades, amigo? —se encogió de hombros, pero me miró a los hombros con firmeza—. Sé sincero… Milcíades se sirve de nosotros; y ahora que ha caído, no puede ayudarnos. ¿Por qué vamos a ayudarle a él? Escucha: si se tratara de ti, o de Herc, o de Negro, o de Cleón, aquí presentes, yo me abriría camino a cuchilladas entre los canallas. Pero esta no es mi ciudad, ni mi lucha.

Negro se encogió de hombros.

—Soy tu timonel —dijo—. Pagaste mi libertad. Haré lo que digas —bebió un trago de vino—. Me he casado —añadió, con un gesto defensivo como si temiera una represalia.

—¿Que te has casado? ¿Cómo es ella? —le pregunté.

—Como cualquier pescadera ateniense, pero más escandalosa todavía —dijo Paramanos—. Ya la conocerás más tarde. Dime por qué debo colaborar yo.

Yo habría sido capaz de presentar argumentos (Heráclito me había enseñado bien); pero sacudí la cabeza.

—No, hermano. La cosa depende de ti. A pesar de sus defectillos, Milcíades ha sido amigo nuestro. Creo que se lo debemos —miré a unos y otros—. Sí… se sirve de nosotros. Y, por los dioses, sabemos que quería ser tirano, y que habría vendido a su propia madre a un burdel con tal de conseguirlo. Pero ¿cuántas veces nos ha conducido a las riquezas? ¿Eh?

Paramanos sacudió la cabeza.

—Sabes que lo haremos… todos lo sabemos —dijo—. Aunque solo sea para enterarnos de cuál es tu plan.

—Necesito a ciudadanos —dije. No me detuve a pensar a qué se debía su cambio repentino de opinión: ya lo había esperado—. ¿Cuántos remeros de tus barcos son ciudadanos? ¿Cuántos infantes de marina lo son?

—Una docena de infantes de marina… muchos de ellos son
zeugitai
, miembros de la clase de los hoplitas. Y puedo reunir a cincuenta remeros que son
thetes
. ¿Por qué? —me preguntó, mirándome.

—La fuerza principal ha de ser de ciudadanos —dije—. Y debemos poner a sus familias a salvo; en Salamina, por ejemplo.

Mi plan era sencillo, mucho más sencillo que los de Frínico y Arístides, con sus complicaciones de coros y de discursos de actores. Les expliqué lo que tenía pensado, y después reunimos a los remeros. Estábamos en invierno, y a la mayoría les agradó que les salieran unos días de trabajo. La mayoría eran tan pobres cuando estaban en tierra, que la perspectiva de trasladar a sus familias a Salamina (la isla que está frente a la costa de Atenas, por si no lo sabíais) les parecía una fiesta. Yo les pagué lo suficiente para que, en efecto, fuera una fiesta.

Como ellos mismos eran de clase baja, pudieron decirme dónde podía encontrar a otros, informadores y gente por el estilo. Lo más probable es que este fuera el punto esencial de mi plan, y mi necesidad de información tenía un remedio sencillo.

El dinero.

Subí por dos veces las colinas de Atenas para ver a Milcíades y pedirle más dinero; supuestamente, para sacar adelante mi pleito. Como él era mi
proxenos
, tenía el deber de ayudarme, y la primera vez lo hizo de buena gana. La segunda vez, no se alegró mucho de prestarme en moneda de plata lo que vale una buena finca. Pero me lo prestó.

—En nombre del Tártaro, ¿para qué necesitas toda esta plata, pirata plateo?

—Para comprar a los del jurado —le dije.

El delito se traga el dinero como los buitres se tragan la carne de un animal muerto. Sobornar al jurado es una tradición antigua y honorable en la democrática Atenas; naturalmente, es una tradición que favorece descaradamente a los ricos. Ja, la democracia.

Todas las formas de gobierno favorecen a los ricos, cariño.

Compré a bastantes hombres. Repartí a los marineros y a los infantes de marina en equipos, y puse uno bajo el mando de Cleón, con el encargo de que vigilaran a Frínico. Aquel sería el equipo más visible para el público, y yo haría desaparecer a Cleón más tarde. Este tenía, además, otra tarea, la de pagar a informadores para que buscaran a mi chica.

El equipo de exploradores estaba dirigido por Agios. Reconocieron las posesiones de los alcmeónidas.

Lo malo de repartir tanto dinero es que resulta imposible que no se sepa.

Estaba oscureciendo; había una lámpara de aceite en cada ventana, y los propietarios de burdeles con más espíritu cívico también tenían una lámpara grande ante sus establecimientos, colgada de la
exhedra
. Yo estaba subiendo la colina por las callejas al sur de la Vía Panatenea para ver cómo seguía Frínico, cuando vinieron por mí. Eran cuatro hombres.

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