Maratón (63 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

A mi derecha, los atenienses se pusieron en movimiento en cuanto lo hice yo, y los persas y los medos alzaron los arcos y dispararon… demasiado aprisa y demasiado lejos. Murieron hombres de las últimas filas, pero ni una sola flecha alcanzó el frente de la formación.

Es una táctica, abejita. Ellos se detienen a tirar a una distancia dada, una distancia a la que tienen ensayado el tiro, y te hacen polvo… si te quedas allí, aguantando. Pero si avanzas…

Cada paso era un paso hacia la victoria. Estábamos al borde de un trigal, aplastado por las pisadas de los
psiloi
en los días pasados, y los clavos de mis zapatos espartanos se aferraban al terreno mientras corría, a grandes zancadas, igual que en el hoplitódromo.

Por eso no había mandado ir en orden cerrado, claro está. Porque los hombres necesitan espacio para correr.

Yo no iba el primero ni el último; Idomeneo ya me sacaba un cuerpo de caballo de ventaja a los pocos latidos del corazón de haber tocado el cuerno. Mi vieja herida me impedía ir el primero. Pero tampoco era el último. Miré por encima del borde de mi escudo. Teníamos delante a persas, a medos y a un puñado de sakas, y todos tenían arcos.

Diez pasos más, y los persas tiraban de nuevo, una salva en oleada, y una flecha rebotó en la grava por delante de mí, me rozó la greba a la altura del tobillo y se perdió entre las filas a mi espalda. Habían tirado bajo. Esta vez cayeron hombres, algunos plateos y más atenienses. Y cayeron otros hombres que tropezaron con los heridos. Un hombre que cae cuando corre a toda velocidad con un
aspis
puede romperse la mandíbula, o una clavícula, o el brazo del escudo.

Por delante de mí, un poco a mi izquierda, Casco de Oro hacía avanzar a sus persas nobles. Vi que levantaba la mano; vi que les ordenaba avanzar… vi su vacilación.

Los estábamos atacando a la carga.

El polemarca persa tenía lanceros, nobles de a pie, para sus dos primeras filas; pero los había hecho pasar a retaguardia mientras duraba la intervención de los arqueros. Los arqueros disparaban mejor y en tiro más tenso si no tenían que tirar por encima de la primera fila. Lo malo para ellos era que nosotros no nos estábamos esperando a recibir sus salvas de flechas. Y ahora, sus mejores luchadores, todos ellos matadores como Ciro y como Farnakes, estaban en las filas undécima y duodécima.

Si los hacía rotar de nuevo, sus hombres tendrían que dejar de tirar.

Entendí todo aquello de una ojeada, porque no veía ante mí escudos, solo gorros persas redondos y armaduras de escamas relucientes como la mía.

Nos arrojaron una tercera salva. Cuando las flechas vienen directamente hacia ti, es cosa temible… cuando parece que el parpadeo de su movimiento va a terminar en tu ojo, cuando las flechas oscurecen el cielo, cuando su sonido es como el primer susurro de la lluvia, que se convierte rápidamente en tormenta.

Y, por fin, cayeron, y mi escudo recibió los impactos como una granizada de piedras arrojadas por muchachos fuertes o por hombres jóvenes. Dos me dieron en el casco, y sentí dolor.

Después, quedé libre de ellas y seguí corriendo. Habían caído más hombres. Y los demás venían conmigo.

Casco de Oro había tomado su decisión.

Ordenó a su caballería que nos atacara en sentido transversal, cruzando nuestro frente; los caballos ocupan tres o cuatro veces la superficie frontal de un hombre armado de escudo, a menos que se muevan muy despacio. Así pues, todo el frente de los plateos se llenó de pronto de caballería persa.

Cambié el paso y corrí hacia Casco de Oro. Mis plateos, que no sabían qué otra cosa hacer, me siguieron.

Según la sabiduría antigua y establecida, la infantería no debe atacar a la caballería. La verdad es que viene a ser lo mejor que puede hacer la infantería. Al lanzarse al ataque, los hombres ya no vacilan. La caballería solo es peligrosa para la infantería que se vuelve atrás. Yo quería que sus caballos, sin corazas, quedaran entre nuestras últimas filas, donde los rodearían y los matarían. No quería tener que luchar con ellos más tarde, en nuestros flancos o a nuestra retaguardia.

Pero, para ser sincero, era demasiado tarde para cambiar de plan.

Corrí hacia Casco de Oro, que se convirtió en mi mundo. Él también me vio, y cabalgó hacia mí. Llevaba en la mano un hacha larga, y tenía la barba teñida de azafrán y de alheña, brillante y bárbara. Era un personaje importante. Y hacía girar el hacha de una manera… hermosa. Magnífica.

Podría deciros ahora que se hizo el silencio en el campo de batalla, pero sería una patraña.

Pero sí se hizo para mí. Son momentos que se dan una o dos veces en la vida, incluso cuando eres un héroe. Que yo sepa, él y yo fuimos los primeros que llegamos al cuerpo a cuerpo en el campo de batalla aquel día. En aquellos últimos momentos no vi a nadie más. Vi las leves ondulaciones de los músculos de su caballo, vi cómo relucía el cielo en la cimera de su casco, como un fuego recién encendido. Cómo subía su hacha desde su correa, dirigida a mi garganta.

Yo estaría a unos cinco pasos de él, a un salto de su caballo, a tres zancadas de mis piernas, cuando le arrojé la lanza.

La punta se clavó en el pecho de su montura y se hundió tanto como la medida de mi antebrazo, y al caballo le doblaron las manos como si hubiera tropezado.

A pesar de ello, el jinete me asestó un tajo. Pero los dioses lo derribaron en el suelo a mis pies, y mi segunda lanza le resonó en el casco, haciéndole echar la cabeza hacia atrás. Intentó levantarse, y yo, rápido como un gato, lo herí dos veces más, en la ranura de los ojos y en la garganta. La primera lanzada resonó en su casco, y la segunda se hundió limpiamente y salió teñida de rojo. Y después lo dejé atrás, y pareció como si el mundo estallara en movimiento, cuando el resto de su caballería caía sobre nosotros o aflojaba las riendas; la confusión era general, pero los plateos corrían entre los jinetes enemigos.

Los persas habían flaqueado, al menos la mayoría de ellos. Es cosa que pasa a los caballos y a la caballería; sobre todo a los jinetes que van en caballos que no conocen. La mayoría no eran más que caballos griegos de campo, y habían flaqueado ante la fila de escudos y ante los alaridos que salían de todas las gargantas,
eleu-eleu-eleu
.

Y entonces se volvieron atrás. Lo que ellos querían era un enfrentamiento a distancia con armas arrojadizas, no una rebatiña cuerpo a cuerpo contra hombres que llevaban mejores armaduras. Los persas nobles se apartaron de nosotros, dejando atrás a sus muertos y sin haber conseguido nada.

Pero nosotros sí lo habíamos conseguido. Ahora éramos como dioses. Fuimos a por ellos, por su infantería, por los arqueros, que habían dejado de tirar para no dar a los suyos.

Los dioses estaban con nosotros.

Yo corría con toda una hueste de hombres muertos. Sé que estaban allí Eualcidas, y Neoptolomeo, y todos los que habían muerto en balde en Lade. Sentía sus sombras a mi espalda y me daban alas a los pies.

Pero también los persas son hombres. Aquellos arqueros no eran esclavos, ni mercenarios, ni reclutas bisoños. Eran los veteranos de Darío, y cuando estábamos a diez pasos cortos de sus líneas, no vacilaron. Alzaron los arcos y nos apuntaron las flechas con puntas de arpón directamente a la cara, tan cerca que no podían fallar.

Y las soltaron. Recuerdo que oí el grito del maestro arquero, y los gruñidos de los hombres al soltar las cuerdas de los fuertes arcos… tan cerca estaba de ellos.

Yo estaba delante. Los hombres dicen que nuestra primera fila cayó como el trigo bajo la guadaña. Sé que al día siguiente vi a hombres a los que quería, que tenían clavadas nueve flechas, hombres a los que habían clavado flechas a través del frontal de los
aspis
, a través de revestimientos de cuero, e incluso de bronce.

Pero a mí no me tocó ninguna flecha. Puede que me protegieran las sombras. O Heracles, mi antepasado.

Cuando estuve a nueve pasos de su línea, supe que los habría alcanzado antes de que tiraran una nueva salva.

A ocho pasos, y veía con claridad meridiana a los hombres de la primera fila, sus rostros morenos. Hombres apuestos, de largas barbas oscuras. Que sacaban las espadas.

A ocho pasos, y vacilaban.

Aquello no era la batalla en el paso de montaña. No tenía que arriesgarme a caer sobre ellos a toda velocidad. Reduje el paso, acortando la zancada, levantando mi segunda lanza, empuñándola en corto, un poco por delante de la mitad del astil.

A tres pasos, dirigí mis oraciones a mis antepasados. A plena carrera no se canta el peán, pero a nuestra derecha los atenienses lo cantaban, y yo lo oí.

Recuerdo que pensé: «Así es como quiero morir».

A un paso, el hombre que tenía delante no se atrevió a mirarme a los ojos, y mi lanza lo atravesó mientras se encogía; pero el que estaba a su izquierda estaba hecho de mejor pasta, y me lanzó un tajo con su espada corta. Yo lo bloqueé con mi
aspis
, y después le golpeé a él con el escudo. Él no llevaba escudo, y le debí de romper la mandíbula.

Mi fuerte pierna derecha me empujó a través de la primera fila enemiga. Pie izquierdo clavado en tierra, escudo al de la segunda fila, y lo eché hacia atrás, con la mano de Ares en mi hombro.

El de la segunda fila era veterano y sabía lo que se hacía. El hombre a su derecha y él levantaron las espadas hacia mi cara, con las puntas en horizontal, y empujaron juntos hacia mí. Después me cayó una lluvia de golpes en el
aspis
mientras intentaban desalojarme de sus filas. Recibí un golpe en el casco y retrocedí un paso; y entonces, Teucro, que ya estaba a mi lado, mató a uno limpiamente de un flechazo. Yo avancé con fuerza contra el otro, pecho contra pecho, y él se mantuvo firme, y nuestras lanzas eran demasiado largas para alcanzarnos; estábamos lo bastante cerca para abrazarnos, para besarnos, para percibir el olor a cardamomo y cebolla de su aliento. Tiré una lanzada sobre su hombro al hombre que estaba tras él. Él me empujó hacia atrás; era fuerte, y recuerdo la conmoción que sentí cuando me hizo retroceder otro paso entero; pero él estaba tan concentrado en empujarme a viva fuerza, que yo tuve tiempo de arrojar mi lanza ligera a otro de la segunda fila. Mi espada me llegó a la mano como flotando, y lancé tajos (una, dos, tres veces) al borde de su escudo, sin arte, sin ciencia, solo movido por la fuerza y por el terror y por los últimos jirones de fuerza tras mi carrera desesperada, y él levantó su brazo envuelto en un manto y agachó la cabeza, como hacen los hombres, y empujó. Mi cuarto golpe fue tan rápido como los tres primeros; cayó como un halcón sobre un conejo, atravesó su manto y le cortó la carne desnuda del brazo, con tal fuerza que le llegó hasta el hueso y que la espada se me rompió al tirar de ella para liberarla, cayéndome; pues, aun mientras le lanzaba el tajo, su empujón me había hecho perder el equilibrio. Caí, y la refriega se cerró por encima de mí.

Figuráoslo: yo lo había matado, o le había herido tan de gravedad como para dejarlo fuera de combate; pero, a pesar de ello, me había derribado. Tenía a mi lado a Teucro, que no llevaba escudo. Junto a mi víctima estaba un hombre más pequeño que no había estado a la altura del todo; en un combate como aquel, el de la fila de atrás debe ir pegado a su compañero de la fila de delante; de lo contrario, sus lanzadas quedan demasiado retrasadas. Teucro tiró una flecha al hombre siguiente, pero la flecha rebotó en su escudo.

De pronto, nos encontramos combatiendo contra sus matadores, contra sus hombres de primera fila, que empujaban todo lo que podían para llegar a los lugares que les correspondían. Qué valientes eran los persas, por todos los dioses. Aun estando desordenados, luchaban, y sus hombres mejores no habían terminado.

Yo lo veía todo desde el lugar donde había caído hacia atrás, con la espalda contra las rodillas de Teucro, y cubierto todavía por mi escudo.

Era la primera vez en mi vida que me caía en un combate de falange, y estaba aterrorizado. Cuando has caído, eres presa fácil para la lanza de cualquier hombre.

Al caerme, me había dado con la barbilla en el borde del escudo y me había mordido la lengua. A ti te puede parecer una herida tonta,
zugater
, pero el dolor me llenaba la cabeza y no sabía si me había llevado alguna herida peor.

—¡Arímnestos ha caído! —gritó Teucro. Pretendía pedir ayuda, pero sus palabras descorazonaron a nuestra falange. Toda la línea cedió un paso ante los persas y los medos.

No era capaz de meter un brazo bajo mi cuerpo. Tenía envuelto en la clámide el brazo izquierdo, bajo el escudo, y no era capaz de meter por debajo de mi cuerpo el borde del escudo; el brazo derecho me resbalaba en el rastrojo de trigo empapado de sangre, y un enemigo me tiró una lanzada. Vi el relámpago de la punta de su lanza y volví la cabeza, y el golpe cayó con fuerza. La punta debió de dar en el repujado de mi guirnalda de olivo, y volví a caer hacia atrás, esta vez sobre los hombros. Mi
aspis
soportó dos golpes fuertes, y sentí en el hombro el impacto al doblárseme mal el brazo… grité de dolor.

Entonces me salvaron la vida Belerofonte y Estiges. Pasaron por encima de Teucro, rodeándolo con un movimiento fluido de los escudos tal como les habíamos enseñado en la pírrica. Se plantaron junto a mí, haciendo relucir las lanzas, haciendo oscilar los altos penachos de sus cascos al ritmo de sus lanzadas, y por un instante pude atisbar el interior de sus cascos; las bocas apretadas, las barbillas bajas para proteger el cuello vulnerable; y entonces Estiges empujó hacia delante con la pierna derecha y Belerofonte rugió su grito de guerra, y me dejaron atrás.

Pude respirar. Teucro se puso sobre mí, cerca de ellos, y disparó; y unas manos me asieron de las axilas y me arrastraron hacia atrás. Volví a respirar otra vez, y otra, y el dolor se redujo, y entonces me encontré tendido sobre la espalda y tenía el escudo fuera del brazo.

—¡Dejadme que me levante! —exclamé.

Todos eran hombres nuevos, los de las últimas filas, y apenas me conocían. Por otra parte, habían tenido el arrojo de adentrarse entre el tumulto del combate para recoger mi cuerpo. Por fin pude apoyar los pies en el suelo y me levanté, cubierto de sangre y de paja por haber sido arrastrado.

—¡Estás vivo! —dijo uno de los hombres nuevos.

—Estoy vivo —dije yo. Me eché el casco hacia atrás, y uno me pasó una cantimplora. Miré al frente de la lucha, a solo un par de cuerpos de caballo de distancia. Veía el penacho rojo de Estiges y el blanco de Belerofonte, uno junto al otro, y el rojo y negro de Idomeneo a solo un brazo a la derecha de Estiges. Luchaban bien. La línea no se movía en un sentido ni en otro.

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