Maratón (67 page)

Read Maratón Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Arístides asintió con la cabeza.

—Si os ven venir, os harán trizas a flechazos —dijo.

—Entonces, será mejor que confiemos en que estén cortos de flechas —dije—. No tenemos tiempo de inventar nada más complicado.

—¿No podemos prender fuego al olivar? —gritó alguien.

—No hay tiempo —dije. La verdad es que era la mejor solución.

Déjame que te diga una cosa, joven. Yo creo en los dioses. Uno de ellos acababa de enseñarme la vaguada. Y aquel olivar estaba consagrado a Artemisa. Y los dioses habían estado a mi lado todo el día. Aquello era una prueba para mí. En todas las batallas hay una prueba. ¿Cómo eres de bueno cuando estás herido y cansado? Es entonces cuando se descubre quién es héroe de verdad, niños. Con el estómago lleno y con los músculos sanos, cualquiera puede mantenerse firme en su puesto. Pero ¿y al final de la jornada, cuando el borde del sol está tocando las colinas, y llevas horas sin beber agua, y las moscas te están poniendo huevos en las heridas?

Pensadlo. Porque a centenares de hombres se nos estaba midiendo; y, por Heracles, fuimos dignos de nuestros padres.

—¿Eres lo bastante hombre para esto, plateo? —me preguntó Cleito; pero solo en son de broma, casi con tono amistoso.

—Que te jodan —dije yo, también en son amistoso.

—Vamos a ello —dijo Esquilo. Interpuso el borde de su
aspis
entre Cleito y yo—. Esto no va contigo, Cleito.

Recuerdo que sonreí.

—Cleito —dije con suavidad, y él me miró a los ojos—. Hoy es por los medos —le dije, y le tendí la mano.

Él me la tomó y la apretó con fuerza.

Esquilo asintió con la cabeza.

—Solicito el honor de entrar el primero en el olivar —dijo—. Por mi hermano.

Esos atenienses, y esos aristócratas… No tienen el menor sentido común.

Así pues, los atenienses formaron en bloque profundo, con una formación tan ancha como el muro bajo. Ocultos tras ellos, me llevé a mis plateos (empezando por los de mi casa) en un par de columnas largas y corrí con ellos hacia el sur, rodeando el borde de la colina baja. Me forcé las piernas para que cumplieran con su deber. Creo que el trotecillo irregular que fuimos capaces de hacer mal podría llamarse «correr»; pero así lo hicimos.

Rodeamos corriendo el borde de la colina, y allí estaba la entrada de la vaguada, tal como me había figurado. La vaguada no era tan profunda como la altura de un hombre; pero tenía una forma extraña, con una revuelta pequeña inmediatamente por delante del muro oeste del olivar; y yo confié en mi suposición y conduje a mis hombres hacia delante, todavía en fila.

Los persas habían formado en línea (hay que reconocer que no era una línea muy profunda) haciendo frente a la pequeña falange de Arístides. Los veíamos; y, de milagro, ellos no nos habían visto aún. Era… bueno, milagroso. Pero en el campo de batalla los hombres mueren porque ven lo que esperan ver.

Entonces, Arístides y Esquilo hicieron avanzar a sus hombres. Estaban tan cansados que no soltaron aclamaciones ni cantaron el peán, sino que se limitaron a trotar hacia delante, y todos los persas se pusieron a dispararles.

El tableteo de las flechas sobre sus escudos y el ruido de los impactos más sólidos enmascaraba el sonido de nuestro movimiento.

—¡Formad el frente! —dije en voz baja; pero mis hombres no necesitaban ninguna orden,

Los hombres que estaban tras de mí echaron a correr hacia delante. Yo no reduje el paso. El orden de nuestra línea no tenía importancia. Y, por los dioses, allí estaba Afrodita, o alguna otra diosa, alzándonos a un combate más, elevándonos por encima de nosotros mismos. Es una cosa que he sentido dos o tres veces en mi vida, y es… algo más que humano. Y todos los que estuvimos en el olivar de Maratón lo sentimos.

Yo estaba al borde de la vaguada, que ascendía en fuerte pendiente hasta la base del muro de piedra, con una profundidad como la altura de la cabeza. Los persas habían supuesto que aquella parte era demasiado abrupta como para que lanzásemos por allí un asalto.

Yo fui el primero. Superé corriendo el borde de la vaguada, y al llegar arriba, un persa me disparó.

La flecha, disparada de cerca, me golpeó de lleno el
aspis
, y entonces dejé atrás al persa, salvé el muro de un solo salto, y me siguió una marea de plateos. No tengo idea de quién mató a aquel hombre, ni, para ser sincero, de cómo había salvado aquel muro; pero habíamos entrado, habíamos pasado el muro y estábamos entre los árboles.

Caí sobre el extremo de la línea persa; la mayoría no nos vieron venir siquiera, tan concentrados estaban en Arístides y en sus hombres que tenían al frente.

Murieron de mala manera.

Los abatimos en el sitio; y cuando huían (algunos de terror, otros más para buscar un sitio mejor donde morir) los perseguíamos, de árbol en árbol. Los que tenían flechas nos disparaban, y los que no las tenían protegían a los arqueros. Algunos llevaban lanzas; unos pocos llevaban
aspis
que habían tomado a nuestros muertos, y muchos llevaban hachas, y lucharon como héroes.

Ningún hombre de los que sobrevivieron al combate en el olivar lo olvidó jamás.

Los hombres desesperados y acorralados ya no son seres humanos. Son animales, y son capaces de aferrarse a la espada que les has clavado en el vientre y sujetarla para que un compañero suyo pueda matarte con más facilidad.

La lucha terminó por llenar todo el olivar, y algunos debieron de subirse a los árboles; la flecha que mató a Teucro vino de arriba, desde luego, y le acertó en vertical, en lo alto del hombro, junto al cuello. Y Alceo de Mileto, que había venido hasta allí para morir por Atenas, cayó luchando, defendiéndose con su
aspis
de dos hombres con hachas, y yo estaba demasiado lejos para salvarle.

Un persa me rompió la lanza, al morir con ella clavada, y otro se adelantó sobre el cuerpo del muerto y su espada corta me resonó en las escamas; pero no las atravesó; de lo contrario, yo hubiera muerto allí mismo. Lo rodeé con los brazos y lo arrojé en el suelo, rodé sobre él para aplastarlo, le llevé las manos al cuello y lo estrangulé hasta matarlo. Este fue el último momento que recuerdo de la batalla; debí de ponerme de pie de nuevo, pero no recuerdo cómo; y por fin me encontré espalda con espalda con Idomeneo; pero el combate había terminado.

El combate había terminado.

Todos los persas habían muerto.

Idomeneo se dejó caer al suelo.

—No puedo más —dijo. Jamás le había oído decir esas palabras, y no se las oí decir nunca más.

Así fue Maratón.

Para ser sincero, tampoco recuerdo nada de la marcha a Atenas a través de las montañas, a oscuras; solo que se levantaba una tormenta en el mar y que la brisa de la tormenta nos abanicaba como la caricia de la mano fresca de una mujer cuando estás enfermo.

Debí de dar algunas órdenes, porque cuando bajamos de las colinas que dominan Atenas al santuario de Heracles, había casi ochocientos plateos. Y cuando llegaba cada contingente, Milcíades los recibía en persona. Esa parte sí que la recuerdo. Todavía iba de armadura completa, y estaba radiante; puede que aquella noche fuera divino. Lo que es seguro es que fue su fuerza de voluntad la que nos hizo atravesar a salvo las montañas y llegar de nuevo a las llanuras de la Ática. Los plateos fuimos los últimos que salimos de Maratón, aparte de la tribu de Arístides, que se quedó para custodiar el botín, y los últimos que llegamos al santuario de Heracles; y cuando entramos (no marchando, sino arrastrando los pies en estado de agotamiento) el sol empezaba a alzarse sobre el mar, y sus primeros rayos iluminaron los templos de la Acrópolis, a lo lejos.

—Lo conseguimos, amigos —decía Milcíades a cada contingente.

Los hombres arrojaban sus cosas al suelo; los escudos caían como las aceitunas al viento de otoño, como si nuestro ejército viniera derrotado en vez de victorioso. Mis hombres hicieron lo mismo. Se dejaban caer al suelo sin decir palabras. Hermógenes me dijo más tarde que se había quedado dormido sin llegar a quitarse el
aspis
del brazo.

Yo no. Al igual que Milcíades, estaba demasiado cansado para dormir, y me quedé de pie con él mientas subía el sol, que dejaba al descubierto la flota persa, todavía muy lejos, al este.

—Aunque llegaran ahora, Filípides lo ha conseguido —dijo—. ¿Ves la almenara de la Acrópolis?

Vi una mancha de humo a la luz del amanecer.

—Por Atenea —dijo Milcíades. A pesar de su fatiga, estaba más recto que una lanza. Se rio, y volvió la vista hacia el amanecer—. Hemos vencido.

—Debes descansar —dije.

Milcíades volvió a reír. Me dio una palmada en la espalda, sonrió de oreja a oreja, y por un momento no pareció viejo ni agotado; era el Rey Pirata que yo había conocido de muchacho.

—No quiero desperdiciar este momento en los brazos del sueño, Arímnestos —dijo. Me abrazó.

Recuerdo que sonreí; porque en esta vida ha habido pocas cosas que estimara tanto como el amor de Milcíades, a pesar de la afición que tenía el muy canalla al dinero, al poder y a la fama.

—Dormir no sería una pérdida de tiempo —dije.

El sacudió la cabeza.

—Arímnestos… ahora mismo, en este momento, estoy con los dioses.

Lo dijo con sencillez, sin retórica. Y no estaba perorando ante un millar de hombres, gozando de su adulación. Yo creo sinceramente que en aquellos momentos todos los hombres de nuestro ejército dormían, salvo él y yo.

No; decía la pura verdad a un solo hombre, y ese hombre era yo.

Recuerdo que no lo entendí. Ahora sí lo entiendo. Pero yo era demasiado joven; y, a pesar de todas mis cicatrices y de la sangre que tenía en el brazo de la espada, era demasiado inexperto.

Volvió a reírse, con una risa violenta.

—He vencido a los persas a las puertas de mi ciudad. He ganado una victoria… una victoria como… —se encogió de hombros—. Desde Troya… —dijo, y rompió a llorar.

Nos quedamos de pie juntos. Yo también lloré,
zugater
. Lloré, y el sol se alzó sobre la flota persa, que se alejaba, derrotada. Habían muerto muchos hombres, y morirían muchos más. Pero habíamos vencido al ejército del Gran Rey, y el mundo ya no sería el mismo. En verdad, en aquella hora estábamos con los dioses.

EPÍLOGO

Los espartanos llegaron un día más tarde por la carretera de Corinto. Sus armaduras eran magníficas, y sus mantos rojos ondeaban al viento del oeste, y la cabeza de su columna tuvo el tiempo justo de ver los últimos barcos de la flota bárbara, que dejaban atrás el canal junto a Salamina y ponían rumbo a Naxos.

Atravesaron las montañas para ir a Maratón, donde vieron a los bárbaros muertos, y después volvieron a Atenas para llenarnos de alabanzas. Creo que la mayoría de esos cabrones tenían envidia.

En Maratón murieron muchos hombres; amigos míos, y hombres que me habían seguido. Y en mi casa me esperaba algo peor, aunque yo no lo sabía.

En cuanto nuestros heridos menos graves fueron capaces de andar, me llevé de vuelta a Platea a nuestros hombres, por las montañas. Seguíamos temiendo un ataque por parte de Tebas. De hecho, los atenienses nos mandaron a mil hoplitas para que nos acompañasen a casa y para demostrar a Tebas que habían elegido un mal aliado. Atenas se deshacía en atenciones con nosotros… hasta ahora,
zugater
, la sacerdotisa de Atenea bendice a Platea todas las mañanas con su primera oración; y antes de que hubiera transcurrido un año nos hicieron ciudadanos atenienses, con los mismos derechos de ciudadanía que los propios Arístides y Milcíades, de modo que todos aquellos esclavos liberados podían volverse a Atenas como hombres libres, si querían.

Bajamos por la larga ladera del Citerón, tres mil hombres, ciudadanos nuevos y antiguos, y el valle del Asopo se extendía ante nosotros; sus campos eran como el mejor tapiz que podría tejer una mujer con colores suaves, dorados y verdes claros.

En el santuario del héroe, Idomeneo hizo detenerse a sus hombres (a los que habían sobrevivido), y nos abrazamos.

—Buen combate —dijo con su sonrisa loca.

Vertimos libaciones para el héroe. A centenares, probablemente. Aunque resulta extraño, uno de los recuerdos que tengo de aquel día de otoño son los charcos de vino ante la tumba del héroe. No recuerdo haber visto verter allí tantas libaciones, y la imagen del vino en los surcos dejados por las ruedas de los carros es una de las más vívidas que asocio a Maratón. No estábamos cometiendo
hibris
. Estábamos dando gracias.

Después, bajamos a las sombras crecientes del valle, y nos detuvimos junto a nuestras propias murallas y formamos la falange una vez más. Salieron a vernos miles de ciudadanos; ya sabían de nuestra llegada desde que se había atisbado en los pasos de montaña el primer brillo del bronce, y hacía mucho tiempo que les habían llegado corredores con el relato de la batalla y con el número de los muertos y sus nombres.

Formamos por última vez, y Mirón salió de la falange.

Yo me quité el casco y le entregué mi lanza.

—Ya no estamos en guerra —le dije—. He sido arconte de la guerra, y devuelvo mi lanza.

Él la tomó.

—Plateos —dijo—, os traigo de nuevo a vuestra ciudad, en paz.

Y ellos aclamaron; los hoplitas, y los nuevos ciudadanos, y las mujeres, y los niños, e incluso los esclavos.

Qué bueno sería poder terminar aquí.

Sírveme un poco más de vino.

Busqué con la vista a Euforia; en realidad, no esperaba verla, pues debía de estar de nueve meses; pero tampoco veía a la esposa de Hermógenes, ni a mi hermana. Recuerdo que Antígono y yo estábamos juntos y que tuve en la punta de la lengua una broma sobre que, por primera vez, nosotros llegábamos puntuales y nuestras esposas se retrasaban.

Pero antes de que hubiera tenido tiempo de soltar mi pulla cruel, uno de mis tracios, de los hombres a los que había liberado, salió al Campo de Ares. Nos contó con lágrimas en las mejillas la noticia que traía. A decir verdad, no recuerdo nada después de aquello, hasta que me encontré junto a su lecho. No la había llegado a ver por cosa de tres horas.

Había sangre; tanta sangre que bien parecía que ella hubiera muerto en Maratón. Había librado su propio combate, un combate largo, y no se había rendido ni había cedido terreno. Se había mantenido en su puesto hasta el final, y había echado al mundo a nuestro hijo, a costa de su vida.

Other books

Jewelweed by Rhodes, David
The Sound of Whales by Kerr Thomson
Line of Fire by Cindy Dees
Charred by Kate Watterson
Rikers High by Paul Volponi
Ritual Sins by Anne Stuart
The Nonborn King by Julian May
Hidden Treasure by Melody Anne