Maratón (20 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

—Júrame que no harás nada que haga daño a mi señor, y que te marcharás de esta ciudad mañana por la mañana —me dijo.

Puse mi mano en la suya.

—Juro que volveré a Éfeso mañana; y que, una vez allí, mi único propósito será verla y marcharme —dije.

Si tenéis buen ingenio, os habréis dado cuenta de que mi juramento dejaba muchos cabos sueltos.

Nos dimos un apretón de manos, y él se terminó su infusión.

—Tengo cosas que hacer en el mercado —dijo—. Recoge todas las noticias que quieras. No servirán más que para desmoralizarte. No puedes luchar contra el Gran Rey. Su poder supera todo lo que te puedas imaginar. Debería enviarte preso a Persépolis; te haría un favor. Pero te dejaré que veas tu perdición, y te dejaré marchar hasta ella. Puede que salves a unos cuantos griegos para que sean súbditos del Gran Rey —señaló la puerta—. Ve; entérate. Y desespérate. Y deja a Briseida que siga su camino, te lo aconsejo.

Nos abrazamos como viejos camaradas. Era extraño que, aunque solo nos veíamos de tarde en tarde, aquí y allá, y aunque él no me había conocido siendo yo un gran héroe sino siendo un niño esclavo, no por eso dejamos nunca de ser amigos, ni siquiera cuando empuñábamos las espadas y nos corría la sangre hasta la muñeca, y las empuñábamos el uno contra el otro.

No creáis nunca que los persas eran hombres inferiores. Los mejores de entre ellos eran tan buenos como los mejores de los nuestros… o mejores todavía.

El permiso que me había dado para espiar en Sardes (y me lo había dado, en efecto), me había dejado helado, y me vestí y salí al Ágora.

Fui pasando de un puesto a otro, comprando vino en uno, un paquete de hierbas en otro, escuchando las habladurías y las noticias.

Yo había sido esclavo y sabía pasar desapercibido. Puede que Ciro me apreciara, pero era militar profesional, y antes de que el sol se hubiera alzado por encima de las casas bajas, supe que había mandado a dos hombres a que me vigilaran, dos lidios de cabello oscuro. Uno tenía una fea cicatriz en la rodilla que lo delataba cuando andaba, incluso desde lejos, y el otro tenía la costumbre de seguirme demasiado de cerca, por miedo a perderme de vista.

Yo había aprendido estas cosas cuando era esclavo. Los esclavos se siguen unos a otros para descubrir los secretos de sus amos. Los amos enseñan a los esclavos a seguir a otros esclavos, también para enterarse de secretos. Los esclavos se buscan amantes libres, o viceversa, y tienen que ocultarse. Me fijé en ellos antes de haber dado una vuelta completa a las tiendas y a los puestos del Ágora, y les di esquinazo con el sencillo recurso de entrar por la puerta delantera de una taberna que estaba en la esquina del Ágora y pasar por las cocinas para salir por la parte trasera.

Después, subí por una calle empinada hasta lo más alto, me senté en una tienda de vinos minúscula y vigilé por si me seguía alguien, como vigila una leona la presencia de los cazadores. Pasé una hora vigilando, y después fui por un callejón con charcos de orina de otras personas, y bajé la cuesta por otra calle estrecha hasta que llegué a la calle de los orífices. Entré en la segunda tienda, que era de un babilonio, y examiné sus mercancías. Estaba especializado en tubitos pequeños de oro para guardar pergaminos; servían para llevar amuletos mágicos escritos. Estaban muy bien hechos, y le compré uno.

El propietario tenía acento siriaco, lucía una enorme barba blanca como de actor cómico, y gesticulaba con las manos más que un ateniense. Regateamos mientras nos tomábamos una taza de infusión, primero, y una copa de vino después. Le estaba comprando un tubo de oro, no de plata ni de bronce, y mi compra le representaba diez días de trabajo, de modo que lo alargué todo el tiempo que él quiso, a pesar de que el regateo había quedado casi resuelto al cabo de cinco ofertas y contraofertas.

Lo envolvió en un pedazo de buen cuero teñido de Tiro.

—Me manda Milcíades —le dije, después de haber contado mis monedas en el mostrador.

—Entonces, debía haberte cobrado más —replicó él. Pero enarcó una ceja y me hizo un guiño. Y guardó mis monedas en su caja—. Voy a pedir más vino. Creía que el griego se había olvidado de mí.

—Cuando perdimos a Éfeso, ya no pudimos ponernos en contacto contigo —le dije.

Hizo una mueca.

—Tengo escritas unas notas —dijo, y subió a la vivienda del piso superior. Oí que hablaba con su esposa y que se movía de un lado a otro. Por fin, regresó.

—Están escritas a la manera hebrea —dijo—, y nadie puede leerlas, a menos que sea un sabio como yo —sonrió—. ¿Quieres un buen hechizo con tu bonito amuleto, soldado?

—No es para mí —dije.

—¿Para una mujer hermosa? —preguntó—. Has sido su amante durante muchos años. Y ella te ama. Y ambos sois demasiado orgullosos para someteros al otro. ¿Eh?

Me quedé mirándolo, boquiabierto.

—No en balde me llaman Abrahim el Sabio, hijo. Además, esta historia no es precisamente una novedad, ¿verdad?

Se rio con malicia, y empezó a trazar puntos minúsculos en un pedazo de pergamino.

Estaba dibujando una figura, una figura pequeña, meticulosa y perfecta. Claro que, era orífice, y esos hombres siempre saben dibujar.

—¿Y los persas? —le dije para animarle a hablar.

Siguió con la vista clavada en su trabajo.

—Datis reúne su flota en Tiro —dijo—. Piensa tener seiscientos barcos.

Confieso que se me escapó una maldición, a pesar de que en los últimos tiempos ejercía de hombre piadoso.

—Eso no es lo peor, hijo —prosiguió Abrahim. Echó una mirada a sus notas y sacudió la cabeza, frunciendo los labios.

—Datis ha acudido a cada una de las islas, y a todos sus jefes… con dinero. Dáricos de oro. A sacos —volvió la vista de nuevo hacia su trabajo—. Yo vi pasar por Persépolis la caravana del dinero, hace menos de tres semanas. Datis está dispuesto a tomar Mileto y a romper la rebelión, aunque para ello tenga que
comprarla
.

—Y ¿qué hay de Artafernes? —pregunté.

Abrahim se encogió de hombros.

—Yo soy un viejo judío de Babilonia, y vivo en Sardes —dijo—. No me preguntes por Éfeso. No vivo en Éfeso. Datis viene aquí, y los mensajeros traen de Persépolis sus planes y su dinero. Artafernes es una criatura de otra especie. Aspira a ser grande. Datis solo quiere vencer, y ganar favor.

—Mi amor es la esposa de Artafernes —dije. Nunca sabré qué me impulsó a decir aquello entonces.

—¿Briseida, hija de Hiponacte? —dijo Abrahim.

Levantó la vista, nuestras miradas se cruzaron, y fue como si estuviera asomándome a los ojos de Heráclito. Unos ojos que eran una puerta de acceso a los secretos del logos. Aquel hombre me había parecido cómico al principio, incluso mientras regateábamos. Ahora me parecía que me encontraba ante una presencia singular. No retiró sus ojos de los míos.

—Entonces, tú eres Arímnestos. Aaah —dijo, y asintió con la cabeza—. Interesante. Me alegro de haberte conocido.

Dije algo más, tanteando al azar.

—Conoces a mi maestro, Heráclito.

—Lo conozco —asintió él—. Hasta entre los
goyim
[3]
existen grandes hombres.

Terminó su trabajo, y se quedó sentado un momento, inmóvil; y después pasó la mano sobre el pergamino minúsculo, lo enrolló apretándolo mucho y lo metió en el tubo.

—Como pasa a la mayoría de los jóvenes, se libra dentro de ti una guerra entre el hombre que actúa y el hombre que piensa. Sigue mi consejo: piensa más —envolvió el tubo con el cuero rojo—. Seiscientos barcos… preparados para hacerse a la mar cuando sea la fiesta de Artemisa en Éfeso. Los mandará Datis. Oro para todos los señores de todas las islas… cuidado con las traiciones. ¿Entendido?

Asentí con la cabeza.

—Te… ¿te debo algo? —le pregunté.

Él se echó a reír.

—Soy judío, muchacho. Los persas destrozaron a mi pueblo, y estoy dispuesto a ayudar a cualquiera que sea su enemigo.

Le di un apretón de brazos, y cuando ya iba a salir por su puerta, volvió a llamarme.

—Muchacho, yo no te conozco —dijo—. Pero, a pesar de todo, intentaré darte un consejo. Vuélvete directamente con los tuyos, y no vuelvas a verla a ella nunca más. Mi pergamino no puede protegerte de… de lo que hay entre vosotros dos.

Sonreí, abracé al viejo judío y me volví al Ágora, donde los que me seguían volvieron a localizarme con evidente alivio. Dejé que me acompañaran mientras compraba un buen cuchillo para Filócrates, un ceñidor de bronce para Idomeneo, y unas bonitas tijeras para mi hermana, cosas que los de Sardes hacen a la perfección. Para mí me compré un arco persa lacado; y después se me ocurrió comprar otro para Teucro. Compré haces de flechas, y compré también un caballo, un bonito macho castrado, con sus arreos y todo. Da gusto tener dinero. Comprando cosas, te sientes mejor después de que alguien te acaba de decir que el enemigo tiene seiscientos barcos.

Aburrí a mis sombras hasta dejarlas tranquilas, y me dirigí después de nuevo a la casa de Ciro.

Comimos juntos. Ciro estaba callado, y yo también, pero hacíamos buena compañía, brindábamos por la salud del otro y decíamos juntos las oraciones y las libaciones.

—Estás tan sombrío como yo —dijo al final de la comida.

—Según los rumores que corren por el mercado, Datis tiene seiscientos barcos, y una reata de mulas cargadas de oro.

—¿Qué esperabas, hermanito? —me preguntó Ciro, aunque con tristeza, como si la victoria de su amo fuera una desventura—. No podéis luchar contra el Gran Rey.

—Sí que podemos —repuse yo, encogiéndome de hombros. Pensé en las playas de Samos, llenas de barcos, y en los entrenamientos—. A igualdad de barcos, podemos vencer a todos los egipcios y fenicios que se nos pongan por delante. ¿Estuviste en Amatunte? —le pregunté.

Sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Artafernes y yo estábamos de campaña en Frigia.

Asentí con la cabeza.

—Aquel día tomé cuatro barcos enemigos, Ciro. Si Datis reúne seiscientos barcos, la mitad serán aliados a la fuerza, como los chipriotas. Y cuando le hayamos vencido, el Imperio persa habrá terminado en la Jonia.

—Es un sueño noble —dijo Ciro, sacudiendo la cabeza—. Y entonces, todos vosotros, los griegos, seréis libres… libres para ser tiranos, libres para mataros unos a otros, libres para violar, robar y mentir. Libres del yugo persa, y del buen gobierno, de los impuestos bajos y de la paz.

Hablaba con vivo enfado, como habla un padre cuando su hijo o su hija ha dicho una impertinencia en la mesa.

Entonces me tocó a mí sacudir la cabeza. Porque sabía, dentro de mí, que había dicho la verdad. El mundo de la Jonia no había sido nunca tan rico, ni había gozado de tanta paz, como cuando Persia dominaba la mar.

—Esa libertad de que tanto habláis, beneficia a los héroes —dijo Ciro—. Pero ¿y los pequeños labradores, y las mujeres y los niños? Serían más felices con el Rey de Reyes —se atusó la barba sacándole punta, se retorció el bigote, y soltó un gruñido—. Nos volvemos sensibleros, hermanito. Temo lo que pueda suceder cuando venzamos. Creo que habrá que pedir cuentas. Creo que esta revuelta ha asustado a mi amo, e incluso al Gran Rey. Correrá la sangre. Y los griegos sabrán cuán grande ha sido el error que han cometido.

Hice girar el vino en mi taza sin asa, y me sentí persa. Pero todavía me quedaba una flecha en el carcaj, a pesar de que mi cabeza estaba de acuerdo con todo lo que decía él.

—Ciro… —le llamé, después de que pasara un largo rato sumido en el silencio. El jardín estaba a oscuras y no acudía ningún esclavo.

—Estoy cansado de la guerra —dijo Ciro.

—Escucha, hermano mayor —le dije yo. Me agradaba aquel título honorífico que me había otorgado él, acogiéndome en su familia.

Él soltó un gruñido, a pocos palmos de mí, entre la oscuridad.

—Si tú fueras griego y no persa, ¿qué pensarías? —le pregunté.

Se rio.

—En ese caso, lucharía contra el Gran Rey con todas las armas y con todas las mentiras que tuviera a mi alcance —dijo.

Los persas no mienten.

Nos reímos juntos.

A la mañana siguiente, después de habernos abrazado, me marché en mi caballo. Cuando llegué al paso de montaña pensaba en él, y cuando vertí otra libación por los muertos en la batalla, pensaba en él. Pensé en Grecia y en Persia entre los restos de las viñas destruidas, en lo alto de la colina, donde los atenienses habían detenido a los hombres de Caria en la batalla de Éfeso, donde había caído Eualcidas, el mejor guerrero y el hombre mejor de todos los griegos.

Y, naturalmente, pensaba en Briseida. En sus palabras, y en su cuerpo, y en con cuánta frecuencia no coinciden aquellas con este.

Todos los muchachos cometen el error aterrador de creer que el cuerpo de una mujer no puede mentir. Que aunque mientan sus palabras, sus besos son verdaderos. La castidad es un mito inventado por los hombres para defender el territorio de los hombres; a las mujeres les importa poco. O más bien, a las mujeres como Briseida les importa poco la castidad. Cuando toman un amante, no reducen su territorio, sino que lo aumentan. De hecho, son como los hombres que son matadores. Es una conducta aprendida.

Si no sabéis lo que quiero decir, no seré yo quien os cargue con este conocimiento.

Volví a montarme en mi caballito y bajé por el risco hasta el río; tomé el transbordador por encima de la ciudad y llegué a la casa de Heráclito poco después de la hora de cenar.

Me abrazó.

No le dejé hablar, salvo para echarme su bendición en la puerta, y le dije que Abrahim, el judío de Sardes, le enviaba saludos.

—Datis tiene todo el oro de Persia y seiscientos barcos —le dije—. Tengo que ir con Milcíades. Pero necesito ver a Briseida. ¿Me llevarás con ella de nuevo?

Se me quedó mirando… creo que durante un rato largo. La verdad es que no lo recuerdo, o quizá no quiera recordarlo.

—¿Por qué? —preguntó él.

—Debo verla —dije.

Hasta los sabios cometen errores.

—Está bien —dijo.

Estaba sentada en el patio de entrada, donde solía sentarse el portero, con la cara oculta entre la oscuridad. Allí donde su padre me había hecho entrar por primera vez en su casa. Donde su madre había jugado conmigo por primera vez. Donde Artafernes se había hecho amigo mío. Si es verdad que el pie sí
puede
mojarse dos veces en la misma agua del río, allí había muchos ecos del logos.

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