Maratón (41 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Me quedé tendido, inmóvil, con el corazón palpitando con fuerza, y sentía el cuerpo más ligero. De hecho, cuando me levanté de entre mis mantas, me dolían menos la cadera y la pantorrilla. Mucho menos. No he vuelto a correr el estadio desde Lade; pero a partir de aquel momento, recuperé algo. Algo más que simples músculos y tejidos.

11

Mi tercer regreso a Platea fue el más fácil. Puede que mis paisanos se estuvieran acostumbrando ya a mis viajes, o puede que Simón, hijo de Simón, acabara de perder a sus partidarios en Tebas y no tuviera dinero para gastarlo en manchar mi nombre. En cualquier caso, atravesé el Citerón en invierno helándome el culo en el alto paso montañoso, a pesar de lo cual hice un sacrificio en el altar familiar, y bajé a la verde Platea a tiempo para la cosecha de primavera.

La verdad es que los plateos pueden llegar a ser unos paletos ignorantes, y es posible que hiciera tanto frío en el invierno que ni siquiera se hubieran dado cuenta de que me había marchado.

En cualquier caso, llegué para la primera cosecha, la cosecha de la cebada, y estaba lleno de ánimo; no sé qué me había dado el cuervo, pero era fuerte. Establecí a Cleón en una finca pequeña, a la sombra del Citerón, y él parecía bastante contento. Labré mis barbechos con Hermógenes, consiguiendo que me alabara a regañadientes por mi manera de trabajar de firme. Puse rodrigones nuevos a las viñas y podé todo lo que estaba al alcance de la hoz. Reuní a todos mis esclavos varones y liberé allí mismo a los dos tracios que habían estado conmigo desde mi primer regreso, y expuse a los demás cómo podrían ganarse la libertad ellos también si trabajaban bien.

Cuando estuvo hecho el trabajo agrícola de primavera, me dediqué a la fragua y me puse a hacer con Tireo y con Bion ollas, y cubos, y copas, y recipientes para el templo. Mi fragua no estuvo en silencio durante veinte días seguidos. Hasta el propio Hermógenes trabajaba en la fragua, lo cual era raro, porque, a pesar de su habilidad, se había convertido principalmente en agricultor.

En la fiesta de Deméter bailamos la pírrica y contemplé la nueva añada de niños hechos hombres con esa mezcla de humor y desconfianza con que miramos los hombres mayores a los mozos jóvenes. Unas veces se atildaban y otras se escabullían, y perdían la cabeza cada vez que pasaba una chica bonita. A pesar de todo ello, cuando terminó el festival yo ya me había hecho idea de cuáles valían y cuáles no valían, y de dónde se les podía poner en la falange.

No había asumido con naturalidad el cargo de estratego de la ciudad; o quizá sí. Mi padre había sido polemarca, arconte de la guerra, durante una breve temporada, antes de morir. Y desde su muerte no se había designado formalmente a ningún hombre para el cargo. Desde la Semana de las Batallas, los plateos no habían formado en orden de batalla ni un solo día. De hecho, en toda la ciudad solo había seis hombres que habíamos afrontado el hierro en la tormenta de Ares después de entonces.

Yo era uno. Otro era Idomeneo, que había sido aceptado como ciudadano a pesar de ser extranjero, porque era el sacerdote del héroe. Estaba también Áyax, un plateo que había estado al servicio de los medos en el Quersoneso, contra nosotros, a pesar de lo cual lo teníamos en buen concepto. Estaba Estiges, que nos había seguido a Lade. Hermógenes había servido bajo mi mando dos años en el Quersoneso, y tenía buena armadura y mano firme. Otro hombre local era Lisio de Platea, que había servido cuatro años con Milcíades antes de comprarse una buena finca a orillas del Asopo. Y esos éramos todos los de mi generación.

Las cincuenta familias de Mileto nos aportaron gran experiencia en las cosas de la guerra.

Teucro era el mejor arquero que se había visto en nuestra ciudad, y le encargué que organizara a los hombres que llevaban arco; en aquellos tiempos, cariño, los arqueros todavía iban con la falange. Y Alceo, que era el señor principal de entre los supervivientes, era un luchador a lanza tan bueno como Idomeneo, y tenía toda la panoplia, con escarcelas y guardabrazos, y hasta armadura para los pies con la forma de sus propios pies, de modo que cuando se ponía todo su equipo parecía una estatua de bronce.

Los milesios aportaron verdadera fuerza de combate. Y gracias a esto fueron aceptados antes, a pesar de ser jonios y extranjeros.

Y, por último, estaba Cleón, que tomó una de las antiguas fincas de Simón, una propiedad de los corvaxos que le concedí yo, separada de la mía por una colina, contigua a las viñas de Epícteto. Cleón no había sido nunca aficionado a la guerra, pero había estado varias veces en las primeras filas. Platea se alegró de recibirlo, y Mirón organizó una colecta para comprarle un
aspis
y un casco, pues él había vendido los suyos.

En aquellos tiempos, una ciudad pequeña como Platea sabía que sus guerreros eran su sangre, y bailábamos juntos con toda la frecuencia que nos lo permitía el ciclo de las cosechas. Los jóvenes iban a cazar juntos al Citerón, y algunos (unos pocos) venían a la fragua y aprendían a combatir con la lanza, o iban colina arriba a aprender con Idomeneo, o con Lisio, bajando el Asopo. Todos les enseñábamos las mismas cosas; primero, a servirte de tu escudo y del astil de tu lanza para que el hierro de tu enemigo no te llegue al cuerpo, y solo más tarde enseñábamos el modo de clavar tú el hierro al otro a tu vez.

Como yo era el broncista, tenía una idea bastante clara de quién tenía armadura y de la calidad de cada una. Los plateos, en conjunto, éramos gente acomodada, gracias a lo que nos pagaba Atenas por los cereales. Y con aquellas célebres tres victorias en una semana, había cascos y grebas en casi todas las casas. Quizá no se ajustasen a los miembros de cada generación, pero allí estaban, y cuando llegaba una generación nueva se hacían intercambios y visitas al broncista. Los hombres estaban tan preparados para la guerra como podían prepararse a base de bailar la danza guerrera y de hacer ejercicio con las armaduras puestas.

Aquel verano inicié la costumbre de llevarme a un grupo numeroso de jóvenes al Citerón, para acampar, hacer vida dura y cazar. En Platea no éramos aristócratas, pero los espartanos tienen razón cuando dicen que solo por medio de la caza se acostumbran los hombres a la guerra. Bueno, otra posibilidad sería hacer vida de esclavo, pero yo no lo recomendaría como programa de entrenamiento.

Cuando estuvo sembrada la cebada y el trigo, cuando hube enviado dos carretas de artículos de bronce a Atenas y otra a Corinto, y antes de que mis uvas empezaran a madurar, en una tarde agradable de verano, dije a los hombres, jóvenes y viejos, que se habían reunido en el patio de mi fragua, que me proponía dirigir una cacería en la montaña.

Aquel primer año solo fuimos media docena. Ascendimos por la larga carretera de la ladera del Citerón, y yo me acordé de mi antiguo tutor, Calcas, y de cuánto me había enseñado. Llevé a los chicos (no puedo llamarlos de otra manera) a Idomeneo, y él les sumó una docena de jóvenes suyos, chicos que le habían enviado para que aprendieran las cosas de la guerra. Pasamos allí la noche, hicimos una hoguera y los chicos escucharon boquiabiertos las historias de guerra que contábamos.

Cleón vino también. No decía palabra y bebía demasiado, pero sabía empuñar la lanza.

Y al día siguiente empezamos a enseñarles a cazar ciervos.

Algunos de aquellos muchachos no habían lanzado una jabalina de verdad en su vida. Y bien, todos los niños son iguales, y en Platea no había ninguno (al menos, ningún hijo de un ciudadano) que fuera tan pobre que no hubiera podido hacerse con un palo recto con punta aguda. Pero a los plateos nos falta la organización de los espartanos y de los cretenses, o incluso de los atenienses, que dan una cierta formación a todos los ciudadanos. Ojalá pudiera deciros que yo tenía la previsión suficiente para ver lo que se avecinaba; pero no era así. Antes bien, sentía que tenía una deuda con mi ciudad de origen. Podía saldarla encargándome de formar a los muchachos. De modo que los llevé a las alturas del Citerón, maté algunos ciervos y procuré no reírme mientras los veía andar torpemente de un lado a otro, cortarse unos a otros con las hachas, arrojar las jabalinas sin acertar a nada y decir mentiras.

Chicos. ¿Alguna vez fui yo así de joven?

No obstante, todo fue un gran éxito, aunque tuve que defender de Idomeneo, bastón en mano, a algunos de los chicos más guapos, y me pregunté muy seriamente qué vicios cretenses estaría enseñando a los chicos que le enviaban; pero yo no era su guardián. Entre los dos los llevamos montaña arriba; y cuando volvimos a bajar, dos semanas más tarde, estaban más esbeltos y más ágiles y eran hombres mejores en todos los sentidos; al menos, la mayoría de ellos. Y no solo los chicos. Cleón estaba mucho más centrado. Pero en todo rebaño hay algunos animales cuyo destino es morir, y lo mismo pasa entre los hombres.

Después de aquella primera ocasión, venían hombres a pedir que llevásemos a sus hijos, e incluso acudieron a mí algunos hombres crecidos (como Peneleo, hijo de Epícteto, que no tenía formación en la guerra y quería ponerse al día), y mi vida se fue llenando. Trabajaba, y entre una época de trabajo y otra formaba a los jóvenes.

A principios de otoño, cuando empezaban a madurar las uvas y yo atendía al tiempo y observaba a todos los agricultores que me rodeaban para ver quién araba y sembraba cebada, llegó mi hermana con regalos y con un niño nuevo, y la abrazamos. Fue a ver a
mater
, que solía vivir sola, aturdida por el vino, con un par de esclavas que sabían cuidarla. Después de verla, volvió, probó un bocado de la cena y sacudió la cabeza.

—Necesitas una esposa —dijo.

Yo estuve a punto de escupir la comida que tenía en la boca.

—Te he buscado una buena —siguió diciendo—. Necesitas a alguien que lleve esta casa y cuide de
mater
. ¿Desde cuándo no pruebas una comida decente?

Miré la comida que estaba en mi bonito plato de bronce.

—¿Qué tiene de malo esta? —pregunté.

—Cualquier campesino del valle del Asopo come mejor —dijo ella—. ¿Pan y queso?

—¡Mi propia cebada, y mi propio queso! —dije yo.

Penélope me miró con firmeza.

—Escucha, Hesíodo —dijo, y soltó una risita, y yo no pude evitar reírme con ella.

Hesíodo había sido un buen agricultor y un misógino brutal; y si bien a mí me gustaban sus palabras, no estaba de acuerdo con todas. Entendí lo que me quería decir Pen.

—No necesito una esposa —dije.

—¿Qué esclava te calienta la cama? —me preguntó—. ¿Eres tú, Alete?

Alete era una mujer tracia vieja que ayudaba a cuidar de
mater
. Sonrió con su boca desdentada.


Na'
, señora —dijo, y se rio.

Pen miró a un lado y otro.

—En serio, ¿quién es?

Yo me encogí de hombros.

—Me estás avergonzando, hermana. No tengo calientacamas en mi propia casa. Generan rencores.

—Yo te diré lo que genera rencores —replicó Pen—. Los hombres huraños sin esposa, en casas sucias, con comida desabrida —me miró—. ¿O es que ese cretense te ha enseñado a aficionarte a los chicos?

Yo advertía los indicios de la derrota.

—Pero si yo no necesito una esposa —dije débilmente.

—Leda, la hermana de mi señor, fue a la escuela, a una escuela para niñas, en Corinto —dijo Pen, implacable como los arqueros persas—. Tú di de qué color prefieres que tenga el pelo, y yo me ocuparé de lo demás.

—Negro —dije casi sin reflexionar. Negro como el de Briseida, pensé. No puedo casarme… amo a Briseida.

Pero sabía que había perdido a Briseida para siempre, y en los breves latidos del corazón en que me consentía a mí mismo pensar en algo que no fuera el trabajo o los entrenamientos, me sentía solo.

Entrado ya aquel mismo otoño, cuando se habían ocultado las Pléyades, las hermosas hijas de Atlas, cuando se habían recogido todas las uvas y ya se habían pisado todas las que iban a hacerse vino, y teníamos una semana libre mientras esperábamos a ver si el trigo sería bueno, me llevé a la montaña a casi cien hombres. La cosecha ya prometía ser fabulosa, incluso legendaria quizá. Y nos hacía falta un descanso del trabajo. Además, la carne de ciervo alimentó muchos hogares aquel verano, mientras esperábamos a ver si el año entrante sería mejor que había sido el pasado con sus malas lluvias; y los milesios eran pobres; habían empezado sin nada, y cada ciervo que matábamos servía para que les siguieran brillando los ojos. Y en aquellos tiempos, cariño, la mayoría de los griegos vivíamos y moríamos alimentándonos de cebada; y la cebada, como dice Hesíodo, se siembra cuando se dejan de ver las Pléyades y brota cuando asoman de nuevo; es un cultivo de invierno. Los milesios necesitaban alimentos para superar el invierno.

En aquella ocasión batimos las laderas de la montaña con algo parecido a la eficacia; e Idomeneo maldecía y decía que íbamos a acabar con la caza. Le prometí que la partida de caza siguiente sería por detrás de Eleutera, una expedición más larga, con mejor formación y con una reserva nueva de ciervos. Matamos setenta animales y nos llevamos la carne a casa. Mientras estábamos en la montaña, los hombres mayores hablábamos de política y de la guerra.

Los persas se acercaban. El Gran Rey había jurado quemar Atenas, o eso decía la gente, así como Eretria, en Eubea. El rumor que corría era que Tebas estaba dispuesta a jurar vasallaje al Gran Rey a cambio de la ayuda de este contra Atenas.

—Tendremos que luchar —dijo Peneleo.

Todos me miraron. Y yo era viejo y sabio.

—Bobadas —dije—. Los persas son poderosos, y sus ejércitos son enormes, y tienen más trirremes que todos los griegos juntos; pero ¿sabéis lo lejos que está Sardes de Atenas?

Hasta ahí llegaba mi sabiduría. Lo único que me preocupaba estaba más cerca de casa.

—Si los tebanos intervienen, sí que podríamos acabar luchando —añadí.

—Mi
pater
dice que un plateo vale por diez tebanos —dijo el joven Diocles, hijo de Euménides. Euménides se había mantenido firme en su puesto cuando mi hermano murió en Oinoe.

—Tu
pater
debía saber mejor lo que se dice —dije yo—. Cuando vengan los tebanos, tendrán diez hombres por cada uno de los nuestros. Y las rodillas nos temblarán como las hojas secas al viento.

—Podemos salirles al encuentro en el campo de batalla, o defendernos tras nuestras murallas —dijo Idomeneo—. Lo que más temería yo serían las incursiones de saqueo… hombres codiciosos, con buenos jefes, en busca de ganado y de esclavos.

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