Maratón (61 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Novela histórica

Al caer la tarde del tercer día, los bárbaros salieron de su campamento, y su ejército tenía un tamaño increíble. La operación estaba planificada con cuidado, y salieron del campamento con la fluidez con que sale el agua de un cacharro; y cada contingente tenía su lugar asignado. Y después, cuando hubieron ocupado la llanura en toda su anchura, avanzaron a paso ligero.

Los
psiloi
huyeron despavoridos. ¿Qué otra cosa podían hacer? No pocos murieron, alcanzados por la caballería de los flancos o por las flechas de los sakas, de los medos y de los persas en el centro.

Arístides había sacado aquel día a los hoplitas a la llanura, y se mantuvo en su puesto hasta que hubieron llegado corriendo los últimos hombres pequeños, y después sus hoplitas subieron en buen orden la colina hasta nosotros. Pero los bárbaros no los persiguieron. Dieron media vuelta y se volvieron atrás, hasta cubrir de nuevo andando por la llanura los quince estadios de vuelta a su campamento. Todo el ataque había tardado menos de lo que tardaba un orador en presentar su alegación en un pleito.

Por entonces, yo ya me estaba poniendo el coselete, temiendo que nos fueran a atacar hasta la misma colina, y tenía los ojos clavados en las maniobras del enemigo. Milcíades llegó a mi lado, se subió al muro y los observó mientras se retiraba. Recuerdo que lo acompañaba Frínico, y que Frínico llevaba un estilo y unas tablillas de cera.

—Persas a la derecha; caballería, y después infantería; los mejores que tienen. Igual que nosotros. Sakas montados a la izquierda; después, griegos orientales. Parece que son los infantes de marina de todos los barcos; allí hay algunos fenicios. Y, después, los sakas de a pie. Persas otra vez en el centro, de a pie. Puede que medos. Más medos a la derecha. —Los observaba con cuidado—. Llenan la llanura, Arímnestos.

Frínico escribía con cuidado el orden de batalla de los persas. Yo me fijaba en el dato de que las mejores tropas persas estarían en su flanco derecho. El que quedaba frente a nuestro flanco izquierdo. Allí estarían los plateos. Igual que el día que mi padre se enfrentó a los espartanos en Oinoe, nosotros tendríamos que hacer frente a los hombres mejores del enemigo.

Claro que tenía miedo, jovencito. Nosotros no éramos los hoplitas invencibles de Grecia. Éramos unos hombres que habíamos perdido todas las batallas que habíamos intentado librar contra los condenados persas. Pero yo me tragué el miedo, como debe hacer un hombre. Asentí con la cabeza y hablé con voz apenas turbada.

—Unos doce mil, poco más o menos. Su formación de combate no es tan profunda como la nuestra.

—Pero es bastante profunda, no obstante —dijo Milcíades, con una media sonrisa—. Nosotros también tenemos que llenar toda la llanura.

—¡Ja! —exclamé.

Lo entendí: si nuestros hoplitas cubrían todo el terreno entre las colinas y el mar, la caballería no podría rodearnos; y ningún hoplita temía a un jinete teniéndolo delante.

En realidad, esto es una bravata. Todo soldado de a pie teme a la caballería; pero una masa de hombres con lanzas que mantengan la sangre fía no corren ningún riesgo serio, por muy fuerte que suene el retumbar de los cascos.

—Plateos a la izquierda; después, las tribus por orden de procedencia —dijo Milcíades—. Así, tus hombres quedan en el flanco izquierdo y los míos en el flanco derecho. ¿Estás preparado para recibir a quinientos nuevos ciudadanos?

—¿Cómo, esta noche? —bromeé.

Pero dentro de mí tenía miedo. Mis plateos, contra los persas. No era una mera cuestión de si podíamos vencer. Era que iba a llevar a mis amigos, a mi cuñado… por los dioses, iba a llevar a toda mi ciudad a medirse contra el enemigo más temido en todo el cuenco de la tierra.

—Me dispongo a liberar a todos los esclavos del campamento —dijo Milcíades; y le brillaban los ojos—. Después, te los enviaré a ti. A los libertos y a los
psiloi
. Los armaré, y llenaré con ellos la retaguardia de mis tribus.

—La mitad no tendrán lanzas —observé.

—Harán bulto —dijo—. Podrán pasar al terreno irregular de tu flanco si tienes que abrirte; o pueden servirte para espesar tu carga, en caso necesario. Y si la caballería os rodea… bueno, os servirán para ganar tiempo mientras mueren —dijo, encogiéndose de hombros.

Asentí.

—¿Atacaremos a los bárbaros a la carrera? ¿O avanzaremos al paso?

Milcíades se mordió el bigote.

—Había pensado que podíamos destacar a los hombres escogidos para que vayan corriendo, a partir de la distancia de un tiro de flecha largo. Como lo hizo Eualcidas.

Yo me encogí de hombros.

—¿Por qué no corremos todos hacia ellos? —dije—. No digo que nadie se vaya a echar atrás; pero si todos avanzamos a paso de carga, a cualquiera le resultaría muy difícil retroceder.

—Acabaríamos teniendo huecos en el muro de escudos —dijo él.

—Los haríamos cagarse de miedo —repuse yo.

Él suspiró.

—En una situación tan arriesgada, tú propones hacer una cosa nueva —dijo. Asintió con la cabeza—. Me lo pensaré. Voy a liberar a los esclavos.

—Organizaré un banquete —dije, y sonreí.

Todavía estaba el sol alto cuando apareció en nuestro campamento una multitud de hombres pobres, esclavos recién liberados. Iba a su cabeza Temístocles.

—¡Plateos! —dijo Temístocles—. Atenas ha liberado a estos hombres, y os solicita colaboración para que les otorguéis derechos.

Yo tenía a mi lado a Mirón. Ya le había prevenido, y él estuvo a la altura de la situación como… bueno, como arconte de Platea que era.

—¡Libertos! —dijo, y ellos guardaron silencio; seguramente seguían encantados de haberse enterado de que quedaban libres—. Muchos de vosotros sois, dentro de vuestro corazón, hombres de Atenas. Quizá os sintáis siempre así. Pero Platea se siente muy orgullosa de recibiros; y, si vosotros nos lo permitís, haremos que os sintáis orgullosos de ser plateos. ¡Bienvenidos! Venid a nuestras lumbres, y permitidnos que os sirvamos vuestra primera comida como hombres libres y ciudadanos.

Teníamos preparado pan, aceitunas, carne de cerdo y vino, y servimos a los pobres desgraciados un banquete. Nuestros propios hombres se sumaron. Me acerqué a Gelón y le di un golpecito en el hombro.

—Tú también eres libre —le dije.

Sonrió.

—Eres buen hombre —dijo; y fue a ponerse con los libertos.

Comieron como hombres famélicos, y bebieron como bebedores insaciables. Nuestros ciudadanos fueron con ellos y se movían entre ellos; hablaban a uno, preguntaban a otro cómo se llamaba. Y les servían, como si fueran esclavos suyos.

Lloro al recordarlo… perdona, abejita mía. Dejadme un momento.

Cuando hubieron terminado de hacer libaciones y de recibir las bendiciones de nuestros sacerdotes, y de comer, me puse de pie sobre mi
aspis
.

—Yo he sido esclavo —dije.

Esto les hizo guardar silencio.

—He sido esclavo, y la guerra me hizo libre. Ahora soy polemarca de Platea. Sé lo bien que pelea un esclavo liberado. De manera que no voy a soltaros un discurso largo. —Señalé hacia los bárbaros, más allá de la luz de las hogueras—. Ahora mismo, ninguno de vosotros tiene bienes por valor de un médimnos de grano. Pero allí, en ese campamento, allí están vuestras fincas, y vuestros arados, y vuestros bueyes; vuestra casa y vuestros graneros; y, para algunos de vosotros, vuestras esposas. Todos los sakas llevan encima lo que vale una finca en Platea; algunos persas llevan por valor de tres o cuatro. —Señalé a los hombres que habían venido hasta aquí conmigo—. Mañana por la noche, haremos un montón común de todo lo que ganemos; de todos los artículos que ganemos con nuestras lanzas, y los hombres que luchen recibirán cada uno una parte. Todos tendrán su parte. Ahora —añadí, bajándome de un salto de mi
aspis
para pasearme entre ellos—, ¿quién tiene una lanza? Poneos allí. ¿Un casco? ¿Alguien lo tiene?

Aquello tardó una eternidad; el sol se puso bajo el borde occidental y yo seguía intentando construir mi falange. Mis plateos fueron generosos; los hombres que habían recogido un casco nuevo ofrecían el suyo viejo a los hombres nuevos, y los que tenían un sombrero de cuero de sobra lo pasaban, y así sucesivamente. La cosa siguió así largo rato. Los que tenían dos lanzas compartían una. Otros daban a los esclavos un par de sandalias, una clámide. Cualquier cosa que pudiera ayudar a los pobres desgraciados a vivir un minuto más.

Recibí cuatrocientos ciudadanos nuevos, pocos más o menos, y conseguimos armar a casi doscientos de ellos como lanceros, ya que no como hoplitas. La mayoría tenían que servirse de un manto enrollado a modo de escudo. Muchos no tenían casco ni sombrero, y tras ellos iban hombres con una bolsa de piedras, o con un par de jabalinas, o con una honda.

Pero cuando hube designado a todos el lugar que les correspondía, y cuando los hube armado lo mejor que pude, los envié a acostarse.

—Dormid bien —les dije—. Soñad con una finca próspera en Platea.

Esperaba que lo soñaran, porque sabía que para la mayoría la cosa quedaría en un sueño.

18

Dormí mal. Espero que no tengáis peor concepto de mí si os reconozco que la noche antes de la batalla de Maratón, y a pesar de que mi cabeza me decía que teníamos a los hombres necesarios y la voluntad de victoria, estaba despierto e inquieto. No me inquietaba la muerte. Nunca me inquieta la muerte. Lo que me preocupaba era el fracaso; y, tendido en mi piel de oso, rodeado de ruidos de ronquidos, y de susurros nerviosos, y probablemente de algún que otro pedo, me preguntaba qué podría hacer mejor.

El golpe de mano nocturno me obsesionaba. Me había perdido, y no había dicho a mis hombres lo que les tenía que haber dicho, y había cometido otra docena de errores. De modo que me quedé despierto, repasando mis actos de aquella mañana. Cuando estás al mando, te preocupas por las cosas más absurdas.

Me preocupaba ponerme la armadura y tener después ganas de cagar. Me preocupaba qué diría; se espera que el polemarca suelte una arenga. Me preocupaba despertarme demasiado tarde, y el aspecto de mi armadura. Gelón ya era libre, y no me habían sacado brillo al casco desde que salí de Platea. El héroe debe tener aspecto de tal.

Me preocupaba cómo afrontar el terreno irregular que tendría a la izquierda todo el día; y me preocupaba el efecto que podrían tener cuatrocientos hombres no entrenados en la retaguardia de mi falange.

Por el Hades, amigos, ni siquiera recuerdo todas las cosas de que me preocupé la noche antes de la batalla de Maratón.

Y cuando pensaba en mi esposa, en mi esposa maravillosa, lo único que se me ocurría era que, si ella estuviera allí, podríamos hacer el amor, y que aquello me animaría. Solo que por entonces ella ya se encontraba con el embarazo bien avanzado, y dicen que hacer el amor cuando el vientre está redondo es malo para el niño. Yo, personalmente, no creo que hacer el amor pueda ser malo para nadie; pero son las cosas que dice la gente.

Creo que fue entonces cuando me quedé dormido. Pensando en ella.

No; miento. Me ha traicionado la mente, y he venido aquí a decir la verdad. Mis últimos pensamientos estuvieron dedicados a Briseida. Si vencíamos…

Si vencíamos, ¿estaría más cerca de ella? Y ¿dónde estaba ella? Recité en la oscuridad la poesía de Safo a Afrodita, dedicándosela a Briseida. Y solo después me quedé dormido.

Me desperté a oscuras, y oí los ronquidos; pero en cuanto abrí los ojos, me entró todo en tropel, como entran los animales por una puerta abierta cuando no se les ha dado de comer y tienen comida en los pesebres. Todas mis preocupaciones.

Me levanté. Estaba declinando la estrella Sirio, y no faltaba mucho para que amaneciera; y, por otra parte, tenía frío.

Idomeneo se había acurrucado cerca de mí en el transcurso de la noche; y, cuando me levanté, él se revolvió.

—Por Ares, ¿ya es de día? —dijo.

Le eché encima mi pesado himatión.

—Duerme una hora más —le dije.

—Que Afrodita te bendiga —dijo con una sonrisa; y el sinvergüenza del cretense se quedó dormido al momento. Era extraño que hubiera hablado de Afrodita.

Aticé nuestra hoguera (los del grupo que comíamos y dormíamos juntos teníamos nuestra hoguera, claro está) y le eché una brazada de leña que alguien, como buen soldado, había dejado preparada. El fuego se animó, y me calenté.

Mi equipo estaba bien apilado bajo la funda de cuero de mi
aspis
. Aquello era obra de Gelón; debía de haberlo hecho después de la reunión de los esclavos liberados. Había pulido mi coselete hasta sacar brillo a las escamas, y el casco estaba como un espejo de mujer, y los reflejos de la lumbre le bailaban en la frente curvada y en los cuervos de las carrilleras.

Llegó Gelón y se arrodilló a mi lado. Yo no le había visto levantarse.

—¿Te vale así? —me preguntó, tal como me había preguntado otras mañanas después de haber hecho una chapuza. Aquello no era ninguna chapuza.

—Espléndido —dije. Hasta me había montado el penacho de gala, el que me había hecho Euforia; y también me había extendido el manto.

—Es mejor que tengas el aspecto propio de tu papel, polemarca —dijo, y me dio un apretón en el brazo—. Tengo entendido, según Estiges, que me has traído mi armadura.

—Así es —dije—. Pero no le he sacado brillo.

Se rio en silencio.

—Eres buen hombre —dijo—. ¿En los bagajes?

—Con la mula de Estiges. No quería que la encontrases.

Hice señas hacia la parte inferior de la colina.

Hacia el oriente, el cielo negro azulado se iba volviendo gris.

A un millar de entre nosotros solo les quedaban unas horas de vida.

Comí solo un cuenco de sopa caliente y un buen trozo de carne de cerdo que había sobrado del banquete de la noche anterior. Mojé pan en la sopa y me bebí dos copas grandes de agua y otra de vino.

Después, sin más ropa que mi quitón de llevar debajo de la armadura, una cosa sucia de lino que alguna vez había sido blanca, crucé el campamento hasta llegar al lugar de reunión de los estrategos. El día empezaba a calentar, y prometía ser tan caliente como mi fragua.

Fui el primer estratego que llegué. El segundo fue Milcíades, lo que habla mucho de su estado anímico, y Arístides llegó en tercer lugar. Después llegaron los demás en grupo; y en esta ocasión estuvimos juntos, sin tener en cuenta quién había votado a favor de librar batalla y quién había votado en contra. De hecho, ayudé a Leonto a atarse la coraza mientras Milcíades hablaba. Leonto tenía una hermosa coraza de cuero blanqueado, con armazón pesado de cuero negro y escamas en los costados, y su armadura se ataba con cordones de color rojo vivo.

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