—¿Por qué has solicitado un segundo guía? —preguntó una voz firme. Aquel sacerdote era más anciano y llevaba una vestidura sencilla, de lana, que había visto tiempos mejores—. ¡Trasíbulo! ¿Por qué me han llamado?
—Puedes regresar a tu celda —respondió el hombre untuoso a mi espalda—. Este beocio arrogante pretende regatear con el dios.
—Quiero que el dios me lave un asesinato cometido en Atenas —dije—. Si el dios tiene palabras para mí, me regocijaría al oírlas. Pero este hombre me pide un dinero que no tengo —añadí, señalando al sacerdote más joven.
El viejo se acarició la barba.
—¿Qué precio has ofrecido? —preguntó.
—Es…
—Silencio, Trasíbulo.
El sacerdote más anciano parecía un hombre salido de otro molde.
—He ofrecido dieciocho dracmas —dije yo—. Es todo lo que tengo.
—¿Lo que valen tres toros jóvenes? —dijo el sacerdote, mirándome.
—Puede pagar más. Mucho más —dijo Trasíbulo, señalando los ornamentos de metal de mi vaina vacía.
El más anciano suspiró.
—Esto es bochornoso. Los sacerdotes de Apolo no regatean como las pescaderas en la playa.
Una risotada del portero dio a entender que aquello no era cierto del todo.
—Soy Dión de Delos —dijo el sacerdote más anciano—. Me dedico sobre todo a los estudios, y no suelo conducir a hombres hasta las puertas; pero me temo que Trasíbulo se ha ganado tu disgusto —observó, dirigiendo al más joven una mirada severa—. Te hará falta plata para comer, y también para pagarte el pasaje de vuelta a tu casa. ¿No es así?
Asentí con la cabeza.
—Dame doce dracmas para tus sacrificios, y yo te conduciré al dios —dijo.
Trasíbulo escupió.
—Eres un mentiroso ante el dios —dijo, señalándome.
Mi estancia en la isla de Apolo no comenzaba de manera propicia.
Al caer el día hice el primero de mis tres sacrificios; este, en el llamado altar de ceniza. Sacrifiqué un cordero negro, símbolo de mi crimen, y conté al dios y a todos los demás hombres que habían venido a sacrificar cómo había matado en Atenas al asesino a sueldo, y cuál era mi pecado; había cometido
hibris
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me había creído tan digno de decidir la suerte de aquel hombre, como si yo estuviera a la altura de los dioses.
Otros hombres fueron sacrificados por otros delitos. Uno, de Creta, había matado a su hijo con una jabalina, por error, en un lamentable accidente de caza. Otro se había acostado con una mujer extranjera cuando esta tenía la regla, y se sentía impuro. Yo estuve a punto de echarme a reír; pero el resto de los presentes dieron muestras de creer que aquello era una cosa seria. Otros hombres eran soldados, mercenarios, que habían venido a expiar el haber matado a otros griegos en una riña por una partida de dados, o en una batalla. Dos hombres eran culpables de graves actos impíos.
Mi sacrificio fue rechazado. Llevé el animal al altar y lo maté, pero el fuego no lo aceptaba. Lo vi con mis propios ojos.
Pasó lo mismo a uno de los hombres culpables de actos impíos y al que había matado a su hijo.
Mi sacerdote, Dión, nos acompañó cuando nos retiramos del altar. Nos llevó a una choza hecha de broza, en lo alto del acantilado, por encima de la playa.
—Estaréis aquí una semana, comiendo alimentos puros y bebiendo solo agua. Reflexionad sobre cómo os hicisteis impuros. Reflexionad sobre vuestra vida. Volveré por vosotros.
La semana se hizo muy larga.
El cretense se llamaba Heracles. Era alto y fuerte, de porte noble, y estaba tan hundido por el dolor que resultaba difícil hablar con él. Sentía su culpa como no la sentía yo. Sentía que había matado a su hijo y que se merecía la ira del dios, mientras que yo sentía que había obrado de manera precipitada, con egoísmo, pero que ya había aprendido la lección y no me merecía la ira de Apolo. Y ello a pesar de que yo tenía el buen sentido suficiente para darme cuenta de que mi culpa era mucho mayor que la de aquel señor cretense.
La verdad era que él confundía la pena con la culpa. Yo me pasaba las noches sentado a su lado, tomándole de la mano y hablándole de caza, y de Creta, isla que yo conocía bien. Conseguía hacer que me escuchara, y le hacía sonreír, pero después cualquier comentario intrascendente lo volvía a hundir en el pozo.
—Estoy maldito —me dijo—. He matado a mi hijo, y ahora mi mujer está estéril.
—Pues toma una concubina —le dije yo, con toda la arrogancia de la juventud.
—No puedo sustituir dieciocho años de mi vida y de la de ella con solo hacer otra criatura llorona —repuso él, con más ánimo del que le había visto hasta entonces.
—Sí puedes, señor. Y debes volver a trabajar otros tantos años, hasta que se haga hombre, para haber asegurado tu paternidad.
Le hablaba con prudencia, pues me parecía que quizá estuviera diciendo palabras de sabiduría.
—Quizá —dijo él, suspirando—. Tú eres joven. Cuando hayas visto cincuenta inviernos, ya me contarás qué piensas de aguantar otras quince temporadas de guerra y de caza. Me duelen las articulaciones solo de estar aquí acostado.
El otro hombre era un blasfemo. Me di cuenta de ello porque juraba por diversos dioses a todas horas, y maldecía a los dioses por haberlo enviado a Delos. Era un hombrecillo (en cuanto a mente, no en cuanto a tamaño), y podía servir de escarmiento a cualquiera que quisiera ver en él los vicios en los que puede caer un hombre que se deja llevar por la indolencia y por la superstición. Puede que yo fuera un joven irreflexivo, pero comparado con ese tal Filócrates yo era un dechado de piedad.
—Si tan poco te importan los dioses, ¿por qué has venido aquí y te has confesado? —le pregunté.
Él se encogió de hombros.
—Hice un juramento… nada importante, solo dentro de un trato de negocios. No pensaba pagar a ese sinvergüenza, me estaba engañando. Pero el sacerdote de Zeus, en Halicarnaso, no me permite volver a hacer negocios en el Ágora mientras no me purifique. Es todo una mascarada —dijo, encogiéndose de hombros de nuevo—. Esos sacerdotes son los mayores mentirosos y ladrones de todos. Y ahora tengo que aguantar esto —gruñó—. Mi dinero es de plata, como el de todos los demás. Que se jodan los dioses. ¿Por qué me han rechazado? Porque piensan que debo pagar más.
Escupió.
No me gustaba su actitud, aunque no podía menos de estar de acuerdo con el sentido general de su queja.
—No estás arrepentido, ni mucho menos —le dije.
—¿Y tú qué eres, un aspirante a sacerdote o algo así? —me preguntó—. Que te jodan. Me pasaré una semana a pan y agua, y si no aceptan mi sacrificio, tomaré un barco, y mi dinero ni lo olerán.
—Pero ¿y el dios? —le pregunté.
—¿Hasta dónde llega tu ignorancia de patán? —me preguntó a su vez—. Escucha: detrás del altar hay un par de fuelles. Los manipulan para decidir qué sacrificios se aceptan y cuáles se rechazan. ¿Qué? ¿Lo entiendes, muchacho, o eres demasiado obtuso? Los dioses no existen. Lo único que alcanzarás en esta vida es lo que tomes por ti mismo.
Sentí una impresión fuerte como la que siente el hombre que navega y ve caer un rayo demasiado cerca. Yo me había considerado hombre de mundo; era un matador endurecido, un soldado de fortuna; había sido pirata. Pero ¿que los hombres manipulaban los sacrificios de los dioses? ¿O que aquel hombre afirmara que los dioses no existían?
Heráclito nos decía que tales hombres eran despreciables, aunque eran muy valientes.
—Solo los hombres pequeños son incapaces de ver algo mayor que ellos mismos —dijo una vez mi maestro.
De modo que miré a Filócrates y sacudí la cabeza.
—Me das lástima —le dije.
Él se limitó a esbozar una sonrisita burlona.
—Patán —repuso.
La semana fue dura. Yo bebía agua y miraba el sol, y cantaba un himno a Apolo cada día. Me marqué una tarea, acordarme de todos los hombres que había matado. Claro está que había hombres de los que no podía acordarme; los carios de Sardes y de Éfeso habían muerto en el anonimato de sus armaduras, y de los fenicios a los que había matado en mi barco durante el motín ni siquiera me había quedado el recuerdo de sus rostros; pero fui capaz de evocar en el teatro de mi cabeza a cincuenta hombres, y me parecían muchísimos. Y lo más probable era que en total hubiera matado el doble de esa cifra, o incluso el triple.
Al cabo de una semana de reflexión, ya me parecía que el dios había hecho bien al rechazar mi sacrificio. Llegué a la conclusión de que yo mataba con demasiada facilidad. No fue difícil llegar a esa conclusión. Al fin y al cabo, Heráclito ya me había dicho otro tanto durante buena parte de mis tiempos de juventud.
Cuando vino por mí el viejo Dión, traía consigo otro carnero negro.
—¿Has soñado? —me preguntó.
Me encogí de hombros.
—He tenido sueños —dije—. He soñado una vez con un hombre al que maté… un muchacho, lo rematé en el campo de batalla para que dejara de sufrir. Y he soñado con una mujer a la que quiero.
Dión me condujo al promontorio más alto de la isla, a diez estadios de nuestra choza o más. El carnero, obediente, nos seguía. Después, me hizo sentarme en un asiento que estaba tallado en la roca viva.
—Y ¿por qué crees que el dios rechazó tu sacrificio?
Volví la vista al mar. En la playa, por debajo de mí, había una docena de barcos. Reconocí dos de ellos, y di un respingo en mi asiento.
—¡Ese es mi barco! —dije. Era el
Cortatormentas
, y todavía llevaba en la vela el cuervo de Apolo. Era el primer barco que había tenido yo en mi vida, ganado a los fenicios a punta de lanza. Era probable que su navarca siguiera siendo uno de mis hombres escogidos.
Dión enarcó una ceja.
—Hace tres días que vienen hombres a preguntar por ti —me dijo—. Pero tú estás en manos del dios. Responde a mi pregunta.
—El dios rechazó mi sacrificio porque mato a la ligera y por cosas sin importancia —dije—. Y, con todo, aun al decirte esto, me pregunto qué quiere de mí el dios. Yo soy guerrero.
Dión asintió con la cabeza.
—¿No dijiste que eras agricultor y broncista?
Dión era un sacerdote de los buenos. De modo que le dije lo que me había venido a la cabeza.
—Ver ese barco me anima el corazón como no me lo anima nunca mi yunque —confesé.
—Ajá —dijo Dión. Y sonrió—. ¿De modo que ahora estás confuso?
—Sí —dije, riéndome—. Respóndeme a una pregunta, sacerdote.
—Me corresponde a mí hacer preguntas —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero te responderé a una, si puedo.
—¿Es verdad que en el altar de ceniza hay montados un par de fuelles para controlar la llama de los sacrificios? —pregunté, señalando hacia el templo.
Dión asintió con la cabeza.
—Cuando trabajas el bronce, ¿empleas fuelles? —preguntó a su vez.
Yo asentí.
—¿Y rezas a Hefesto para que guíe tu mano cuando trabajas?
—¡Por supuesto! —dije—. Me salté la oración antes de empezar a trabajar en mi casco, y el trabajo fracasó.
Dión volvió a asentir con la cabeza.
—Pero supongo que tenías fuelle, martillo y yunque.
—Los tenía —dije, entendiendo lo que quería decirme.
—¿Y si pretendieras trabajar el bronce, y rezaras, pero sin tener ni fuelle ni yunque? —me preguntó.
—Sería un necio —asentí.
—Algunos de los que estamos aquí somos necios —dijo Dión, y entrecerró los ojos—. Yo no lo soy. ¿Lo eres tú?
—No estoy seguro de entender qué quiere de mí el dios —dije.
—Reconocer la confusión suele ser muchas veces el comienzo de la sabiduría —dijo él, y me dio una palmada en la rodilla—. Vamos a hacer el sacrificio.
Mi carnero murió bien, y el dios lo aceptó con grandes llamaradas, y yo descendí las gradas del altar pisando con los pies descalzos los restos quemados de millares de animales que habían sido enviados a los cielos desde aquí, de modo que por un momento me pregunté cómo sería el rebaño de todos ellos juntos, y cuál habría sido el primer animal que había muerto aquí.
Dejadme comentar también que el dios aceptó el sacrificio del comerciante impío, y rechazó el sacrificio del señor cretense que había matado a su hijo. Mi confusión fue en aumento.
—Un dios es algo más que un par de fuelles y un altar —dijo Dión—. Ese es un buen hombre, y el dios lo enviará a su casa cuando esté… preparado.
A la mañana siguiente, al romper el alba, yo estaba esperando en la grieta de la base del altar, vestido con ropa sencilla de lino blanco que no llevaba entretejida ni una sola franja de otro color. La grieta olía a almendras y a miel, y yo tenía miedo. No sabría decir exactamente de qué.
Dión me sujetaba del hombro mientras el primer suplicante ascendía a gatas, introduciéndose en la grieta. Estuvo dentro mucho tiempo, y cuando regresó estaba blanco como un cadáver y no se tenía en pie, de manera que tuvieron que llevarlo entre tres acólitos. Cuando fue capaz de hablar, los sacerdotes se agolparon a su alrededor como tiburones alrededor de una presa, exigiéndole que les dijera qué palabras había pronunciado el dios.
Entonces me tocó a mí.
Se habían dado casos de hombres que habían muerto al encontrarse con el dios en la grieta. Si el dios quería darme la muerte, mi habilidad con la lanza no serviría de nada para evitarla, y por eso tenía miedo.
La grieta era extraña de suyo. Había una gran repisa de roca que asomaba por encima de una segunda repisa, y la grieta estaba entre una y otra, de modo que el consultante tenía que empezar por subir, como si se metiera por una chimenea. Apenas fui capaz de meter la cabeza y los hombros por la oquedad, y me llevé unos golpes fuertes en las rodillas, y a mi alrededor se acentuó el olor a almendras. Los sacerdotes me habían dicho que no vacilara y que no dejara de trepar, de modo que fui palpando con la mano por delante de mí; todo estaba a oscuras, y yo estaba tendido sobre mi espalda; hasta que encontré otro asidero y me icé apoyándome en las piernas, agachándome y aplastándome contra una superficie invisible de piedra. Mi cabeza golpeó contra la piedra, y sentí una corriente de aire en la cara. Levanté una rodilla y me la volví a rozar, pero el dolor estaba lejos, muy lejos, y ya me encontraba en la segunda repisa, respirando como un fuelle…
—E-e-eh… —decía el moribundo que estaba a mi lado.
Lo miré, y vi que era más joven que yo, y
kalós
, aun estando al borde de la muerte, con unos ojos grandes y hermosos que se preguntaban cómo se había ido a la mierda su mundo. Su piel, en las partes en que no estaba empapada de sudor y de vómito, era suave y agradable. Era hijo de alguien.