Marlene (27 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Se levantó con sigilo para no despertarla. El aleteo se repitió y supo que debían de ser alrededor de las cuatro, hora en que Frida alimentaba los pájaros. A través de las rendijas del postigo, entrevió a la mujer que arrojaba migajas a los gorriones y a las palomas. Soñó que su mundo había cambiado mágicamente: su esposa dormía en la cama, su madre alimentaba las aves y en cualquier momento aparecerían unos chiquillos correteando y gritando.

La fantasía se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Marlene no era su esposa, Frida no era su madre, él no tenía hijos. El era un proxenera. Volvió a mirar a Micaela para recuperar el buen ánimo. Su cabello se esparcía sobre la almohada; rayos de luz filtraban por un resquicio y le iluminaban la piel, que parecía satén blanco. Era más de lo que jamás hubiese imaginado. Sonrió, abatido. Después de diez años de reclusión, las mujeres se habían convertido en su obsesión; siempre había alguna revoloteándole, y, salvo el momento de placer físico en la cama, el resto del tiempo las quería lejos, lo estorbaban. No con Marlene. Se preguntó qué estaría sucediéndole que necesitaba tenerla cerca, siempre. Esos seis días de espera lo habían asustado, consciente de que ahora dependía de ella y de su pasión.

Micaela entreabrió los ojos y halló a Varzi de pie, frente al escritorio, completamente desnudo, empeñado en unos papeles. Mantuvo silencio para mirarlo cuanto quisiera. Carlo guardó los documentos en el cajón y anotó algo en un cuadernillo. Se dirigió al ropero y sacó una muda de ropa. Paseaba por la habitación con desparpajo. Sus movimientos naturales y libres le realzaban el cuerpo desnudo. Micaela lo contemplaba con admiración, pues era magnífico.

—¿No dormías? —preguntó Varzi.

—Te miraba —confesó.

Carlo se encontró con una niña en su cama. Ojos grandes de mirada inocente, arrebol en las mejillas. Tenía las manos pequeñas, que sujetaban la colcha a la altura del mentón. Dejó la ropa y se acercó.

—¿Me mirabas? —repitió, y le quitó la sábana de encima—. ¿Y me vas a decir que nada te cruzaba por la mente?

—Pensaba también que esto parece un sueño. Después de todo lo que pasó entre nosotros, aún me cuesta creer que...

—¿Que seamos amantes? —sugirió él.

Amantes. Y otras palabras le acudieron a la mente, entre ellas furtivo y prohibido; inmoral, agregó luego sin mayor convicción; por fin, demencial y peligroso que, le pareció, describían con siniestra precisión lo que significaba ser mujer de Varzi.

—Somos amantes —afirmó Carlo, y se perdió en su cuello.

La estremeció el sonido ronco de su voz, lleno de seguridad, y deseó que no volviese a referirse a lo que había entre ellos con tanta certidumbre, máxime cuando ella aún se preguntaba qué hacía allí.

—Tengo que irme —aseguró Micaela, y abandonó la cama envuelta en la sábana.

—¿Qué pasa, Marlene? —preguntó Carlo, molesto, aterido de deseo.

—Tengo que irme. ¿Qué hora es? Debe de ser tardísimo.

—Son las cuatro y media.

—¿Qué? ¡Por Dios! Hace horas que salí de casa de mi padre. Deben de estar buscándome.

—Pero, Marlene... —E intentó abrazarla.

—Basta, por favor, tengo que irme.

Carlo se irritó, no con ella, con la situación: para él, sus momentos eran robados, clandestinos. Intentó alejar el malhumor, no quería despedirse enfadado. Recogió la ropa del suelo y se la entregó. Luego, se puso la bata y abandonó el dormitorio sin decir palabra.

Al regresar, Micaela se había cambiado y estaba cepillándose el pelo. La tomó por la cintura y la miró seriamente.

—Mañana te mando el coche. Va a estar en el mismo lugar que hoy.

—Carlo, no sé...

—No, Marlene. No hay más excusas para mí.

Le tomó el rostro entre las manos y se posesionó de sus labios casi con violencia. Micaela mató el último vestigio de inseguridad, convencida de que al día siguiente se encontraría con su amante.

Micaela encontró a Moreschi y a Cheia al borde de la histeria. Rafael, empecinado en almorzar con su hija, y ellos que no sabían dónde estaba. El periodista de
El Hogar
había, aguardado más de dos horas. Rubén los puso en la pista al decirles que un hombre había venido a buscarla.

—Vestido de compadrito —agregó el mayordomo, con desprecio.

Cheia y Moreschi intercambiaron miradas de horror: Varzi. A Micaela le bastó mirarlos para adivinar que intuían lo de su escapada con Carlo. Subió los peldaños rápidamente para no darles tiempo a despotricar. Moreschi volvió a la sala con gesto resignado, se sentó frente al piano y comenzó a juguetear con las teclas. La nana, en cambio, la siguió enfurecida.

—¡Qué se te cruzó por la cabeza! ¡Salir con semejante hombre! ¡Podría abusar de vos! ¡Podría matarte!

—¡Ay, mamá! No exageres. ¿Cómo se te ocurre que podría matarme?

—¡Y tenés el tupé de preguntármelo! —bramó la negra—. Casi asesina a tu hermano de una cuchillada, es proxeneta, vive entre prostitutas y matones, maneja burdeles. ¿Qué querés que piense? ¿Que es un ángel del Señor?

La enumeración cierta de los asuntos de Varzi la agobió. Sí: proxeneta, jefe de un ejército de matones, cuchillero, hombre de baja estofa, pero tierno con ella como nadie lo había sido. Se sabía tan deseada por él que nada de lo anterior contaba.

—¿Qué hiciste con ése todo el día? Supongo que no habrán hablado de ópera, ¿no?

—No, claro que no. Somos amantes —añadió, muy suelta.

Convencida de que sufriría un vahído, la nana se dejó caer sobre la cama.

Capítulo XIX

Excedida por la noticia, Cheia le confirmó a Moreschi el asunto entre Micaela y el orillero y, durante días, no le dirigieron la palabra. Sin importarle, Micaela continuó viéndose con Varzi, entregada a los instantes maravillosos que vivían juntos, los más felices que recordaba; nada le había prodigado tanto placer.

Después de un tiempo, la nana y el maestro llegaron a admitir que Micaela lucía radiante. Era su mejor momento como soprano, a pesar de que ensayaba poco.
Lakmé
había terminado. Ahora se preparaba para la última ópera de la temporada,
La traviata,
de Verdi. El año anterior, había encarnado el papel de Violeta Valéry en un festival de música en Venecia y el desgarrador "É tardi" del tercer acto la había consagrado como "la" Violeta del momento. Los porteños aguardaban ansiosos su actuación.

Con la excusa de los ensayos, Micaela rechazaba las invitaciones y sorteaba a la insistente Otilia, que no cejaba de participarla en eventos de beneficencia, desfiles de modas o cenas con evidente intención de sentarla junto a Eloy. Compartiría su tiempo libre exclusivamente con Varzi, que le enviaba el automóvil luego de las prácticas en el Colón cada vez más seguido. Micaela llegaba a la casa de San Telmo y Frida salía a recibirla.

—Carlo aún no ha llegado —le informaba, afligida—. Se fue temprano y aún sigue fuera. Aunque mejor así —cambiaba de opinión—. Tenía muchas ganas de charlar contigo.

Como el calor ya no les permitía tomar asiento bajo la parra, conversaban en el comedor o en la cocina, en tanto Frida proseguía con los quehaceres domésticos. En otras ocasiones, merendaban en la sala mientras los discos que Carlo había comprado para Micaela sonaban en el fonógrafo. El té a punto, la repostería exquisita y la música de fondo creaban el marco ideal para la charla de Micaela y Frida que parecía no tener fin, pues un tema se hilaba con otro. Micaela se había dado cuenta de que a la alemana no le gustaba hablar de Carlo y sus asuntos, ni siquiera de la relación con su esposo Johann, y, por prudencia, no insistía, aunque la carcomía la curiosidad.

Después de un rato, comenzaba a inquietarse, ansiosa de que Carlo llegara, la tomara entre sus brazos y le hiciera el amor una y otra vez, con intervalos de sueño. A veces comían algo o tomaban juntos un baño. La tarde pasaba y ellos habrían jurado que se trataba de minutos. La pasión los sumergía en una dimensión sin tiempo ni espacio; sólo sus cuerpos y una cama donde yacer; el resto era fútil.

Cuando llegaba, Varzi no estaba dispuesto a compartirla con nadie. Frida apagaba el fonógrafo, recogía la mesa y se marchaba a la cocina. La casa volvía a sumirse en el silencio de costumbre; no obstante, algo en el ambiente les recordaba las noches tumultuosas del burdel de La Boca. Carlo colocaba la púa sobre el disco de pasta y un tango comenzaba a sonar. La tomaba por la cintura y le decía al oído que la había echado de menos el día entero.

Micaela bailaba libremente, despojada de miedos. Ya no le temía al roce de sus manos, ni a su pierna entre las suyas, ni a la respiración excitada que le golpeaba el rostro. Los momentos de represión habían quedado atrás; ahora hacía lo que quería. Y, aunque la música continuaba con su sonido lastimero y
cayengue
en el fonógrafo, el baile duraba poco, y, si no fuera por la negativa de Micaela, Carlo la habría tomado en el piso de la sala.

Las noches de Varzi no le pertenecían, tampoco tenía derecho a indagarlo o a sentirse contrariada, sabía que no valía de nada atormentarse, las reglas del juego eran claras y ella debía aceptarlas. Con todo, la idea de Varzi en sus burdeles, rodeado por mujeres ávidas y desprejuiciadas que habrían dado cualquier cosa por bailar el tango con él, la atribulaba hasta las lágrimas. Ahora comprendía los celos de Sonia.

Carlo, acostado boca abajo en la cama, recibía complacido las caricias de Micaela.

—¿Por qué suspiras? —quiso saber la joven.

Varzi se dio vuelta, acomodó la cabeza sobre la almohada y estiró los brazos hasta rozarle las mejillas.

—¿Qué te pasa? —insistió la joven.

—Estoy contento. Más que contento, estoy feliz.

El corazón de Micaela dio un respingo y una alegría inefable le inundó el pecho. Complacida y halagada, segura de ser la causa de la felicidad de su amante, se preparó para escuchar la confesión que, por fin, le haría.

—¿Qué te hace tan feliz? —preguntó.

—Hoy por la mañana recibí un telegrama de la señora Bennet...

—¿La señora Bennet? —interrumpió Micaela, sin ocultar la desilusión.

—La institutriz de mi hermana. ¿Te acordás que te conté?

Micaela apenas asintió y Carlo prosiguió rebosante.

—El telegrama dice que mi hermana ya tuvo el bebé. ¡Un varón! ¡Estoy que no puedo de la felicidad!

Micaela miró a Carlo largo y tendido, sin poder evitar que la turbación se convirtiera en resentimiento: ella nada tenía que ver con su estado de ánimo.

—¿No me vas a preguntar nada? Después de todo, también se trata de tu sobrino. La señora Bennet dice que tu hermano lo va a anotar con su apellido y que, hasta el momento, Gioacchina no ha puesto reparos. ¿Acaso no te interesa?

—No... ¡Sí!... Quiero decir... ¡Claro que me interesa! ¡Cómo no! Mi primer sobrino. Me alegra mucho.

Aunque continuó ensayando frases cortas, acompañadas por exclamaciones y sonrisas fingidas, la desilusión no la abandonó, y la desilusión se mezcló con la culpa por no haberse alegrado con el nacimiento del hijo de Gastón María. Trató de mantener buen talante al preguntarle los detalles y, mientras lo hacía, abandonaba la cama y comenzaba a vestirse. A Varzi, enfrascado en su relato, no parecía importarle. Que se va a llamar Francisco, que es sanito, que de seguro se parece a mí, que esto, que aquello. Micaela lo miró de reojo y pensó que, en otra ocasión, le habría rogado que se quedara; ahora, en cambio, le alcanzaba la ropa interior y los zapatos.

Dejó la casa de San Telmo humillada y deprimida. El coche la aguardaba en la acera y subió sin mirar atrás. Carlo la observó partir desde la ventana con un gesto sombrío que le amargaba el semblante.

Micaela intentó tranquilizarse, aunque sus ideas no la ayudaban. Junto a Carlo Varzi vivía los mejores momentos, más allá de otros oscuros y confusos que daban vida a la pregunta que tanto la angustiaba y que se repetía con una insistencia irritante: ¿Qué significaba ella para Varzi? ¿Un rato en la cama? Un rato deseable, apetecible, sí, pero nada más; un rato similar a tantos otros compartidos con mujeres más acordes a sus exigencias. Golpeó la ventanilla del automóvil al darse cuenta de que estaba enamorándose de él. Varzi, en cambio, nunca había hablado de amor. Llegó a la casa de su padre y se escabulló por la zona de servicio.

—¡Micaela! —La voz de Moreschi la detuvo en el descansa de la escalera—. Quiero hablar contigo.

Pasaron a la sala de música. Micaela casi arrastraba los pies, sin ánimos para discutir temas relacionados con los ensayos,
La traviata,
el Colón y esas lides.

—Quiero hablarte del señor Varzi, si es que puedo llamarlo señor.

La tomó por sorpresa. Dejó el sillón y se encaminó a la ventana.

—Hace tantos años que estamos juntos, querida, que creo tener el derecho de hablarte sobre este tema. Además de ser mi pupila, yo te quiero como a una hija. Eres una joven encantadora, pura y buena, además de talentosa e inteligente. ¿Cómo no iba a llegar a quererte como te quiero?

—Maestro —exclamó Micaela, conmovida—. Gracias. Yo...

—Déjame seguir. Para mí no es fácil hablar de esto y creo que para ti no es fácil escucharlo de mis labios.

Con la mirada en el suelo y las manos tomadas, Micaela volvió a sentarse.

—He visto a los hombres más adinerados, encumbrados y cultos de Europa caer rendidos a tus pies. Y he visto también cómo los has rechazado. No puedo comprender, entonces, el motivo que te lleva a mantener una relación con un hombre tan bajo, sin moral ni honor.

Micaela levantó la mirada e intentó rebatir el ataque de Moreschi, pero no encontró palabras.

—Te lo ruego —continuó Alessandro—, dime si...—La puerta se abrió.

—¡Oh, discúlpeme, maestro! —se excusó Cheia—. Pensé que no había nadie en la sala.

—Pase, Cheia, por favor. Es importante que usted participe en esta conversación. Como te decía —prosiguió Moreschi—, dime si ese hombre te obliga a ser... Bueno... Tú sabes.

—¿Su amante? —sugirió ella—. No, él no me obliga. Soy su amante por voluntad propia.

—¡Cómo puede ser posible, Micaela! —explotó Cheia—. ¡Un hombre como él, de lo peor! Me quedo con el Jesús en la boca cada vez que vas a su casa. No hay más que deshonra en tus encuentros con él. Ese hombre no tiene moral. Ese hombre pone tu vida en peligro en cada ocasión. Te lleva a cometer un gran pecado.

—No, no es cierto —refutó Micaela, y se puso de pie—. Aquí, en esta misma casa, hay más deshonra e indecencia que en lo de Varzi. Aquí me rodean más peligros que cuando estoy con él.

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