Marlene (25 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Libre de nuevo, desató los deseos que había reprimido la noche entera. Carlo la sintió aflojarse y la estrechó un poco más. Aceleró el baile, y Micaela le respondió envolviéndole la cadera con la pierna; él le corrió la falda del vestido, la tomó por la pantorrilla y la hizo girar sobre el otro pie. Le acarició la pierna, y Micaela cerró los ojos para reprimir en vano un gemido que lo enloqueció.

Los pies se detuvieron repentinamente. Carlo la atrajo hasta casi pegar su rostro al de ella, volvió a separarla y continuaron con las figuras, cada vez más vertiginosas y eróticas. Por último, la doblegó hasta el piso y, al incorporarla, la sujetó por la nuca y le besó los labios. Micaela quedó inerte, con los brazos caídos a los costados y la cabeza inmóvil entre los dedos de Varzi. A medida que la boca del malevo se abría con desenfado, ella experimentaba una oleada de calor, un cosquilleo en la entrepierna también, que luego se tornó un dolor punzante. Se abrazó a él y le respondió con igual frenesí.

Varzi la tomó de la mano y la hizo entrar por otra de las puertaventanas que daban al patio. Encendió la luz, y Micaela reconoció la habitación donde había despertado la noche de Miguens. El sonido del tango menguó cuando Carlo cerró la puerta. Se quitó la camisa y la tiró al suelo. Micaela admiró el juego de los músculos en su pecho y, fascinada, lo tocó, dibujando con el índice el contorno de los pectorales. Varzi la dejó hacer, aunque se había agitado y le costaba mantenerse quieto. Tuvo la intención de quitarle el vestido, pero Micaela se alejó un poco y lo miró aterrada, consciente de que era demasiado tarde para dar marcha atrás.

—Marlene —susurró.

—Señor Varzi, déjeme ir.

—Decime Carlo. —Y la besó en el cuello.

—Carlo...

Lo llamó por el nombre y se olvidó de lo que iba a recriminarle. Dijo basta y se rindió. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, derrotada. Carlo se deshizo del vestido y de la enagua con facilidad, le soltó el cabello y la obligó a acostarse sobre la cama. Y allí, sobre la cama de Varzi, prácticamente desnuda, con las manos fuertes de él sobre su piel, volvió a atormentarse con la idea de que se trataba de un hombre sin escrúpulos, de lo peor, de lo más bajo, un proxeneta, un asesino. Ahogó un sollozo, y Carlo, recostado a su lado, percibió el pánico.

—¿Qué te pasa? —preguntó, con una ternura que la angustió aun más—. Te deseo. No hay nada que desee más. No te voy a lastimar. Confia en mí. —Y le besó la espalda, repetidas veces, hasta que logró distenderla—. Así, muy bien, relájate.

Le pasó los labios húmedos por la nuca, le inspiró el perfume del cuello y admiró la tersura de su cabello rubio mientras le resbalaba entre los dedos oscuros. Por fin, le quitó la bombacha y le besó las nalgas.

—Te voy a dejar las medias puestas. Me gustas así, toda desnuda con las medias puestas.

Una tormenta arreciaba en el interior de Micaela. Se debatía entre lo físico, una sensación fuerte, perturbadora, exquisitamente perturbadora, y la vergüenza, la indecisión, la incertidumbre, el pudor. Los dedos de Carlo le acariciaban las piernas, subían lentamente, la recorrían con impudicia, sus labios le depositaban pequeños besos. Le demostró que su osadía no tenía límites al entreabrirle los muslos e internarle la mano, menos aún el placer que podía procurarle. Se arqueó, gimió. Varzi sonrió complacido y se tendió sobre ella.

—Me volvés loco, Marlene, estoy loco por vos. —Y aunque murmuró otras cosas, Micaela no entendió. Parecía ido, farfullaba y respiraba agitado.

Varzi dejó la cama para quitarse el resto del
smoking.
En su apuro, lanzó los zapatos por el aire, se deshizo de las polainas a la fuerza y el pantalón terminó cerca de la camisa. Micaela se incorporó para verlo: completamente desnudo, se proyectó delante de ella como una estatua de piedra oscura. Sudaba, y los músculos se le remarcaban por el esfuerzo. Su virilidad apabullante le dio miedo; así y todo, volvió a llamarlo por el nombre y le extendió la mano.

Se acomodó sobre ella, le interpuso una rodilla entre las piernas y la obligó a abrirse. Sintió las dos cosas al mismo tiempo: que Micaela pegaba un grito y que, con su miembro, le rasgaba algo en el interior.

—¿Sos virgen? ¡Dios mío! ¿Por qué no me avisaste, eh? —le reprochó—. ¿Por qué no me dijiste? —insistió, mientras la besaba y le apartaba el cabello revuelto de la cara.

—Me dolió, me duele —se quejó Micaela, inmóvil. Carlo, aún dentro de ella, por el momento se mantenía quieto.

—Claro que te dolió. ¿Por qué no me avisaste? Fui un bruto. Yo pensé que...

—Me daba vergüenza.

—¿Vergüenza? —se asombró Carlo—. ¿Vergüenza de ser mía y de nadie más?

Se perdió en su cuello y reinició la embestida, ahora más cuidadosa, aunque no menos firme. Micaela sufrió hasta que los jadeos de Varzi, el movimiento ondulante de su pelvis y su rostro contraído de gozo la transportaron a un mundo mórbido y cálido, donde sólo escuchaba sus ruidos y no sentía dolor.

Separó más las piernas y las elevó para rodear por completo la parte baja de la espalda de él; se plegó a sus ondulaciones y el cuerpo se le agitó instintivamente. Carlo la tomaba con fuerza y parecía querer fundirla en su torso, sus movimientos se aceleraban y ella los imitaba. Un calor se apoderaba de su cuerpo, presagiando un final que culminaría con su cordura. Micaela lo sintió venir y contuvo la respiración. El gemido profundo y desgarrador de Varzi acentuó el placer indescriptible que se expandió entre sus piernas.

El coche se detuvo en la esquina de los Urtiaga Four. Tal como le había ordenado su patrón, el chofer acompañó a Micaela hasta el portón trasero y, recién cuando la vio a salvo, se marchó.

Si la puerta de la cocina estaba con llave, tendría que llamar a la ventana de Cheia y sería un desastre. Probó el picaporte y la puerta cedió, lo que significaba que la nana ya se había levantado. La leña que ardía en la cocina confirmó sus sospechas.

Corrió a su habitación en puntas de pie, temerosa de encontrársela. Se descalzó en el comienzo de la escalera y subió aprisa. Entró en su dormitorio y corrió el cerrojo. Dejó los zapatos tirados, se deshizo de la túnica, de los guantes, del sombrero, con nerviosismo, como si le picaran sobre el cuerpo. Se quitó el vestido, la enagua y la ropa interior. Desnuda, con las medias puestas, abrió el ropero y se contempló en el espejo. "Te voy a dejar las medias puestas. Me gustas así, toda desnuda con las medias puestas." Cerró los ojos y se acarició el vello del pubis, internó los dedos y lo recordó moviéndose sobre ella, gimiendo, jadeando. Todavía lo sentía entre las piernas, aún lo tenía dentro.

Abrió los ojos súbitamente, horrorizada, y se retiró del espejo. Tomaría un baño, olía a él y no lo toleraba. Llenó la tina, esparció sales aromáticas y resbaló dentro, muy lentamente, hasta que el agua tibia la cubrió por completo. Emergió, un poco agitada; segundos después, la respiración se le había normalizado, y el calor del agua la adormeció.

Jamás había experimentado esa sensación, ese deseo insoslayable de ser poseída. Guiada por el instinto, se había entregado a él, que la tomó por completo, se adentró en ella y le hizo entender con caricias y jadeos lo que después le confirmó con palabras. "Para mí siempre vas a ser Marlene. ¡Marlene, mi mujer!"

"Nunca más volveré a verlo", se dijo.

Capítulo XVIII

Cinco días después del encuentro con Varzi, Micaela seguía alterada, de mal humor. Frustrada, en definitiva. Sabía que Carlo le había enviado el coche al día siguiente; Pascualito había ido a espiar. Y ella misma lo había visto en la esquina de Libertad y Tucumán, cada noche, a la salida del teatro. Hizo grandes esfuerzos para no correr y pedirle al chofer que la llevara de nuevo a brazos de Varzi.

El tiempo lo borraría todo. Debía dejar pasar los días y pronto lo olvidaría. Sí, pronto se lo arrancaría de la mente. A veces, al sentirse vencida por la atracción de ese hombre, se descorazonaba hasta las lágrimas. Carlo Varzi tenía el poder, pero ella era fuerte y no claudicaría.

Se miraba en el espejo y se veía tan distinta que temía que Moreschi o Cheia se dieran cuenta y empezaran a preguntar. Quizá lo imaginaba y no lucía distinta en absoluto. No, sabía que todo había cambiado. Carlo Varzi la había hecho su mujer y lo peor era que ella se sentía así, su mujer. Sacudió la cabeza para alejar esa idea absurda.

Cheia entró en la recámara y le sonrió maternalmente. Micaela le devolvió la sonrisa, contenta de verla. Por suerte, a su nana y a Moreschi los había convencido el relato de la inocente cena con Varzi en la cual sólo habían charlado de Gioacchina y Gastón María. La noticia del arrepentimiento del joven Urtiaga Four y el deseo de desposar a la señorita Portineri los maravilló y pronto se olvidaron de Carlo Varzi y de su cena.

—Esta noche vienen tus tíos y primas —comentó Cheia—. Hasta monseñor Santiago aceptó la invitación.

—Ah, qué divertido —replicó Micaela, irónica.

—¿Por qué hablas así? —preguntó Cheia, dolida—. Hace días que noto que estás cambiada, de mal humor. ¿Te pasa algo?

Micaela se inquietó, le pidió disculpas y arguyó que se encontraba cansada de Buenos Aires y que deseaba regresar a París.

—No se te ocurra en medio de la guerra —suplicó Cheia.

—¿Qué más da si hay guerra? En Europa, miles de personas están conviviendo con la guerra y no les sucede nada.

—¡Micaela! —chilló la mujer—. ¡Callate la boca! ¡No sabes lo que estás diciendo! Una guerra es una cosa horrible. Escasean los alimentos, no hay carbón para la calefacción ni para la electricidad, hay hambre, miedo, frío. Me muero si volvés a Europa ahora.

—Yo pensaba llevarte conmigo para que me cuidaras —bromeó, al tiempo que la abrazaba. Le hizo gracia lo petisa que había quedado Cheia con el correr de los años y lo alta que se había vuelto ella.

—¡Ni loca me llevas para allá!

—¿No te parece mejor una guerra que soportar a Otilia? —continuó Micaela.

—Hay veces que sí —coincidió—. Aunque no se puede decir lo mismo del sobrino, ¿eh?

Micaela se puso seria y la soltó; le disgustó pensar en otro hombre que no fuera Varzi.

Menos tía Luisa que, por el luto, salía de su casa sólo para ir a la iglesia, la familia completa se dio cita en lo de Urtiaga Four esa noche. También concurrió Eloy, junto a su amigo Nathaniel Harvey, para alegría de Micaela que hacía tiempo no lo veía.

La ubicaron cerca de Guillita y de su esposo, el doctor Valverde, y al lado de Nathaniel, con quien charló animadamente. Sin embargo, no era el mismo que había conocido meses atrás; lo notó más circunspecto, menos predispuesto a bromear. Le habría preguntado el motivo, pero decidió que no le importaba tanto.

Eloy, sentado a la derecha de la cabecera, habló con su padre y no la miró en toda la comida. Micaela le echó vistazos furtivos en varias oportunidades y se sorprendió de lo anodino que lo encontraba. El pelo rubio, la piel blanca, los ojos claros; ese conjunto no la atraía ahora.

—Mi amiga Martita Pereyra Núñez —comentó Otilia a tía Josefina— leyó en una revista parisina que están imponiéndose las melenitas cortas.

Josefina y sus hijas solteras se mostraron muy interesadas en la información, y pedían más detalles. Otilia, ufana de la primicia, se retrepó en la silla y las acalló para contarles. Micaela miró a Cheia y le hizo una mueca burlona. La nana se cubrió la boca para ocultar la risa.

¡Qué pocas ganas de estar ahí, entre personas afectadas y superficiales! Observó a cada uno con detenimiento y recordó las palabras de Émile Zola: "La gran preocupación de la alta sociedad era saber en qué diversiones iba a matar su tiempo... París se sentaba a la mesa y pensaba chistes verdes a los postres." Aunque esa noche se reprimirían y no los contarían: tío monseñor se ofendería sobremanera.

—Micaela, deberías cortarte el pelo —sugirió Otilia—. Ya no se usa la cabellera tan larga como la tenés vos.

—Sería un crimen —terció Eloy—. El cabello tal como lo lleva la señorita Micaela le queda hermosísimo.

Se hizo un silencio incómodo. Micaela miró a Eloy contemplativamente y pensó que tenía razón: a Carlo Varzi no le agradaría que se cortara el pelo. Otilia, exultante por la intervención de su sobrino, invitó a los comensales a tomar café en el jardín. La noche ofrecía un grato espectáculo, con el cielo estrellado y la luna llena. Rubén encendió las luces que bordeaban la fuente y otros sirvientes colocaron mesas y sillas a un costado.

Micaela se sentó cerca de su maestro y de mamá Cheia. El esposo de tía Josefina y tío monseñor encontraban muy agradable la conversación de Moreschi y no lo dejaban tranquilo. Le preguntaron por los planes futuros de su discípula, como si Micaela no estuviese allí.

—La temporada del Colón se extendió hasta noviembre —empezó Alessandro.

—¿Ah, sí? —se sorprendió Díaz Funes.

—Sí, y el teatro y la compañía de Mancinelli le han ofrecido a Micaela protagonizar la próxima ópera,
La traviata,
y quizá el año que viene participe en
La flauta mágica.

Tío monseñor comentó enfurecido que
La flauta mágica
era una ópera de masones y, a punto de proseguir con su invectiva, Otilia pidió la atención y se quedó con las ganas.

—Escuche en especial usted, monseñor, le va a interesar —dijo la mujer—. Es el comentario que hizo
El Hogar
a un artículo de la revista parisina
Fémina
que afirma que, en París, el tango ha derrotado al boston. Escuchen: "El boston, el doble boston, el triple boston fueron, en otros días, los bailes de moda en los salones selectos de París; pero, en este año, el baile a la moda es el tango argentino, que ha llegado a bailarse tanto como el vals. Como se ve, los salones aristocráticos de la gran capital acogen con entusiasmo un baile que aquí, por su pésima tradición, no es ni siquiera nombrado en los salones, donde, además, los bailes nacionales no han gozado nunca de favor alguno. París, que todo lo impone, ¿acabará por hacer aceptar en nuestra buena sociedad el tango argentino? No es de esperarse, aunque París, tan caprichoso en sus modas, hará todo lo posible para ello." Además —continuó Otilia—, el artículo agrega que, a causa de la sensualidad del baile, el origen pecaminoso y la difusión notable que alcanzó en Francia, los señores arzobispos de París, de Cambrai y de Sens, y los obispos de Lyon, Verdun y Poitiers se vieron obligados a anatematizarlo. ¿Qué opina, monseñor? ¡Es el colmo! ¿No cree?

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