Marte Verde (33 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

Sax comió con Berkina en un café al pie de Branch Mesa. Alrededor de ellos científicos de todo Marte comían y comentaban los sucesos de la mañana. «Creemos que son partes por millón.» «No, los sulfatos se comportan de un modo conservador.» Los ocupantes de la mesa contigua parecían seguros de que se abandonaría el modelo de fase única en favor del de doble fase. Una mujer dijo algo sobre elevar la temperatura media hasta los 295°K, siete grados por encima de la media terrana.

A Sax le desconcertaban esas prisas, esas ansias de calor. Él no veía la necesidad de sentirse descontento con los progresos hechos hasta el momento. El objetivo último del proyecto no era sólo el calor, sino una superficie viable. Y los resultados hasta el momento no daban motivo para la queja: la atmósfera actual tenía una media de 160 milibares según los datos, y estaba compuesta casi en la misma proporción por CO
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, oxígeno, y nitrógeno, con cantidades significativas de argón y otros gases. Ésa no era la mezcla definitiva que Sax quería, pero era lo mejor que habían podido conseguir con los gases disponibles y representaba un paso sustancial en el camino hacia la mezcla final que Sax tenía en mente. Su receta personal, siguiendo la formulación de Fogg, era la siguiente:

300 milibares de nitrógeno

160 milibares de oxígeno

30 milibares de argón, helio, etc.

10 milibares de CO
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Presión total: 500 milibares

Todas esas cantidades habían sido fijadas según necesidades y límites físicos de distintos tipos. La presión total tenía que ser lo suficientemente alta para transportar el oxígeno en la sangre, y 500 milibares era lo que existía en la Tierra a una altura de 4.000 metros, cerca del límite superior para la vida humana permanente. Puesto que ése era el límite superior, sería mejor que esa atmósfera tan tenue tuviese más oxígeno que la terrana, pero no mucho más o sería difícil controlar los incendios. Por otra parte, el CO
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tenía que mantenerse por debajo de los 10 milibares, o sería venenoso. En cuanto al nitrógeno, cuanto más mejor; en verdad 780 milibares sería lo ideal, pero las existencias totales de nitrógeno en Marte se estimaban ahora en menos de 400 milibares, así que 300 serían todo lo que razonablemente se podía esperar, quizás un poco más. La escasez de nitrógeno era uno de los problemas más graves con los que se enfrentaba el proyecto de terraformación; necesitaban más del que tenían, tanto en el aire como en el suelo.

Sax no levantó la vista del plato y comió en silencio, concentrado en estos factores. Las discusiones de la mañana le habían hecho preguntarse si había tomado las decisiones adecuadas en 2042, si las existencias de gases justificaban su intento de conseguir directamente una superficie viable para los humanos en un sólo estadio. Ahora no se podía hacer gran cosa al respecto, y considerándolo todo él aún pensaba que eran decisiones acertadas.
Shikata ga nai
, en verdad, si es que querían caminar libremente por la superficie de Marte en el curso de sus vidas. Aun si sus vidas iban a ser considerablemente prolongadas.

Sin embargo, había quienes parecían más preocupados por las temperaturas altas que por la respirabilidad. Al parecer confiaban en que podían hinchar el nivel de CO
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, calentar las cosas enormemente y luego reducir el CO
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sin problemas. Sax dudaba de que fuera posible, y una operación en dos fases sería complicada, tanto que Sax se preguntó si no se quedarían atascados en las escalas temporales de 20.000 años predichas en los primeros modelos de doble fase. Parpadeó, perplejo. No veía la necesidad. ¿Es que la gente quería arriesgarse de verdad con un problema tan a largo plazo? ¿Estaban tan impresionados por las nuevas tecnologías titánicas de las que disponían en esos tiempos como para creer que todo era posible?

—¿Qué tal estaba el pastrami? —le preguntó Berkina.

—¿El qué?

—El pastrami. Eso es lo que acabas de comerte, Stephen.

—¡Ah! Bien, bien. Supongo que estaba bueno.

Las sesiones de la tarde solían dedicarse a los problemas causados por la campaña de calentamiento global. A medida que las temperaturas en superficie subían y la biota subterránea penetraba cada vez más profundamente en el regolito, el permafrost iba derritiéndose, como estaba previsto. Pero eso estaba resultando desastroso en ciertas regiones ricas en permafrost. Una de ellas era, desgraciadamente, la misma Isidis Plañida. Una ponencia con una nutrida asistencia, presentada por una areóloga del laboratorio de Praxis en Burroughs, describió la situación: Isidis era una de las viejas cuencas de impacto, del tamaño aproximado de Argyre, cuyo lado norte estaba arrasado por completo y cuyo borde meridional formaba parte del Gran Acantilado. El hielo subyacente había ido resbalando del Gran Acantilado y se había ido acumulando en la cuenca durante millones de años. Ahora el hielo cercano a la superficie se derretía y volvía a helarse en invierno. Ese ciclo estaba generando dimensiones sin precedente, y
karsts
y
pingos
eran enormes agujeros y montículos cien veces mayores que sus análogos terranos. Esos gigantescos agujeros y montes nuevos ampollaban el paisaje por toda Isidis, y después de la ponencia y de unas diapositivas que ponían los pelos de punta, la areóloga guió a un grupo de científicos interesados al extremo sur de Burroughs, más allá de Moeris Lacus Mesa, hasta el muro de la tienda. El barrio parecía haber sido devastado por un terremoto: el suelo se había levantado y había dejado al descubierto una mole de hielo que sobresalía como una redonda colina calva.

—Éste es un magnífico espécimen de pingo —dijo la areóloga con aire de propietaria—. Las masas de hielo son relativamente puras en comparación con la matriz de permafrost, y actúan de la misma manera que las rocas: cuando el permafrost vuelve a congelarse por la noche o en el invierno, se dilata, y cualquier cosa atrapada en ese espacio es empujada hacia arriba, hacia la superficie. Hay numerosos pingos en la tundra terrana, pero ninguno tan grande como éste. —Encabezó la marcha sobre el hormigón destrozado de lo que había sido una calle llana, se asomaron por el borde de un cráter terroso y vieron un montículo de hielo blanco sucio.— Lo hemos reventado como sí fuese un forúnculo, y estamos derritiéndolo y canalizando el agua hacia los canales.

—Si uno de éstos aflorase en el campo sería como un oasis —le comentó Sax a Jessica—. Se derretiría en el verano e hidrataría la tierra circundante. Deberíamos desarrollar una comunidad de semillas, esporas y rizomas que sean capaces de diseminarse en lugares como éste.

—Cierto —dijo Jessica—. Aunque, para ser realista, buena parte del paisaje de permafrost acabará bajo el mar de Vastitas.

—Humm.

Lo cierto era que Sax había olvidado por un momento las perforaciones y explotaciones mineras en Vastitas. Cuando regresaron al salón de conferencias, buscó una ponencia que tratase algún aspecto de ese trabajo. Había una a las cuatro: «Avances recientes en los procedimientos de bombeo del permafrost de la lente de hielo del Polo Norte».

Observó el vídeo del orador con aire impasible. La capa de hielo que se extendía bajo el casquete polar norte era como la parte sumergida de un iceberg, y contenía diez veces más agua que el casquete visible. El permafrost de Vastitas contenía aún más. Pero sacar esa agua a la superficie... Era como recuperar el nitrógeno de la atmósfera de Titán, un proyecto tan imponente que Sax ni siquiera lo había considerado en los primeros años: entonces sencillamente no era posible. Todos esos grandes proyectos —la soletta, el nitrógeno de Titán, el bombeo del océano septentrional, la frecuente llegada de asteroides de hielo— actuaban a una escala a la que Sax se ajustaba con dificultad. Las transnac pensaban a lo grande esos días. Claro que eran las nuevas posibilidades en el diseño, la ciencia de los materiales y la emergencia de fábricas autorreplicantes las que hacían técnicamente factibles esos proyectos. Pero la inversión financiera inicial seguía siendo ingente.

En cuanto a las posibilidades técnicas, Sax descubrió que se estaba haciendo a la idea con sorprendente rapidez. Eran una extensión de lo que habían hecho en el pasado: si uno resolvía los problemas iniciales de material, diseño y control homeostático, los poderes crecían considerablemente. Podía decirse que ya no estiraban más el brazo que la manga, lo cual, en vista de la dirección que el brazo tomaba a veces, resultaba aterrador.

En cualquier caso, unas cincuenta plataformas de perforación estaban enclavadas en los sesenta septentrionales, abriendo pozos e insertando en el fondo ingenios que derretían el permafrost, y que iban desde galerías de canalización calientes a explosivos nucleares. El agua derretida era bombeada hacia la superficie y distribuida sobre las dunas de Vastitas Borealis, donde volvía a congelarse. Con el tiempo, esa capa de hielo se derretiría, en parte por su propio peso, y tendrían un océano en forma de anillo alrededor de los sesenta y setenta, sin duda un buen sumidero termal, como todos los océanos, aunque mientras se mantuviese como un mar de hielo, el aumento del albedo haría que se convirtiese en un punto de importante pérdida de calor en el sistema global. Un nuevo ejemplo de cómo las distintas operaciones se oponían unas a otras. Como la misma ubicación de Burrough con respecto al nuevo mar, la ciudad quedaba por debajo del nivel del mar previsto. Se hablaba de un dique, o de un mar pequeño, pero nadie lo sabía con certeza. Todo era tan interesante...

Por eso Sax asistía a las conferencias a diario, viviendo en silenciosas salas y vestíbulos del centro de convenciones, charlando con colegas, con los autores de los carteles y con sus vecinos de concurrencia. Más de una vez tuvo que fingir que no conocía a viejos asociados, y eso lo puso tan nervioso como para evitarlos siempre que podía. Pero nadie parecía reconocerlo, y el podía concentrarse en la ciencia. Y lo hacía con placer. La gente hablaba, hacía preguntas, debatía detalles, discutía implicaciones, todo bajo el uniforme resplandor fluorescente de las salas de conferencias, en medio del zumbido de los ventiladores y las maquinas de vídeo, como si estuviesen en un mundo fuera del tiempo y el espacio, en el espacio imaginario de la ciencia pura, seguramente uno de los mayores logros del espíritu humano, una especie de comunidad utópica, cómoda, brillante y protegida. Para Sax un congreso científico era la utopía.

Las sesiones de ese congreso, sin embargo, tenían un nuevo tono, una crispación que le era desconocida y le desagradaba profundamente. Las preguntas después de las presentaciones eran más agresivas y las respuestas defensivas. La pureza de la disertación científica de la que tanto disfrutaba Sax (y que para ser sinceros, nunca había sido demasiado pura) se diluía cada vez más en discusiones, en obvias luchas de poder, motivadas por algo más que el egotismo corriente. No era como el préstamo poco escrupuloso que Simmon había tomado de Borazjani, ni la respuesta exquisita de éste. Se trataba más bien de un ataque directo. Como lo que ocurrió hacía el final de una conferencia sobre los agujeros de transición profundos y la posibilidad de alcanzar el manto, cuando un terrano bajito y calvo se levantó y dijo:

—No creo que el modelo básico de la litosfera sea válido aquí —y luego abandonó la sala.

Sax presenció esto con incredulidad.

—¿Qué le pasa? —le susurró a Claire. Ella meneó la cabeza.

—Trabaja para Subarashii en la lupa aérea, y a ellos no les gusta nada que suponga una competencia para su programa de fusión del regolito.

—¡Por Dios!

La sesión de preguntas y respuestas continuó a trompicones, sacudida por esa demostración de grosería, pero Sax se deslizó fuera de la sala y miró con curiosidad al científico de Subarashii, que se alejaba corredor abajo. ¿En qué estaría pensando?

Pero aquel hereje no fue el único en actuar de forma extraña. Todo el mundo andaba estresado, todos tenían los nervios a flor de piel. Las apuestas eran altas; como el pingo bajo Moeris Lacus mostraba en pequeña escala, los procedimientos que se estaban estudiando y defendiendo en ese congreso iban a tener efectos secundarios negativos, que costarían dinero, tiempo, vidas. Y había también motivaciones financieras.

Y ahora que estaban entrando en la recta final del congreso, la programación evitaba las cuestiones específicas en favor de temas más generales y talleres, incluyendo la presentación de algunos de los nuevos proyectos hercúleos en la sala central, que la gente llamaba «proyectos monstruo». Éstos iban a tener un impacto tan grande que afectarían a prácticamente todos los demás proyectos.

Por eso cuando los discutían en realidad discutían de táctica, hablaban más de lo que se haría a continuación que de lo ya ocurrido. Eso siempre había alterado un poco los ánimos, pero nunca tanto como ahora: la gente repetía la información de las ponencias anteriores para abogar por sus propias causas, fuesen cuales fuesen. Estaban entrando en esa desafortunada zona donde la ciencia empezaba a ser arrastrada por la política, donde los artículos se convertían en propuestas de subvención. Y era desalentador ver cómo las zonas de sombra invadían el hasta entonces neutral terreno del congreso.

Parte de esto se debía sin duda a la naturaleza de ciencia a lo grande de los proyectos monstruo, pensó Sax durante el solitario almuerzo. Esos proyectos eran tan caros y complicados que los contratos habían sido repartidos entre varias transnacionales, una estrategia que los hacía factibles, un movimiento estratégico evidente, pero por desgracia significaba que los diferentes ángulos de abordaje del problema de la terraformación tenían ahora partidos interesados que los defendían como los «mejores» métodos, tergiversando los datos para defenderlos.

Por ejemplo, Praxis y Suiza iban a la cabeza del extenso esfuerzo de bioingeniería, y por eso sus teóricos defendían lo que ellos llamaban el modelo de
ecopoyesis
: que ya no era necesario el aporte externo de más elementos volátiles o calor, y que los procesos biológicos por sí solos, apoyados por una ingeniería ecológica mínima, serían suficientes para terraformar el planeta hasta los niveles previstos en el modelo de Russell. Sax pensaba que seguramente tenían razón en su juicio, a causa de la soletta, aunque consideraba sus escalas temporales demasiado optimistas. Y él trabajaba para Biotique, por lo que tal vez su juicio no era imparcial.

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