Read Marte Verde Online

Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Verde (94 page)

Siguieron avanzando, contemplando el desfile de luces oscilantes en la bruma que se extendía delante. Hacía muchas horas que a Nadia le dolían los ojos, pero ahora ni siquiera la anestesia del frío lo hacía tolerable. Los sentía resecos e irritados y le escocían al parpadear. Unas gafas de motorista además de las máscaras hubieran sido muy indicadas.

Tropezó con una piedra y un recuerdo de juventud la asaltó: un camión averiado los había dejado a ella y sus compañeros de trabajo en los Urales meridionales en pleno invierno. Habían tenido que caminar desde las afueras de la abandonada Chelyabinsk-65 hasta Chelyabinsk-40, unos cincuenta kilómetros de yermo en una zona industrial estalinista devastada: fábricas quemadas, chimeneas quebradas, alambradas caídas, esqueletos de camiones... y todo eso en medio de la nieve de la gélida noche invernal bajo unas nubes amenazadoras. En aquel entonces lo había vivido como un sueño. Compartió el recuerdo con los que la rodeaban con voz ronca. Le dolía la garganta, pero no tanto como los ojos. Estaban tan acostumbrados a utilizar los intercoms que se sentían extraños hablando sólo a través del aire. Pero deseaba hablar.

—No sé cómo pude olvidar aquella noche. Pero debe de hacer ciento veinte años que sucedió.

—Pues ésta será otra noche memorable —dijo Maya.

Compartieron breves historias sobre los mayores fríos que habían soportado. Las dos mujeres rusas podían relatar diez incidentes más fríos que cualquiera de los de Sax o Art.

—¿Y qué hay del más caliente? —las desafió Art—. Ahí seguro que gano. Una vez participaba en un concurso de tala de troncos con sierra mecánica. Eso en realidad se reduce a un concurso entre sierras, así que cambié el motor de mi sierra por el de una Harley-Davidson y corté el tronco en menos de diez segundos. ¡Pero los motores de las motocicletas se refrigeran con el chorro de aire, como saben; de modo que me achicharré las manos!

Todos rieron.

—Eso no cuenta —objetó Maya—. No fue todo el cuerpo.

Se veían menos estrellas ahora. Al principio Nadia lo atribuyó al polvo o a sus ojos irritados. Pero entonces miró su ordenador de muñeca y vio que casi eran las cinco de la madrugada. Pronto amanecería. Y Libia se encontraba a pocos kilómetros. Estaban a 256° Kelvin.

Llegaron con la salida del sol. Estaban distribuyendo tazas de té caliente que olían a ambrosia. La estación estaba atestada y rodeada de miles de personas. Pero la evacuación se había llevado a cabo de manera fluida hasta el momento, organizada por Ursula, Vlad y un grupo de bogdanovistas. Los trenes llegaban por las tres pistas del sudeste y el oeste, cargaban y partían. Y los dirigibles flotaban en el horizonte. La población de Burroughs se dispersaría: algunos irían a Elysium y otros a Hellas, y más al sur, a Hiranyagarbha y Christianopolis, y otros a las pequeñas ciudades en el camino a Sheffield, incluyendo la Colina Subterránea.

Esperaron su turno. Con la luz del alba advirtieron que todo el mundo tenía los ojos muy enrojecidos, lo que unido a las máscaras apelmazadas cubriéndoles la boca les daba un aspecto salvaje. Evidentemente habría que tener en cuenta las gafas de motorista para futuros paseos por el exterior.

Finalmente Zeyk y Marina escoltaron a los últimos peregrinos a la estación. A esas alturas ya se había constituido un buen grupo de los Primeros Cien —el magnetismo que siempre los reunía en los momentos de crisis—: Maya, Michel, Nadia, Sax, Ann, Vlad, Ursula, Marina, Spencer, Ivana, el Coyote...

Jackie y Nirgal guiaban a la gente hasta los trenes, agitando los brazos como directores de orquesta y ayudando a aquellos cuyas piernas flaqueaban. Los Primeros Cien fueron juntos hasta el andén. Maya ignoró a Jackie al pasar junto a ella y subió al tren. Nadia lo hizo a continuación, y luego los demás. Recorrieron el pasillo entre rostros felices de dos colores, marrón de polvo arriba, blanco alrededor de la boca. Había algunas máscaras sucias en el suelo, pero la mayoría de la gente conservaba la suya en las manos.

Las pantallas en la parte frontal de los vagones mostraban las imágenes de Burroughs desde un dirigible: la ciudad era esa mañana un mar de agua cubierto de hielo y salpicado de manchas oscuras. Sobre ese nuevo mar se levantaban las nueve mesas de la ciudad como islas de paredes escarpadas, aunque no muy altas; los jardines de las cimas y las ventanas contrastaban extrañamente con el sucio hielo quebrado.

Nadia y el resto de los Primeros Cien siguieron a Maya hasta el último vagón. Maya se volvió, y al verlos a todos allí dijo:

—Caramba, ¿es que éste va a la Colina Subterránea?

—A Odessa —dijo Sax. Ella sonrió.

Los ocupantes del vagón se trasladaron adelante para dejarles el fondo, y ellos les agradecieron la cortesía y se sentaron. Poco después todo el tren estaba lleno. Los pasillos rebosaban de gente. Vlad dijo algo acerca de que el capitán es el último en abandonar el barco que se hunde. El comentario le pareció deprimente a Nadia. Se sentía verdaderamente exhausta y ya ni siquiera recordaba cuánto hacía que no dormía. Le gustaba Burroughs y había invertido una cantidad ingente de tiempo en su construcción... Recordó lo que Nanao había dicho a propósito de Sabishii. Burroughs también estaba en su espíritu. Quizá cuando la costa del nuevo océano se estabilizara podrían reconstruirla en otro lugar. Y en cuanto al presente, Ann estaba sentada en el otro extremo del vagón y Coyote avanzaba hacia ellos por el pasillo; se detuvo para pegar la cara al cristal y levantar el pulgar en dirección a Jackie y Nirgal, todavía fuera, que luego subieron a los primeros vagones. Michel se reía de algo que había dicho Maya, y Ursula, Marina, Vlad, Spencer... Todos los que formaban la familia de Nadia estaban junto a ella, sanos y salvos, al menos por el momento. Y el momento era todo lo que tenían... Se hundió en el asiento. Estaría dormida en cuestión de minutos, lo sentía en los ojos ardientes y secos. El tren empezó a moverse.

Sax permanecía atento a su pantalla de muñeca y Nadia le preguntó soñolienta:

—¿Qué ocurre en la Tierra?

—El nivel del mar continúa subiendo. Ya alcanza los cuatro metros. Parece que las metanacionales han dejado de pelearse, al menos por el momento. El Tribunal Mundial ha decretado un alto el fuego. Praxis ha volcado todos sus recursos en paliar los efectos de la inundación y al parecer algunas metanacionales han seguido su ejemplo. La Asamblea General de las Naciones Unidas se ha reunido en Ciudad de México y la India ha reconocido que firmó un tratado con un gobierno marciano independiente.

—Eso es un pacto con el diablo —dijo Coyote desde el otro lado del compartimiento—. India y China son demasiado grandes para nosotros. Esperen y verán.

—¿Entonces ya no se lucha allá abajo? —preguntó Nadia.

—No está demasiado claro que vaya a ser permanente —dijo Sax.

—Nada es permanente —replicó Maya. Sax se encogió de hombros.

—Necesitamos formar un gobierno —continuó Maya—, y deprisa, para presentar un frente unido ante la Tierra. Cuanto más organizados parezcamos, menos probable será que vengan a atacarnos.

—Vendrán —dijo Coyote desde la ventana.

—No si les demostramos todo lo que pueden conseguir de nosotros por las buenas —dijo Maya, irritada por la actitud de Coyote—. Eso los detendrá.

—Vendrán de todas maneras.

—Nunca estaremos fuera de peligro a menos que la Tierra se serene y se estabilice —dijo Sax.

—La Tierra no se estabilizará nunca —replicó Coyote. Sax volvió a encogerse de hombros.

—¡Somos nosotros los que tenemos que estabilizarla! —exclamó Maya, amenazando con un dedo a Coyote—. ¡Por el bien de todos! ¡Por nuestro propio bien!

—Areoformaremos la Tierra —dijo Michel con su sonrisa irónica.

—Pues claro, ¿por qué no? —dijo Maya—. Si es lo que se necesita. Michel se inclinó y le besó la mejilla polvorienta.

Coyote meneó la cabeza.

—Eso es como pretender mover el mundo sin un fulcro —dijo.

—El fulcro está en nuestras mentes —declaró Maya para sorpresa de Nadia.

Marina, que también estaba atenta a su ordenador de muñeca, anunció:

—Las fuerzas de seguridad aún controlan Clarke y el cable. Peter dice que se han retirado de Sheffield y que sólo ocupan el Enchufe. Y alguien... ¡ey!, parece que han visto a Hiroko en Hiranyagarbha. Permanecieron en silencio.

—Conseguí los informes de la UNTA sobre el ataque de Sabishii —dijo Coyote después de un rato—, y no mencionaban a Hiroko ni a nadie de su grupo. No creo que los capturasen.

—Lo que está escrito no guarda relación con lo que ocurrió —dijo Maya con expresión lúgubre.

—En sánscrito —recordó Marina— Hiranyagarbha significa «el embrión de oro».

Nadia se sintió acongojada. Aparece otra vez, Hiroko, vuelve, rogó para sus adentros. Aparece, maldita seas, por favor. La expresión de Michel le oprimía el corazón. Toda su familia había desaparecido...

—Todavía no es seguro que dominemos todo el planeta —dijo Nadia para distraerlo, y lo miró a los ojos—. No pudimos ponernos de acuerdo en Dorsa Brevia, ¿por qué íbamos a estarlo ahora?

—Porque somos libres —replicó Michel, recobrándose—. Y ahora de verdad. Somos libres para intentarlo. Y uno sólo pone todas sus fuerzas en algo cuando sabe que no hay marcha atrás.

El tren redujo la velocidad para cruzar la pista ecuatorial y los pasajeros se balancearon con él.

—Hay algunos rojos volando las estaciones de bombeo de Vastitas — dijo Coyote—. No creo que se pueda llegar con facilidad a un acuerdo sobre la terraformación.

—Eso seguro —dijo Ann con voz ronca. Se aclaró la garganta—. Nos desembarazamos también de la soletta.

Y echó una mirada furiosa a Sax, pero éste se limitó a encogerse de hombros.

—Ecopoyesis —dijo—. Ya hemos conseguido una biosfera. Es cuanto necesitamos. Un mundo hermoso.

El paisaje quebrado iluminado por la desnuda luz de la mañana fría pasaba velozmente ante las ventanillas. Los innumerables macizos de hierba, musgo y líquenes que asomaban entre las rocas daban una coloración caqui a las pendientes de Tyrrhena. Los pasajeros las contemplaron en silencio. Nadia se sentía embotada pero trataba de ordenar sus pensamientos, de evitar que todo se confundiera con la maraña de colores del exterior...

Recorrió el vagón con la mirada y algo en su interior cambió. Aún tenía los ojos secos y doloridos, pero ya no tenia sueño. La tensión de su estómago cedió por primera vez desde que empezara la revolución y respiró libremente. Miró los rostros de sus amigos: Ann todavía enfadada con ella, Maya enfadada con Coyote, todos cansados y sucios, con los ojos enrojecidos como si fueran el pequeño pueblo rojo, los iris como piedras semipreciosas brillando en monturas de sangre. Y se oyó decir:

—Arkadi se sentiría orgulloso.

Los demás la miraron sorprendidos, porque Nadia nunca hablaba de él.

—Y también Simón —dijo Ann.

—Y Alex. Y Sasha. Y Tatiana...

—Y todos nuestros compañeros ausentes —añadió Michel, antes de que la lista se alargara más.

—Pero no Frank —dijo Maya—. Frank estaría furioso por una u otra razón.

Todos rieron y Coyote dijo:

—Y nosotros te tenemos a ti para mantener la tradición, ¿no es así?

—Y rieron aún más cuando ella lo amenazó agitando un dedo furioso.

—¿Y John? —preguntó Michel inmovilizándole el brazo y mirándola. Ella liberó el brazo y siguió amenazando a Coyote con el dedo.

—¡John no andaría lamentándose ni se despediría de la Tierra como si pudiésemos continuar sin ella! ¡John Boone estaría entusiasmado en un momento como éste!

—Deberíamos recordarlo —dijo Michel—. Deberíamos tratar de pensar en lo que él haría ahora.

Coyote sonrió.

—Recorrería el tren de arriba abajo pasándoselo en grande. Todo el viaje hasta Odessa sería una fiesta. Música y baile por todas partes.

Se miraron unos a otros.

—¿Y bien? —dijo Michel.

Coyote señaló los vagones de cabeza.

—La verdad es que no suena como si necesitaran nuestra ayuda.

—No importa —dijo Michel. Y echaron a andar hacia la parte delantera del tren.

Agradecimientos

A Lou Aronica, Víctor R. Baker, Paul Birch, Donald Blankenship, Michael H. Carr, Peter Ceresole, Robert Craddock, Martyn Fogg, Jennifer Hershey, Fredric Jameson, Jane Johnson, Damon Knight, Alexander Korzhenevski, Christopher McKay, Beth Meacham, Rick Miller, Lisa Nowell, Stephen Pyne, Gary Snyder, Lucius Shepard, Ralph Vincinanza y Tom Whitmore.

Y muy especialmente, de nuevo, a Charles Sheffield.

Notas

[1] Juego de palabras entre Johnny Appleseed, «semilla de manzana», personaje del folclore norteamericano, y Johnny Fireseed, «semilla de fuego». (N. de la t.)
Volver

Other books

The Other Child by Lucy Atkins
Criminal Enterprise by Owen Laukkanen
The Bake Off by Susan Willis
Break of Dawn by Chris Marie Green
The Locker Room by Amy Lane
Murder at the Racetrack by Otto Penzler
Fair Blows the Wind (1978) by L'amour, Louis - Talon-Chantry
Under the Sun by Bruce Chatwin
El rey del invierno by Bernard Cornwell