Marte Verde (92 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

¡El viento en los ojos!

La gente hablaba sin intercomunicadores, con voces incorpóreas, las bocas ocultas tras las máscaras. No se escuchaba ningún murmullo, zumbido, siseo o respiración mecánica. Después de haber escuchado esos sonidos durante más de un siglo aquel silencio ventoso parecía extraño, como una especie de vacío auditivo. Nazik llevaba un velo beduino.

—Hace frío —le dijo a Nadia—. Me arden las orejas. Siento el viento en los ojos, en la cara.

—¿Cuánto duran los filtros? —le preguntó Nadia a Sax, casi gritando para asegurarse de que la oyera.

—Cien horas.

—Es lástima que haya que exhalar a través de ellos. Eso añade mucho más CO
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al nitro.

—Sí, pero no he encontrado forma de evitarlo.

Estaban en la superficie de Marte con las cabezas descubiertas, respirando el aire con el auxilio de unas simples mascarillas. El aire era tenue pero no se sentía mareada. El elevado porcentaje de oxígeno compensaba la baja presión atmosférica. Era la presión parcial del oxígeno lo que importaba.

—¿Es la primera vez que alguien hace esto? —preguntó Zeyk.

—No —dijo Sax—. Las usamos mucho en Da Vinci.

—¡Qué maravilla! ¡No hace tanto frío como yo pensaba!

—Y si caminas a buen paso —dijo Sax— entrarás en calor.

Caminaron por los alrededores un rato, moviéndose con precaución en la oscuridad. Hacía mucho frío, dijera lo que dijera Zeyk.

—Deberíamos regresar —propuso Nadia.

—Tendrías que quedarte a ver el amanecer —dijo Sax—. Es muy hermoso sin los cascos.

Sorprendida de escuchar ese comentario en boca de él, Nadia repuso:

—Ya tendremos ocasión de ver otros amaneceres. En estos momentos quedan muchas cosas por discutir. Además, hace frío.

—Es agradable —protestó Sax—. Mira, eso es col Kerguelen. Y eso de ahí arenaria. —Se arrodilló y apartó una hoja vellosa para mostrarles la diminuta flor blanca que ocultaba, apenas visible en las primeras luces del alba.

Nadia lo miró.

—Volvamos —dijo. Y volvieron.

Se quitaron las máscaras y entraron en los vestuarios restregándose los ojos y soplándose las manos enguantadas.

—¡No hacía tanto frío! ¡El sabor del aire era dulce!

Nadia se quitó los guantes y se tocó la nariz. La carne estaba helada pero no tenía la palidez de la incipiente congelación. Miró a Sax, en cuyos ojos brillaba una expresión salvaje insólita en él... una visión extraña y conmovedora. Todos parecían excitados, rebosantes de alegría, quizás acentuada por el contrapunto de la peligrosa situación de Burroughs.

—Llevo años intentando elevar los niveles de oxígeno —le decía Sax a Nazik, Spencer y Steve.

—Pensaba que sólo era para avivar el incendio de Kasei Vallis —dijo Spencer.

—Oh, no. Una vez que consigues una cierta proporción de oxígeno, que el fuego arda o no depende de la sequedad de los materiales a quemar. No, esto era para elevar la presión parcial del oxígeno de manera que animales y personas puedan respirar. Si consiguiéramos reducir los niveles de dióxido de carbono...

—¿Entonces habéis fabricado máscaras para los animales?

Todos rieron. Fueron a la sala de descanso y Zeyk preparó café mientras comentaban el paseo y se tocaban las mejillas unos a otros para comparar el frío.

—¿Cómo sacaremos a la gente de la ciudad? —le preguntó Nadia a Sax de pronto—. ¿Y si las fuerzas de seguridad mantienen las puertas cerradas?

—Rasgaremos la tienda —contestó él—. Tendremos que hacerlo de todos modos para que la gente salga más deprisa. Pero no creo que bloqueen las puertas.

—Van todos hacia el puerto espacial —gritó alguien—. Las fuerzas de seguridad están tomando el metro para el puerto espacial. Abandonan el barco, los bastardos. Y Michel dice que la estación de trenes... ¡Han inutilizado la Estación Sur!

Esto provocó un alboroto. En medio de él Nadia le dijo a Sax:

—Expliquemos el plan a Hunt Mesa y vayamos allá para distribuir las máscaras.

Sax asintió.

Comunicaron el plan de evacuación rápidamente a toda la población de Burroughs a través de Mangalavid y los ordenadores de muñeca mientras viajaban en una gran caravana desde Du Martheray hasta una cadena de colinas bajas al sudoeste de la ciudad. Poco después de que los alcanzaran los dos aviones que transportaban las mascarillas desde Da Vinci sobrevolaron Syrtis y aterrizaron en un área despejada de las llanuras que se extendían ante el muro occidental de la ciudad. Al otro lado de Burroughs, los observadores apostados en la cima de Double Decker Butte informaron de que habían avistado la riada avanzando por el nordeste: agua parda salpicada de hielo que se precipitaba por el pliegue profundo que dentro de la ciudad ocupaba el Parque del Canal. Y las noticias sobre la Estación Sur resultaron ser ciertas: habían inutilizado las pistas volando el generador de inducción lineal. Nadie sabía quiénes eran los autores, pero hecho estaba y los trenes habían quedado inmovilizados. Por eso, cuando los beduinos llevaron las máscaras a las puertas Oeste, Sudoeste y Sur encontraron multitudes congregadas frente a ellas, todos con trajes de superficie con filamentos calefactores o con las ropas más abrigadas de que disponían... no precisamente idóneas para lo que se avecinaba, pensó Nadia mientras distribuía máscaras en la puerta Sudoeste. En los últimos tiempos la mayoría de los habitantes de Burroughs salían tan raramente a la superficie que cuando lo hacían alquilaban los trajes. Pero no había suficientes trajes para todos y tendrían que arreglarse con los abrigos de ciudad, que eran bastante livianos y no contaban con protección para la cabeza. En el mensaje que se había difundido se recomendaba vestirse para resistir 255°K y por eso casi todo el mundo llevaba varias capas de ropa y parecía muy grueso.

Las anchas puertas permitían la salida de quinientas personas cada cinco minutos, pero con toda una ciudad por evacuar no era ni mucho menos suficiente. Las máscaras se habían distribuido ya y era poco probable que a alguien le hubiese pasado desapercibida la situación de emergencia en la ciudad. Por tanto Nadia propuso rasgar la tienda para que la gente saliera más deprisa. Y todos estuvieron de acuerdo.

Apareció Nirgal, deslizándose entre la multitud como Mercurio con un recado urgente, sonriendo y saludando a todo el mundo, a la gente que quería abrazarlo o estrecharle la mano o simplemente tocarlo.

—Voy a rasgar la tienda —le dijo Nadia—. Todos tienen máscaras y es preciso que salgamos más deprisa de lo que las puertas permiten.

—Buena idea —dijo él—. Deja que lo anuncie.

Dio un salto de tres metros, se agarró a un remate del arco de hormigón de la puerta y se aupó hasta quedar en equilibrio sobre una banda de tres centímetros de ancho. Activó el pequeño altavoz portátil que llevaba y dijo:

—¡Atención, por favor!... Vamos a rasgar la tienda de la ciudad justo por encima del muro... Se originará una brisa, no muy fuerte... después de eso, la gente que está más cerca del muro saldrá primero, por supuesto... no hay necesidad de correr... cortaremos grandes secciones y la gente tendrá que salir en el espacio de media hora. Prepárense para el frío... será
muy estimulante
. Por favor, pónganse las máscaras y comprueben el sello, y el sello de quienes tengan al lado.

Miró a Nadia, que sacó una pequeña soldadora láser y la alzó sobre su cabeza para que Nirgal y la multitud pudieran verla.

—¿Todos preparados? —preguntó Nirgal por el altavoz. Toda la gente visible en aquella gran masa humana tenía una mascarilla cubriéndole la mitad inferior de la cara. —Parecen bandidos —les dijo Nirgal, y todos ellos rieron.— ¡Adelante! —exclamó, mirando a Nadia.

Y ella cortó la tienda.

Un comportamiento sensato de supervivencia es casi tan contagioso como el pánico, y la evacuación fue rápida y ordenada. Nadia cortó unos doscientos metros de tienda por encima del muro de hormigón y la presión del interior originó una corriente de aire hacia el exterior que mantuvo las capas transparentes de la tienda levantadas, de manera que la gente pudo pasar sobre el muro de un metro de altura sin tener que lidiar con ellas. Otros cortaron la tienda cerca de las otras dos puertas, y más o menos en el tiempo que se tarda en vaciar un gran estadio la población de Burroughs estuvo fuera de la ciudad y expuesta al frío matinal de Isidis. Presión: 350 milibares, temperatura: 261° Kelvin, es decir, -12° Celsius.

Los beduinos de Zeyk formaron una escolta de rovers que guiaban la masa de evacuados hacia las colinas Moeris, pocos kilómetros al sudoeste de la ciudad. La vanguardia de la riada empezó a lamer el muro oriental de la ciudad cuando los últimos evacuados alcanzaron esas colinas, y algunos exploradores rojos informaron que el agua corría ya a lo largo del muro por el norte y el sur y que aún no alcanzaba el metro de altura.

Por un pelo. Nadia se estremeció. Se detuvo en lo alto de una de las colinas tratando de evaluar la situación. La gente había hecho lo que había podido, pero la mayoría no llevaba suficiente ropa; no todos poseían botas aisladas, y muchos llevaban la cabeza desprotegida. Los árabes se asomaban a las ventanillas de sus rovers para enseñar a la gente a improvisar capuchas con pañuelos, toallas o chaquetas. Pero hacía mucho frío a pesar del sol y de la ausencia de viento, y los ciudadanos de Burroughs que no trabajaban en la superficie parecían pasmados. Nadia podía distinguir a los rusos recién llegados de la Tierra por sus gorros abrigados, traídos de casa. Los saludaba en ruso y casi siempre le sonreían:

—Esto no es nada —gritaban—; buena temperatura para patinar, 
¿da?

—Manténganse en movimiento —aconsejaba Nadia a todos—. Manténganse en movimiento. —Se suponía que las temperaturas subirían por la tarde, quizá por encima de cero.

En el interior de la ciudad condenada las mesas aparecían desnudas y desoladas a la luz de la mañana, como un titánico museo de catedrales, las hileras de ventanas incrustadas en ellas como joyas, la vegetación como pequeños jardines coronando la roca roja. Su población estaba en la llanura, enmascarados como bandidos o víctimas de la fiebre del heno, envueltos en muchas capas de ropa, algunos con ligeros trajes con calefacción, otros cargando cascos para usarlos si era necesario. Y los peregrinos volvían la vista hacia su ciudad, gente en la superficie de Marte con las caras expuestas al aire tenue y gélido, de pie con las manos en los bolsillos, y sobre ellos altos cirros que semejaban virutas metálicas pegadas sobre el cielo de intenso color rosado. La extrañeza del espectáculo era divertida y terrorífica al mismo tiempo, y Nadia recorrió las lomas hablando con Zeyk, Sax, Nirgal, Jackie, Art. Incluso envió otro mensaje a Ann, aunque nunca había contestado a ninguno:

—Asegúrate de que las fuerzas de seguridad no tengan dificultades en el puerto espacial —dijo, incapaz de disimular la cólera—. Déjales el camino libre.

Diez minutos después su muñeca emitió un pitido.

—Lo sé —dijo Ann. Y nada más.

Ahora que ya habían salido de la ciudad Maya se sentía optimista.

—Echemos a andar —gritó—. ¡Hay un largo camino hasta la Estación Libia y ya ha pasado la mitad del día!

—Cierto —dijo Nadia. En realidad muchos habían alcanzado ya la pista que partía de la Estación Sur de Burroughs y la seguían ahora en dirección sur, subiendo por la pendiente del Gran Acantilado.

Se alejaron de la ciudad. Nadia se detenía a menudo para animar a los caminantes y por eso volvía la vista a Burroughs, a los tejados y jardines bajo la burbuja transparente de la tienda a la luz del día, a ese verde mesocosmos que durante tanto tiempo había sido la capital de su mundo. Ahora el agua oscura con trozos de hielo había rodeado casi todo el muro y una apretada marea de sucios icebergs descendía por la profunda grieta avanzando hacia la ciudad en un torrente cada vez más ancho, llenando el aire con un fragor que le erizó el vello de la nuca, el bramido de Marineris...

El terreno por el que avanzaban estaba salpicado de plantas bajas, sobre todo musgos de la tundra y flores alpinas y de cuando en cuando ramos de cactos del hielo que parecían bocas de incendios negras y erizadas. Las moscas enanas, alteradas por la extraña invasión, zumbaban alrededor. La temperatura era notablemente superior a la de la mañana y seguía subiendo; parecía que estaban por encima de cero.

—¡Doscientos setenta y dos! —gritó Nirgal cuando Nadia le preguntó. Nirgal pasaba cada pocos minutos, recorriendo la columna de un extremo a otro constantemente. Nadia miró su ordenador de muñeca: 272°K. Corría una brisa ligera del sudoeste. Los informes meteorológicos indicaban que la zona de altas presiones seguiría sobre Isidis durante al menos un día más.

La gente descubría a veces voces familiares bajo las máscaras o bien ojos conocidos entre las capuchas y las máscaras, y se iban formando pequeños grupos de conocidos, amigos y compañeros de trabajo que caminaban juntos. Una nube de vapor se elevaba de la multitud, la exhalación de la masa, que se disipaba rápidamente. Los rovers del ejército rojo que habían rodeado la ciudad avanzaban junto a la columna y sus ocupantes repartían bebidas calientes. Nadia los miraba con furia, soltando reniegos silenciosos en la intimidad de su máscara, pero uno de los rojos leyó su mirada y le dijo con irritación:

—Nosotros no rompimos el dique, ¿sabe?; fueron los guerrilleros de Marteprimero. ¡Kasei!

Y el hombre siguió su camino.

Se había acordado que las barrancas del lado oriental de la pista se usarían como letrinas. Ya habían subido un buen trecho y la gente se detenía y volvía la vista a la ciudad extrañamente vacía, con su nuevo anillo de agua oscura plagada de hielo. Algunos nativos cantaban fragmentos de la areofanía mientras caminaban, y al oírlos a Nadia se le encogió el corazón.

—Sal de nuevo —murmuró—; maldita seas, Hiroko; por favor... sal de nuevo.

Divisó a Art y apretó el paso para alcanzarlo. Estaba haciendo comentarios por el ordenador de muñeca, al parecer para una cadena de noticias de la Tierra.

—Oh, sí —dijo haciendo un rápido aparte cuando Nadia le interrogó—. Estamos en vivo y somos un buen espectáculo. Además pueden remitirse al escenario de la inundación.

Desde luego. La ciudad con sus mesas, rodeada de agua oscura cargada de hielo que humeaba débilmente, la superficie encrespada, las orillas burbujeando furiosamente por la carbonatación a medida que las oleadas descendían desde el norte, el rumor como de olas en una tempestad... La temperatura ambiente estaba ahora un poco por encima de cero y el agua no se congelaba ni aun cuando se estancaba o el hielo quebrado cubría la superficie. Nadia nunca había presenciado nada que le hiciese tomar conciencia con más fuerza de la transformación de la atmósfera: ni las plantas, ni la progresiva coloración azul del cielo, ni siquiera el hecho de estar a cara descubierta, respirando a través de una mascarilla. El espectáculo del agua helándose durante la inundación de Marineris, que pasaba del negro al blanco en menos de veinte segundos, la había marcado más profundamente de lo que había sospechado. Y ahora tenían agua al aire libre. La ancha y profunda grieta que albergaba Burroughs parecía una gargantuesca Bahía de Fundy en la que la marea subía velozmente.

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