Más allá del hielo (23 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

—¿Qué?

—Fulgurita. Es lo que pasa cuando cae un rayo muy fuerte en arena mojada. Funde la arena a lo largo y forma un tubo de cristal.

—Por algo le he contratado —dijo Lloyd, mirando alrededor con una sonrisa satisfecha.

—Aquí hay más —dijo otro trabajador.

Levantaron la tierra con muchas precauciones, hasta dejar una especie de rama brotando de la arena.

—Los meteoritos son ferromagnéticos —dijo McFarlane, poniéndose en cuclillas y extrayendo el objeto de la arena con los guantes—. Éste seguro que ha atraído unos cuantos rayos.

Prosiguió la excavación, con el resultado de varias fulguritas más que se envolvieron en papel de seda y se metieron en cajas de madera. Amira rastreó la zona con el aparato.

—Quince centímetros más —dijo.

—Ahora con las escobillas —dijo Glinn.

Dos hombres se agacharon alrededor del agujero y el resto se colocó detrás. McFarlane vio que a aquella profundidad la tierra estaba húmeda, casi saturada de agua; más que apartar arena, lo que hacían los trabajadores era quitar barro. Centímetro a centímetro fue aumentando la profundidad del hoyo, ante el silencio general.

—Limpiadlo con agua —dijo Glinn, y a McFarlane le pareció detectar cierta impaciencia en su tono.

—¡Venga, venga! —exclamó Lloyd.

Llegó corriendo uno de los trabajadores, desenrollando una manguera pequeña, y Glinn se ocupó personalmente de coger la boca, dirigirla hacia el meteorito cubierto de barro y apretar. El único ruido, durante varios segundos, fue el del agua limpiando los últimos restos de barro de la superficie.

A continuación, Glinn cerró el chorro con un giro de la muñeca y el agua abandonó la superficie desnuda del meteorito. Al principio se adueñó de los presentes una especie de parálisis, un momento eléctrico de suspensión.

Lo siguiente fue el ruido de la botella de champán chocando con la tierra mojada.

Isla Desolación 9.55 h

Palmer Lloyd estaba al borde del corte hecho en la tierra, un corte limpio, y no apartaba la vista de la superficie del meteorito. Era una visión tan asombrosa que al principio se le quedó la mente en blanco, hasta que poco a poco fue recuperando la conciencia de sí mismo: notó el pulso de la sangre en las sienes, el aire llenándole los pulmones, y el frío helándole la nariz y las mejillas. Seguía, eso sí, igual de apabullado por la sorpresa. Lo miraba, lo veía, pero no le daba crédito.

—Margaux —murmuró, y el páramo nevado empequeñeció su voz.

El silencio alrededor era total. Todos se habían quedado mudos de la sorpresa.

Lloyd había peregrinado a casi todos los grandes meteoritos de hierro que había en el mundo: el Hoba, el Anighito, el Willamette, el Woman… Variaban mucho en cuanto a forma, pero todos tenían la misma superficie, con agujeritos y entre marrón y negra. Todos los meteoritos de hierro coincidían en su aspecto.

En cambio aquel meteorito era intensamente rojo. No, pensó al recuperar la velocidad de su cerebro; la palabra «rojo» no le hacía justicia. Era el color puro y aterciopelado de la cornalina pulida, pero con una riqueza de matices todavía mayor. De hecho, era el color exacto de un buen vino de Burdeos, como los traguitos cortos de Château Margaux con que había debido contentarse a bordo del
Rolvaag.

Rompió el silencio una voz dotada de tanta autoridad que Lloyd estuvo seguro de que era la de Glinn.

—Por favor, que se aparte todo el mundo del hoyo.

Lloyd advirtió que nadie daba un paso.

—Apártense —repitió Glinn con mayor severidad.

Esta vez el círculo apretado de observadores retrocedió unos pasos, aunque a regañadientes. Al separarse las sombras, la luz del sol atravesó al grupo e iluminó el agujero, y Lloyd revivió la sensación de no poder respirar. A la luz del sol, el meteorito revelaba una superficie sedosa y metálica cuya mayor similitud era con la del oro. Se asemejaban ambas en que aquel metal rojo daba la sensación de capturar la luz ambiente, oscureciendo el mundo exterior y, al mismo tiempo, dotándose de una luminosidad interna inefable. Además de bello, era indescriptiblemente extraño.

Y le pertenecía.

Le invadió un júbilo tan repentino como poderoso; júbilo por lo que tenía a sus pies, aquel prodigio, y por lo increíble de una trayectoria vital que le había dado la oportunidad de encontrarlo. Llevarse a su museo el meteorito más grande de la historia humana siempre le había parecido suficiente meta, pero ahora la apuesta era más fuerte. Nada tenía de casual que justamente él, acaso la única persona del planeta dotada de semejante visión y recursos, se hallara presente en aquel momento y lugar, contemplando aquel objeto cautivador.

—Señor Lloyd —oyó decir a Glinn—, le he dicho que se aparte.

Lloyd no sólo no se apartó, sino que se agachó.

Glinn levantó la voz.

—¡No, Palmer!

Sin embargo, Lloyd ya estaba dentro del hoyo: acababa de aterrizar de pie en la superficie del meteorito. Lo siguiente que hizo fue dejarse caer de rodillas y pasar las yemas de los dedos, o mejor dicho la punta de los guantes, por aquella superficie de metal, ligeramente ondulada. Después siguió el impulso de inclinarse y apoyar la mejilla.

Arriba se produjo un breve silencio.

—¿Qué tacto tiene? —oyó preguntar a McFarlane.

—Frío —contestó al levantarse. Le temblaba la voz y tenía lágrimas congeladas en la piel insensibilizada de sus mejillas—. Muy frío.

Isla Desolación 13.55 h

McFarlane estaba absorto en el ordenador portátil que tenía en las rodillas. En la pantalla, casi en blanco, parpadeaba el cursor con mirada de reproche. McFarlane suspiró e intentó ponerse cómodo en la silla plegable de metal. La única ventana que había en el comedor brillaba de escarcha. Fuera, el buen tiempo se había convertido en nieve. Suerte que la estufa de carbón de la barraca calentaba a las mil maravillas.

Dio una orden con el ratón y cerró el portátil, acompañando el gesto con una palabrota.

La impresora que había al lado, en una mesa, comenzó a zumbar. McFarlane volvió a cambiar de postura y a repasar por enésima vez los sucesos de la mañana. El silencio de sorpresa, el salto impulsivo de Lloyd al hoyo, la orden de Glinn y el hecho de que McFarlane nunca le hubiera oído llamar al millonario por su nombre de pila… Todo lo ocurrido estaba cubierto por el velo de una sensación abrumadora de incomprensión. Se notaba falto de aire, como si no pudiera respirar.

Él también había experimentado el impulso de saltar, de tocarlo, de cerciorarse de que fuera de verdad, pero en contrapartida le inspiraba cierto temor: tan rojo, tan desplazado en la monocromía del paisaje… Le había recordado una mesa de operaciones, una superficie muy grande de sábanas blancas con una incisión en el centro, sangrando. Le repelía, y a la vez le fascinaba. Además de despertar una esperanza que creía muerta.

Se abrió la puerta de la caseta y penetró una ráfaga de nieve. McFarlane levantó la vista y vio entrar a Amira.

—¿Ya ha terminado el informe? —preguntó ella, quitándose la parka y sacudiéndose la nieve.

McFarlane respondió señalando la impresora con la cabeza. Amira se acercó, cogió la hoja que salía y soltó una carcajada bronca.

—«El meteorito es rojo» —leyó en voz alta, y mandó volando la hoja a las rodillas de McFarlane—. Así me gusta: conciso.

—¿Qué sentido tiene gastar papel en hipótesis que no sirven de nada? Mientras no tengamos una muestra para analizarla, ¿cómo coño voy a decir qué es?

Amira acercó una silla y se sentó al lado de McFarlane, que se sintió observado bajo una fachada de naturalidad.

—Con los años que lleva estudiando meteoritos, seguro que sus hipótesis servirían de algo.

—¿Usted qué opina?

—Se lo digo si me dice usted lo suyo.

McFarlane se quedó mirando el dibujo de la mesa de contrachapado y lo siguió con el dedo. Tenía la perfección fractal de una costa, un copo de nieve o un conjunto de Mandelbrot, y le recordó lo complicado que era todo: el universo, un átomo, un trozo de madera. Vio de reojo que Amira sacaba de la parka un tubo para puros, lo abría y extraía uno a medio fumar.

—No, por favor —dijo—. Con el frío que hace preferiría no tener que salir.

Amira volvió a meter el puro.

—Me huelo que algo piensa.

McFarlane se encogió de hombros.

—Bueno, vale —dijo ella—. ¿Quiere que le diga lo que pienso? Que se reprime.

McFarlane se giró hacia ella para mirarla.

—Sí, no ponga esa cara. Hace años se tomó muy a pecho una teoría; sus colegas se burlaban, pero usted estaba convencido. ¿A que sí? Y el día en que creyó encontrar la prueba, se metió en un lío. Estaba tan entusiasmado que perdió el buen juicio y le hizo una jugarreta a un amigo, y eso que al final resultó que de prueba nada.

McFarlane la miró.

—No sabía que también tuviera el título de psiquiatra.

Ella se acercó un poco más e insistió.

—Me enteré de la noticia. Ahora la cuestión es que ya tiene lo que ha buscado tantos años. No es una prueba, es la prueba definitiva. Pero no quiere reconocerlo. Tiene miedo de que se repita lo de entonces.

McFarlane le aguantó un minuto la mirada, notando que se le pasaba el enfado, y se dejó caer en la silla con la cabeza hecha un lío. ¿Tendrá razón?, se preguntó.

Ella rió.

—El color, por ejemplo. ¿Sabe por qué no hay metales tan rojos?

—No.

—Las cosas tienen el color que tienen por su manera de interactuar con los fotones de la luz. —Amira se metió una mano en el bolsillo y sacó una arrugada bolsa de papel—. ¿Un Jolly Rancher?

—¿Y eso qué coño es?

Amira le tiró un caramelo y se echó otro en la mano. Sostuvo la pastilla verde entre el pulgar y el índice.

—Todos los objetos, a menos que sean cuerpos negros perfectos, absorben unas longitudes de onda de la luz y dispersan otras. Este caramelo, por ejemplo, es verde porque devuelve a nuestro ojo las longitudes de onda verdes de la luz y absorbe el resto. He hecho bastantes cálculos, y no encuentro ninguna combinación teórica de aleación de metales que pueda devolver luz roja. Parece imposible que sean tan rojas las aleaciones que conocemos.

Amarillas, blancas, naranjas, moradas, grises… Todo menos así de rojas. —Se metió en la boca el caramelo verde, lo mordió ruidosamente y empezó a masticar.

McFarlane dejó el suyo encima de la mesa.

—¿Qué quiere decir?

—Ya lo sabe. Que se compone de un elemento desconocido, o sea que menos evasivas.

Yo ya sé lo que ha pensado: que es un meteorito interestelar. Esta vez sí.

McFarlane levantó la mano.

—Está bien, reconozco que sí, que lo he pensado.

—¿Y?

—Hasta ahora todos los meteoritos que se han encontrado eran compuestos de elementos conocidos: níquel, hierro, carbón y silicio. Todos formados en nuestro sistema solar a partir de la nube de polvo primigenio que había rodeado a nuestro sol. —Hizo una pausa para escoger bien las palabras—. Ya sabe que yo me había planteado la posibilidad de un meteorito procedente de fuera del sistema solar, un trozo de algo que fuera absorbido por el campo de gravedad del sol. Un meteorito interestelar.

Amira sonrió de manera cómplice.

—Pero según los matemáticos era imposible: una posibilidad sobre un trillón.

McFarlane rió.

—Eso. Billón, trillón… ¿Qué más da?

—Una posibilidad sobre un trillón por año.

McFarlane dejó de reír.

—Exacto —dijo Amira—. En varios miles de millones de años, las posibilidades de que cayera uno en la Tierra son bastante altas. No es que sea posible, es probable. Ya ve, le he resucitado su teoría. Está en deuda conmigo.

En el comedor sólo se oía el ruido del viento, hasta que tomó la palabra McFarlane.

—¿Qué quiere decir? ¿Que está convencida de que el meteorito se compone de una aleación metálica que no existe en ninguna parte del sistema solar? ¿En serio?

—Sí, y usted también. Por eso no ha redactado el informe.

Las siguientes palabras las pronunció McFarlane lentamente, como si hablara para sí.

—Si en alguna parte existiera este metal, habríamos encontrado indicios. A fin de cuentas, el sol y los planetas se formaron a partir de la misma nube de polvo, es decir, que tiene que venir de fuera. Es la única posibilidad. —La miró—. No hay vuelta de hoja.

Ella sonrió.

—Pienso lo mismo.

McFarlane permaneció callado, absorto, al igual que Amira.

—Tenemos que conseguir un trozo —acabó diciendo ella—, y resulta que tengo la herramienta que hace falta, un sacatestigos de diamante de alta velocidad. ¿Está de acuerdo en que para empezar habría bastante con cinco kilos?

McFarlane asintió.

—Sí, pero de momento que no se entere nadie de nuestras teorías. Están a punto de llegar Lloyd y los demás.

Nunca mejor dicho, porque justo entonces se oyó ruido de pasos en la entrada de la caseta, y al abrirse la puerta apareció Lloyd con una parka de mucho abrigo y más aspecto de oso que nunca, enmarcado por una luz débil y azul. Detrás, en el siguiente orden, iban Glinn, Rochefort y Garza. El último en aparecer fue el ayudante de Lloyd, Penfold; tiritaba, y se le habían puesto azules los labios, gruesos y apretados.

—Aquí fuera hace un frío que pela —exclamó Lloyd, dando patadas en el suelo y acercando las manos a la estufa.

Rebosaba buen humor, mientras que los de EES se limitaron a sentarse a la mesa con aspecto abatido.

Penfold se apostó al fondo de la sala con la radio en la mano.

—Tenemos que irnos, señor Lloyd —dijo—. O sale el helicóptero como máximo en una hora, o llegará demasiado tarde a Nueva York para la reunión de accionistas.

—Sí, sí, un momento, que quiero oír lo que dice Sam.

Penfold suspiró y murmuró algo por la radio.

Glinn miró a McFarlane con sus ojos grises y serios.

—¿Está preparado el informe?

—Sí, sí.

McFarlane señaló la hoja de papel con la cabeza, y Glinn le echó un vistazo.

—No estoy de humor para chistes, doctor McFarlane.

Era la primera vez que McFarlane veía manifestar irritación, o cualquier emoción fuerte, a Glinn, y sospechó que también estaba afectado por lo que habían encontrado al fondo del hoyo. A este hombre, pensó, le gustan muy poco las sorpresas.

—Señor Glinn, no puedo hacer un informe basándome en simples conjeturas —dijo—.

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