Amor y anarquía

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

 

La vida urgente de Soledad Rosas: una joven de Barrio Norte acusada de ser la terrorista más peligrosa de Italia.

En junio de 1997, cuando salió de la Argentina, Soledad Rosas era una chica de Barrio Norte, 23 años, licenciada en Turismo. Un año después, cuando la encontraron ahorcada en Turín, estaba presa y acusada de ser la terrorista más peligrosa de Italia. La suya fue una historia de amor y de anarquía y, también, la historia de cómo un Estado se inventa sus peores enemigos.

Martín Caparrós

Amor y anarquía

La vida urgente de Soledad Rosas 1974-1998

ePUB v1.0

GONZALEZ
21.09.11

© 2003, Martín Caparrós

Editorial: Grupo Editorial Planeta S.A./ Booket

ISBN 987-580-128-3

Titulo: Amor y anarquía: La vida urgente de Soledad Rosas 1974-1998

A Horacio Amigorena,

por aquella charla veneciana

y tantas otras.

"Los argentinos aguantan muchas cosas,

pero no toleran la anarquía."

Ex senador Eduardo Duhalde

"La Sole se fue de lo linda que era."

Los Redonditos de Ricota, "Esto es to-todo amigos"

Quiero reconocerlo: lo primero que me llamó la atención fue su muerte. Los diarios la contaban y decían que había sido por una causa o un amor: en los últimos días de aquel siglo, las dos razones sonaban tan extrañas. Morir por una idea o por una pasión son dos anacronismos diferentes, pero participan de la misma esperanza: que más allá de aquí y ahora existe algo mejor, sin lo cual todo esto es muy poquita cosa.

La muerte de Soledad me llevó a la de su novio, Edoardo: este libro podía haber sido la historia de dos muertes solitarias —y por lo tanto misteriosas. Un hombre y una mujer que se amaron aparecen colgados de formas semejantes en una celda y una granja del Piamonte. Allí quedaban sus vidas, sus misterios: cómo saber qué pasa cuando dos mueren solos, cuando no dejan notas que lo expliquen, cuando dejan enigmas. Toda muerte es una certeza que despierta infinidad de dudas —y algunas, muchas más. Es verdad: sus muertes me llevaron a buscarles la vida. A primera vista sus muertes cambiaron sus vidas por completo: las hicieron dignas de alguna forma de la historia. Quizás, en esta historia, sus vidas puedan cambiar sus muertes: prestarles un sentido, darles vida.

Quería conocer sus historias: quería saber cómo se crece en la Argentina contemporánea, cómo el futuro que nuestro país no ofrece puede ser reemplazado por otros. Cómo una fugitiva se armaba una vida nueva en otro país —europeo, prestigioso. Cómo se hacía una militante en tiempos de neoliberalismo y olvidos y renuncios. Cómo una chica de Barrio Norte llegaba, en pocos meses, a convertirse en el Enemigo Público Número Uno del Estado italiano. Y por qué un Estado moderno edificaba con tanto cuidado la figura de sus enemigos —la figura del terrorista— y cómo terminaba destruyendo los monstruos que inventaba —porque los inventaba para eso. Quería saber si Soledad se inventó un enemigo, si Soledad fue un invento de sus enemigos: precisaba enterarme.

Eso fue hace dos años: eran tiempos que parecían vacíos. Después las calles de la Argentina volvieron a llenarse de personas —y también de muertes. Y Soledad Rosas empezó a tomar otros sentidos.

LA IRRUPCIÓN

Soledad gritaba. Esa mañana la habían despertado muy temprano, todavía más que de costumbre. Fue violento: hacia las seis y media una guardiana con voz de odio le había ladrado que se levantara:

—Rosas, arriba. Vamos, rápido.

Desde su llegada a Italia, ocho meses antes, Soledad había dejado de ser Soledad: allí todos la llamaban Sole. En Buenos Aires, antes, algunos la llamaban así, pero en Italia Sole era sol y le gustaba que su nombre se hubiera transformado en eso. Hasta la cárcel: en la cárcel no había sol y las guardianas la llamaban Rosas. Para ellas Rosas no era más que un apellido.

—Vamos, Rosas, no me hagas enojar.

Soledad pensó que le importaba tres carajos que la guardiana se enojara pero igual tuvo que levantarse. La mujer le dijo que la siguiera y la empujó suavito: no mucho, sólo para marcar que podía hacerlo. Soledad le preguntó qué pasaba, por qué se la estaba llevando y la guardiana le dijo que no sabía: quizás fuera verdad. Caminaron por un pasillo largo; todavía estaba oscuro.

La guardiana la llevó hasta una celda donde no había nadie, donde no había nada; Soledad entró y la otra cerró la puerta y la siguió vigilando desde afuera. Fue entonces cuando Soledad empezó a gritar. Estaba sola y sabía que no servía para nada, pero quería gritar: por lo menos les mostraría a esos hijos de puta que no iban a hacer con ella lo que se les cantara. Soledad gritaba y pateaba y puteaba, esa mañana, todavía más temprano que de costumbre.

Al cabo de un rato Soledad se calló. Nadie parecía escucharla, y además Edoardo le había dicho que era mejor tratar de reírse. Por suerte no la habían revisado y tenía su última carta en el bolsillo del pantalón: "Yo también lloro, sabés, sirve para descargar las tensiones. Pero reír sería mucho mejor".

Soledad se prometió que ese día haría todo lo posible por reírse.

"Sole, recibí tu carta, me contás cosas muy lindas y la fábula de la tribu india me hace acordar un sueño de la otra noche. Vos y yo habíamos alquilado un bajo eléctrico, un redoblante y un charleston. Vos tocabas el bajo y yo el redoblante y el charleston. Tocábamos como nos daba la gana y nos divertíamos mucho. Después hacíamos una fiesta y venían nuestros amigos y tocábamos con ellos; algunos bailaban, otros tocaban y todos se reían felices. Después vos y yo nos íbamos en una bicicleta a dar una vuelta, pedaleando un poco yo y un poco vos. Era de noche pero se veía porque había luna y estrellas. El cielo estaba límpido y en un momento llegábamos a un bello prado florecido, nos acostábamos, nos abrazábamos y nos dormíamos.

"Cuando leí que pensabas en tener un chico me acordé que esta mañana, mirando un programa de la tele que hablaba de la adopción, pensé qué lindo sería adoptar uno. Pero enseguida entendí, escuchando lo que decían, que era una cosa complicada, que la burocracia a menudo desalienta a los que lo intentan. (...)

"Me mandaron unos recortes de diario con artículos sobre nuestro arresto. Me guardé una foto tuya, así si un día estoy inspirado me gustaría tratar de hacerte un retrato. Me gustaría hacerlo de memoria pero quizás sea demasiado difícil para mí. Quizás si un día un perro llegase a la casa donde vivamos podríamos tenerlo, si él quisiera estar con nosotros.

"Casi todos los días pongo el pan que hacemos en la ventana y los pichones vienen a comerlo. Algunos son muy lindos.

"Yo también lloro, sabés, sirve para descargar las tensiones. Pero reír sería mucho mejor.

"Te valoro tanto, querría abrazarte fuerte,

"tu Baleno".

Baleno era Edoardo, su hombre, y Soledad releyó varias veces el final: Edoardo no solía escribir mimos. Después se quedó callada, casi sin pensamientos, esperando algo que no conseguía imaginar. Pero la lectura la había reconfortado. En cuanto volviera a su celda le contestaría.

Ya debían ser las ocho, por lo menos: los rumores de la cárcel iban creciendo y una luz empezaba a filtrarse por la ventana alta. En la celda de aislamiento no había ni siquiera una manta, y hacía frío. Soledad pensaba en el retrato que quería hacerle Edoardo y se pasaba la mano por el pelo al ras: había tomado la costumbre de cortárselo todas las semanas y le gustaba el cepillito de su cabeza rapada, esa manera de rechazar el modelo de belleza de las publicidades. Ella había sido bonita como tantas, chiquita, bien formada, una cara agradable, y ahora había decidido cambiar su forma de ser linda: la belleza era la diferencia, atreverse a ser otra y ser ella. Se volvió a pasar la mano por el cráneo y se miró la camiseta roja: grandota, alguna mancha.

—Rosas...

La interrumpió la guardiana, casi en un susurro. Su tono parecía más amable: extrañamente amable.

—Vamos, Rosas, te tengo que llevar a la sala de coloquios. Te está esperando tu marido.

—¿Mi marido?

—Sí, tu marido.

Por un momento se confundió: seguramente quería confundirse. Después se sonrió: su marido, claro, no era Edoardo sino Luca Bruno, el compañero anarquista con quien se había casado un mes antes para conseguir la residencia. Ya había hecho varios intentos para que la dejaran ver a Edoardo pero todos chocaban contra la burocracia de la cárcel y del tribunal: como no los unía nada legal no tenían derecho a una entrevista. Soledad no se desalentaba: insistiría hasta lograrlo. Luca, en cambio, por aquel casamiento formal, tenía derecho a visitarla y ya había ido una vez: al fin y al cabo era un amigo, le contaría cómo estaban las cosas afuera, la distraería por un rato.

La sala era grande: a veces se juntaba mucha gente y el ruido se hacía insoportable, pero a esa hora estaba vacía. Luca la saludó con un beso y bajó la mirada: parecía intranquilo, confuso. Le preguntó cómo estaba y casi no escuchó su respuesta. Pero ella estaba cabreada y quería contarle por qué:

—Luchino, no sé qué les pasa a estos hijos de puta que esta mañana me agarraron y me pusieron en aislamiento. ¿Qué carajo están haciendo?

Luca seguía callado; los dedos se le trababan armando un cigarrillo. Después supuso que era mejor decírselo cuanto antes:

—Sole, no sé cómo empezar. Baleno está muerto.

—¿Muerto? ¿Cómo muerto? ¿Qué quiere decir muerto?

Balbuceó Soledad. De pronto el italiano se le volvía una lengua tan extraña: no entendía. O entendía demasiado. Luca no sabía si callarse o seguir hablando:

—Muerto, no sé, carajo. Me acaban de decir que se mató esta noche.

Soledad soltó un grito.

Esa mañana Luca se había levantado demasiado temprano. No solía despertarse a esas horas, pero tenía que visitar a Soledad y no quería llegar tarde. Cuando salió de la casa ocupada que llamaban el Asilo, en la via Alessandria, recién empezaba a clarear. No tardó mucho en llegar hasta la cárcel de Le Valette: los sábados a esa hora los turineses todavía no atestan las calles con sus fiats.

La visión de los muros de la cárcel lo entristeció, como cada vez. Y después vinieron los trámites, las humillaciones: los guardias de Le Valette asumían que los parientes de los prisioneros formaban parte de los malos del mundo y se lo hacían sentir. Luchino ya había pasado los controles cuando un funcionario de la prisión lo llamó y lo llevó hasta una oficina. Ahí adentro estaban todos: los fiscales Laudi y Tatangelo, el jefe de la policía política Petronzi; mostraban caras graves. El funcionario de la cárcel no los presentó ni se perdió en preámbulos:

—Mire, lo lamento. Edoardo Massari ha fallecido.

—¿Qué?

—Eso, que está muerto, se mató.

El tipo trataba de parecer emocionado o —quizás— estaba emocionado. Hablaba muy bajito, como en un velorio, y le dijo que esa madrugada, a eso de las cinco, el guardia que hacía la ronda lo había encontrado moribundo. Todavía respiraba, le contó el funcionario, y que el guardia llamó al médico y le hicieron masajes cardíacos pero no consiguieron reanimarlo. Edoardo estaba en una celda individual con una cama de dos pisos: después muchos se preguntarían por qué Edoardo Massari estaba solo en una cárcel donde casi todos los presos comparten sus espacios. Las autoridades de la prisión dirían que él lo había pedido, como si eso fuera un criterio en ese mundo.

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