Amor y anarquía (4 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

"Ellos tenían una quinta en Ranelagh en esa época, en la década del ochenta", dirá Cecilia Pazo, su prima. "Íbamos en tren con mi mamá y mi hermano Diego. Yo tenía once años, Gabriela nueve, Soledad siete, Diego uno menos: la edad justa para disfrutar una quinta. Como no le dábamos pelota, mi hermano nos molestaba. Y siempre la que decía pobre Dieguito era Sole. Ella era muy compinche de Diego. Sole y Diego eran los más graciosos, los que hacían las cagadas. Gaby y yo acompañábamos pero los generadores de quilombo eran Sole y Diego. Me acuerdo de las macanas que nos mandábamos, groserías bien de varón, jugar con eructos y esas cosas. Y Marta decía 'tantos años del Río de la Plata invertidos para que terminen en esto'. Soledad era una señorita inglesa, pero cuando estábamos todos era una hecatombe".

"En nuestra infancia Soledad era la quilombera, la que se peleaba siempre con todo el mundo: con los primos, con los amigos, con el grupo del barrio", dirá Gabriela Rosas, su hermana. "Era muy linda, rubia, pelo largo. Siempre llamaba la atención por lo linda que era y por el carácter de mierda que tenía. A mi vieja se le iba un poco de las manos y yo empecé a hacerme cargo, no de la educación sino de la contenció n de Soledad. Ponerle bien los límites, sanamente. No encerrándola o pegándole o poniéndola en penitencia, que eran las medidas que mi vieja tomaba ya desesperadamente. No la sabía conducir, decirle 'comportémonos un poco mejor en sociedad, hay algunas reglas que tenés que aprender para conseguir las cosas de buena manera'".

Soledad no parecía entender las reglas. Era, entre otras cosas, incapaz de guardar un secreto.

"Se mandaba cada metida de pata que no sabés", dirá Marta Rosas, su madre. "Vos no podías hablar nada adelante de Soledad porque después... No podías comprar un regalo con ella: por ejemplo, el cumpleaños de Gabriela: 'bueno, Sole, vamos a comprar el regalo de Gabriela'. Después por ahí faltaba una semana para entregarlo, yo lo escondía en un placard con llave, para que Gabriela no pudiera encontrarlo. Pero Soledad hasta que se lo decía no paraba: 'Gaby no sabés lo que te compramos, me parece que te va a servir, me parece que el color te va a quedar lindo'. Entonces la otra se ponía loca, y me preguntaba qué es, me decía 'mirá lo que me dice'. Hasta que al fin terminábamos diciéndole 'tomá, mirá, abrilo'."

Sin embargo las reglas abundaban. La quinta, por ejemplo, se acababa temprano: cada domingo, la familia Rosas emprendía la vuelta a media tarde, porque las nenas tenían que ir a misa de siete en el colegio.

Las fotos la muestran en todas las fases de la felicidad. Las fotos suelen mostrarla al aire libre y es raro que aparezca sin un perro, y es más raro que aparezca sin su cara redonda, su pelo rubio repartido en dos colas de caballo, su sonrisa confiada. Las fotos la muestran con piletas, amigas, tortas de cumpleaños, hermana casi siempre, más perros, padres, madres, abuelitas. Las fotos la muestran en algún campamento del colegio, en vacaciones en el Uruguay Bariloche Iguazú Mendoza o la Patagonia, en sulkies autos patines triciclos autitos chocadores, en disfraces de gitana o de cocotte, en pijama malla vestidito de fiesta con volados bluyín campera para nieve jumper gris del colegio, en el momento de pintarse unos bigotes falsos o zapatear americano o bailar escocés o comerse un chupetín inmenso. Son fotos. Las fotos la muestran esperando un caballo, acariciando un caballo, domando un caballo, parada sobre un caballo, bañando un caballo, besando un caballo, pero enseguida viene el perro. Son fotos de una nena que parece contenta, fotos de grandes espacios y animales, de familia entusiasta. Se sabe que las fotos son recuerdos, que los recuerdos no se organizan para ser veraces. Cuando alguien decide qué fotos va a sacar y, más tarde, qué fotos va a guardar, está escribiendo esos recuerdos, censurando, construyendo un pasado feliz para el futuro casi impensable todavía. Las fotos, en cualquier caso, la muestran muy simpática.

Soledad entró en la adolescencia sin grandes alharacas. A sus doce un cambio en el espacio marcó el paso: su madre decidió redecorar la pieza que compartía con su hermana. Marta Rosas regaló los muebles infantiles y los reemplazó con dos camas anchas muy inglesas, muy femeninas, con colchas color crema y su muñeca encima. Y un espejo a juego, la mesita de luz entre las dos, un papel en las paredes de florcitas rosas: una auténtica habitación de señoritas.

Soledad solía quedarse en casa: ya no miraba La Familia Ingalls; ahora escuchaba a los Rolling Stones, los Redondos, Freddy Mercury, la Rock&Pop. Y no le interesaban las cosas que debían atraer a una chica de su edad: salía muy poco, no pensaba en ropas o peinados. Afuera la Argentina completaba la noche militar y entraba en las tinieblas económicas: los planes de Alfonsín no conseguían evitar una inflación cada vez más grosera. La democracia era el juguete nuevo que todos valoraban y el Ejército la amenazaba para salvar a sus héroes de la justicia criminal: cuatro alzamientos en tres años ponían la casa militar en orden. Pero la calle no era ese espacio de riesgo que había sido antes, que sería después: ni dictadura ni inseguridad la amenazaban.

"A nosotros nos preocupaba que Sole no saliera, sí", dirá Marta Rosas, su madre. "Nos parecía que no era normal para una criatura de quince años. No quiso que le hiciéramos su fiesta de quince... ¿Cómo no íbamos a estar preocupados si todo lo que hacían las demás, ella no lo hacía? Digo: ir a bailar, salir, comprarse ropa linda, vestirse bien.

—¿Y qué pensaban?

—Yo qué sé, que se iba a hacer monja, que iba a hacer un disparate de esos, que era una aburrida, que algo no le funcionaba bien.

—¿Y hablaron con ella de esto?

—Sí, y Luis siempre se recriminó que no tenía amigas porque nos íbamo s a Ranelagh o a Villa Rosa. Y bueno, le decíamos que invite a quien quiera, que vengan, que hagan fiestas, que hagan lo que quieran. Pero tampoco le interesaba. Decía "no, para qué, si me aburro, si son facheras, si solamente les importa la ropa, si están en la pavada".

Soledad tenía pocas amigas del colegio: le molestaba su preocupación por cosas que creía banales. A Soledad, cuando tenía catorce años, lo que más le gustaba eran los caballos. Los Rosas ya habían vendido la quinta de Ranelagh, pero cada fin de semana iban a la casa de unos amigos en Villa Rosa —un barrio de Pilar que después harían famoso Fernando de la Rúa y sus vecinos. Luis Rosas le compró un caballo a Gabriela y Soledad se quedó con un potrillo que nació allí mismo: su madre era tan fea que le decían la Lancha, su padre un pura sangre. El potrillo les pareció precioso. Lo llamaron Dos y Medio porque nació a esa hora, una tarde de agosto de 1987, y Soledad lo fue domando durante más de dos años con la ayuda de Omar, un vecino petisero de polo. Entre los dos lo fueron amansando: la tarea fue larga y más de una vez Soledad estuvo a punto de perder la paciencia: quería un caballo "que se pudiera andar". Pero lo esperó. Al final, ya domado, Dos y Medio era buenísimo con todos salvo con ella: Soledad era su dueña y la reconocía y la quería, pero la mitad de las veces la dejaba clavada de cabeza en el barro. Ella lo amaba igual. Muchos años después, encerrada en su celda italiana, Soledad le escribiría a su hombre encerrado en otra celda que "lo quería muchísimo. Lo conocí un día después de que naciera, yo tenía trece años, crecimos juntos. Durante mucho tiempo fue mi mejor compañía. Nos comunicábamos con el idioma de la naturaleza".

En esos días Villa Rosa era más campo que suburbio: circulaba cierto espíritu gaucho —o los restos de él. Omar fue el primer mentor de las hermanas Rosas en asuntos equinos y ellas lo seguían con devoción:

—Omar, ¿hay que bañar a algún caballo, hay que herrar, hay que hacer algo?

El petisero estaba encantado con esas dos chiquitas de ciudad que querían registrar cada uno de sus movimientos. Y Soledad, feliz en ese mundo: no era sólo la cercanía caliente de un animal que había que someter; también esos peones le gustaban: gente sencilla, que necesitaba pocas cosas y se reía de chistes simples, que le contaban historias de tropillas y arreos, que le enseñaban a trenzar una rienda o a calmar a una yegua, a perder a la taba o a cebar mate con la espuma debida. Con ellos no tenía que hacer ningún esfuerzo: ni ponerse bonita ni hacerse la interesante ni tratar de gustarle a un tonto granujiento. Eso sí que era vida.

Al cabo de un par de años los Rosas pudieron construirse una casa en Villa Rosa; cada fin de semana Gabriela y Soledad se ponían bombachas y alpargatas y trataban de integrarse en el paisaje. A veces, en las fechas señaladas, Soledad se vestía de gauchita rubicunda y participaba de desfiles y paradas. Soledad podía hacer casi todo encima de un caballo: incluso subirse a un potro palenqueado y jinetearlo unos segundos con revoleo de espuelas y rebenque. Gabriela también: solían salir con sus caballos las dos solas, tiempo de largas charlas sobre la vida que las esperaba. En su futuro nunca había ciudades. Cuando fueran grandes, se decían, iban a vivir las dos juntas en una casita rosa en el medio del campo, con su chimenea y su cocina calentita, con sus gallinas, patos y conejos, y ahí iban a criar, las dos juntas, a sus hijos:

—Y si es con marido mejor, y si no me chupa un huevo.

Sus perros las seguían: estaba Fatiga, una pastora catalana, y su hijo el Oso, que tenía sangre grandanés. En esos días, las hermanas Rosas solían creer que, en eso que llamaban el futuro, podrían hacer lo que quisieran.

2. VARONES

El mundo idílico empezó a agrietarse cuando brotaron los varones. Primero fueron unos vecinos con los que a veces salían a caballo; después Gabriela se consiguió su primer novio y el programa Villa Rosa dejó de interesarle: Soledad, al principio, se sintió traicionada. La ciudad tenía atractivos que la atraían apenas.

A veces su hermana la convencía de salir con ella: un poco porque quería, otro poco porque sus padres, preocupados porque la menor se quedaba siempre en casa, se lo pedían. A Soledad le resultaba más fácil salir con Gabriela: sólo tenía que acompañarla. Pero igual los bailes no le gustaban demasiado.

"Ya de chicas yo empecé a cargar con ella a todas partes", dirá Gabriela Rosas. "'Llevala con vos', me decía mi mamá si me iba a algún lado. Las primeras veces que Soledad fue a bailar era porque yo quería ir a bailar y ella tenía que venir conmigo. Por ahí era chica, trece, catorce años y se quedaba sentada en el boliche esperando que la hermana terminara de bailar para volver. A mí me gustaba que ella viniera conmigo, no me molestaba. Aunque a veces me agarraban ataques de celos porque ella llamaba mucho la atención y yo era más tranquila, más perfil bajo. Me ponía un poco celosa, pero nada grave".

Después empezaron los recitales; el primero fue en Obras, con Gabriela y su chico: Ratones Paranoicos. Era una etapa nueva. Ese verano la familia se fue de vacaciones a Pinamar, y las hermanas se hicieron un grupo de amigos, chicos y chicas de Belgrano y Barrio Norte. La mayoría tenía la edad de Gabriela: Soledad seguía siendo el chinchorro.

Lo cual no le impidió hundirse en su primer amor. El pibe se llamaba Maximiliano y tenía un par de apellidos que sonaban patricios pero sus amigos lo llamaban el Vago: en ese grupo de muchachos más bien arregladitos, Maxi se destacaba por el pelo largo, por la ropa gastada, por su aureola de rebelde leve. Era el verano de 1990: en esos días la Argentina se hundía en la hiperinflación pero la rebeldía no encontraba maneras. Maxi tenía más de veinte años; Soledad ya había cumplido quince y no quería pensar que su amor era imposible. Dispuesta a todo, le declaraba su pasión sin mayor éxito: ni frases ni cartas ni caritas le daban resultado.

—Sole, yo a vos te quiero mucho pero sos muy chica para mí, yo no puedo salir con vos.

Soledad no se desanimó. Ya en Buenos Aires, el grupo siguió viéndose: cuando iban a bailar a Palladium la llevaban, cuando se reunían en alguna casa la invitaban —aunque ella no terminara de formar parte. Con ellos empezó a escuchar a Sumo —el grupo de Luca Prodan, que estaba en lo mejor de su retorno de la muerte—, a The Cult, Erasure, The Cure.

"Éramos un grupo de chicas más o menos chetas que salíamos con otros chicos más o menos chetos y que íbamos a bailar a lugares ni tan caretas ni tan oscuros: sentíamos que estábamos ahí en el borde", dirá Gabriela Rosas. "Algunos fines de semana una de nuestras amigas, que tenía un yate, mucha plata, nos invitaba a dormir a su casa en el Boating de San Isidro. Hacíamos fiestas que eran más bien asaltos: cada uno llevaba algo y nos quedábamos hasta la madrugada. La casa de esta chica tenía un playroom enorme que daba al embarcadero. Hacíamos asados y pasábamos la noche escuchando música, viendo videos con nuestros amigos. Y al día siguiente nos íbamos a navegar. Era todo muy elegante. Y era sano, como mucho tomábamos cerveza".

Soledad era la benjamina y todos la protegían, la cuidaban: también Maximiliano. Ella odiaba ese trato pero tardó casi un año en aceptar que su asedio no le daría frutos, que su primer amor era imposible.

Un recital en Obras, un amor sin destino, un asalto en el Norte: me preguntaba qué importa en una ¿biografía?

Quizás sea cierto que escribimos o leemos una biografía para entender a una persona o un momento, para desentrañar marañas de una vida, mensajes de una muerte, por compararnos, divertirnos, reconfortarnos con los males del mundo si parecen lejanos. Y entonces qué. Me preguntaba: ¿qué importa si su padre tal, la madre esto o aquello, ese colegio, si aquella tarde no llovió? Y sospechaba que escribir una biografía equivale a rendirse ante la tentación de imponerle un sentido a algo que no suele tenerlo: que no se toma el trabajo de tenerlo. La vida es, antes de ser relato, una avalancha. Y, salvo unos pocos, raros pocos, nadie vive para construir el relato de su vida: solemos estar tan ocupados, sobrepasados de vivirla. Me preguntaba entonces, escribiendo estas páginas, armando este relato de esa vida: ¿con qué buena razón? ¿Con qué derecho?

Soledad no estaba cómoda en el Río de la Plata. Más de una vez ella y su hermana pensaron en irse al Lenguas Vivas, pero nunca terminaron de atreverse.

"El Río de la Plata era un colegio muy familia y muy vigilante, de proteger a sus alumnas y de seguir todos tus pasos", dirá Gabriela Rosas. "Un microclima absoluto. Ahí adentro era como que las cosas no pasaban realmente. Era un colegio muy típico porteño, como el Keyserling. Sin demasiados matices. No era un colegio que aceptara mucho la pluralidad. Una vez una chica se quedó embarazada y fue el gran escándalo. Para que no la vieran caminando por la calle emb arazada con el uniforme del colegio la hacían ir vestida de civil. Soledad siempre se sintió fuera de lugar en el colegio: como que no encajaba. No tenía grupo de pertenencia, un grupito de amigos que la contuvieran o que la centraran en algún proyecto, en algún viaje, en algo. Siempre estuvo yéndose de todos lados. Del colegio lo único que quería era terminar e irse".

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