Amor y anarquía (3 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

En aquellos tiempos un matrimonio joven de empleados de clase media podía tener ciertas aspiraciones: los recién casados pidieron un crédito en el Banco Hipotecario y se compraron un departamento de dos ambientes en Beruti y Austria. Todo el resto —heladera, juego de living, televisor en blanco y negro — también fue carne de cuota: Marta y Luis decidieron que, antes de tener hijos, tendrían que asentar su situación económica. Luis empezó a trabajar en el área comercial de un frigorífico.

En 1972 las cosas parecían encarriladas: María Gabriela Rosas nació ese 29 de noviembre. Nueve meses después, Marta comprobó que el saber común suele equivocarse: aquella idea de que una mujer que amamanta no puede quedarse embarazada también era falsa. Al principio Marta aceptó su llegada con resignación y alegría: hubiera preferido esperar un poco más pero, se decía, sus dos hijos crecerían tan juntos que podrían compartir muchas cosas. Sobre todo si llegaba otra nena. Y el aborto estaba descartado. Por eso cuando el médico le dijo que lo mejor sería cortar el embarazo, ella se puso dura:

—Ni lo piense, doctor. De ninguna manera.

El médico volvió a explicárselo: le habían diagnosticado una fiebre reumática particularmente violenta y su embarazo impedía tratarla con penicilina. Los dolores podían ser terribles, tendría que pasar días y días en cama y, además, no había ninguna garantía de que el bebé lo soportara. Pero Marta se negó en redondo: ella sufriría los dolores que fueran necesarios para que su hija viniera a este mundo. Y, por si acaso, se acostumbró a pasar por la iglesia de Santo Domingo para pedirle a San Ramón Nonato, el protector de las embarazadas, que la ayudara con el parto, que el bebé fuera sano.

—Y, si podés, que sea una nena, San Ramón, por favor.

María Soledad Rosas nació en la clínica San Camilo, en Caballíto, el 23 de mayo de 1974 a la una y media de la tarde: pesaba 3,450 y era una beba "grande, gorda, preciosa" —según su mamá. En esos días su familia se mudó a un departamento más amplio: cuatro ambientes en Beruti y Austria, a treinta metros del anterior. El país se despeñaba. María Soledad no tenía seis semanas cuando se murió el presidente general Juan Domingo Perón; sus enemigos festejaron poco, sus seguidores lo lloraron sin consuelo. Casi todos, en un momento u otro, lo habían considerado el continuador del brigadier general don Juan Manuel de Rosas. Por eso sus opositores hablaron de su gobierno como "la segunda tiranía". La primera, desde siempre, había sido la de don Juan Manuel.

Don Juan Manuel de Rosas, el Restaurador de las Leyes, gobernó la Argentina con mano que muchos dicen férrea entre 1829 y 1852, cuando lo derrocó una alianza confusa. Don Juan Manuel había nacido en 1793, hijo de una ganadera y un aristócrata —en una época en que esos dos términos todavía no eran sinónimos en la Argentina. Creció en el campo; mientras los abogados y coroneles porteños declaraban la libertad de la colonia, el muchacho correteaba vacas y maneaba potros: aprendió a hacerlo como pocos y, a sus 27, era el caudillo más respetado del sur de la pampa bonaerense —que entonces estaba en el norte de la pampa bonaerense. De allí a la gobernación de Buenos Aires no tardó ni dos años.

Era muy rico; por educación y por cálculo político le gustaba mezclarse con los pobres. Había sido compañero de los gauchos desde siempre; cuando decidió que sería poderoso se hizo amigo de negros y mulatos —los hijos de los esclavos liberados por la Asamblea de 1813— y, ya gobernador, solía bailar en sus candombes. Era —fue durante su larguísimo mando— un patriarca conservador, cristiano y autoritario que se opuso a los progresistas elitistas acercándose al pueblo y defendiendo cierta autonomía económica nacional contra la apertura comercial a las grandes potencias europeas.

En 1832 don Juan Manuel terminó su primer mandato de tres años: no quiso renovarlo si no le otorgaban facultades extraordinarias —y no las consiguió. Pero tenía un plan alternativo: mientras esperaba el momento de volver al poder, se lanzaría a la "Conquista del Desierto". El Desierto era, en la Argentina del siglo XIX, el territorio poblado —y bien poblado— por los indios; su expedición lo pondría a disposición de la economía de los blancos y haría la fortuna de unos cuantos amigos que se convertirían en grandes hacendados.

La campaña fue grandiosa y triunfal: las tropas de don Juan Manuel corrieron indios hasta el río Colorado y llevaron la frontera de los blancos hasta la altura de Carmen de Patagones. El brigadier general se pasó más de un año en campaña; algunos días se aburría, pero una india mapuche solía amenizar sus noches. En aquellas circunstancias, matar y fornicar formaba parte de un mismo movimiento: los hombres a degüello, las mujeres a lanza. Don Juan Manuel era tan pródigo de su nombre como de su simiente: cuando la india le parió una hija la reconoció y la bautizó Fénix Rosas, por aquello de los renacimientos.

Fénix Rosas vivió en Mendoza hasta bien pasados los cien años y tuvo varios hijos naturales —a los que, falta de otro apellido, pasó el suyo. Uno de estos hijos, Pascual Rosas, fue el bisabuelo de Luis Pascual Rosas. María Soledad Rosas descendía del hombre más poderoso de la Argentina en el siglo XIX y de una india mapuche que fue su barragana: el general y la querida, una curiosa alianza del poder y la ilegalidad, la potencia y el sometimiento, el centro del centro y el margen más extremo.

Pero el cuadro se presentaba tranquilo, demasiado tranquilo. Una familia tan normal, una casa sin sobresaltos aparentes, una infancia sin historias. A sus tres años María Soledad Rosas empezó el jardín de infantes en la escuela donde pasaría los quince años siguientes. El Colegio Río de la Plata está a tres cuadras de su casa, en pleno Barrio Norte, y es una institución privada bilingüe con orientación cristiana: sus dueños y maestros son laicos pero enseñan la religión católica y sus alumnos, en principio, deben practicarla en la iglesia del Redentor, en Beruti y Larrea. Es un colegio relativamente pretencioso, de uniformes grises con algún vivo azul, doble escolaridad, mujeres solas y cierto orgullo de enseñanza paga.

"El Río de la Plata era una mezcla de chicas con dinero y de chicas de clase media a las que, con mucho esfuerzo, sus padres mandaban a ese colegio; ése era nuestro caso", dirá Gabriela Rosas, la hermana de Soledad. "Mis viejos, con un esfuerzo enorme —vendieron la casa de Ranelagh— nos hicieron terminar en ese colegio. A ellos les importaba mucho que fuéramos ahí porque se suponía que la enseñanza era buena y, además, porque ellos habían armado su círculo de amigos un poco alrededor de los padres de nuestras amigas. Y por toda una cuestión... no de aparentar sino de una especie de 'm'hijo el dotor' más aggiornado. Como que las nenas tenían que terminar el colegio privado y saber hablar bien inglés, cueste lo que cueste. Porque la escuela pública no, y porque todo nuestro mundo giraba un poco alrededor de... fueron quince años ahí adentro, que también fueron quince años para ellos ahí adentro".

A su alrededor, el Barrio Norte es esa zona de la ciudad que, en los sesentas y setentas, se llenó de edificios de ocho o nueve pisos para los que preferían una "buena dirección" a un poco más de espacio en la sombra de una calle sin prestigio. Es el barrio de la clase media porteña que habla con acento pretendidamente patricio, vota conservador, va a misa los domingos: que querría ser "clase media alta" —aunque el dinero a veces no acompañe. El Barrio Norte es el punto donde la ciudad se empieza a hacer burguesa. No rica, burguesa: un barrio sin árboles ni ostentación, cuyo orgullo más notorio estaba en que todos lo creían un barrio del que se podía sentir algún orgullo. Ahora el Barrio Norte sigue sin tener árboles, pero tampoco le queda mucha vanidad.

Soledad tenía una vida ordenada, casi cuadriculada. Cada día se levantaba a las siete menos cuarto, se lavaba meticulosamente —meticulosamente es la palabra —, desayunaba y se vestía para ir a la escuela. Allí se pasaba casi nueve horas: no salía hasta las cinco de la tarde. Era una alumna correcta, aunque le pesaba el prestigio de su hermana. Gabriela era la estudiante modelo, con premios y cuadros de honor, y Soledad se esforzaba por estar a su altura.

"En la escuela le fue muy bien, aunque nunca fue como Gabriela", dirá Marta Rosas, su madre. "Le costaba mucho estudiar pero tenía mucho amor propio, nunca se llevó una materia salvo en tercer grado que se llevó inglés. Entonces se preparó todo el verano, y aprobó. Me acuerdo que el día del examen salieron la profesora, Fabiana, y las demás chicas, y ella no salía. Yo le pregunté a Fabiana qué pasaba con Soledad y ella me dice 'no sé, porque sigue leyendo y escribiendo'. Entonces le dije que le pidiera la hoja, porque yo le había dicho a Sole que antes de entregar la hoja la revisara y la leyera una y otra vez. Así que la tipa se podía quedar hasta las diez de la noche revisándola por miedo a no pasar. Y Fabiana me dice 'pobrecita, hace una hora que la está leyendo'. Entonces fue y le sacó la hoja y por supuesto que aprobó. Vos no sabés la sumisión de Soledad. Como tenía una hermana tan brillante..."

Cada tarde, Soledad llegaba a su casa a las cinco, se bañaba y hacía las tareas escolares: en general tardaba, porque le costaba mucho concentrarse. Después se tiraba en la cama a mirar televisión: La Familia Ingalls, Heidi, clásicos de la niñez serena. Fuera de clase no solía ver a sus compañeras, pero tenía varias actividades complementarias: zapateo americano y bailes escoceses en el colegio a contraturno, tenis o pileta en el club Gimnasia y Esgrima.

Soledad compartía su pieza con su hermana: en verdad, compartía casi todo con su hermana. La pieza tenía un balcón a la calle, con defensa enrejada, donde vivía la tortuga; la perra, en cambio, vivía por todas partes. La perra era una cocker spaniel blanca y negra que se llamaba Lula, y las dos hermanas solían pelearse por el privilegio de meterla en su cama. La pieza también tenía un cajón amarillo donde las dos hermanas guardaban sus juguetes.

"Nuestra pieza era muy ordenada porque mamá nos torturaba con el orden", dirá Gabriela Rosas, su hermana. "Era una cosa de hacernos ordenar la pieza cuatro veces por día. Si estábamos jugando con las barbies y queríamos empezar a jugar con otra cosa, era 'no, tienen que guardar las barbies para empezar a jugar con otra cosa'."

"Soledad tenía una obsesión por la limpieza", dirá Marta Rosas, su madre. "No tenía problema en que te acostaras en su cama pero sólo si te habías bañado y cambiado la bombacha; si no, no. Por eso cuando tenían esas camas que se sacan ella dormía en la cama de abajo, porque no le gustaba que se sentaran sobre su colcha. Y había que ponerle perfume a las sábanas. Y después cuando aprendió a coser toda su ropa interior la tenía marcada. Una crucecita. A los seis años, una cosa así. Yo le enhebraba la aguja y le hacía el nudito y ella se hacía crucecitas en las medias, las bombachas, las camisetas, porque... como las dos tenían lo mismo, y del mismo tamaño, entonces ella quería distinguirlas. Cualquier hilo estaba bien, ella sabía donde lo había marcado".

Las hermanas solían jugar con sus barbies, pero más les gustaba ser sus propias muñecas: se pintaban, se disfrazaban, tenían un baúl lleno de vestidos y collares que les permitían convertirse en otras: gitanas, damas antiguas, cachivaches. Aunque Soledad nunca jugaba a lo mismo mucho rato: no se quedaba quieta, nada le duraba más que unos minutos.

"Y nos peleábamos un montón por la ropa", dirá Gabriela Rosas, su hermana. "Nos peleábamos porque a mí todo me duraba años, porque yo era muy cuidadosa con mis juguetes y doblaba la ropa, y a las muñecas de Soledad les faltaba el pelo, tenían los vestidos rotos. Entonces, cuando se le acababan las suyas, ella quería las mías".

Cuando María Soledad cumplió siete años sus padres cambiaron los fines de semana en Gimnasia y Esgrima por una quinta que acababan de comprar en Ranelagh, al sur del gran Buenos Aires. Para las hermanas Rosas fue una pérdida: el club era su lugar de encuentro con amigas. Y Soledad no tenía tantas:

"Pobre, tenía mala suerte con las amigas que elegía", dirá Gabriela Rosas. "En el colegio, y más en un colegio de mujeres, se armaban grupitos: o eras de las vivas o eras de las tontas o no eras nadie. En algún grupo tenías que estar. Ella, para sentirse que era de algo, siempre se enganchaba como cola de ratón de alguna. Terminaban cagándola, peleándola o haciéndola sufrir. Siempre llegaba llorando del colegio. Pobre, siempre terminaba sufriendo. Era muy sensible y trataba de agradar hasta el punto en que se rompía las pelotas y mandaba a todos al carajo. Entre el amor y el odio había sólo un paso. Había una discusión por cualquier pavada y no había un intento de 'bueno, conversemos, vamos a ver cómo lo resolvemos' o 'me la como, está bien, la dejo pasar'. No; cualquier cosa era 'pum, bomba, estallo, a la mierda'. Hacía un esfuerzo por agradar, por pertenecer, por ser aceptada y en algún momento se daba cuenta de que todo su esfuerzo no servía para nada y entonces sufría un montón y terminaba mandándolas a todas a la mierda y seguía solita o conmigo. Los recreos se venía conmigo o salía con mis amigas, cosas así. Por un lado era muy débil y tenía muy poco amor propio, ella no sabía cuánto valía. Y por el otro se defendía agrediendo. Creo que eso le pasaba porque no se valoraba a sí misma. Era una chica que vivía lastimada o rompiéndose los dientes. Cada dos por tres se caía de la bicicleta, se bajaba todos los dientes. Se caía en la bañadera, se rompía toda. Se cortaba los brazos, se lastimaba las rodillas. Estaba todo el tiempo con una cicatriz, alguna marca, algún rayón en la cara y cuando jugábamos a disfrazarnos ella se veía siempre fea, horrible. Era hermosa, mucho más linda que yo. Pero siempre se lastimaba o se tiraba abajo".

Los fines de semana en Ranelagh pronto se transformaron en el mejor momento. Las hermanas solían llevarse a alguna amiga del colegio para jugar a las muñecas, a las escondidas, a la mancha, para treparse a la casita del árbol o bañarse en la pileta. Pero nada se comparaba con las mañanas de domingo. Ansiosas, las hermanas se despertaban temprano y temprano despertaban a su padre para que las llevara a andar a caballo al parque Pereyra Iraola. Tenía que ser temprano: a las hermanas les gustaba estar allí cuando los caballos de alquiler llegaban a los palenques, mirar cuando los peones los cepillaban y ensillaban, combatir el frío con la excitación de la cabalgata por venir.

Luis Rosas aceptaba el sacrificio con placer: en la mitología del linaje Rosas el contacto con los animales, con el campo, era constitutivo. Gabriela andaba en un bayo, Soledad en un zaino colorado; a menudo terminaban en el suelo pero siempre se levantaban y volvían. El descubrimiento del caballo fue un corte para Soledad: una manera de encontrarse con un mundo distinto, con más cuerpo y con menos palabras, menos civilizado, pocas reglas muy claras. Un mundo donde ella podía llevar las riendas.

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