Amor y anarquía (7 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

A los pocos días Soledad y Cecilia habían llenado el chalecito alpino: dos o tres ricoteros de Lomas de Zamora encontrados en la playa, la hermana Gabriela, los amigos Fabián y Alejandro, la amiga Lorena con su marido muy reciente y todo tipo de sin techo que So ledad amparaba. "Era lo mismo que hacía con los perros vagabundos", dirá su prima. "Se conectaba con este tipo de gente y trataba de rescatarlos".

Cecilia no estaba cómoda: la preocupaban los porros que solían circular, y cuando descubrió que Alejandro tenía sida se puso muy nerviosa. El tipo podía cortarse con la maquinita de afeitar, pensaba, y compartir un mate con él le parecía una aventura sideral. Quería lavar con lavandina cada vaso, cada plato que él hubiera mirado: Soledad se le reía y le explicaba que Alejandro era de ésos que te cuidan, no de los que te hacen daño, y le volvía a decir que cómo podía ser tan standard. Estaba descubriendo: el precio era la audacia y la confianza.

"Llegamos, y era el típico aguantadero de verano de Villa Gesell: por donde mirabas había flacos de pelo largo", dirá Lorena Dussort, su amiga paseaperros. "Creo que estaba todo Gesell ahí. Había cuatro camas y veinte flacos. Piso, bolsa de dormir, de a dos en cada cama. Y bueno, era ir a la playa y tener quilombo, eran barderos y refalopa. Se ponían a cantar. Nos mirábamos con Adrián, mi marido, con cara de qué hacemos nosotros acá... Y Sole decía está todo bien. Yo era la única rubia. Y los flacos nos decían 'nosotros les cedemos la pieza, ustedes están recién casados'. Nos fuimos a la pieza con los perros, nos levantamos temprano, hicimos la comida, y estaban todos tirados. Todos con todos, era un despelote... Entonces al segundo día le dije a Adrián 'ésta es la última noche que yo paso acá'. Le dije a Sole 'esto no es para mí, por una vez no coincido con vos'. Y nos fuimos".

Era un grupo de lo más variado y solían salir en dulce montón: a veces, con inclusiones e intrusiones, llegaban a las dos docenas.

"Íbamos a tomar: vivíamos tomando cerveza", dirá Fabián Serruyo, su amigo. "Yo en esa época ya no fumaba más marihuana. Me parece que ellos estaban muy enganchados. Sole fumaba mucho. Ale no fumaba, ya estaba enganchado con la merca. Yo en esa época no estaba enganchado con nada, andaba limpio. Mi enganche fuerte vino después . Quizás uno está carente de muchas cosas que le gustaría tener y se anestesia con eso hoy en día. Como otros con el alcohol, como está pasando con mucha gente. Como toda esa gente que ves en las esquinas tomando cerveza, como Soledad que estaba carente de muchas cosas. A Soledad la reprimían mucho en muchos aspectos. Ella quería vivir de cierta manera y la madre en particular no quería que viva de esa manera".

Soledad solía terminar las noches con un martillero público que había decidido pasar sus vacaciones en el lado salvaje y Cecilia se había encontrado, entre tantos pelos, un estudiante de abogacía babyface que le pareció más conveniente. Pero se asustó mucho una noche, en un bar, cuando una integrante de la banda se puso a acariciarle la pierna con denuedo. Cecilia le pegó un par de gritos; Soledad se reía, como si hubiera pasado los mejores años de su vida en ese mundo diferente.

"Soledad quería escaparse de todo lo que tuviera que ver con la plata, el caretaje", dirá Fabián Serruyo. "Quería vivir de una manera más simple. En una playa y cagar atrás de un árbol y escaparse del consumo. No le cabía el consumo y todo eso, y eso que vivía en un barrio recontra cajetilla, Beruti y Austria. Hoy el barrio ya cambió completamente. Pero en aquella época era un barrio cajetilla y no le cabía nada. Habrá ido al mejor colegio de Buenos Aires pero había muchas cosas que no le cabían, a la loca".

"Ella siempre estaba buscando un lugar en el mundo", dirá Cecilia Pazo. "Sole era una búsqueda impresionante y siempre se equivocaba. En Gesell se enamoró de un pibe que tenía novia, que le prometió el oro y el moro, se recontra enamoró, sufrió, lloró, pataleó, y el pibe cuando llegó a Buenos Aires volvió con la novia. De hecho la llevó a Pilar, a Villa Rosa. Soledad armó una reunión tipo encuentro viaje de egresados, todos los de Gesell, y el pibe llevó a la novia. Imaginate".

A veces me pregunto qué pasaría si me la cruzara, ahora mismo, por la calle, en un bar, en la plaza Las Heras. Ella solía caminar por estas calles: me pregunto qué pasaría si la viera pasar por la vereda, una desconocida enredada de perros, una molestia en el camino. Si miraría sus perros, si la miraría. Si volvería a mirarla, si me pararía a mirarla por la calle. Y me pregunto si hablaría con ella, si tendría de qué hablar. Si alguna vez habríamos podido sentarnos a conversar de algo, fumar un cigarrillo o un porrito, soportarnos más de quince minutos —me pregunto, ahora, cuando la vida de ella ocupa tanto de mi vida.

Se conocieron en la plaza: él era amigo de otros paseaperros. Ella nunca supo exactamente qué de él la atraía tanto; sí sabía que, por primera vez, se sentía enamorada de verdad. La juventud tiene, entre otras ventajas, la del descubrimiento permanente: uno cree que se enamora hasta los tuétanos sólo para entender, la vez siguiente, que aquello no era amor y que esto sí, sólo para entender, la vez siguiente, que aquello no era amor y que esto sí, sólo para entender, la vez siguiente —o la otra, quizás, según la suerte. Soledad no sabía bien qué era: sí que, frente a su amor por él, todo el resto habían sido escarceos de colegiala tonta. Soledad tenía diecinueve años cuando lo conoció, en la primavera del '93; Gabriel Zoppi ya había cumplido veinticuatro.

Gabriel Zoppi era del barrio; vivía, con sus padres, en Juncal y Billinghurst. Había cursado, con idas, vueltas y cambios de colegio, hasta tercer año nacional. Gabriel tenía una hija de una novia anterior, que vivía con ella, y había trabajado algunas veces: primero de plomero con su padre, después en una parrilla de la avenida Figueroa Alcorta. Pero no solía hacerlo: no era lo que más le interesaba. Su pasión era River: su padre lo había llevado al club desde muy chico y a los catorce años ya iba solo a la popular; pronto la barra brava de Núñez, los Borrachos del Tablón, lo aceptó entre sus miembros.

"A Gabriel en la cancha de River lo conocía todo el mundo", dirá Marta Zoppi, su madre. "Mi hija iba a la cancha y en la entrada decía que era la hermana de Gabriel Zoppi y le decían que pase sin pagar. Era muy conocido. Debe ser que había un grupo bien pesado, que él los conocía de ir a la cancha, y otro que era tranquilo: ahí estaba él". Las versiones maternas no siempre son las más precisas.

"Mi hijo era fanático. Si le hablás mal de River, te corta la cabeza", dirá Raúl Zoppi, su padre. "Está bien, la culpa fue mía porque yo de chiquito lo llevé a la cancha. Después empezó a ir solo y se enganchó en la barra brava. El club lo llevaba a todas partes, les pagaban: a Brasil, a un montón de lados. Cuando yo iba lo veía ahí arriba, pero él ya era grande y yo no le podía decir nada". Eran salidas bravas, y en una de ellas Gabriel estuvo muy cerca de la muerte: una tarde, en la puerta de una cancha cordobesa, uno de sus mejores amigos fue baleado por la espalda y por la policía: el muchacho quedó paralítico y Gabriel lo acompañó a lo largo de su recuperación.

No es seguro que Gabriel descubriera las drogas en la barra; sí, que tuvo problemas de adicción. Dos veces estuvo internado en curas de desintoxicación. "Él probó todo", dirá Raúl Zoppi. "Después dejó. Un año, dos años andaba lo más bien y después le pasaba algo y...". Gabriel curtía look rollinga: zapatillas all stars, un jean negro gastado, la remera ajustada. Era medio petiso y solía llevar el pelo largo y su flequillo; en la mano derecha tenía una pulserita de san Jorge, blanca, roja y verde: hay quienes dicen que es el santo que protege a los ladrones. Gabriel hablaba reo y amenazaba mucho; a veces se ponía violento.

"Era una etapa en que Soledad estaba convencida de que no era inteligente, linda, nada", dirá Soledad Echagüe, su amiga Sole Vieja. "Y no era verdad, era un encanto de mina, pero tenía esa cosa de '¿quién me va a querer a mí?'. Y yo le preguntaba si se había mirado al espejo; era mu y insegura. Podía tener el mejor tipo, y tenía el peor. A Gabriel yo le decía el Uka: era un indio. La primera vez que vinieron juntos a casa, cuando se fue el pobre Gabriel, yo le dije '¿por qué, Sole? ¿Por qué este personaje que no puede hablar, que dejó la pluma y la lanza en la puerta y entró?'. Llegaba a tu casa, se sentaba y te miraba fijo, no te contestaba. No pasaba por las drogas que consumiera, es que era un tipo que llegaba a tu casa, se sentaba y vos le hablabas y no contestaba. Era una pared. Si le pintaba despertarse, se despertaba. Si le pintaba comer, comía. Si le pintaban las ganas de coger, cogía. Era 'un pesito para la birra, vieja'. A mí me flasheaba porque no podía entender qué tipo de conversación tenía con Soledad. Era un tipo jodido, un tipo de mierda. Yo creo que él estaba con Sole por esa cosa de 'loco, mirá la minita que me levanté'. Era un tarado. No pasaba por una cuestión social, sino por una intelectual. Me acuerdo que decía con orgullo 'yo soy de los que le pegaron a Roberto Giordano'. Yo creo que ella no lo quería, aunque sí lo creía, pero me parece que necesitaba a alguien. Y él le servía para tapar un hueco. Aparte Gabriel era la clase de tipo que se fumaba medio porro y ya le pegaba mal. Estaba tan quemado que le pegaba mal. No necesitaba una sobredosis: era como el alcohólico que se toma una copita y se pone mal. Gabriel se tomaba dos pastas y ya se carajeaba. Nunca entendí cómo ni por qué tenía tanto acceso a los medicamentos, pero se ve que los conseguía fácil. Hacerse con una receta no es difícil, el problema es tener el dinero para comprar. Y Soledad la pasaba feo, él se pasaba de revoluciones y ahí le pintaba la agresividad con Sole, la envidia, que ella era una concheta, que tenía lo que él no tenía, la educación que él no había tenido. Y Sole, que echarse culpas no le costaba nada, enseguida se sentía culposa. Ella era la peor y tenía lo que no tenía derecho a tener. Él la había convencido de eso".

Soledad había conocido a Soledad Echagüe en el Instituto Superior de Educación Física, el ISEF. Seguía dudosa sobre su futuro: no abandonaba la idea de estudiar algo —tenía que estudiar algo—, pero no decidía qué. Soledad seguía paseando sus perros y sacando un buen dinero, y cuando su amiga Lorena le propuso que empezaran el profesorado de Educación Física la idea la entusiasmó. Lorena abandonó pronto: estaba recién casada y el tiempo no le alcanzaba; Soledad siguió todo el año. Nunca había sido una gran deportista pero tenía todo el tesón, toda la voluntad: como en la escuela, cuando algunas materias le costaban y les dedicaba las horas necesarias, hasta que terminaba por dominarlas.

A veces después de clase se iba a comer con otras alumnas a La Farola de Belgrano. Esa noche, por primera vez, la profesora Soledad Echagüe las acompañó y le llamó la atención su tocaya menor: era la única que entendía sus chistes. Después hablaron de música:

—Y sí, yo soy tan antigua que todavía me acuerdo de Supertramp.

Dijo la otra Soledad. Soledad Rosas le contestó que no era para tanto:

—No, si yo también los conozco, son unos maestros. Yo tengo discos de ellos, si querés te puedo grabar algo.

Soledad Echagüe estaba deprimida: su madre agonizaba. Cuando, unos días más tarde, su alumna tocaya se apareció en el velorio con un cassette de Supertramp, Breakfast in America, se emocionó hasta las lágrimas. Fue el principio de una bella amistad.

"Yo era su amiga vieja, la Sole Vieja", dirá Soledad Echagüe. "Ella llamaba cuando había tenido bardo con Gabriel y necesitaba un par de días de estar en casa para que los viejos no se dieran cuenta, y volver recuperada. Eran bardos de pendeja, una de esas típicas peloteras que te contaba. Gabriel pasado de pastas, ella que lo tenía que calmar. A veces los viejos estaban en la quinta y ella se lo llevaba a dormir a su casa y después tenía que sacarlo, porque el pibe no se iba. Entonces Gabriel se ponía agreta y ella se pegaba unos sustos bárbaros. Pensá que Sole era un palito. El otro no necesitaba ser un gigante para sentarla de un sopapo. Cuando pasaban estas cosas ella se asustaba mucho. Se venía a casa, dormía y comía bien. Eran boludeces. La cosa de sentirte querido, cuidado, que te preparen un baño, te den la cama, eso. Ella necesitaba eso".

Soledad le toleraba esos desplantes: tras la tormenta volvía con él. Le había pasado algunos de sus perros para que los paseara y ganase algún dinero, a veces lo acompañaba al servicio de Toxicología del hospital Fernández para seguir su tratamiento. Su espíritu de samaritana funcionaba a pleno e incluso alguna vez se olvidó de que era fanática de Boca y lo acompañó a la cancha de River. Gabriel les decía a sus amigos que por fin había encontrado el amor de su vida y la presentó a sus padres. Para Soledad, es obvio, la relación se había hecho más y más difícil pero no dejaba de intentarlo: seguía sintiéndose enamorada, y la oposición de sus amigas y parientes, seguramente, la alentaba a no darse por vencida. Y siempre encontraba alguna razón, por pequeña que fuese, para pensar y decir que él estaba mejor, que estaba empezando a encarrilarse.

4. EL AMOR PERRO

El 3 de octubre de 1993 María Soledad Rosas votó por primera vez en su vida: eran unas elecciones menores, legislativas, en plena euforia menemista. La Argentina había decidido que su peso valía lo mismo que un dólar y, para sostenerlo, se endeudaba y vendía sus últimas posesiones, pero la clase media compraba televisores y coches y se sentía feliz. El resultado electoral estaba cantado: los peronistas ganaron sin problemas. Soledad no se interesó especialmente en la cuestión; ya en el cuarto oscuro eligió la boleta del Partido Humanista, una formación de izquierda semi-mística que se presentaba junto al partido Verde, ecologista. Fue la primera vez y sería la última: las siguientes elecciones la encontraron en Villa Rosa y prefirió no molestarse hasta la escuela de la Capital donde estaba inscripta.

"Soledad en esa época no tenía ningún interés particular por la política", dirá Gabriela Rosas, su hermana. "De los políticos de acá lo único que pensaba era que son todos una mierda, todos corruptos: no creía en ningún político. Estaba totalmente desinteresada de la política local. Creo que era un síntoma de tantos jóvenes de esa época que no creían en nada".

Ese verano el negocio de los perros se amplió. Luis Rosas se había quedado sin trabajo, y se le ocurrió que podían usar la quinta de Villa Rosa como un pensionado para perros —cuyos dueños no sabían dónde aparcarlos durante sus vacaciones.

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