Más allá del hielo (46 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

—Aquí tengo todos los datos del
Almirante Ramírez.
La última actualización es de hace tres semanas.

Ella le miró.

—¿De dónde lo sacó?

—De nuestra oficina central.

—Adelante, léalo.

—El
Almirante Ramírez
es un destructor construido en el Reino Unido por Vickers-Armstrong para la marina chilena. Se empezó a construir en 1957 y entró en servicio en 1960.

Tiene una dotación de doscientos sesenta y seis hombres, diecisiete de ellos oficiales.

Desplaza…

—No necesito saber cuántas cenas sirven. Pasemos al armamento.

Los ojos de Glinn se movieron hacia abajo.

—Lo adaptaron en los años setenta para dotarlo de cuatro misiles Exocet Aerospatiale 38, con un alcance de veinticinco millas marinas. Afortunadamente para nosotros, usan una generación anterior de guiado por radar que no puede saltarse un sistema de ECM tan avanzado como el nuestro; o sea, que no les sirven de nada, ni siquiera teniéndonos a la vista.

—¿Qué más tiene?

—Cuatro cañones Vickers de cuatro pulgadas, dos de proa y dos de popa, con capacidad para disparar cuarenta proyectiles por minuto y alcance de diez millas marinas.

Normalmente se apuntan con radares SGR 102 de control de tiro, pero en caso de necesidad también se puede hacer a ojo.

—Válgame Dios. ¿Cuarenta proyectiles por minuto… cada cañón?

—También hay cuatro Bofors de cuarenta milímetros con alcance de seis coma nueve millas náuticas y capacidad para disparar trescientas balas por minuto.

Britton notó que se le iba la sangre de la cara.

—Cualquier arma de esas nos dejaría fuera de combate en cuestión de minutos. No podemos dejar que entable contacto visual.

—Con este mar sería difícil apuntar visualmente; pero tiene razón: no aguantaríamos mucho rato una descarga. Tenemos que aumentar la velocidad.

Britton tardó en contestar.

—Le recuerdo que vamos a dieciséis nudos, que ya es forzar las turbinas. —Se volvió hacia el primer oficial—. Señor Howell, ¿hay alguna manera de sacarle un poco más de velocidad?

—Puede que consiga exprimirle un nudo más.

—Perfecto, pues adelante.

Howell se dirigió al timonel.

—Uno noventa.

Britton sintió retumbar el corazón del barco en respuesta a la orden de que los motores subieran hasta ciento noventa revoluciones por minuto. Con eso tendrían… Hizo un cálculo mental: máximo cuatro horas y media hasta estar al alcance de los Vickers. Volvió a mirar a Glinn, y la carta de navegación.

—Ya lo tengo calculado —dijo—. La mejor opción es poner rumbo al nordeste cuanto antes, hacia aguas argentinas. Argentina es enemiga de Chile, y no permitirían que nos persiguiera un destructor chileno en sus aguas. Lo considerarían una declaración de guerra.

Miró a Glinn, pero no leyó nada en sus ojos.

—Otra alternativa es dirigirnos a la base naval británica de las islas Malvinas. También deberíamos ponernos en contacto con nuestro gobierno e informar de que estamos siendo atacados por un barco de guerra chileno. Así quizá pudiéramos ejercer cierta presión militar sobre ese chalado hijo de puta. Aguardó la respuesta. Glinn tardó en hablar.

—Ahora entiendo el objetivo de los cambios de rumbo de Vallenar.

—¿Qué objetivo?

—Nos ha cortado el paso.

Britton miró el mapa. Ahora el
Ramírez
estaba veinte millas al noroeste de ellos, con demora verdadera de trescientos grados. De repente lo entendió.

—Mierda —susurró.

—Si cambiamos de rumbo y vamos hacia Argentina o las Malvinas, nos interceptará más o menos aquí.

Glinn dibujó un círculo pequeño con el dedo en una zona del mapa.

—Pues hay que volver hacia Chile, hacia el oeste —se apresuró a decir Britton—. Dudo que pudiera mandarnos a pique delante de Puerto Williams.

—Yo también. Por desgracia, aunque volviéramos nos interceptaría aquí.

Su dedo trazó otro círculo en el mapa.

—Pues a la estación científica británica de la isla de Georgia del Sur.

—Entonces nos interceptaría aquí.

Mientras miraba el mapa, la capitana sintió un escalofrío que le paralizaba todo el cuerpo.

—Mira, Sally (¿me dejas que te llame Sally?), al corregir el rumbo varias veces hacia el nordeste Vallenar ya tenía previstos nuestros puntos de refugio. Si nos hubiéramos dado cuenta, si hubiéramos actuado enseguida, habríamos tenido la oportunidad de llegar como mínimo a Argentina. Ahora tenemos cerradas todas las rutas, incluida esa.

Britton notó una presión en el pecho.

—La marina de Estados Unidos…

—Ya ha hecho las comprobaciones mi empleado, y a menos de veinticuatro horas no hay ninguna ayuda militar disponible.

—¡Pero en las Malvinas hay una base británica con un arsenal impresionante!

—También lo hemos analizado. Chile, en la guerra de las Malvinas, era aliada de Gran Bretaña. La idea de que Estados Unidos solicite ayuda militar al Reino Unido contra un antiguo aliado, y usando precisamente la base por la que lucharon… Digamos que tardaría más tiempo en tramitarse del que tenemos, hasta con los contactos de Lloyd y los míos.

Desgraciadamente, el extremo sur del Atlántico es mal sitio para escaramuzas militares.

Estamos solos.

Britton miró a Glinn, quien sostuvo su mirada con unos ojos cuyo color gris parecía haberse oscurecido hasta asimilarse al del océano. Detrás de aquellos ojos había un plan, pero le daba miedo preguntar.

—Iremos hacia el sur —se limitó a decir Glinn—. Hacia el Límite del Hielo.

Britton no dio crédito a sus oídos.

—¿Ir hacia el sur, directos al hielo y con una tormenta así? Eso no entra en las alternativas.

—Exacto —dijo Glinn tranquilamente—. No entra porque es la única.

Almirante Ramírez 11.00 h

Después del alba, Vallenar reparó en que, como era inevitable, el viento empezaba a soplar más hacia el oeste. Su plan había tenido éxito. Los yanquis se habían dado cuenta con retraso de que les había cortado el camino. Ya no tenían más remedio que bajar hacia los sesenta. De hecho ya habían modificado el rumbo a uno ocho cero, derechos al sur. Que sería donde les interceptaría él, y donde se verían las caras: en el Límite del Hielo, en las aguas negras y gélidas del océano Antártico.

Habló con serenidad y precisión.

—A partir de ahora tengo yo el puente.

—¡Sí, señor! —exclamó el oficial de guardia. Y anunció—: ¡El comandante tiene el puente!

—Pongan rumbo uno ocho cero —le dijo Vallenar.

La orden significaba tener el oleaje directamente de costado, la posición más peligrosa para un destructor. Los oficiales del puente lo sabían. Vallenar aguardó a que el oficial de guardia repitiera la orden y diera órdenes de gobierno. Sin embargo, no hubo orden alguna.

—¿Señor? —Era el oficial de puente.

Vallenar no se giró para mirarle. No hacía falta, porque intuía lo que estaba a punto de ocurrir. Vio con el rabillo del ojo que tanto el oficial de guardia como el timonel se habían puesto firmes.

Conque había llegado el momento. En fin, cuanto antes mejor.

Miró al oficial de puente arqueando las cejas.

—Señor Santander, ¿hay algún problema en la cadena de mando del puente? —Adoptó el tono más sosegado que pudo.

—Señor, los oficiales del
Almirante Ramírez
desearíamos conocer nuestra misión.

Vallenar, que seguía sin mirarle, permaneció a la espera. Ya hacía mucho tiempo que había descubierto que el silencio intimidaba más que las palabras. Transcurrió un minuto.

Entonces habló.

—¿Entre los oficiales de la marina chilena es costumbre cuestionar a su comandante?

—No, señor.

Vallenar sacó un puro, lo hizo rodar entre los dedos, arrancó la punta con los dientes y se lo metió entre los labios con cuidado, respirando a través de él.

—Entonces ¿por qué me cuestiona? —Hablaba con afabilidad.

—Señor… Por el hecho de que la misión se sale de lo normal, señor.

Vallenar cogió el puro y lo examinó.

—¿En qué sentido?

Se produjo una incómoda pausa.

—Señor, tenemos la impresión de que anoche nos ordenaron regresar a la base. No nos consta ninguna orden de perseguir a ese barco civil.

Vallenar se fijó en el adjetivo «civil». Se trataba de una crítica evidente, que llevaba implícita la idea de que Vallenar había emprendido una persecución cobarde de un adversario desarmado. Aspiró más aire por el puro apagado.

—Voy a hacerle una pregunta, señor Santander. Estando a bordo, ¿de quién recibe órdenes, de su comandante o de la base?

—Del comandante, señor.

—¿Y su comandante soy yo?

—Sí, señor.

—Entonces no hay más que discutir.

Vallenar se sacó una caja de cerillas del bolsillo del uniforme, extrajo una, rascó el lateral para encenderla y aplicó la llama al puro.

—Disculpe, señor, pero lo que ha dicho es insuficiente. Durante la reparación de la hélice han muerto varios hombres. Con todo respeto, solicitamos más datos sobre nuestra misión.

Vallenar, ahora sí, se volvió. Notaba que toda su rabia (contra los arrogantes norteamericanos, contra el tal Glinn, que le había distraído con su charla mientras saboteaban el barco sus buzos, y contra la muerte de Timmer) se encauzaba hacia aquel subordinado que se atrevía a poner en duda sus decisiones. Chupó el puro, se llenó de humo los pulmones y notó el efecto de la nicotina en la sangre. Cuando volvió a estar más tranquilo, tiró la cerilla a la cubierta mojada y bajó el puro. Aquel oficial de guardia, además de estar muy verde, era tonto. No era ninguna sorpresa que se le rebotara. Observó a los demás oficiales del puente, ninguno de los cuales sostuvo su mirada.

Vallenar desenfundó la pistola con un movimiento de gran fluidez y aplicó el cañón al pecho del oficial de guardia. Justo cuando Santander abría la boca para protestar, su comandante apretó el gatillo. La bala de 9 mm tuvo el efecto de un puñetazo, lanzando a Santander contra un mamparo. El oficial de puente dirigió una mirada de incredulidad a su pecho destrozado, y al orificio que bombeaba rítmicamente un chorro de sangre. Dos veces seguidas entró y salió aire de la herida. Santander cayó de rodillas, y después de frente, quedando apoyado en los codos. La mirada se le estaba poniendo vidriosa de sorpresa.

Seguía teniendo la boca abierta.

Vallenar devolvió el arma a la funda. El silencio del puente era total, salvo por los estertores con que Santander intentaba respirar, y el suave goteo de la sangre sobre cubierta.

Vallenar dirigió una breve mirada al oficial de guardia.

—Señor Aller, desde ahora queda usted como oficial de puente. Y usted, señor Lomas, como oficial de guardia. Se ha dado una orden de cambio de rumbo. Ejecútenla.

Aller miró al nuevo oficial de guardia y asintió sin convicción.

—Rumbo uno ocho cero —dijo el oficial de guardia.

Contestó el timonel:

—Sí, señor, rumbo uno ocho cero.

Vallenar apartó la mano de la pistola. Solucionado. Cortada la cabeza, muere el cuerpo.

El destructor empezó a dar el flanco al oleaje, ayudado por los temibles empellones de las olas. Al empeorar las sacudidas y el movimiento del barco, el personal del puente se cogió de cualquier objeto que permitiera seguir de pie.

—Rumbo uno ocho cero —dijo el piloto con voz vacilante.

—Muy bien —contestó el oficial de guardia.

Vallenar acercó la boca al tubo acústico del puente.

—Radar, calculen cuándo tendremos el barco norteamericano a tiro de los cañones Vickers.

La respuesta tardó un poco en llegar.

—Señor, con el rumbo y la velocidad presentes, tres horas y media.

—Perfecto. —Vallenar se apartó del tubo y señaló con el pulgar al hombre que agonizaba a sus pies—. Señor Sánchez, llévese esto. Y que suban a limpiar.

Se volvió hacia el mar embravecido.

Rolvaag
11.30 h

Britton estaba inmóvil junto al timón, y Glinn al lado. En su huida hacia el sur, en dirección al paralelo 60, el
Rolvaag
había ingresado de lleno en la zona de vientos del oeste que imponían su violenta ley en la base del planeta, vientos cuyo incesante movimiento circular formaba el mayor oleaje de la Tierra. Por el este, hasta donde alcanzaba la vista, corría una terrorífica procesión de olas con altura de montañas. Durante la última hora, al arreciar la tormenta, parecía que el mar hubiera perdido la solidez de su superficie. Ya no había una línea bien marcada entre el agua y el aire. Los vientos desatados, y el poderoso oleaje, se unían en un paroxismo de espuma. Cada vez que el petrolero se hundía entre dos olas, se producía un intervalo de calma espectral, hasta que, con una nueva sacudida, volvía a elevarse la nave hacia la tempestad.

Pero Glinn no la veía. Ya hacía unos minutos que pensaba en otra cosa. En aquella persecución, Vallenar se lo jugaba todo: carrera, tripulación, barco, el honor de su país y hasta su vida. Era consciente de que el
Rolvaag
sólo transportaba una roca; enorme, pero roca al fin y al cabo. Aquella caza no tenía sentido.

Glinn había cometido un grave error de cálculo. Durante breves instantes se planteó la posibilidad del fracaso, y la paladeó como si le buscara el gusto. Después, con un espasmo, la obligó a abandonar sus pensamientos. No habría fracaso ni podía haberlo.

El problema no residía en el perfil del ordenador, ni en el archivador de más de medio metro que tenían en Nueva York con información acerca de Vallenar. El problema era suyo, de Glinn.

Faltaba una pieza esencial. Y esa pieza estaba en su cerebro, esperando el momento de ser reconocida. Si entendiera el motivo que tenía Vallenar para emprender una caza tan insensata, podría tomar medidas… ¿Hasta dónde llegaría Vallenar? ¿Les seguiría más allá del Límite del Hielo? Sacudió la cabeza como si con ello quisiera desprender la respuesta, pero no cayó nada. Sin entender el móvil de Vallenar no podía desarrollar ningún plan.

Miró a Britton de reojo. La capitana estaba pendiente del radar, y del parpadeo verde que representaba al
Almirante Ramírez.

—El
Ramírez
lleva media hora con el mismo rumbo que nosotros —dijo ella sin levantar la cabeza—. Uno ocho cero a velocidad constante de veinte nudos, sin cambios de rumbo y acercándose.

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