Más allá del hielo (49 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Acusó la oscilación del barco en su cuerpo. Sólo era cuestión de tiempo que el chorro de agua salada volviera a inclinarse hacia el andamio.

Se quedaron callados. McFarlane miró a Rachel y vio que metía la mano en un bolsillo de la camisa, sacaba una caja que contenía un CD-ROM, examinaba el disco y volvía a meterse la caja en el bolsillo con un suspiro de alivio.

—Con tanto follón se me había olvidado —dijo ella—. Menos mal que no le ha pasado nada.

—¿Qué es? —preguntó él.

—Antes de subir a bordo grabé en este disco todos los datos de los tests del meteorito —dijo ella—. Me gustaría repasarlos. Suponiendo que salgamos vivos, claro.

McFarlane no dijo nada.

—Debe de tener alguna fuente interna de energía —continuó Rachel—. Si no, ¿cómo generaría tanta electricidad? Si sólo fuera un condensador, ya haría millones de años que habría descargado toda la electricidad. Genera la carga en el interior. —Se dio unos golpecitos en el bolsillo del disco—. La respuesta tiene que estar en estos datos.

—Yo me conformaba con saber de qué clase de entorno procede. Porque ¡mira que reaccionar así al agua salada! —McFarlane suspiró—. ¿Sabes qué? Que el pedrusco se vaya a freír espárragos.

—Es que el problema es ese —dijo Rachel—. Quizá sea algo más que un pedrusco.

—¡No me vengas otra vez con la teoría de la nave espacial!

—No. Puede que sea algo más sencillo que una nave espacial.

McFarlane se dispuso a contestar, pero no lo hizo. Cada vez se movía más el barco.

Rachel también se había quedado callada. Se notaba que le adivinaba el pensamiento.

—Debe de haber unas olas… —dijo él.

Ella asintió.

—Cuestión de minutos.

Esperaron callados, mientras aumentaba la fuerza de las olas. Al final, en lo más alto de una muy grande, el chorro de agua volvió a separarse del mamparo y se desplazó por el aire en dirección a las lonas. McFarlane se levantó y miró por la ventana de la unidad de observación. Esperó. Se oía algo más que el oleaje y el silbido lejano del viento: gotas de agua chocando con plástico. Vio que el chorro se derramaba inofensivamente por las lonas y caía entre las vigas del fondo.

Aguardaron nerviosos lo que duraba un latido. Después Rachel suspiró profundamente.

—Parece que ha funcionado —dijo—. Felicidades.

—¿Felicidades? —repuso McFarlane—. Ha sido idea tuya.

—Sí, ya lo sé, pero lo de la salinidad ha sido idea tuya. —Siguiendo tus sugerencias. —McFarlane titubeó—. ¡Hay que ver qué colaboradores más respetuosos!

Pese a estar tan agotado, no pudo reprimir una sonrisa burlona. Casi tenía la sensación de haber sido descargado de un peso enorme. Ahora conocían la causa de las explosiones, y habían tomado medidas para que no se repitieran. Tenían despejado el camino de regreso.

Miró a Rachel, cuyo pelo oscuro brillaba en la penumbra. Pocas semanas antes habría sido inconcebible estar los dos callados y tan a gusto. En cambio ahora lo difícil era pensar cuando no la tenía a su lado, trabajando juntos, cuando no estaba Rachel para acabarle las frases, burlarse de él, formular teorías, contar chistes y expresar su opinión tanto si se la pedían como si no. Estando Rachel apoyada en el tanque con la mirada perdida, el barco sufrió un bandazo peor que los anteriores.

—¿Oyes algo? —preguntó ella sin darse cuenta de que la miraba—. Juraría que he oído una explosión.

McFarlane, sin embargo, no escuchaba. Para sorpresa suya, se vio arrodillado al lado de Rachel y abrazándola con un sentimiento que nada tenía que ver con la pasión que le había embargado durante unos minutos en el camarote. Ella le apoyó la cabeza en el hombro.

—¿Sabes qué? —dijo él—. Que eres la ayudante sabihonda y traidora más simpática que he tenido en mucho tiempo.

—Mmm. Seguro que se lo dices a todas. Le acarició dulcemente la mejilla y, al paso de otra ola larga, acercó sus labios a los de ella. Se oyó el ruido del agua salpicando las lonas.

—¿Esto quiere decir que puedo llevar tu anillo del MIT? —murmuró ella.

—No, pero te presto mi martillo.

Se dieron otro beso mientras el barco se enderezaba lentamente, sólo para escorarse en sentido contrario.

De repente McFarlane se apartó. Además de los crujidos y murmullos de la bodega, además del ruido del mar retumbando a lo lejos, oía algo nuevo, un crujido anómalo y agudo que concluía en un ruido metálico como de disparo. Se repitió varias veces.

Miró a Rachel, topando con sus ojos muy abiertos y brillantes. Las detonaciones cesaron, pero seguían resonándole en los oídos. Esperaron callados y asustados. Ahora cada bandazo del barco generaba un coro de sonidos distintos: ruido de acero bajo presión, de madera rompiéndose, de remaches y soldaduras cediendo…

Rolvaag
15.30 h

Britton vio elevarse lentamente la primera trazadora por encima de la superficie rota del mar, y caer con un chispazo de luz. Le sucedió otro que erró asimismo el blanco por mucho margen.

Lloyd acudió inmediatamente a la ventana.

—¡Increíble! ¡Nos está disparando, el muy hijo de puta!

—Son trazadoras —dijo Glinn—. Están calculando la distancia.

Britton vio tensarse la mandíbula de Lloyd.

—Señor Howell, todo a babor —ordenó, a la par que otros dos proyectiles trazadores dibujaban un arco sobre el mar y fallaban por menos.

Asistieron en silencio a la caída cada vez más próxima de otros proyectiles, hasta que les brilló uno justo encima, una pincelada de luz en el cielo oscuro.

—Ya nos tienen situados —murmuró Glinn—. Ahora abrirán fuego de verdad.

Lloyd se giró hacia él.

—¿De qué vas, de locutor deportivo? Necesitamos un plan, no el comentario de la jugada. Yo es que alucino. ¿Trescientos millones y nos traes aquí?

Britton habló deprisa pero con autoridad.

—¡Silencio en el puente! ¡Señor Howell, todo a estribor!

Notó que con la crisis le pasaban las ideas por la cabeza con una claridad cristalina, casi como si pensara otra persona por ella. Echó un vistazo a Lloyd, que estaba en la parte central de los ventanales del puente con los dedos de salchicha hechos un nudo, mirando el mar inexorable en dirección al sur. Debía de ser difícil darse cuenta de que con dinero no se podía comprar todo, ni siquiera la propia vida. Bien pensado, él y el hombre que tenía al lado ofrecían el mayor contraste imaginable.

Desplazó la mirada hacia Glinn. Notaba que estaba empezando a depender de sus opiniones con una dependencia que jamás se habría permitido antes de quedar de manifiesto su error; su humanidad, pensó.

Los dos hombres tenían detrás el mar tempestuoso. Al caer la noche habían apagado las luces del barco con la esperanza de eludir los cañones de Vallenar, esperanza que se había frustrado con el ascenso de una luna enorme por el cielo despejado, luna a la que sólo le faltaba un día para estar llena. Britton casi tenía la sensación de que les sonreía de manera burlona. Los panteoneros eran situaciones climáticas extrañas: solían terminar con una noche despejada de viento asesino, enloquecedor. A la luz de la luna, la superficie atormentada de la mar presentaba una espectral luminiscencia. Aquel océano surrealista insistía en someterles a una verdadera procesión de olas gigantes que se cernían sobre el barco; olas que cada cierto tiempo lo sumían en una oscuridad más impenetrable que la de la noche, y que al caer de nuevo con un ruido atronador volvían a exponerlo a la luz de la luna, a los torbellinos de espuma y a los vientos fantasmales.

De pronto las ventanas del puente vibraron por efecto de una detonación que se oyó más que la tormenta. Siguieron otras a intervalos regulares. Britton vio que al norte, en el flanco de una ola, surgía una hilera de géiseres que se acercaban al
Rolvaag
siguiendo su rumbo anterior.

La proa del petrolero surcaba el oleaje con dificultad, cabeceando. Gira, maldito, pensó la capitana.

De repente el buque sufrió una sacudida de gran intensidad. En la proa se levantó una fea humareda de color amarillo y salieron volando varios pedazos de metal fundido. No se hizo de esperar un estallido de gran potencia. Uno de los posteleros saltó por los aires y cayó dando vueltas hasta que la cubierta sufrió el latigazo de sus cables. Después presenciaron la erupción de los géiseres, que fueron apartándose de la posición del barco.

Se produjo un momento de lúgubre parálisis.

La primera en recuperarse fue Britton, que cogió los prismáticos y examinó la parte de proa, descubriendo que el castillo había sido atravesado como mínimo por un proyectil. El barco capeó la siguiente ola. En ese momento, la intensa luz de la luna le permitió a Britton discernir chorros de agua saliendo de un boquete irregular bastante por encima de la línea de flotación.

—Que suene la alarma general —dijo—. Señor Howell, mande a proa a un equipo de evaluación de daños. Reúna a otro con extintores y un cuentaexplosiones del motor. Y que se tienda una cuerda de salvamento por toda la cubierta principal, de proa a popa.

—Sí, señora.

Miró a Glinn casi sin querer.

—Apagad los motores —murmuró él—. Apartaos del viento y desactivad el ECM.

Fingid que hemos sufrido daños graves. A los cinco minutos volveremos a ponernos en marcha. Así tendrá que repetir la operación de calcular la distancia. Tenemos que llegar a las islas de hielo.

Britton le vio alejarse hacia el encargado de la consola y hablar con él en voz baja.

—Señor Howell —dijo—, paren todos los motores. Treinta grados a babor.

La inercia del barco, que era descomunal, hizo que siguiera avanzando y girara lentamente.

Miró a Lloyd. Se le había ido toda la sangre de la cara, como si el fuego enemigo le hubiera producido una conmoción brutal. Quizá se considerara al borde de la muerte. Quizá pensase en lo que significaría hundirse en unas aguas frías, negras y de tres mil metros de profundidad. La capitana ya había visto la misma cara en otros barcos y otras tormentas, y no era un espectáculo agradable.

Bajó la vista hacia el radar. Había mucho retorno del mar, pero se aclaraba cada vez que subía el
Rolvaag.
Ahora estaban a veinticinco millas del Límite del Hielo y de las dos islas de hielo. El hecho de tener el oleaje de costado aminoraba en un nudo la velocidad del barco chileno, pero no le impedía seguir reduciendo sin tregua la distancia. Britton contempló el mar aborrascado y le pareció sorprendente que el destructor lograra capearlo.

De repente se abrió la puerta del puente y apareció McFarlane. Dio un paso adelante, seguido a poca distancia por Rachel.

—El meteorito —dijo McFarlane, respirando dificultosamente y con los ojos desorbitados.

—¿Qué le pasa? —preguntó Glinn con urgencia.

—Que está soltándose.

Rolvaag
15.55 h

Glinn prestó atención al relato entrecortado de McFarlane, mientras le invadía una sensación de sorpresa que no conocía ni le gustaba. Sin embargo, hizo el gesto de buscar un teléfono con la economía de movimientos y la falta de precipitación que le eran consustanciales.

El auricular tardó poco tiempo en recoger la voz débil de Garza.

—¿Diga?

—Soy Glinn. El meteorito está rompiendo las soldaduras. Avisa a Stonecipher y el equipo de refuerzo. Que bajen enseguida. Dirígelo tú.

—A la orden.

—Hay otra cosa —dijo McFarlane, que todavía jadeaba.

Glinn se volvió hacia él.

—El meteorito —prosiguió McFarlane— reacciona a la sal, no al contacto. A la sal. Es lo que provoca la descarga, y lo que mató al equipo de Garza. Rachel y yo hemos puesto lonas sobre el andamio, pero le ruego que no le tire encima agua salada bajo ningún concepto.

También sigue emitiendo mucha estática. Las comunicaciones por radio serán irregulares como mínimo durante una hora.

Glinn asimiló la información, cogió el auricular y volvió a hablar con Garza. Cuando estaba a punto de acabar oyó ruido al otro lado de la línea, y después la voz nasal y enojada de Brambell.

—¿Qué es todo este follón? Prohibo que salga de la enfermería este hombre. Tiene traumatismo craneal, conmoción cerebral, una muñeca hiperextendida y…

—No siga, doctor Brambell. Necesito los conocimientos del señor Garza cueste lo que cueste.

—Señor Glinn…

—Está en juego la supervivencia del barco. —Bajó el auricular y miró a Britton—. ¿Hay alguna manera de reducir el movimiento del barco con estas olas?

Britton negó con la cabeza.

—Habiendo tan mala mar, los cambios de lastre sólo conseguirían desestabilizarlo todavía más.

El
Rolvaag
prosiguió su viraje hacia el sur, mientras el mar embravecido ora le inundaba la cubierta principal ora lo elevaba hacia el cielo y hacía que escupiera agua ruidosamente por los imbornales. Se habían soltado dos de los contenedores, que resbalaban por la cubierta, y había varios más forzando las amarras.

—¿Qué coño eran las explosiones? —preguntó McFarlane a Glinn.

—Nos ha disparado el barco chileno. —Glinn miró a McFarlane y luego a Amira—.

¿Alguna idea sobre por qué al meteorito lo afecta la sal?

—No parece una reacción química —dijo McFarlane—. Las explosiones no han consumido ninguna parte del meteorito, y está clarísimo que no había bastante sal para generar tanta energía.

Glinn miró a Amira.

—Ha sido una explosión demasiado fuerte para ser una reacción química o catalítica —dijo ella.

—¿Qué otra clase de reacción hay? ¿Nuclear?

—Sería muy poco probable. Yo opino que no estamos abordando el problema con la perspectiva correcta.

Glinn estaba familiarizado con la reacción. El cerebro de Amira tenía tendencia a no seguir los cauces habituales. El resultado podía ser tanto una genialidad como una tontería.

Era una de las razones de que la hubiera contratado, y tuvo la prudencia de seguirle la corriente, a pesar de lo comprometido de la situación.

—¿Por qué?

—Sólo es una intuición. Hasta ahora siempre hemos intentado entenderlo desde nuestro punto de vista, viéndolo como un meteorito. Habría que mirarlo desde el suyo. La sal tiene importancia en algún sentido, o porque es peligrosa o porque es… necesaria.

La voz de Howell rompió el silencio.

—Capitana, el
Ramírez
efectúa más disparos de posicionamiento. —El primer oficial se inclinó hacia el radar Doppler, y al cabo de un largo silencio levantó la cabeza sonriendo—.

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