Más allá del hielo (52 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Aventuras

Britton le miró fijamente y con hostilidad.

—Señor Lloyd, ahora mismo me importa un pimiento su meteorito. Sólo me preocupa mi barco y mi tripulación. ¿Me explico yo?

Lloyd se volvió hacia Glinn en busca de respaldo, pero Glinn mantuvo su silencio y habitual inexpresividad.

—¿Cuándo podremos conseguir que nos remolquen?

—Tenemos estropeados casi todos los sistemas electrónicos, pero estamos intentando ponernos en contacto con Georgia del Sur. Depende de la tormenta.

Lloyd, impaciente, se apartó y miró a Glinn.

—¿Qué pasa en el tanque?

—Garza está reforzando el andamiaje con nuevas soldaduras.

—Y ¿cuánto tardará?

Glinn no contestó. No había necesidad, porque ahora también lo notaba Lloyd. El movimiento del barco empeoraba, sujeto a bandazos lentos y terroríficos que duraban una eternidad. Y en lo peor de cada uno, el
Rolvaag
gritaba de dolor: un gemido profundo hecho a medias de sonido y de vibración. Era el meteorito.

Rolvaag
17.45 h

Howell salió de la cabina del telegrafista y habló con Britton.

—Tenemos contacto con Georgia del Sur —dijo.

—Páselo a la general, por favor.

Entró en funcionamiento el intercomunicador del puente.

—Georgia del Sur al petrolero
Rolvaag.

Era una voz metálica y débil, en la que Britton, a pesar de la estática, creyó reconocer cierto acento de la zona de Londres.

Cogió un transmisor y abrió el canal.

—Georgia del Sur, esto es una emergencia. Hemos sufrido daños graves y no tenemos propulsión. Repito, no tenemos propulsión. Nos arrastra la corriente hacia el sur sureste a una velocidad de nueve nudos.

—Recibido,
Rolvaag.
Comuniquen su posición.

—Nuestra posición es 61°15'12" sur, 60°5'33" oeste.

—Informen de su cargamento. ¿Lastre o petróleo?

La mirada de Glinn a Britton fue muy elocuente. La capitana cerró el canal.

—A partir de ahora —dijo Glinn— empezaremos a decir la verdad. La nuestra.

Britton volvió a ponerse el transmisor delante de la boca.

—Georgia del Sur, somos un petrolero reconvertido. Nuestra carga consiste en… un meteorito desenterrado en las islas del cabo de Hornos.

Se produjo otro silencio.

—No le hemos recibido,
Rolvaag.
¿Ha dicho un meteorito?

—Afirmativo. Nuestro cargamento es un meteorito de veinticinco mil toneladas.

—Un meteorito de veinticinco mil toneladas —repitió la voz, impasible—.
Rolvaag,
comuniquen su destino, por favor.

—Nos dirigimos al puerto Elizabeth, Nueva Jersey.

Otro silencio. Britton, que por dentro temblaba, se mantuvo a la espera. Cualquier marino avezado sabría que la información resultaba sospechosa. Se hallaban a doscientas millas de los estrechos de Bransfield, y en plena tormenta. Sin embargo, era su primera llamada de socorro.

—Eh…
Rolvaag,
¿tienen ustedes el último parte meteorológico?

—Sí.

Lo dijo a sabiendas de que se lo repetirían.

—A medianoche aumentarán los vientos hasta cien nudos y las olas a cuarenta metros.

Todo el estrecho de Drake está en alerta por una tempestad de fuerza quince.

—Ahora casi es de fuerza trece —contestó ella.

—Recibido. Por favor, describan los daños.

Hazlo bien, murmuró Glinn.

—Georgia del Sur, hemos sido atacados sin aviso y en aguas internacionales por un barco de guerra chileno. Los proyectiles han hecho blanco en nuestra sala de máquinas, nuestro castillo de proa y la cubierta principal. Hemos perdido la propulsión y el gobierno.

Estamos a merced de la corriente.

—Santo Dios. ¿Prosigue el ataque?

—El destructor ha chocado con un iceberg y hace media hora se ha hundido.

—Increíble. ¿Por qué…?

No era una pregunta propia de una llamada de emergencia, pero tampoco la emergencia se ajustaba a lo habitual.

—No tenemos la menor idea. Al parecer, el capitán chileno actuaba sin órdenes y por iniciativa propia.

—¿Han identificado el barco?


Almirante Ramírez;
oficial al mando, Emiliano Vallenar.

—¿Les está entrando agua?

—Sí, pero no demasiada para las bombas de achique.

—¿Corren peligro inminente?

—Sí. Nuestro cargamento podría moverse en cualquier instante y hacer zozobrar el barco.

—Permanezcan a la espera,
Rolvaag.

Hubo sesenta segundos se silencio.


Rohaag,
nos damos cuenta de la gravedad de su situación. Contamos con efectivos de rescate tanto aquí como en las Malvinas, pero no podemos, repito, no podemos emprender ninguna búsqueda mientras no amaine la tormenta a fuerza diez. ¿Tienen comunicación por satélite?

—No. Se nos han estropeado casi todos los sistemas electrónicos.

—Informaremos de la situación a su gobierno. ¿Podemos ayudarles en algo más?

—Que nos remolque alguien lo antes posible, antes de que acabemos en los arrecifes Bransfield.

Se produjo una ráfaga de estática. Después volvió a oírse la voz.

—Buena suerte,
Rolvaag.

—Gracias, Georgia del Sur.

Britton devolvió a su sitio el transmisor, se apoyó en la consola y clavó la mirada en la oscuridad.

Rolvaag
18.40 h

Al verse arrastrado fuera de la protección de la isla de hielo, el
Rolvaag
quedó cautivo del viento, que de nuevo, brutalmente, lo empujaba hacia la tempestad. Tanto arreció, que a ratos les caía encima una lluvia de agua gélida. Sally Britton notaba que el barco, carente de propulsión, estaba por completo a merced de la tormenta. Era una sensación repulsiva de impotencia.

La tormenta empezó a arreciar con la regularidad de un mecanismo de relojería.

Britton la vio crecer minuto a minuto hasta alcanzar una intensidad a la que apenas daba crédito. La luna se había escondido detrás de nubes gruesas, y no se veía más allá del puente; pero la tormenta estaba allí, dentro del puente, alrededor de sus ocupantes: testigos, el agua que caía, los trozos de hielo afiladísimos que les llovían encima y un olor cada vez más acusado a muerte en alta mar. Sin embargo, lo que más nerviosa ponía a Britton era el sonido: un estruendo grave y constante que parecía provenir de todas las direcciones al mismo tiempo. La temperatura del puente era de siete grados bajo cero, y la capitana notaba que se le formaba hielo en el cabello.

Seguía recibiendo informes regulares sobre el estado del barco, pero se vio en la tesitura de dar pocas órdenes. Sin propulsión ni gobierno, sólo quedaba esperar. La sensación de impotencia era casi inaguantable. Basándose en el movimiento del barco, calculó que la altura de las olas superaba los treinta metros, y que se desplazaban con la potencia de un tren de mercancías. Eran las olas que circundaban el planeta empujadas por los vientos y sin tocar ninguna costa, sino creciendo sin cesar. Eran las olas de los
screaming sixties,
las mayores de la Tierra. De momento al
Rolvaag
sólo lo salvaba una cosa: su tamaño. Cada vez que se subía a una ola, el ruido del viento se volvía más agudo. Al llegar a la cresta vibraba y zumbaba toda la superestructura, como si los vientos trataran de decapitar el barco. A continuación siempre se producía una sacudida, y el barco se escoraba lenta y trabajosamente. Ola tras ola, la crónica de la batalla se leía en el inclinómetro: diez grados, veinte, veinticinco. En los momentos en que el ángulo era crítico, aquel instrumento, de por sí tan insignificante, se convertía en el centro de todas las miradas. Luego pasaba la cresta de la ola, y Britton aguardaba a que se recuperase el barco. Era lo más angustioso. Y sin embargo siempre se recuperaba, primero de manera imperceptible y después cada vez más deprisa, hasta que, de tanto enderezarse, parecía que la inercia lo inclinase en dirección contraria a la ola, lo cual resultaba igualmente angustioso. El proceso se repetía con una cadencia cruel e interminable, pero nada podía hacer ella, ni nadie del barco.

Britton encendió los focos de la superestructura de proa para comprobar el estado de la cubierta principal. Casi todos los contenedores y varios pescantes se habían soltado de las amarras y se habían caído por la borda, pero la puerta mecánica y las escotillas del tanque eran sólidas. Seguía entrando agua por el boquete que había hecho el proyectil cerca de los posteleros, pero lo compensaban las bombas. El
Rolvaag
era una embarcación de sólida factura, que, de no ser por el enorme peso que llevaba, habría capeado sin problemas la tempestad.

A las siete la tormenta ya era de fuerza 10, con ráfagas de hasta cien nudos. Cuando pasaba una ola debajo del barco, la fuerza del viento que penetraba en el puente amenazaba con expulsarles a todos a la oscuridad. Ninguna tormenta podía mantener mucho tiempo aquella intensidad. Britton confiaba en que amainase pronto. Sí, seguro que sí.

Miraba y remiraba, irracionalmente, los periscopios de superficie, buscando un contacto que pudiera anunciar un rescate; pero estaban llenos de rayas, y más que nada recogían ecos de mar. A cada cresta de ola cobraban suficiente nitidez para mostrar un campo de pequeños icebergs que quedaba unas ocho millas a proa. Entre el barco y el campo de icebergs sólo había una isla de hielo, menor que las que habían dejado atrás pero de varios kilómetros de largo. Cuanto más hacia el hielo se viera arrastrado el barco, menores serían las olas; claro que en contrapartida habría que hacer frente a más hielo.

Al menos el GPS estaba despejado y funcionaba bien. Se hallaban unas ciento cincuenta millas al noroeste de las Shetland del Sur, una hilera de montañas deshabitadas que surgían como colmillos del Antártico entre arrecifes y corrientes asesinas. Detrás quedaba el estrecho de Bransfield, y más allá hielo flotante y la costa brutal de la Antártida. A medida que se acercasen a ella amainaría el oleaje, pero empeorarían las corrientes. Ciento cincuenta millas… si el rescate pudiera salir de Georgia del Sur a las seis de la mañana… Todo dependía de lo de la bodega.

Se le ocurrió pedirle a Glinn un informe sobre la situación, pero se dio cuenta de que no lo quería. Glinn había estado igual de callado que ella. Se preguntó qué pensaba. Al menos ella podía interpretar el movimiento del barco. Los demás debían de estarlo viviendo como simple y puro terror.

El barco inició un movimiento fortísimo, pero, faltando poco para la cresta de la ola, Britton notó algo raro, una especie de temblor. Al mismo tiempo, Glinn se puso la radio en el oído y prestó gran atención. Vio que ella le miraba.

—Es Garza —dijo—. Con esta tormenta no se le oye.

La capitana se dirigió a Howell.

—Páselo a los altavoces a máximo volumen.

De repente la voz de Garza retumbó por la sala.

—¡Eli!

La amplificación prestaba tonos bruscos y desesperados al pánico de su voz. Britton oyó un ruido de fondo hecho de chirridos metálicos.

—Estoy aquí.

—¡Están fallando los travesanos principales!

—Seguid trabajando.

Britton se sorprendió de la tranquilidad de la voz de Glinn.

El barco volvió a escorarse.

—Eli, se desmonta demasiado deprisa para poder…

El balanceo se agravó, y la voz de Garza quedó ahogada por otro chirrido de metal.

—Manuel —dijo Glinn—, Rochefort diseñó la red sabiendo lo que se hacía. Es mucho más fuerte de lo que te crees. Id paso por paso.

El barco seguía ladeándose.

—¡Eli, la roca! ¡Se mueve! No puedo…

La comunicación se cortó.

El barco quedó inmóvil, vibró por toda la estructura y empezó a enderezarse. Britton volvió a notar lo mismo de antes, una especie de pausa, como si el barco hubiera topado con algo.

Glinn miraba el altavoz, que al poco rato crepitó. Volvió a oírse la voz de Garza.

—¿Eli? ¿Me oyes?

—Sí.

—Me parece que se ha movido un poco, pero que ha vuelto a ponerse como estaba.

Glinn estuvo a punto de sonreír.

—¿Ves cómo exageras, Manuel? Tranquilo. Concéntrate en los puntos críticos y deja que se suelten los otros. Aplica un criterio de selección. En esa red hay una cantidad tremenda de redundancia. Doble previsión. Tenlo presente.

—Vale.

El barco inició otro balanceo, un movimiento lento, chirriante y angustioso. Britton volvió a notar la pausa de antes, seguida por algo diferente… y de mal agüero.

Miró a Glinn y después a Lloyd, dándose cuenta de que no lo habían notado. Ella había percibido la manera con que el movimiento del meteorito afectaba por entero al barco. En la cresta de la última ola, y a pesar de su tamaño, el
Rolvaag
había estado a punto de pivotar. Se preguntó si eran imaginaciones suyas. Mientras el barco se hundía en la calma antinatural de la hondonada, y volvía a levantarse, Britton se mantuvo a la espera. Encendió las luces de la cubierta principal, y las que daban al mar, porque quería ver la conformación del barco en el agua. Subía y temblaba como si quisiera sacudirse el lastre de encima, soltando agua negra por los imbornales. El movimiento ascendente hizo que volviera a quejarse el objeto que había en la bodega. El barco empezó a subir por el largo flanco de la ola, y a vibrar por efecto del viento que le venía de frente. La proa se clavó en el agua de la cresta, y el quejido se convirtió en un chillido de metal y madera que reverberó por la osamenta del barco. En efecto: al llegar al punto más alto, el
Rolvaag
hizo el mismo movimiento de mal agüero, un bandazo que estuvo a punto de convertirse en giro. Volvió a reposar en el agua, pero antes de recuperarse vacilaba, que era lo peor.

Una vez, durante una tormenta espantosa, Britton había visto romperse un barco. El casco se había partido con un ruido brutal, y el agua negra, enardecida, había inundado de inmediato los compartimientos más recónditos. La oportunidad de abandonar el barco no se le había brindado a nadie. Todos habían sido succionados hacia las profundidades. Era un recuerdo que seguía quitándole el sueño.

Miró a Howell de reojo. Él también se había dado cuenta del retraso con que se enderezaba el petrolero, y la miraba fijamente con el cuerpo en tensión y los ojos muy abiertos, igual de blancos que la cara. Britton nunca le había visto tan asustado.

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