Matar a Pablo Escobar (34 page)

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Authors: Mark Bowden

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En febrero de 1993, Los Pepes comenzaron a matar en serio. El día 3, el cuerpo de Luis Isaza, un jefe poco importante del cártel, apareció sin vida y con una nota colgada del cuello en el que podía leerse: «Por trabajar con el narcoterrorista y asesino de niños Pablo Escobar. Por Colombia. Los Pepes». Aquel mismo día, otros cuatro jefes de segundo orden aparecieron muertos en Medellín. Y al día siguiente dos más: dos hombres conocidos por sus relaciones comerciales con Pablo. Más cadáveres al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente, hasta una media de seis muertos por día.

Era una sangría controlada, porque todos tenían una cosa en común: Pablo Escobar. Entre las víctimas cayó un antiguo director de la PNC vinculado públicamente al cártel de Medellín. El 17 de febrero uno de los muertos fue Carlos Ossa, el hombre que, según se creía, financiaba los gastos fijos de Pablo. Ossa, muerto por varios disparos en la cabeza, se había hecho cargo de las ocupaciones de otro hombre de confianza en el cártel desaparecido misteriosamente. El mismo día que se encontrara el cadáver de Ossa, un almacén del Gobierno donde se guardaba la colección de coches antiguos y de lujo de Pablo, se incendiaba hasta los cimientos. El lote, valorado en más de cuatro millones de dólares, incluía un modelo Pontiac que Pablo había comprado erróneamente, creyendo que había pertenecido a Al Capone.

A medida que se sucedían los asesinatos y las entregas voluntarias de los temerosos, Los Pepes ofrecieron recompensas en metálico por cualquier información acerca de Pablo y de sus colaboradores más cercanos, amenazando a viva voz a la familia del capo. Sólo unas pocas semanas después de que hubiese surgido, el grupo paramilitar había asustado a Pablo más que nada de lo que hasta entonces hubiera hecho el Gobierno.

El 19 de febrero, el agente Peña se enteró de que Pablo intentaba enviar a sus hijos a Miami, por medio de la fiscalía de Medellín. María Victoria ya había comprado los billetes de avión para Juan Pablo, Manuela y la novia de Juan Pablo, Doria Ochoa. Estaba previsto que el vuelo de Avianca despegara de Medellín a las nueve y treinta de la mañana.

El embajador Busby reaccionó deprisa. Desde un primer momento había estado buscando la manera de presionar a Pablo, métodos que hicieran que el capo fugitivo asomara la cabeza, por decirlo de algún modo. Ahora que Los Pepes sembraban el terror en el territorio de Pablo, la familia del fugitivo se encontraba en el lugar más vulnerable y bajo una gran presión. De ninguna manera se le permitiría la tranquilidad de protegerla y arroparla en Estados Unidos. Aquel sábado, por la mañana temprano, en su residencia, Busby se entrevistó con el ministro de Defensa, Pardo, y explicó que no quería que la familia de Pablo dejase el país.

—¿Tienen visados? —preguntó Pardo.

Pues sí, los tenían. Busby explicó que no eran criminales, por lo que no había razones para negárselos. Los dos hombres consideraron las opciones. Si los Escobar habían solicitado visados de turista, quizá éstos pudieran ser revocados con el argumento de que salvar el pellejo no entraba dentro de la definición de
turismo.
Busby estaba a punto de cancelar los visados con aquel argumento, cuando un asistente le sugirió: «¿Por qué no picamos a Pablo?». Así que, en vez de negárselos, la embajada rechazaría las solicitudes alegando que jóvenes de menos de dieciocho años no pueden viajar a Estados Unidos sin ambos progenitores.

El agente Peña se encontraba en el aeropuerto cuando los niños, acompañados de Doria Ochoa, llegaron rodeados de guardaespaldas. Manuela, de sólo nueve años, llevaba consigo un perro pequeño que parecía de peluche. Se les permitió subir al avión antes de que la policía pasara a la acción. Tres de los guardaespaldas fueron arrestados, y los otros cuatro huyeron. La policía hizo bajar a los tres niños y a su escolta del avión, lo cual creó un tumulto en el aeropuerto y provocó la aparición de una jauría de periodistas y cámaras. Doria Ochoa discutió violentamente con el agente Peña, que acabó por quitarles los pasaportes. Juan Pablo, alto y gordinflón, se unió a la algarabía. Entretanto, en medio de todo aquel revuelo, el agente Peña vio fugazmente a Manuela sentada en el suelo del aeropuerto, mimando y arrullando a su perrito, como si no quisiera ver lo que allí ocurría. Peña sintió pena por la niña, que llevaba un pañuelo cubriéndole la cabeza y las orejas, y el agente recordó la bomba de hacía unos años antes, que según se sabía le había dañado el oído. Al fin, Peña les devolvió los pasaportes a Juan Pablo y a Doria Ochoa, y la policía colombiana le explicó a la joven que no se les permitiría coger el vuelo.

La embajada norteamericana publicó anuncios en los que se explicaba que Juan Pablo y Manuela podían obtener sus visados únicamente si ambos progenitores se presentaban personalmente a solicitarlos en la embajada de Estados Unidos.

Por aquel entonces, Pablo ya intuía el interés de Estados Unidos en su persecución. Estaba tan bien relacionado con la policía colombiana que era imposible que no conociera la verdad. Entre las posesiones que el Bloque de Búsqueda encontró en otro operativo fallido durante el mes de marzo, se hallaban fotografías aéreas detalladas que la embajada le había suministrado al Bloque de Búsqueda poco después de que Pablo se fugara. Descubrimientos como aquéllos eran desalentadores para los hombres de la bóveda acorazada de la embajada. ¿Cómo con-liar en algún colombiano? Pocos días después de que se encontraran dichas fotografías aéreas, la prensa bogotana publicó un reportaje en el que se afirmaba que Pablo ya había sido encontrado por el Bloque de Búsqueda en enero, pero que los policías habían aceptado seiscientos sesenta y seis mil dólares por dejarlo marchar. La reacción inmediata del fiscal general De Greiff fue acusar al coronel Martínez de corrupción, pero la historia era falsa. En ciertos momentos, parecía que solo Los Pepes compartían la determinación de los norteamericanos de atrapar a Pablo.

Por su parte, Pablo había intentado todo lo que estaba a su alcance para no despertar la ira de Estados Unidos, y lo que veía le inquietaba sobremanera. El embajador Busby recibió por correo un recorte de periódico en un sobre que por la caligrafía parecía haber sido remitido por el fugitivo en persona. El artículo en cuestión trataba de la decisión de la prohibición de viajar a los hijos de Escobar. Entre las citas de los apologistas de Pablo se había subrayado una frase: ¿... puede considerarse válido cancelar los visados de unos niños porque se está persiguiendo al padre?». El 2 de marzo, Busby recibió una carta manuscrita de Pablo, acompañada de su firma y la impresión digital de su pulgar. Por lo visto, algún fiscal neoyorquino había comen-lado que en los atentados con explosivos a las torres gemelas del World Trade Center no podía descartarse a ningún enemigo de Estados Unidos. En aquella larga lista constaba, naturalmente, el cártel de Medellín.

Señor embajador:

Después del atentado terrorista ocurrido en Nueva York, ninguno de los cuerpos policiales ha descartado la posibilidad de que el cártel de Medellín fuese uno de los principales sospechosos.

Quiero decirle que yo no he tenido nada que ver con esa bomba, porque en su país su Gobierno no ha estado tomando parte en las explosiones, secuestros, torturas y masacres de mi gente y mis aliados.

Si todo este tipo de acciones no ocurrieron cuando estaba en vigor el tratado de extradición, no hay razones para que esto vaya a ocurrir ahora que no lo está.

Puede ir quitándome de la lista, porque de haberlo hecho, le estaría diciendo por qué y lo que quiero.

Con todo mi respeto,

Pablo Escobar

Pero el baño de sangre no cesaba. El 28 de febrero, el hermano menor de un hombre que había realizado transacciones inmobiliarias con Pablo, fue raptado y asesinado. Al día siguiente, el agente inmobiliario Diego Londoño se entregó a la policía aseverando que Los Pepes habían intentado matarlo a él también. Aquel día el cuñado de Pablo, Hernán Henao, alias
HH,
fue muerto cuando el Bloque de Búsqueda lanzó un asalto contra su apartamento en Medellín. Dos semanas antes, el Bloque de Búsqueda ya había despachado a dos de los principales sicarios de Pablo en «enfrenamientos», y Los Pepes, por su parte, habían sacado de circulación a otro de los socios importantes del capo. Pablo hizo detonar otro coche bomba el 15 de abril, que mató a once personas e hirió a más de doscientas, y en represalia inmediata Los Pepes volaron en pedazos las fincas de dos de los banqueros de Pablo.

Quienes también se habían convertido en objetivos de la policía y de Los Pepes eran sus abogados. El otoño anterior, el Bloque de Búsqueda había atacado una finca propiedad del letrado Santiago Uribe. Los policías se encontraban registrando el lugar cuando Uribe en persona llegó en su coche. Al ver lo que sucedía, dio la vuelta e intentó huir. Fue arrestado, llevado al interior de su propia casa e interrogado. Uribe negó conocer el paradero de su cliente fugitivo. Entre sus muchos archivos, los efectivos del Bloque de Búsqueda encontraron cartas y cintas que pertenecían a Pablo, y que le vinculaban al narcotráfico, al soborno de funcionarios y a varios asesinatos. Entre ellos el más reciente, el de la juez Myrian Vélez, uno de los jueces «sin rostro» de Medellín, que había sido designada —en secreto supuestamente— para investigar la muerte de Guillermo Caño, director del periódico
El Espectador.
La juez Vélez había estado preparándose para imputar a Pablo por «autoría intelectual» del asesinato.

En la carta, Pablo negó toda responsabilidad por la muerte de Vélez, pero señaló: «Creo que nos han hecho un favor porque ella tenía ambiciones de ocupar cargos más importantes en el poder judicial y hubiera sido muy difícil persuadirla de actuar como es debido |o sea, dejarse sobornar]». En fin, todas aquellas pruebas que vinculaban a Pablo a un asesinato y a otros crímenes hubieran acabado desestimadas en un tribunal por haber sido obtenidas ilegalmente. El memorando de la DEA en el que se suscitaba el incidente señalaba: «Al concluir el registro, cuando Uribe ya se marchaba de la finca, el oficial de la PNC a cargo de la operación transmitió un mensaje en el que observaba que ellos [la PNC1 continuarían persiguiendo a Escobar y que preferían que no se entregase».

Otro de los abogados de confianza de Escobar, Roberto Uribe, también había comenzado a sentir que le apretaban las clavijas. Desde aquella reunión en la Hacienda Nápoles, Roberto Uribe le había tomado afecto al capo, y se había convencido de que todas las acusaciones que pesaban sobre su jefe carecían de fundamento, o quizá que Pablo se había visto obligado a hacer ciertas cosas para protegerse. Uribe no había visto al capo desde la famosa fuga, pero había hablado con él por teléfono. Pablo le había comunicado que sus únicas opciones eran llegar a un nuevo acuerdo con el Gobierno o convertirse en un fugitivo de por vida. Uribe juzgó que su deber profesional era lograr negociar con el Gobierno para que Escobar se rindiera, pero hasta entonces no había habido progreso alguno en sus tentativas. El abogado estaba convencido de que al Gobierno ya no le interesaba que Escobar se entregara. Todas las negociaciones al respecto se barajaban en la ilegalidad.

Las estimaciones citadas se basan en parte en las propias experiencias de Uribe con el Bloque de Búsqueda. Después de que su despacho fuese registrado, Roberto Uribe accedió a desplazarse en su propio automóvil al cuartel general de la unidad en la Academia de Policía Carlos Holguín para contestar a algunas preguntas.

—¡Usted es un criminal —le dijo Martínez—, un terrorista!

En el relato de los hechos que le hiciera más tarde a un juez, Uribe afirma que los hombres del coronel colocaron una pistola y un cartucho de lo que parecía ser dinamita en su coche y lo arrestaron. Un juez lo liberó y luego lo sobreseyó de los cargos.

Todo aquello no tenía comparación con lo que ocurría ahora que Los Pepes habían entrado en escena. Todo era mucho peor. El 4 de marzo, uno de los abogados del equipo legal de Pablo, Raúl Zapata, apareció asesinado. Sobre su cuerpo habían dejado una nota en la que se amenazaba a los otros cuatro abogados. Dos de aquellos que figuraban en la lista murieron unas semanas más tarde cuando salían de la cárcel de Modesto en Bogotá. Una de las víctimas era el representante legal de Roberto Escobar, hermano de Pablo. Cualquier protesta generalizada por aquellas muertes fue acallada con mucho por otra gigantesca explosión en Bogotá el 15 de abril; de ella se responsabilizó a Pablo. Un coche bomba que contenía más de trescientos kilos de dinamita explotó en una intersección muy concurrida, el resultado: once muertos y más de doscientos heridos. El telediario de la noche abundó en imágenes de vehículos en llamas, víctimas atrapadas entre los escombros chillando para que las socorrieran y cuerpos ensangrentados.

Los Pepes no tardaron en contestar. Volaron por los aires tres fincas cuyos dueños eran miembros de la familia Escobar. Y el 16 de abril, en un taxi aparcado en un descampado cercano a un club de campo, la policía halló el cadáver torturado del abogado más sobresaliente de aquellos que defendieron a Pablo, Guido Parra. Dentro del mismo maletero en el que habían embutido a su padre se encontraba el cadáver de Guido Andrés Parra, de dieciocho años. Parra había sido el artífice de la rendición de Pablo a las autoridades, casi dos años atrás, el mismo que había consultado con las familias de los periodistas secuestrados, con el presidente y que había confesado cuánto temía a su jefe. Parra había sido raptado de su apartamento en Medellín por quince hombres armados hasta los dientes, llegados hasta allí en tres coches. Los cuerpos del padre y del hijo habían aparecido amordazados con cinta plástica y fulminados de varios disparos a la cabeza, junto con una nota que ponía: «Por su profesión, fueron responsables de los secuestros de Pablo Escobar». Llevaba la firma de Los Pepes y contenía una posdata: «¿Qué te parece la respuesta a las bombas en Bogotá, eh, Pablo?». A un kilómetro y medio de allí se descubrió el cadáver del taxista con una nota en la que se le acusaba de trabajar para el cartel de Medellín.

Los tres abogados más conocidos de Pablo, Santiago Uribe, José Lozano y Reynaldo Suárez renunciaron públicamente a su trabajo como representantes de Escobar. Lozano cometió el error de continuar haciéndolo en secreto, por lo que lo acribillaron de veinticinco balazos en el centro de Medellín mientras paseaba con su hermano, que sufrió heridas de gravedad. En julio, otros siete abogados que trabajaban para Pablo o para el cártel, renunciaron a sus puestos (Uribe lo hizo por segunda vez) después de haber sido amenazados con sufrir «verdadero daño o la muerte» a manos de Los Pepes. Nadie dudó de que lo h.1 rían. Roberto Uribe, el letrado que el coronel Martínez había inten-i.ulo arrestar, solicitó la protección del fiscal general De Greiff, se oculte» y pasó parte de aquel tiempo en Estados Unidos y en la costa colombiana del Pacífico tumbado en la playa o mirando la televisión, •lisiado y sin poder comunicarse con su familia o sus amigos.

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