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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (15 page)

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En el otoño de 1989, la embajada de Estados Unidos en Bogotá no conocía el funcionamiento interno del cártel de Medellín ni la identidad de quien lo encabezaba. Pablo sólo era uno más de los nombres importantes. Las autoridades colombianas sospechaban que era el jefe supremo, pero toda la información que suministrara la policía local sería recibida con desconfianza por los norteamericanos. Todos y cada uno de los líderes del cártel se habían vuelto tan célebres como infames. La revista
Fortune
los incluía en la lista de los hombres más ricos del mundo, pero José Gonzalo Rodríguez G.,
el Mexicano,
el gordinflón que solía ornar la cinta de su sombrero panamá con una cabeza de serpiente, era considerado el más rico y el más violento.
Fortune
había puesto a Rodríguez Gacha en portada, y estimaba su fortuna en unos cinco mil millones de dólares. Antes de la llegada de Centra Spike, los informes señalaban a Gacha como el capo máximo del cártel y los servicios de inteligencia norteamericanos creían que había sido él quien había ordenado liquidar al candidato Galán.

Así que fue el Mexicano el primer objetivo de Centra Spike y, a decir verdad, no les costó mucho encontrarlo. Se había estado escondiendo de la policía nacional desde que se enterara de la muerte de Galán y desde que el Gobierno le incautara su mansión sita en el norte de Bogotá. Un informante del círculo íntimo de Galán reveló que Rodríguez Gacha mantenía conversaciones telefónicas regulares con una mujer en Bogotá. A través de la DEA, esa información pasó a manos de la embajada norteamericana y Centra Spike comenzó las escuchas correspondientes. Lo encontraron de inmediato en una finca, en la cima de una colina, al suroeste de Bogotá. Era la única construcción del lugar y sospechosamente elegante para aquel sitio alejado. Jacoby pasó la información al jefe de la CÍA en Bogotá, y a partir de entonces se informó al presidente Barco.

La respuesta fue inmediata y sorprendente, y disipó cualquier duda que los norteamericanos hubieran tenido hasta entonces. Las coordenadas fueron transmitidas a la Fuerza Aérea colombiana que el 22 de noviembre hizo despegar un escuadrón de cazabombarderos T-33 para arrasar la finca y a cualquiera que estuviese allí. Aquella reacción desconcertó a los funcionarios de la embajada, quienes no habían previsto que el Gobierno de Barco fuera a eliminar sin más a las personas que ellos habían ayudado a encontrar. El hecho es que la misión de bombardeo nunca llegó a cumplir su objetivo debido a que el comandante del escuadrón, un coronel, avistó un pequeño poblado justo detrás de la finca de Gacha. Si alguna de las bombas, aunque fuese por poco, rebasaba la casa, no daba en el blanco y seguía su curso, era muy probable que fuese a caer sobre algunas de las treinta o cuarenta viviendas que había más abajo. Así pues, para evitar una tragedia, el coronel abortó el bombardeo en el último momento, pero no sin antes pasar rugiendo a unos quince metros por encima de un Gacha confundido y asustado. Cuando los reactores pasaron a vuelo rasante por encima de la finca, Gacha, que hablaba por teléfono (mientras Centra Spike escuchaba la conversación), dio un grito de sorpresa y de rabia y se esfumó de allí sin perder un segundo. A pesar del susto, un puñado de sus lugartenientes permaneció allí y fue arrestado al día siguiente cuando una fuerza policial llegó en helicópteros e irrumpió en la casa. El Ejército, por su parte, confiscó cinco millones cuatrocientos mil dólares en la finca. Sin embargo, con una brevedad pasmosa, un juez alegó que la redada había sido ilegal y la mayor parte de estos hombres salieron libres; algunos serían identificados por Centra Spike como figuras clave dentro del cártel.

La repentina decisión de no bombardear le acarreó grandes críticas a la Fuerza Aérea colombiana, que fue acusada de corrupta y de haberle permitido a Gacha escapar. Había razones para sustentar tal hipótesis porque el capo mantenía antiguos amigos dentro de las Fuerzas Armadas; amigos que habían colaborado con sus escuadrones paramilitares en contra de las guerrillas marxistas. La PNC, los más involucrados en la lucha contra el cártel, acusaron a la Fuerza Aérea de haber echado a perder la misión intencionalmente, dándole un dato inequívoco y atronador a Gacha y permitiéndole escapar. El embajador en persona se vio arbitrando el conflicto, revisando los mapas de la colina y calculando las probables trayectorias ó las bombas. La Fuerza Aérea incluso llegó a instar a Jacoby para que sobrevolara la finca en el asiento trasero de un T-33. Jacoby declinó la invitación. La investigación concluyó que el coronel había actuado nada más que con prudencia.

La búsqueda de Gacha y de los otros líderes del cártel llegó a cobrar una importancia aún mayor para Estados Unidos cuando, sólo cinco días más tarde, un avión comercial de Avianca explotó en pleno vuelo minutos después de despegar de Bogotá en dirección a Cali. El atentado había sido planeado dos semanas antes en el transcurso de una reunión de la que participaron Pablo, Gacha y algunos de sus más importantes tenientes y jefes sicarios. Se discutió la colocación de dos bombas, de la que la principal atentaría contra el cuartel general de el DAS en Bogotá. Se dio el visto bueno, y después Pablo sugirió el vuelo de Avianca. Sostuvo que quería matar a César Gaviria, el candidato que había recogido el estandarte de Galán y se había convertido en el liberal favorito de los colombianos. César Gaviria había actuado como jefe de campaña para el propio Galán, pero en el funeral el hijo del candidato asesinado le había pedido a Gaviria que concluyese el proceso.

Aquella cumbre de los capos dio como resultado otro comunicado de Los Extraditables, que Pablo redactó: «Queremos la paz. Lo hemos proclamado a viva voz, pero no vamos a rogar [...]. No aceptamos, ni jamás aceptaremos, las numerosas y arbitrarias redadas a las que someten a nuestras familias, el saqueo, las detenciones represoras, los montajes judiciales, las extradiciones ilegales y antipatrióticas ni tampoco las violaciones de nuestros derechos. Estamos preparados para enfrentarnos a los traidores».

Carlos Álzate, uno de los sicarios veteranos de Pablo, reclutó a un joven de Bogotá para que les hiciera un trabajo. Debía llevar consigo en el vuelo un maletín que, según lo que le había informado Álzate, contenía una grabadora. Una vez en el aire, y según sus órdenes, el joven debía grabar secretamente la conversación de la persona que había a su lado. Lo cierto era que el maletín contenía cinco kilos de dinamita. El desventurado espía —Álzate lo llamaba
el Suizo,
acaso como abreviatura de
suicida
— tenía orden de accionar un interruptor ubicado en la parte superior del maletín para activar la grabadora. Los ciento diez pasajeros murieron, y Gaviria ni siquiera había cogido el vuelo. Había comprado el billete, pero la gente que tenía a su cargo la campaña decidió que el candidato evitara todo vuelo comercial por razones de seguridad. La otra razón era que la presencia de Gaviria en un vuelo de línea atemorizaba a los demás pasajeros que no deseaban compartir avión con alguien tan claramente objetivo de atentado.

Desde el derribo del vuelo 103 de Pan Am acontecido un año antes sobre Lockerbie, Escocia, las amenazas al tráfico aéreo se habían convertido en una de las principales preocupaciones de Estados Unidos y de otros países poderosos. El tráfico aéreo se consideraba una necesidad vital del mundo civilizado, pero a la vez no cabían dudas sobre su vulnerabilidad para cualquier criminal lo suficientemente cruel. Disuadir y castigar a los extremistas que hicieran de la aviación comercial su blanco se había vuelto prioritario para la comunidad antiterrorista internacional. El temor acerca de las intenciones del cártel de Medellín aumentó cuando algunos hombres de Pablo fueron arrestados intentando adquirir ciento veinte lanzacohetes tierra-aire del tipo Stinger en el estado de Florida. Semanas después de la explosión del vuelo de Avianca, el presidente Bush hizo pública una declaración largamente meditada, que provenía de la Consejería de Asesoramiento Legal del Departamento de Justicia según la cual la utilización del Ejército contra supuestos criminales en el exterior no violaría el Decreto Posse Comitatus.
[12]
Además y a los ojos de Bush, el atentado de Avianca señalaba a Pablo Escobar, a José Gonzalo Rodríguez G. y a otros líderes del cártel como culpables directos y amenazas potenciales para los ciudadanos norteamericanos (dos de las víctimas del vuelo tenían esa nacionalidad). Por tanto, a los narcos, en opinión del Gobierno de Bush, se los podía matar legalmente.

Durante casi dos décadas, la orden para ejecutar ciudadanos extranjeros había sido regulada por la Directriz Presidencial 12.333, cuyos extractos pertinentes se incluyen a continuación:

2.1
.
Prohibición de asesinato

Ninguna persona empleada por el Gobierno de Estados Unidos o que actúe en nombre del mismo deberá cometer—o conspirar para cometer— asesinato.

2.12.
Participación indirecta

Ningún servicio de inteligencia deberá participar en o emprender las actividades prohibidas en la presente directriz.

Esta directriz del poder ejecutivo existía desde 1974, cuando fue promulgada por el presidente Gerald Ford. Con ella se buscaba poner fin de antemano a un proyecto de ley que se estaba gestando en el Congreso, una de cuyas comisiones investigaba los abusos cometidos por los servicios de inteligencia norteamericanos. Se trataba de un arreglo aceptable para ambas partes y diseñado con la intención de evitar que los legisladores de izquierda lograsen transformar dicho proyecto en ley ya que, por ser una directriz presidencial, ésta otorgaba al presidente el derecho de utilizarla a voluntad. Poco después de que Bush asumiera la presidencia en 1989, W. Hays Parks, jefe de la rama de legislación internacional de la Oficina del Fiscal General del Ejército, comenzó a preparar un memorando formal para clarificar aún más la Directriz Presidencial 12.333. Con la fecha del 2 de noviembre, y rubricada por los representantes legales del Departamento de Estado (Ministerio de Asuntos Exteriores), la CÍA, el Consejo de Seguridad Nacional, el Departamento de Justicia y el Departamento de Defensa (Ministerio de Justicia), concluyó:

El propósito de la Directriz Presidencial 12.333 Y sus predecesoras legales era impedir acciones unilaterales por parte de agentes individuales o de servicios de inteligencia en contra de funcionarios públicos extranjeros, y establecer más allá de toda duda que Estados Unidos no aprueba elasesinato como instrumento político de su Gobierno. La intención de la misma no consistía en limitar las opciones de legítima defensa ante amenazas reales contra la seguridad nacional de Estados Unidos o contra sus ciudadanos. Actuando de acuerdo con la Carta de las Naciones Unidas, una decisión presidencial que implicara el uso de fuerzas militares clan destinas, furtivas o abiertamente no constituiría asesinato si las fuerzas militares de Estados Unidos fuesen empleadas en contra de los comba tientes de otra nación, guerrillas, terroristas u otra organización cuyas acciones supusieran una amenaza a la seguridad de los Estados Unidos.

El memorando tranquilizó a los agentes y militares de los muchos servicios de espionaje e inteligencia que realizaban a diario operaciones encubiertas —incluidos los hombres de Centra Spike—, quienes no deseaban que en el futuro su trabajo fuera tachado de criminal. Si los colombianos decidían sencillamente matar a los capos del narcotráfico que Centra Spike ayudaba a encontrar, que así fuera.

La situación en Colombia era ciertamente de guerra. El 6 de diciembre, sólo nueve días después de que José Gonzalo Rodríguez G. saliera huyendo de su finca, tuvo lugar el otro de los dos atentados planeados por Pablo. Un autobús cargado con quinientos kilos de dinamita detonó en las inmediaciones del edificio del DAS. La deflagración abrió un cráter de casi un metro y medio en el pavimento de la entrada y arrancó la fachada de cuajo. Murieron setenta personas y cientos sufrieron heridas y los daños materiales sobrepasaron los veinticinco millones de dólares. Uno de los objetivos del atentado era el general Miguel Maza Márquez, que ya había sobrevivido milagrosamente a otro atentado perpetrado con coche bomba en mayo de aquel mismo año. Maza surgió de entre los escombros una vez más, sin un rasguño.

Las explosiones fueron vengadas con prontitud. Centra Spike siguió los pasos de Rodríguez Gacha durante las semanas siguientes mientras éste se escabullía hacia el norte huyendo de finca en finca, aunque nunca se quedaba en ninguna el tiempo suficiente como para que los colombianos preparasen una redada. Finalmente se detuvo en una cabaña ubicada en el departamento de Chocó, en una remota zona boscosa junto a la frontera con Panamá. Allí, Centra Spike logró delectar la señal de su radioteléfono concretando un envío de mujeres por camión a aquel páramo. La ubicación del emisor no era precisa -el mensaje había sido demasiado corto—, pero las unidades de élite de la policía fueron desplegadas para rastrear la zona. Un tal Jorge Velásquez les llevó hasta la finca de Gacha. Velásquez era un traficante de cocaína de Cartagena que había actuado de espía para los rivales del cartel de Medellín, el cártel de Cali. Los narcos caleños tenían mucho que ganar con la destrucción de sus rivales paisas y, discretamente, habían comenzado a colaborar con la policía. Cuando Velásquez hubo señalado la localización precisa de la finca, se organizó un asalto coordinado que tendría lugar la mañana siguiente, el 15 de diciembre de 1989. Por las dudas, Estados Unidos puso en alerta una fuerza operativa formada por miembros de la Fuerza Delta y de los SEAL
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de la Armada norteamericana, que aguardaban a bordo del buque militar
América;
buque que navegaba a corta distancia de la costa. Cuando los helicópteros del operativo policial —varios AH-6 Little Birds armados ton mini ametralladoras israelíes— descendieron sobre Gacha, su hijo adolescente, Freddy, y cinco guardaespaldas huyeron hacia un banana I. De acuerdo con el informe oficial, los fugitivos abrieron fuego contra los helicópteros con armas automáticas, pero fueron despedazados por el fuego graneado de los helicópteros. Los cuerpos se expusieron públicamente. La parte inferior de la cara del Mexicano había sido arrancada entera por los disparos. Era una manera grotesca de dejar sentado que la guerra contra el narcotráfico iba en serio.

Gacha fue velado en Pacho, su pueblo natal, a unos cuarenta kilómetros de Bogotá, y su capilla ardiente visitada por miles de personas. En su mansión particular la policía descubrió una cadalso en perfecto funcionamiento, ametralladoras, granadas y una pistola niquelada calibre 9 milímetros con su carga de balas grabadas con el monograma de el Mexicano. Su muerte no supondría una gran disminución en el tráfico de cocaína que entraba a Estados Unidos, pero para la mayoría de los colombianos, atemorizados por años de atentados, secuestros y asesinatos, aquello significaba una victoria mayúscula para el Estado, para el presidente Barco y, aunque más reservadamente, para Estados Unidos.

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