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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (17 page)

En cierta ocasión, un operador de Centra Spike informó que dos hombres capturados en una redada habían sido lanzados desde los helicópteros cuando regresaban de Medellín. Él no lo había visto con sus propios ojos, pero había oído a varios de los oficiales de Martínez bromeando sobre el tema. El militar se enfrentó al coronel, pero éste le contestó: «Temimos que pudieran haberlo visto a usted». El soldado norteamericano protestó, pero Martínez le hizo señas para que se fuera. «No se preocupe, no es problema suyo.» Así que el norteamericano informó del incidente a Jacoby, el mayor le preguntó:

—¿Pero vio usted que los tiraran de los helicópteros?

—No, señor.

—Así me gusta.

Pero Centra Spike advirtió que el coronel aprendía rápidamente de sus errores. Era consciente de los fallos de su unidad y cándidamente dio los pasos necesarios para mejorarla. Sus hombres comenzaron a arrastrarse cuerpo a tierra y, de la misma manera, a pescar documentos de las letrinas. Escéptico en un primer momento con la tecnología norteamericana, Martínez le fue tomando el gusto, y cuando oyó la voz de Pablo en un monitor de radio portátil que llevaba consigo uno de los hombres de Centra Spike, el coronel pidió que se le cediera para la próxima redada un aparato igual a ése. El coronel aceptaba de buen grado las sugerencias que se le hacían y pedía más. Como resultado, cuando corrieron rumores de que el coronel había aceptado dinero del cártel de Cali, rumores que algunos de la DEA tomaron muy en serio, la embajada se negó a descartar a Martínez. Mientras no hubiera evidencias irrefutables, aquellas calumnias podían fácilmente provenir del sofisticado aparato de desinformación que Pablo tenía montado. En cuanto a la embajada, ésta estaba segura de que el coronel era el hombre indicado y de que, respecto a Escobar, el Doctor se había encontrado con un enemigo a su medida.

Quizá los métodos de Martínez fueran poco escrupulosos, pero más importante resultaba que la presión sobre Escobar fuera incesante. En parte asistidos por la inteligencia recabada por Centra Spike, el Bloque de Búsqueda fue cerrando el cerco en torno a Pablo. En junio de 1990 mataron a John Arias, uno de los jefes sicarios en quien Pablo más confiaba, y en julio capturaron a Hernán Henao, cuñado de Pablo y hombre de confianza. El 9 de agosto eliminaron al viejo socio y amigo de la infancia Gustavo Gaviria, su colega y cómplice desde aquellos primeros días de hacer novillos y robar coches. Aquellas dos muertes se convirtieron en duros golpes emocionales y profesionales: Henao, o HH, había sido el tesorero del cártel, su banquero, y Gustavo uno de los hombres en quien Pablo depositaba la mayor confianza.

El Bloque de Búsqueda dijo que había muerto en un «enfrentamiento con la policía». La expresión «muerto en un enfrentamiento con la policía» se consideraba un eufemismo de ejecución sumarial y se había vuelto tan habitual que, al mencionarla, los jefes de Centra Spike la acompañaban de un guiño de ojos. Pablo aseguraba que tal enfrentamiento nunca había tenido lugar, que su primo había sido capturado, torturado y ejecutado por los hombres del coronel.

Dos días antes de la muerte de su primo Gustavo, César Gaviria había asumido la presidencia de Colombia; por algún motivo había logrado sobrevivir a su candidatura. Gaviria era un hombre sobrio y agradable, bien parecido y de aspecto y costumbres juveniles: coleccionaba arte moderno y disfrutaba de la música de Los Beatles y Jethro Tull. Ávido jugador de tenis, tenía dos hijos pequeños, Simón, de once, y María, de ocho. Había iniciado la última etapa de su carrera política como director de la campaña de Galán. Los dos habían compartido los mismos intereses, pero fue Galán el más audaz de los dos: tenía el carisma y el valor. El estilo de Gaviria, en cambio, era más sereno. No era un luchador, más bien un negociador de acuerdos y consensos. Nadie hubiera dudado en decir que poseía coraje, pero más que el coraje de quien se juega la vida contra corriente, Gaviria representaba a aquellos que tienen la voluntad de aguantar los embates, cumplir con su deber y llevar a buen término sus ambiciones sin una queja. Diariamente confeccionaba una lista de tareas y las tachaba de su lista cuando habían sido cumplidas. Gaviria se tomaba tan en serio su trabajo que se había lanzado a la campaña esperando que lo asesinaran, no por ambición sino por su sentido del deber: tenía la sensación de que era aquello lo que se esperaba de él. Fue investido para el cargo más importante de Colombia, sorprendido de seguir vivo y convencido de que, por alguna razón incomprensible, Pablo Escobar había decidido perdonarle la vida.

Después de asumir Gaviria su mandato, Pablo cambió de táctica. En vez de detonar bombas, descubrió como por casualidad un método más artero de respuesta a las agresiones. Desde el comienzo, el Gobierno de Colombia había sido propiedad exclusiva de un grupo relativamente pequeño de familias bogotanas ricas y poderosas. Esa oligarquía poseía los diarios más influyentes y las cadenas de televisión; y daba la impresión de que la presidencia de la nación —como los ministerios más importantes— había rotado entre los familiares y conocidos de aquella camarilla durante generaciones. Pablo había planteado desde hacía ya tiempo su guerra en los términos de una guerra de clases, en la que él era el representante del pueblo llano de Medellín y de Antioquia. Aquel verano, tras la muerte de su primo, Pablo llevó a cabo su frío plan de «ir a por los oligarcas e incendiar sus mansiones». Pero no lo hizo prendiendo fuego a sus casas, sino a sus corazones. El }o de agosto Pablo secuestró a la periodista Diana Turbay, la hija del anterior presidente, y a los cuatro miembros de su equipo.

Gaviria había ocupado el cargo hacía tres semanas, pero ya había demostrado que su política para con Pablo no sería únicamente la de colgar frente a él la zanahoria, sino también la de darle con el palo. Y ese palo no era otro que el Bloque de Búsqueda del coronel Martínez, que no cesaba en sus sangrientas tareas: en octubre, otro de los primos de Pablo murió en un «enfrentamiento con la policía». Además, el presidente extraditó a tres sospechosos de crímenes de narcotráfico en los primeros dos meses de gobierno (el vigésimo quinto narco sospechoso desde la muerte de Galán en 1989). Pero Gaviria también hizo uso de la zanahoria. En su discurso de investidura, había señalado una clara diferencia entre terrorismo y narcotráfico. Éste era un problema internacional, uno que Colombia no podía resolver por sí sola; pero el terrorismo era un problema nacional, de hecho era el gran problema del país. La principal prioridad de su Gobierno sería la de poner fin a la violencia, incluso, si fuera necesario, sentarse a negociar con gente de la calaña de Pablo Escobar. Dicho sea de paso, a aquellas alturas Gaviria dudaba acerca de la capacidad de la policía y la justicia colombiana para arrestar, enjuiciar y castigar a Pablo. Para servir a los intereses de la nación, lo mejor sería seguir presionando a Pablo y después ofrecerle al capo un trato lo suficientemente apetecible para que picase. Una semana después del secuestro de Diana Turbay, Gaviria hizo público un decreto donde ofrecía a Pablo y a los otros narcos acusados inmunidad ante la ley de Extradición si éstos se entregaban y confesaban. El decreto fue visto como una simple reacción al secuestro, y no lo era; se trataba del primer paso de un plan que Gaviria había estudiado cuidadosamente.

No todos estuvieron de acuerdo con él. El general Maza Márquez, superviviente a dos grotescos atentados, lo dijo escuetamente: «Este país no hallará la paz hasta que Escobar esté muerto».

Pablo contestó con dos secuestros más a personalidades prominentes. A punta de pistola se llevó a Francisco Santos, director del periódico
El Tiempo
e hijo de su dueño y editor; y a Marina Montoya, la hermana del principal asesor del ex presidente Barco durante aquel mandato. Pablo exigía que se derogara la ley de Extradición, que se aclarasen los términos de la confesión que se requería para entregarse, que el Gobierno construyera una prisión para aquellos que se sometiesen, y exigía la promesa de que las familias de los arrepentidos serían protegidas.

Los secuestros evidenciaban un conocimiento profundo de la incestuosa y trabada estructura del poder en Bogotá. Literalmente, cada rapto dio en el corazón de la élite bogotana, de la que Gaviria también formaba parte. Y tuvo consecuencias: se formó un comité de poderosos ciudadanos, que se hacían llamar Los Notables, con el objetivo de presionar a Gaviria para que accediera a las exigencias de los criminales. Entre aquellos ciudadanos se encontraban Julio Turbay, el ex presidente cuya hija estaba cautiva, y Alfonso López Michelsen, el ex presidente que se había reunido con Pablo en Panamá años antes. El comité comenzó las negociaciones con el principal abogado de Pablo en Bogotá, Guido Parra, a la búsqueda de una solución pacífica.

Al misino tiempo, Los Notables se reunían con el presidente abogando en favor de su causa y sometiéndolo a una presión personal terrible. En una de sus visitas al Palacio Presidencial, Julio Turbay y Juan Santos, dueño y editor de
El Tiempo,
se encontraron con que el presidente estaba sumido en un gran desaliento y apesadumbrado por la presión de su responsabilidad:

—Es un momento muy delicado —dijo Gaviria—. He querido ayudarlos, y lo he hecho dentro de los límites de lo posible. Sin embargo, en poco tiempo ya no podré hacer nada de nada.

Turbay, que por su pasado presidencial pudo ponerse en el lugar de Gaviria, intentó, pese a su tristeza, ser comprensivo:

—Señor presidente, usted está actuando como debe, al igual que nosotros como padres de nuestros hijos. Comprendo, y le pido que no haga nada que pueda crearle un problema en su función de jefe de Estado. —Según el relato de García Márquez, Turbay señaló el sillón presidencial y agregó—: Si yo estuviera ahí, haría lo mismo.

El escritor colombiano agregó que «Gaviria estaba pálido como la muerte».

Nydia Quintero, la ex mujer de Turbay y madre de la rehén, se mostró menos comprensiva. Se había puesto en contacto por su cuenta con Pablo a través de intermediarios y había ido a rogarle a Gaviria que detuviera al coronel Martínez, cuyos operativos obligaban a Pablo a huir de un escondrijo al siguiente. Gaviria le explicó que eso era algo que no podía hacer. La seguridad del Estado era su deber y esa condición no podía negociarse; pedirle a la policía que suspendiera sus redadas sería pedirle que no cumpliera con su deber. Además, el presidente sabía lo que Pablo pretendía: «Una cosa es que nosotros le ofrezcamos una política judicial alternativa, pero la interrupción de los operativos policiales no significaría necesariamente la libertad de los rehenes, solamente que ya no se estaría acorralando a Escobar». Esto fue lo que le dijo posteriormente a García Márquez. Esto y que Nydia Quintero estaba indignada por la actitud del presidente y consideraba que la había tratado fríamente sin mostrar el más mínimo interés en resguardar la vida de su hija.

Entretanto, Los Notables se prodigaron en comunicados. A partir de ese momento, únicamente ellos hablarían en nombre de las familias de los secuestrados. A cambio de su liberación —y ésta era su propuesta— Los Notables instarían al Gobierno a considerar a Pablo y a Los Extraditables un movimiento político, y no una banda de criminales. Como tal gozarían del mismo tratamiento que el concedido a los movimientos guerrilleros colombianos. El M-19 —célebre por su sangriento asedio al Palacio de Justicia— había negociado un acuerdo con el Gobierno el año anterior para abandonar la lucha armada e integrarse a la vida política. Sus miembros habían sido amnistiados por los crímenes cometidos a lo largo de su lucha revolucionaria. Los Notables querían que el Gobierno ofreciese el mismo trato a Los Extraditables, o sea a Pablo y sus secuaces. Sin embargo, el mismo día que el comunicado se hacía público, el n de octubre, Gaviria daba instrucciones a su ministro de Justicia para que reiterase que el único trato que podían esperar era el ya ofrecido por el Gobierno.

«La carta de Los Notables es casi cínica —le escribió Pablo a su abogado Parra desde la clandestinidad—. Se supone que nosotros tenemos que darnos prisa en liberar a nuestros rehenes porque el Gobierno nos da largas mientras estudia la situación. ¿De veras creen que nos vamos a dejar engañar otra vez?» Pablo le confió a su abogado que no había razón para cambiar la postura que había adoptado hasta entonces, «dado que no hemos recibido respuestas positivas a las condiciones expresadas en nuestro primer comunicado. Se trata de una negociación, no de un juego para ver quién es el inteligente y quién es el estúpido».

Gaviria cedió algo más de terreno. El 8 de octubre, publicó «clarificaciones legales» al anterior decreto, especificando que Pablo o cualquiera de los otros arrepentidos podían elegir la más leve de las acusaciones que contra ellos pesaban, declararse culpables y, de ese modo, escapar a los procesos correspondientes a todas sus otras causas pendientes. Asimismo, ello aseguraba que el arrepentido no sería extraditado, independientemente de los nuevos cargos que pudieran imputársele una vez que el reo se hallara en cautividad.

Pablo mostró interés, pero quería más. En una carta dirigida al letrado Parra, Pablo precisó que quería que el presidente prometiera explícitamente «por escrito, en un decreto, que en ningún caso ni él ni cualquier otro que se aviniese a la amnistía, sería extraditado, por ningún crimen, a ningún país». Reiteró, además, que quería supervisar las circunstancias de su entrada en prisión y que quería protección para su esposa e hijos mientras estuviese encarcelado.

En noviembre, Pablo subió aún más la presión inicial. Al día siguiente de morir su primo Luis en «un enfrentamiento con la policía», los hombres de Pablo secuestraron a Maruja Pachón, cuñada del difunto candidato Galán y esposa de un destacado congresista, y a la cuñada de ésta. Y como si eso fuera poco, los hombres de Pablo intentaron retener a la nieta del ex presidente Betancur, pero fallaron. Comunicados desafiantes de Los Extraditables acusaban a las fuerzas del coronel Martínez de cometer atrocidades en Medellín. Uno de ellos afirmaba que el Bloque de Búsqueda realizaba incursiones en barriadas fieles a Pablo, reunía a los jóvenes y los mataban allí mismo.

«¿Por qué se han cambiado las órdenes de arresto por órdenes de ejecución? —rezaba uno de los comunicados—. ¿Por qué se distribuyen carteles de “Se busca” y se ofrecen recompensas por personas que no han sido requeridas por ninguna autoridad judicial?»

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