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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (19 page)

Pablo habló con algunos de los periodistas invitados a la prisión y les dijo que su rendición voluntaria era «un acto en pos de la paz», y agregó: «Decidí entregarme en el momento en que vi a la Asamblea Constituyente trabajando por la defensa de los derechos humanos y la democracia en Colombia».

Los periodistas, impresionados ante la estrella del narcotráfico, se derritieron, olvidando de inmediato la campaña de terror, la guerra que Pablo librara contra los de su misma profesión, e incluso a los directores de periódicos y reporteros que Pablo había raptado y asesinado. Los reporteros se deshicieron en elogios:

—Yo creía que sería un hombre petulante, orgulloso, disciplinado, unos de esos que siempre miran por encima del hombro, pero me equivoqué. Es todo lo contrario: educado, pide permiso cuando pasa por delante de alguien y es sinceramente agradable cuando saluda —dijo uno de Medellín.

—Se ve que se preocupa por su aspecto —dijo otro—, especialmente por sus zapatos. Estaban impecablemente limpios.

—Tiene un poco de tripa, lo que hace pensar que es un hombre que posee una gran calma.

—Camina como si no tuviese que darse ninguna prisa. Es dueño de una gran jovialidad y se ríe mucho.

Antes de partir, Villamizar charló con Pablo, que le pidió disculpas por el sufrimiento que le había causado a su familia. Le explicó que la guerra había sido terrible en ambos bandos. En la conversación Pablo negó haber tenido algo que ver con el asesinato de Luis Galán.

—Hubo mucha gente involucrada en eso —explicó Pablo—. A mí ni siquiera me gustaba la idea porque sabía lo que ocurriría si lo mataban. Sin embargo, cuando se decidió, yo ya no pude hacer nada.

También expresó su satisfacción porque sus sicarios no hubiesen matado a Villamizar, aunque le hubiesen informado de que éste era un enemigo acérrimo:

—En la guerra que estábamos librando, hasta un rumor podía hacer que uno muriera —explicó Pablo—. Pero ahora que lo conozco, doctor Villamizar, doy gracias al cielo porque no le haya pasado nada. —Y a modo de promesa agregó—: ¿Quién sabe cuánto tiempo deba estar aquí? Pero todavía tengo muchos amigos, así que si usted se siente inseguro, si alguien se lo pone difícil, hágamelo saber y ése será el fin del asunto. Usted cumplió conmigo y se lo agradezco, haré lo mismo por usted. Le doy mi palabra de honor.

Todo había acabado, o eso se suponía. La «confesión» de Pablo —que era sólo una parte de su trato con el Gobierno— pasaría por alto los raptos, los asesinatos de Turbay y Montoya, las miles de muertes que ocasionaron los coches bomba del cártel, las víctimas políticas y los jueces y policías asesinados. Conforme al decreto del presidente Gaviria, Pablo reconoció un solo crimen: haber actuado de intermediario entre una transacción de drogas arreglada por su primo muerto, Gustavo. En términos estrictamente legales, ni siquiera admitió que fuera culpable de ese único crimen. Había sido juzgado y condenado
in absentia
por las autoridades francesas y, de acuerdo con su declaración, por cierto, muy cuidadosamente redactada: «El código penal de aquel país [,..| le otorga a uno el derecho de solicitar la revisión de su caso, cuando se presenta ante un juez de su país; en este caso, un juez colombiano. Éste es precisamente el objetivo de haberme presentado voluntariamente en esta oficina. En otras palabras, para que un juez colombiano reabra mi caso».

Para satisfacer los requerimientos de su petición, Pablo accedió a presentarse ante un juez en Bogotá y confesar. Lo hizo meses después, en febrero de 1992, en el transcurso de una reveladora sesión en la que el capo mintió con fluidez y exhibió su habitual agudeza y su belicoso patriotismo; lo que transformó la sesión en una tribuna desde la que acabó acusando a las autoridades. Todos los presentes sabían, naturalmente, que Pablo Escobar era el narcotraficante más famoso del mundo y el asesino más prolífico de la historia de Colombia, pero él comprendió que la corte estaba obligada a aceptar su inocencia respecto a crímenes por los que no había sido acusado, y por ello Pablo interpretó su papel con un cínico aplomo. Se describió a sí mismo como «un ganadero». Señaló que había estudiado contabilidad durante un semestre después de abandonar la educación secundaria en 1969, y agregó: «No tengo adicciones. No fumo ni bebo». Resaltó que era inocente, que estaba entregándose para apelar las acusaciones que sobre su persona pesaban en Francia, y anunció su intención de estudiar una carrera universitaria durante su estancia en prisión. Pablo se presentó como una víctima. «Deseo aclarar que podría haber personas que, con la intención de perjudicarme, intenten enviar cartas anónimas, hacer llamadas o cometer actos de mala fe en mi nombre. Ha habido muchas acusaciones, pero nunca he sido condenado por ningún crimen en Colombia.»

Aquélla era una falacia que podía ser demostrada, pero no existían muchos testigos vivos que pudiesen refutarlo, y las fichas de aquellos viejos arrestos habían sido destruidas. Pablo confesó haber arreglado una reunión para una transacción de cuatrocientos kilos de cocaína.

—¿Sabe usted de dónde salieron esos cuatrocientos kilos de cocaína? —preguntó el juez.

—Creo que el señor Gustavo Gaviria se encargaba de eso.

—¿Quién es el señor Gustavo Gaviria? —Era un primo mío.

—¿Sabe usted cómo murió el señor Gaviria?

—El señor Gaviria fue muerto por miembros de la PNC durante una de las redadas-ejecución que tantas veces han sido denunciadas públicamente.

—Hablemos —sugirió más tarde el juez— del
modus vivendi
de usted y de su familia y de las condiciones económicas en las que ha vivido.

—Pues, mi familia proviene de la zona central del norte de Colombia. Mi madre era maestra de una escuela rural y mi padre campesino. Ellos hicieron un gran esfuerzo para darme la educación que he recibido, y mi condición económica actual está perfectamente definida y clara ante el Ministerio de Hacienda.

El juez le pidió a Pablo que explicara los distintos trabajos que había desempeñado a lo largo de su vida adulta.

—Siempre me ha gustado trabajar por mi cuenta y desde mi adolescencia lo he hecho para mantener a mi familia; incluso mientras estudiaba trabajé en una tienda de reparación de bicicletas para pagarme los estudios. Repito, desde mi adolescencia. Más adelante, me dediqué a comprar y vender coches, ganado y luego, al negocio inmobiliario. Y como ejemplo de esto último quiero citar la Hacienda Nápoles, que compré con la ayuda de un socio cuando aquellas tierras se encontraban en medio de la selva; y hoy en día se podría decir que están listas para ser colonizadas. Cuando compré las tierras, no había en esa región ni medios de comunicaciones ni transportes. Llegar allí nos suponía veintitrés horas de agonía. Digo esto con el fin de aclarar la imagen que se tiene de mí, la de que todo ha sido sencillo para mí...

El juez le preguntó a Pablo si alguien lo había apadrinado en el mundo de los negocios.

—No. Hice mi propia fortuna, comenzando desde cero, como tantos otros hicieron las suyas en Colombia y en el mundo.

—Explíquele a la corte qué antecedentes disciplinarios o penales aparecen en su ficha.

—Admito que ha habido muchas acusaciones, pero nunca se me ha condenado de ningún crimen en Colombia. Las acusaciones de robo, homicidio, tráfico de drogas y muchas otras las hizo el general Miguel Maza Márquez | jefe del DAS], en cuya opinión todo crimen que se comete en Colombia lo he cometido yo.

Escobar negó saber nada acerca de cocaína, de aviones de su propiedad, de pistas de aterrizaje clandestinas o de barcos, y negó explícitamente estar involucrado en el narcotráfico. El juez, que rozaba la exasperación, le preguntó si «tenía alguna idea» de ese tipo de cosas, a lo que Pablo contestó:

—Solamente lo que me entero por la televisión y los periódicos. Lo que he oído y leído es que la cocaína cuesta mucho dinero y la consumen las clases altas de Estados Unidos y de otros países del mundo. Me he enterado de que mucho líderes políticos y gobiernos se han visto implicados en el narcotráfico, como el actual vicepresidente de Estados Unidos Dan Quayle, acusado de comprar y vender cocaína y marihuana. Me he enterado de las declaraciones de una de las hijas del señor Reagan: ella admite haber consumido marihuana. He oído las acusaciones contra la familia Kennedy; y las acusaciones de tráfico de heroína contra el sha de Irán, como también que el presidente del Gobierno español, Felipe González, admitió públicamente que consumió marihuana. Mi conclusión es que existe una hipocresía universal con respecto al tráfico de drogas y a los narcóticos, y lo que me preocupa es que (esto lo digo por lo que oigo y leo en los medios de comunicación) toda la maldad de las adicciones recaen en la cocaína y los colombianos, cuando la verdad es que las drogas más peligrosas se producen en laboratorios norteamericanos, drogas como el
crack..
Nunca me he enterado de que un colombiano haya sido detenido por posesión de
crack,
porque el
crack
se produce en Estados Unidos.

—Basándose en sus últimas respuestas, ¿cuál es su opinión acerca del narcotráfico? —preguntó el juez.

—Lo que opino, basado en lo que he leído, es que la cocaína invadirá |irremediablemente! el mundo |...| mientras las clases altas continúen consumiendo la droga. También me gustaría decir que la hoja de coca ha existido en nuestro país durante siglos y forma parte de la cultura autóctona...

—¿Cómo explica que se lo señale a usted, a Pablo Escobar, como al jefe del cártel de Medellín?

Pablo rehusó contestar directamente, pero remitió al juez a una declaración grabada en cinta de vídeo que había entregado a la corte con anterioridad y agregó:

—Otra explicación que puedo dar es ésta: el general Maza Márquez es mi enemigo personal |...|. Él se proclamó mi enemigo personal en una entrevista que diera al periódico
El Tiempo
el 8 de septiembre de í99t. Está claro que sufre de frustración militar por no haberme capturado. El hecho de que él haya llevado a cabo muchos operativos para atraparme y que todos hayan fallado, haciéndolo quedar mal, le ha hecho decir que me odia y que soy su enemigo personal...

El juez le leyó a Pablo una lista de nombres de conocidos traficantes que públicamente lo habían identificado a él como su jefe, incluyendo a un norteamericano llamado Max Mermelstein.

—No conozco a ninguna de esas personas —se excusó Pablo—, pero a través de la prensa conozco a Max Mermelstein, y deduzco que es un testigo mentiroso que el Gobierno de Estados Unidos tiene contra mí. Todo el mundo en Colombia sabe que los criminales norteamericanos negocian condenas más cortas a cambio de testificar en contra de ciudadanos colombianos |...|. Me gustaría adjuntar a la ficha una copia de la revista
Semana
en la que figura un artículo sobre Max Mermelstein, con el fin de demostrar lo mentiroso que es. Quiero leer un pasaje de esa entrevista y cito: «Escobar era el jefe de todos los jefes. El capo del narcotráfico llevaba vaqueros y una camiseta de fútbol, era alto y delgado». —Acto seguido, Pablo, regordete y bajo, se puso de pie—. Díganme ustedes si soy una persona alta y delgada. Para que un gringo diga que uno es alto, uno debería ser muy alto.

De ese modo acabó la primera guerra. Pablo había caído precipitadamente desde una gran altura. Aún era uno de los hombres más ricos del mundo, aunque la persecución del coronel Martínez lo había separado de sus riquezas. Si bien lo habían acorralado hasta forzarlo a hacer un trato con el Gobierno, había logrado doblegar la voluntad del país a su gusto. La Constitución ahora especificaba que no podía ser extraditado por sus crímenes. Además, Pablo no tenía mucho que temer de la ley en su propio país ni siquiera en la cárcel, como con el tiempo se vería. El presidente Gaviria había logrado la paz, si bien lo hizo a un precio que mancilló la dignidad de su país ante la mirada vigilante de Estados Unidos y gran parte del resto del mundo. Gaviria deseaba que Pablo fuera mantenido preso en La Catedral el tiempo suficiente para que el sistema judicial colombiano se recobrara y se pudiesen formular cargos más graves contra el capo. Y quizá entonces encerrarlo de una vez por todas y para siempre.

Con el tiempo, Gaviria se daría cuenta de que aquéllas habían sido esperanzas vanas. Al hacer el trato, el presidente había subestimado considerablemente a Pablo; no había vislumbrado cuan hondo habían llegado las influencias de aquel hombre en el Gobierno y la sociedad colombianas, y cuán difícil iba a ser retenerlo. Pablo haría del primer mandatario un hazmerreír.

El prestigio público de Pablo se recuperó de golpe. Al entregarse, el público, veleidoso y aliviado por el fin de la guerra, rápidamente le perdonó las bombas, los asesinatos y los secuestros. Después de todo ¿no era cierto que la mayoría de ellos habían sido liberados sanos y salvos? Poco después de instalarse en La Catedral, Pablo concedió numerosas y entusiastas entrevistas, en las que siempre defendió su inocencia e hizo gala de su impresionante don para las relaciones públicas. En julio de 1991, le dijo a un periodista del periódico
El Colombiano
que pretendía estudiar periodismo durante su tiempo de condena: aquello causó una acida reacción en la embajada norteamericana, que señaló que «el señor Escobar quizá debería reconsiderar su elección de carrera universitaria, dado lo peligrosa que se ha vuelto esta profesión en Colombia».

ENCARCELAMIENTO Y FUGA

Junio de 1991- septiembre de 1992

1

Pablo había caído desde las alturas del Olimpo hasta lo más bajo, pero se había preparado un lugar confortable para aterrizar. Instalado entre las paredes de La Catedral, confiaba en que su condena pendiente en Francia sería anulada por un juez colombiano amigable. Según los términos de su entrega, a partir de entonces Pablo pasaría a ser un hombre libre amnistiado por todos los otros crímenes de los que se le acusaba y que hubiesen sido cometidos antes de la fecha de su entrega voluntaria. Entretanto, se encontraría en un sitio seguro mientras las cosas se calmaran, y, además, tendría la oportunidad de comenzar a reconstruir su imperio de cocaína una vez más.

Durante los meses en los que había estado huyendo, escondiéndose y luchando contra el Gobierno, decenas de sus socios y hombres de confianza habían muerto o habían sido arrestados. En la primera mitad de 1991 la policía de Colombia, guiada por la tecnología norteamericana, había confiscado unos sesenta mil kilos de cocaína y casi había logrado desarticular la infraestructura del cártel. En febrero habían capturado incluso uno de los aviones del cártel para el transporte de carga, un DC-3. Pero aquello no era más que una ínfima parte de la cantidad de droga que llegaba regularmente a Estados Unidos. De cualquier forma, el hecho es que todo esto repercutía en el mercado. Los precios de la cocaína al por mayor en Nueva York se incrementaban, y los niveles de pureza estaban decreciendo (un signo conclúyeme de que el suministro se estaba constriñendo en el país de origen). Pero sobre todo tales contratiempos perjudicaban la competitividad de Pablo frente al cártel de Cali. Ahora, sin el coronel Martínez para atosigarle, tendría una buena oportunidad para reagrupar sus fuerzas.

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