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Authors: Mark Bowden

Matar a Pablo Escobar (14 page)

Centra Spike había sido creada para suministrar una gran variedad de «inteligencia» o información operativa, pero su especialidad era encontrar gente. Los militares de Centra Spike, que respondían al nombre de
operadores,
podían señalar el origen de una señal de radio o de un teléfono móvil con sólo aguzar el oído desde el aire sobre conversaciones de radio y telefónicas. Localizar el origen de una señal de radio había sido desde hacía tiempo una de las artes militares, pero sólo recientemente se había convertido en algo tan preciso como para utilizarse con fines tácticos. Durante la segunda guerra mundial, los equipos de vigilancia electrónica apenas determinaban la dirección de una señal de radio; y utilizando tres aparatos receptores en tierra, los especialistas podían, como mucho, calcular por triangulación el origen de la emisión, ya fuera una región o un país. El Ejército alemán utilizaba aquella técnica sin resultados alentadores en la Francia ocupada con la intención de rastrear a los miembros de la resistencia que emitían sin cesar sus mensajes a Inglaterra. Desde cada vértice del triángulo formado por los aparatos receptores, se trazaban líneas en dirección al sitio donde la señal llegase con más intensidad; donde las tres líneas se cruzaran, allí se encontraba la radio o, al menos, no demasiado lejos de allí. Veinte años después, durante la guerra de Vietnam, los especialistas en localización y rastreo de señales del Ejército habían mejorado tanto sus equipos y técnicas que podían determinar el origen de una señal interceptada en un radio de setecientos cincuenta metros. Y veinte años más tarde, Centra Spike fijaba con exactitud el origen de estas señales con una precisión de doscientos metros. Pero lo más extraordinario era que el equipo electrónico utilizado para llevar a cabo tal proeza, en vez de triangular utilizando tres receptores en tierra, se realizaba exclusivamente desde un pequeño aeroplano. Una vez en el aire, el equipo sustituía a los tres receptores. Se hacía desde el avión, en pleno vuelo, tomando las distintas lecturas en distintos puntos del trayecto de la nave. Tan pronto fuese recibida la señal, el piloto comenzaba a trazar un arco en derredor de dicha señal, y utilizando computadoras para hacer los cálculos precisos e inmediatos, podían comenzar a triangular en cuestión de segundos. Si el avión tenía tiempo de completar un semicírculo alrededor de la señal, conocería la ubicación del emisor con una precisión de unos doscientos metros. Esta búsqueda podía llevarse a cabo en cualquier tipo de clima y pese a cualquier medida preventiva que el objetivo en tierra pudiera tomar. Ni siquiera un mensaje radiado en clave puede ocultar su origen.

Al principio, aquel método requería un avión de gran envergadura, porque las múltiples antenas que se utilizaban para la triangulación necesitaban cierta distancia entre sí. La posibilidad de lograr los mismos resultados con una avioneta significaba que se podía realizar de un modo menos conspicuo. Así que la precisión de Centra Spike hizo posible por primera vez localizar el objetivo sin atraer demasiado la atención, incluso sobrevolando una gran ciudad y ésa, justamente, era la intención. Las misiones anteriores de la unidad habían tenido como objetivos principalmente a patrullas rebeldes escondidas en las montañas o en la jungla. En Colombia y contra el cártel de Medellín se iban a tener que esforzar.

Varios servicios secretos y fuerzas de seguridad norteamericanas habían estado llevando a cabo sus tareas de espionaje desde la embajada norteamericana en Bogotá durante años pero fiándose de métodos más convencionales de obtención de información. La CÍA tenía sus propios contactos establecidos desde hacía ya tiempo, pero siempre habían orientado su actividad a los insurrectos marxistas que pululaban en las montañas. Sólo recientemente se había redefinido la lucha contra los narcos como una de las que correspondían a la CÍA, y a muchos altos mandos de Washington no les hacía gracia tal idea. Sin embargo, los agentes en suelo colombiano estaban muy comprometidos. Con fondos ilimitados y una reputación bien ganada por el secreto absoluto, la CÍA ya estaba sacando ventajas de la profunda y mortífera rivalidad existente entre los cárteles de Cali y de Medellín. La DEA, por su parte, trabajaba conjuntamente con la policía colombiana, y con gran habilidad se había aprovechado al máximo de los piques entre la PNC y el Ejército y de las rivalidades entre el Ejército y el DAS, la policía secreta; sin olvidar, naturalmente, la hostilidad interna entre el DAS y su propia división de investigadores de paisano, la DIJIN. La ATF norteamericana (la Administración para el consumo de Alcohol, Tabaco y Armas de fuego) también tenía su propio agente en Bogotá, y el FBI había hecho progresos infiltrando en los cárteles a informantes colombianos capturados previamente en Estados Unidos, traficantes a los que se les había dado a elegir entre largas condenas y regresar a Colombia a jugar el muy comprometido juego de la traición. Todas estas actividades eran extremadamente peligrosas, y los cárteles tenían una fama de brutalidad tal que era extremadamente difícil encontrar a alguien dispuesto a actuar de espía o tan siquiera a informar. El dinero tampoco era excesivamente eficaz, ya que aquellos a quienes motivara el dinero podían obtenerlo a raudales vendiendo cocaína o aceptando sobornos. Las diferencias culturales hacían que infiltrar agentes «propios» en los cárteles fuera casi imposible, pues incluso los norteamericanos de origen hispano se encontraban con un dialecto y una cultura radicalmente diferente de la de México o la de Puerto Rico. Algunas fuerzas de seguridad tampoco demostraban tener demasiada idea cuando escogían a quién enviar. Steve Murphy, un agente de la DEA, grandullón y agresivo, originario de Virginia del Este, fue enviado a Bogotá con un entrenamiento apresurado de la lengua que no había durado más de un par de semanas. La mayor parte de su primer año lo pasó sentado frente a su escritorio en la embajada norteamericana, hojeando un grueso diccionario bilingüe español-inglés, intentando traducir los artículos de varios periódicos bogotanos y así ser de alguna utilidad. Centra Spike, en cambio, ofrecía un atajo casi mágico que evitaba la peligrosa, ardua y prolongada tarea de reunir información; los operadores de Centra Spike sencillamente recogían la información desde el aire como quien recoge frutos de un árbol.

Mientras que aquellos que trabajaban en la embajada iban y venían en coches blindados, sin matrículas diplomáticas y con escolta armada, los integrantes de Centra Spike vivieron en cuartos de hotel y cambiaban de domicilio con frecuencia durante el primer mes. No frecuentaban restaurantes y bares y hacían todo lo humana y profesional-mente posible para pasar desapercibidos y no desentonar. El secretismo con el que se movían aquellos agentes no era únicamente su pantalla protectora sino también una parte esencial de su estrategia. Cuanta menos gente supiera de la existencia de Centra Spike más oirían y verían sus operadores. La meta de Centra Spike era infiltrarse electrónicamente en el cártel y llegar a meterse bajo la piel de quienes lo lideraban. Sólo un puñado de gente en la embajada —el embajador, el jefe de operaciones de la CÍA en Colombia y quizá uno o dos funcionarios de confianza— conocía la misión de Steve Jacoby en Bogotá. El Gobierno colombiano ni siquiera estaba al tanto de que Centra Spike existiera. Se le había informado solamente de que, con el visto bueno de Colombia, Estados Unidos daría comienzo a tareas de vigilancia de elevada sofisticación. Para el resto del mundo, tanto Jacoby como el personal que trabajaba con él en Bogotá no eran más que burócratas sin grandes atribuciones que formaban parte de un grupo de seiscientos hombres relacionados con trabajos informáticos, administrativos y rutinarios. Para la gente de Centra Spike trasladarse a otro destino no significaba más que sacar del cajón un pasaporte distinto, otro juego de tarjetas de crédito y algunos documentos cuidadosamente falsificados; todos ellos tan oficiales como un billete de cien dólares recién salido de la casa de la moneda, sin olvidar los datos personales, fotos y una historia familiar... en caso de que a alguien le interesara investigar. Cambiar de personalidades era difícil en los comienzos, pero para aquellos hombres ya se había transformado en algo tan sencillo como ponerse otro par de zapatos; quizá apretaran un poco al principio pero pronto se acostumbraban y caminaban sin tan siquiera sentirlos. Steve Jacoby, por ejemplo, era la definición perfecta de
anodino.
Jacoby representaba el tipo de persona a la que uno no le dedicaría una segunda mirada: altura media, cara ancha, manos grandes y suaves, un tipo corpulento sin llegar a ser gordo. O sea, el tipo de hombre que tiene cosas más importantes que hacer que ir al gimnasio, y dueño de una actitud que parecía ensimismada y llena de calma, a menos que hubiera una razón para dirigir hacia ti sus ojos de párpados caídos. Entonces quizá uno descubriera un sentido del humor vivo y cínico, un hombre inteligente pero no serio, un escéptico en lo referente a la autoridad pero en cierto modo seguro, gruñón y divertido. Un tipo inofensivo, cascarrabias, un adicto al trabajo. Eso sí era evidente. Tenía el cutis pálido y la camisa y la americana arrugadas de los que han pasado muchas horas en una silla de oficina detrás de un escritorio o enfrente de un ordenador. Al conocerle parecía distante y áspero, pero luego era indiscutiblemente cálido y agradable. No contaba con el aspecto de un hombre complicado o particularmente exitoso, pero en el pequeño mundo de los agentes secretos era sencillamente el mejor.

Las telecomunicaciones eran, por lo común, el punto débil de los criminales, las guerrillas y las organizaciones terroristas. La superioridad de Jacoby radicaba en lograr mantenerse a uno o dos pasos por delante de los demás en un campo de cambio rápido y constante. Cuando infiltrar un espía en una organización se tornaba imposible, Centra Spike se infiltraba desde una distancia prudencial, colocando lo que daban en llamar «un oído agudo». Lo que significaba que hombres como Jacoby no podían evitar tener que infiltrarse, y quedarse, en sitios muy peligrosos. En San Salvador, los operadores de la unidad solían dejar sus hoteles por la mañana y dirigirse hacia el aeropuerto tan rápido como pudiesen, pasando a ciento treinta kilómetros por hora por túneles a los que la guerrilla gustaba arrojar granadas. Para técnicos como ellos, había pocos trabajos que ofrecieran tanta estimulación mental, peligro y adrenalina a la vez. Si un destacamento de guerrilleros se escondía en las colinas de Nicaragua, no había tiempo para experimentos de laboratorio, informes y el posterior comentario de los colegas. Centra Spike tenía que buscar la manera de encontrarlos y seguirles la pista, por el tiempo que fuera necesario. La unidad disponía de dinero de sobra para moverse con celeridad, adaptarse e improvisar. Sus miembros sufrían el apremio, pero gozaban de la importancia que sienten aquellos de cuyo trabajo dependen las vidas de otros. No es difícil imaginar cuántos matrimonios habían sufrido daños irreparables y cuántos de esos hombres se habían convertido en extraños para sus propios hijos, por intentar hacer del mundo un lugar mejor y por defender su país.

La misión en Colombia no había sido una decisión en frío o improvisada. John Connolly, jefe de la CÍA en Colombia, ya había hecho preparativos de logística previos a la llegada de Centra Spike a suelo colombiano. Antes que nada habían de llevar su propio avión al país. Cualquiera que anduviese buscando el equipo de vigilancia electrónica más sofisticado de Estados Unidos se habría valido de una nave estupenda y vistosa, un avión con protuberancias por encima o por debajo del fuselaje, y probablemente erizado de antenas. Lo que no se les ocurriría buscar serían dos avionetas Beechcraft de lo más común y corriente: una, un modelo 300, y la otra, un modelo 350 algo más nueva. Por dentro y por fuera las avionetas parecían dos típicos aeroplanos comerciales bimotores para seis pasajeros; el tipo de nave que utilizan las empresas de alquiler o las grandes compañías para transportar a sus ejecutivos de un sitio a otro. En un lugar como Colombia, donde las carreteras no eran de fiar, aquel tipo de transporte era más que habitual.

Sin embargo, aquellas Beechcraft no eran avionetas comunes y corrientes. Habían sido modificadas por Summit Aviation, empresa afincada en Delaware, en el extremo norte de la bahía de Chesapeake. Cada una costaba cincuenta millones de dólares y estaba abarrotada de equipos novedosos en vigilancia electrónica y detección de señales. Si alguien se hubiera fijado muy, pero muy de cerca —por ejemplo, con una cinta métrica—, habría descubierto que en la envergadura de las alas había unos quince centímetros de diferencia entre un Beechcraft corriente y aquellos dos: allí, dentro de las alas, iban ocultas las dos antenas principales. Cinco antenas secundarias podían ser bajadas del fuselaje como un tren de aterrizaje una vez que la nave hubiese despegado. Antes de despegar el interior también parecía normal, pues los miembros de Centra Spike llegaban con sus ordenadores portátiles y no se preparaban para las escuchas hasta que la nave no hubiese alcanzado los siete mil quinientos metros de altitud. Entonces se bajaban las antenas, se plegaban los paneles del interior y se enchufaban los ordenadores portátiles al ordenador central y al suministro de energía de la nave. Ambos operadores utilizaban cascos con dos auriculares individuales, para poder seguir, entre los dos, cuatro frecuencias simultáneamente. Sus pantallas les indicaban en un gráfico la posición del avión y la posición estimada de las señales que captaban y, puesto que volaban a gran altura y podían recoger señales a través de la capa de nubes que a la vez los ocultaba, no había ningún indicio de que estuviesen allí y por ende de que pudieran ser descubiertos desde tierra.

Centra Spike disponía además de otra ingeniosa capacidad a su favor: mientras que el objetivo dejase su teléfono móvil con la pila puesta, los operadores podían encenderlo y apagarlo siempre que quisieran. Sin encender las luces de la pantalla o hacerlo sonar, el teléfono podía ser activado y así emitir una señal de baja intensidad lo suficientemente potente como para que los agentes pudiesen localizar la ubicación aproximada. La unidad encendía el teléfono brevemente en las horas en que el «objetivo» estuviera durmiendo y, entonces, desplazaban a uno de los aeroplanos hasta el lugar para intentar controlar las llamadas que el objetivo hiciera apenas se despertara.

Era importante que no se descubriera al dueño de aquellas avionetas. Con tal fin se creó una empresa-tapadera llamada Falcon Aviation, que hubiese sido contratada para llevar a cabo alguna tarea inofensiva. Y lo que la CIA acabó por crear fue ingenioso: Falcon Aviation, oficialmente, realizaría un proyecto de seguridad, un estudio de los radiofaros VOR (emisores de las frecuencias VHP
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de radio, pero omnidireccionales). Éstos son transmisores ubicados en todos los aeropuertos para facilitar a los pilotos el acercamiento a las pistas de aterrizaje. Los radiofaros VOR son una característica estándar de la seguridad aérea internacional, y no era extraño que la embajada de Estados Unidos, con el acuerdo de las autoridades locales, hiciera controles de rutina a los equipos. Ello le daría a los miembros de Centra Spike una excusa para volar por casi cualquier parte del país. El número de radiofaros VOR ascendía a poco más de la veintena en toda Colombia, así que alguien que comprendiera los detalles de la infraestructura de la industria aeronáutica sabría que aquella tarea no llevaría más que un par de semanas, pero había tan poca gente que prestara atención a ese tipo de minucias, que de ser necesario el contrato obtenido por Falcon Aviation le serviría de escudo a Centra Spike durante años.

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