Matar a Pablo Escobar (20 page)

Read Matar a Pablo Escobar Online

Authors: Mark Bowden

Pablo inició la reconstrucción. Al tanto de que la PNC y los norteamericanos escuchaban sus llamadas de radio y de teléfono móvil, Pablo crió palomas mensajeras para mantener sus líneas de comunicación personales; sus palomos lucían en las patas anillas personalizadas en las podía leerse:

PABLO ESCOBAR

CÁRCEL DE MÁXIMA SEGURIDAD

ENVIGADO

No mucho después de que Pablo entrase en La Catedral, la cocaína que se vendía en las calles de Nueva York volvió a los niveles de pureza normales y los precios bajaron nuevamente.

Su abogado, Roberto Uribe, lo visitaba regularmente cada semana y notó que la prisión se volvía cada vez más acogedora. En un primer momento, las viviendas de los internos, el gimnasio y el comedor guardaban el aspecto de una verdadera prisión. Sin embargo, gradualmente, la decoración se fue tornando más fastuosa. Pablo se había acostumbrado a vivir como un criminal fugitivo y al principio exigió poco. Pero los que lo acompañaban, su hermano Roberto y sus sicarios, se dedicaron a importar lujos. Y para no eclipsar la figura de el Doctor, lo que importaban desde el exterior para ellos, también lo traían para su jefe. Todo estaba al alcance de la mano. Los guardias no eran más que empleados de Pablo, y los controles del Ejército dejaban pasar los camiones de Pablo sin más comprobación que un gesto de la mano. Los internos se referían burlonamente al ir y venir de camiones como «el túnel».
[15]
Para tener a mano suficiente dinero en metálico, Pablo se hacía traer rollos de billetes de cien dólares bien apretados en latas de leche, que enterraba luego al abrigo de la niebla de la mañana en sitios secretos alrededor de la prisión. Dos de aquellas latas, cuyo contenido rondaba el millón de dólares cada una, fueron enterradas debajo del césped del campo de fútbol. Posteriormente se instaló un bar, con una sala de estar y una discoteca, y al gimnasio se le añadió una sauna. Las «celdas» de los internos eran más bien como suites de hotel, con salones, pequeñas cocinas, dormitorios y baño. Los trabajadores comenzaron a construir, además, pequeñas cabañas camufladas algo más retiradas del complejo principal de la prisión, colina arriba. Allí era donde Pablo y los demás preveían esconderse si La Catedral era bombardeada o invadida. Pero hasta que llegara ese momento, las cabañas cumplían la función de excelentes alojamientos en los que los hombres recibían a mujeres en privado. Se pintaron murales surrealistas de brillantes colores en los techos y muros de las cabañas, como en las clásicas madrigueras de los «porretas» de la década de los sesenta; sin olvidar luces negras y equipos de sonido cuadrafónico. La comida era preparada por chefs de conocidos restaurantes en la ciudad, que Pablo contrataba. Cuando el bar y la discoteca empezaron a funcionar a pleno rendimiento, se ofrecieron fiestas y hasta recepciones de bodas.

Con un poderoso telescopio encaramado en un balcón, el capo observaba las vistas de Medellín, que se extendía a sus pies como un feudo propio, y a su mujer y a sus hijos en cualquiera de sus muchas casas del valle. Su familia lo visitaba a menudo. De hecho, se construyó una pequeña zona de juegos para Manuela, con una casita repleta de muñecas y otros juguetes. Al cumplir los cuarenta y dos años, el 1 de diciembre de 1991, se organizó una fiesta. Su madre le regaló dos gorras de piel, y él anunció que a partir de entonces dichas gorras serían su seña de identidad. Si al Che Guevara se lo conocía por su boina y a Fidel Castro por su barba y sus puros, a Pablo Escobar se lo conocería por sus inmensas gorras de piel. La familia y los amigos cenaron pavo relleno, caviar, salmón fresco, trucha ahumada y ensalada de patatas. Pablo posó para una serie de fotografías junto a María Victoria, con la madre del capo de pie, orgullosa, detrás de la pareja.

La Catedral tampoco era una prisión normal en muchos otros aspectos. Pablo, por citar un ejemplo, no se sentía obligado a quedarse. Rara vez se perdía un partido de fútbol de liga en Medellín (la policía cortaba el tráfico para que la caravana de Pablo entrase y saliese sin inconvenientes del estadio que él mismo había mandado a construir años antes). Aquel año se le vio haciendo sus compras de Navidad en un moderno centro comercial de Bogotá y en junio de 1992 celebró el primer año de su encarcelamiento con sus amigos y familiares en una discoteca de Envigado. Pablo restaba importancia a aquellas excursiones puesto que, después de todo, siempre regresaba. Había hecho un trato con el Estado y tenía la intención de cumplirlo, si bien de vez en cuando engatusara a sus carceleros.

Para matar el tiempo, los internos levantaban pesas, montaban en bicicleta y jugaban al fútbol. Pablo llegaba a jugar cuatro horas seguidas y, a pesar de sufrir de una vieja lesión de la rodilla y de no ser el jugador más rápido o más habilidoso, siempre era delantero centro. Sus hombres lo dejaban ganar, en ocasiones, apañando la jugada para que él marcase el gol ganador. Si Pablo se quedaba sin aliento, lo que sucedía a menudo, se hacía reemplazar por un suplente hasta recuperar el aliento y entonces volvía al campo de un salto. Alguna vez, Uribe, su abogado, debió esperar durante horas hasta que Pablo dejara de jugar para poder hablar con él. Desde los laterales del campo, los carceleros servían bebidas a los reclusos, y al acabar el partido hacían las veces de camareros en el bar de la prisión. Pese a las muchas horas de deporte, los hombres de Pablo engordaban semana a semana: todos gustaban del típico plato antioqueño de judías, cerdo, huevos y arroz. Pablo y los demás habían entrado en prisión con la intención de perder peso y de ponerse en forma, pero después de los primeros meses, aquel propósito se desvaneció y los equipos para hacer ejercicios quedaron arrumbados. De todos modos, continuaron jugando al fútbol, aunque bebían mucho y seguían fumando marihuana. Bajo su influencia, Pablo se soltaba a hablar, y un día le dijo a Uribe que las historias de La Violencia que había oído de cuando niño lo habían aterrorizado, pero que a medida que había ido creciendo comprendió que el terrorismo «era la bomba atómica de los pobres, la única manera de que los pobres respondan a una agresión».

Pablo continuaba identificándose con el pueblo. Sostenía que había sido obligado a cometer actos violentos debido a la persecución del Gobierno, pero que estaba confiado en que la mayoría de los colombianos le seguía apoyando, especialmente «su gente», los desposeídos de Antioquia. Recibía cartas de sus seguidores a diario: le escribían mujeres ofreciéndose a visitarlo en prisión y otros, más desesperados, le suplicaban dinero para saldar sus deudas. Pablo leía y guardaba aquellas cartas, y a menudo respondía enviando el dinero solicitado. Por la noche, cuando los otros reclusos dormían profundamente, Pablo solía ir de aquí para allá por la galería que circundaba los dormitorios hasta el amanecer, y luego dormía hasta media tarde.

Aquel paréntesis en prisión fue una bendición para muchos de los prisioneros, pero tampoco la paz era absoluta. Mientras que Pablo permaneciera en La Catedral sus enemigos sabrían dónde encontrarlo. Esa era justamente la razón por la que había escogido aquel emplazamiento en una empinada ladera escarpada. Por eso había construido las cabañas colina arriba, enterrado un arsenal y hecho un reconocimiento del terreno en busca de rutas por las que replegarse hacia la cima y hacia el otro lado de la colina. Pablo había considerado varios sitios en Antioquia en donde erigir la prisión, y aquél fue el que más le había gustado. En una visita tres meses antes junto a su hermano Roberto, Pablo le había dicho: «Éste es el lugar, hermano. ¿Te das cuenta de que se cubre de niebla después de las seis y por la mañana también?». Esas condiciones frustrarían un ataque aéreo por sorpresa y cubriría su retirada en caso de huida. Por si aquella invisibilidad fuera poco, Pablo hizo tensar cables de acero por encima del campo de fútbol para impedir el aterrizaje de helicópteros en la única zona llana de toda la prisión.

El aspecto legal también requería de su atención. Mientras Pablo estuviese prisionero, el Gobierno se esforzaría en reunir evidencias para enjuiciarle y lograr condenarle. A los pocos días de su entrega voluntaria, habían vuelto a acusarlo, ahora de ser el «autor intelectual» de la muerte del candidato Galán. En septiembre uno de sus principales sicarios, Dandeny Muñoz, fue arrestado en Nueva York y acusado de haber mandado colocar una bomba en el vuelo de Avianca, además de otros cien asesinatos. Semanas más tarde, la policía encontró en una de las mansiones de Pablo pruebas que lo vinculaban al asesinato del editor de periódico Guillermo Caño. En las visitas acostumbradas que Uribe hacía a Pablo, los dos hombres tenían mucho de que hablar.

El presidente Gaviria le asignó el «asunto Escobar» a un joven abogado de su plana mayor que había estado implorándole por algo más importante que hacer. Eduardo Mendoza había manejado la seguridad de Gaviria durante su campaña presidencial y, como recompensa, se le había dado un puesto en el ministerio de Justicia. Mendoza era inexperto e inocente, pero honesto, amable e idealista. Su trabajo durante la campaña le había valido un lugar en el círculo más íntimo del Palacio Presidencial; un grupo de asesores tan jóvenes que la prensa los había apodado «el jardín de infancia de Gaviria». Mendoza, vegetariano militante, mostraba un aspecto particularmente insignificante, menudo, con pelo tenue y castaño que le cubría la frente. Incluso embutido en su traje gris, con su abultado maletín de piel, era fácil confundir a Mendoza con un estudiante de instituto. Después de nombrarlo vice-ministro de Justicia, el presidente le encomendó la tarea de «hacer algo» con respecto al ahora preso Pablo Escobar.

Aparte de encontrar una acusación por la que procesar al capo, también se ordenó a Mendoza la construcción de una prisión en toda regla para encerrarlo. La cuestión de dónde se podría construir esa prisión ya había sido contestada. El acuerdo alcanzado con Escobar dictaba que el sitio para erigirla debía ser La Catedral, donde Pablo y sus compinches ya vivían. La nueva prisión —una prisión de verdad— debería ser edificada en torno a la endeble y ya existente construcción. Y con Pablo dentro. Mendoza sabía de cierto que el Servicio Penitenciario era una institución minuciosamente incapaz y poco fiable. Poseía un departamento de ingeniería a cargo de tales tareas específicas, pero aquellos hombres eran los más corruptos de todos: robaban todo lo que encontraban a su paso. Mendoza se hallaba en proceso de llevarlos a juicio cuando se le ocurrió involucrar a los norteamericanos, que eran los más interesados en encerrar definitivamente a Pablo. Estados Unidos sería el interlocutor perfecto. Mendoza se lanzó a diseñar una prisión ideal que contara primordialmente con sistemas de circuito cerrado y medios de vigilancia electrónica. Éstos minimizarían el contacto humano entre el personal penitenciario y los prisioneros, limitando asimismo las oportunidades para la intimidación y el soborno. Mendoza había leído acerca de las cárceles de máxima seguridad existentes en Estados Unidos y había visto reportajes al respecto en la televisión. Así pues voló a Washington, DC, y presentó su proyecto al Departamento de Estado (Ministerio de Asuntos Exteriores) y al Servicio Penitenciario norteamericano, pero no logró más que averiguar que, por ley, Estados Unidos no tiene autorización para colaborar en la construcción de prisiones en otros países. Y cuando se acercó directamente a compañías constructoras afincadas en Colombia ninguna de ellas se mostró interesada en el encargo. Un importantísimo constructor colombiano le dijo: «¿Quién va a querer construir una jaula con el león dentro?».

Por fin Mendoza se puso en contacto con una firma llamada General Security. Su dueño, un «experto en seguridad» israelí de nombre Eitan Koren
[16]
, estuvo dispuesto a aceptar el trabajo. Se delinearon los planos, pero antes de que comenzara a correr el dinero el proyecto debía ser aprobado por la Procuraduría Financiera. Dicho proyecto permaneció sobre un escritorio acumulando polvo durante meses. Ni el director de aquel organismo ni sus subordinados aceptaban las llamadas de Mendoza o las del ministro de Justicia: ni las devolvían ni tenían interés alguno en ver a Mendoza o al ministro. Para obtener las autorizaciones correspondientes fue Gaviria en persona quien tuvo que intervenir. Cuando las obras por fin fueron iniciadas —con trabajadores reclutados de los sitios más distantes de Colombia, para que no estuviesen conectados al imperio de Pablo en Medellín— algunos trabajadores se negaron a proseguir después de ver con pavor a los hombres de Pablo sentados en la verja anotando las matrículas de los vehículos que entraban y salían de La Catedral. Más tarde algunos de aquellos maleantes salieron de sus celdas para desafiar a las cuadrillas de trabajadores y golpearon a unos hasta tumbarlos y a los demás los asustaron. El hecho es que los empleados renunciaron en masa; ésa fue la causa de aún más demoras. Una riña más asomó en el Congreso cuando Mendoza reveló su plan de contratar mano de obra de élite para su nueva prisión de alta tecnología. Consciente de las dificultades de mantener encerrado al capo, Mendoza previo atraer a un grupo de guardias profesionales que capitanearan La Catedral, hombres especialmente entrenados y capacitados, lo que significaría salarios y un plan de pensiones y beneficios sociales más altos. Esto le granjeó el odio de los pilares de la democracia colombiana: los funcionarios de la Administración. El proyecto quedó empantanado como un tractor en una ciénaga. Entretanto, los norteamericanos, que observaban desde la embajada, interpretaron toda la confusión y las demoras como una evidencia más de que Pablo seguía manejando el tinglado. Y cuando Mendoza se ponía en el lugar de los norteamericanos, se preguntaba: ¿cómo no iban a pensar de ese modo?

Pablo era como un fantasma, y aunque en apariencia estuviese encerrado, su poder y el miedo que causaba flotaban el aire como la peste. De vez en cuando, si algo le disgustaba —por ejemplo, el inicio de las obras de la nueva prisión—, uno de sus tantos abogados hacía una llamada al ministerio para informar de que su cliente deseaba entregar una gran cantidad de dinamita. Los abogados entonces conducían a las autoridades hasta un camión (generalmente ubicado frente a la casa de un ministro o debajo de la ventana de una dependencia oficial) cargado de suficientes explosivos para arrasar una manzana entera de edificaciones. La prensa se enteraba siempre y, lógicamente, la noticia solía causar una impresión magnífica: otro gesto magnánimo del preso reformado don Pablo. Sin embargo no significaba el desarme. Mendoza, como el resto de sus colaboradores, sabía de sobra que su «prisionero» les hacía el sutil recordatorio de que Pablo Escobar seguía siendo el dueño de sus vidas; la manera de decir a sus carceleros: «No nos hagamos daño unos a otros, caballeros».

Other books

Inquest by J. F. Jenkins
Hidden in Dreams by Bunn, Davis
Convicted by Jan Burke
Robin Lee Hatcher by Promised to Me
The Bow Wow Club by May, Nicola
Just One Kiss by Isabel Sharpe
The Fugitive by Massimo Carlotto, Anthony Shugaar
A Stitch on Time 5 by Yolanda Sfetsos