Me llaman Artemio Furia (3 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

—¡Niño Sebastián! —al llamado de Antenor, apretó los ojos y los puños, juntó el pecho y las rodillas, y contuvo el aliento—. ¡Niño Sebastián!—el capataz pronunciaba su nombre a la usanza de estas tierras; no lo había convencido de hacerlo como debía, acentuando la segunda sílaba y no la última. Sebastian.

—¡Por aquí! —exclamó Antenor, ya dentro del dormitorio—. Miren, la contraventana está abierta. Ha huido al campo.

—Es imperioso encontrarlo —declaró don Martín—. Antenor, ve tú detrás de ese malhadado niño y tráelo.

—No podemos dejarlo suelto —se escuchó la voz del otro, del citadino—. Te conoce, conoce tu nombre y ha visto todo.

"No debo llorar", se instó Sebastian, medio ahogado por el esfuerzo de controlar la respiración de modo que no saliera como un ronquido lloroso. A través de un orificio en el cuero, Sebastian observaba a los hombres, de quienes sólo podía ver parte del torso y de las piernas, dado que se hallaban a escasa distancia. Discutían, y el motivo del altercado era Edwina. El más delgado y bajo, de una contextura que no competía con la de don Martín, demostraba valor al enfrentarlo con aquel gesto de enojo. Se aproximó al baúl, tanto que Sebastian vio los detalles del sello que le ocupaba una falange en el índice de la mano derecha. Sobre una base negra, se destacaban dos letras en oro, una P y una R, yuxtapuestas. No le pareció un diseño agradable, las letras resultaban demasiado simples, como trazadas con regla, y no poseían la gracia de un sello con firuletes y ringorrangos. Entonces, notó que le faltaba el pulgar, y la impresión casi lo delata. Una exclamación de don Martín, que puso fin al altercado, amortiguó su gemido.

—¡Basta! Volvamos a la sala. He decidido prender fuego a la propiedad. Se dirá que fueron los indios, y eso me proveerá de la excusa para caer sobre algunas tolderías.

—Si ese niño no aparece, estaremos en problemas.

—Aparecerá —vaticinó don Martín, y Sebastian se mordió la mano para evitar el castañeteo de sus dientes—. El pequeño Sebastián de Lacy aparecerá.

Permaneció en aquella posición, las piernas al pecho y los ojos apretados, oyendo las voces lejanas en la sala, los gritos e insultos de Edwina, la risotada de don Martín, las quejas del otro, hasta que un silencio ominoso lo alentó a saltar del baúl para inspirar aire fresco con la avidez de quien ha permanecido demasiado tiempo bajo el agua. Corrió hacia el exterior, ajeno al rocío helado o al viento gélido, y se detuvo al distinguir la figura de Antenor, oscura y conocida en el resplandor de la luna llena; se movía dentro del corral y, montado en su picazo, arreaba las muías, las que su padre planeaba vender en el mercado de Sumalao el año próximo.

Don Martín vociferaba órdenes desde su montura, exigía a Antenor que se diera prisa, en tanto luchaba por sojuzgar los intentos de Edwina por arrojarse. El otro, también sobre un caballo, acercaba una tea al saledizo de paja y juncos de la galería que circundaba la casa. Sebastian contemplaba la escena con desapego y percibía los sonidos y los movimientos con aquella extraña calidad con la cual había contemplado y escuchado todo esa noche, con pesadez en las extremidades, con niebla en los ojos, con cansancio y desesperanza.

El tañido del cencerro de la muía madrina, que por fin cruzó la tranquera con la tropilla por detrás, se desvaneció en el rugido de la estampida. Sebastian se sobresaltó, los músculos le temblaron, la piel de las piernas se le erizó, de pronto se dio cuenta de que tenía frío, de que se robaban a su hermana y a las muías y de que gruesas llamas lamían el techo de su casa. Las lágrimas le borroneaban la visión de los tres jinetes, y se quedó mirando hasta que la negrura del horizonte devoró el último vestigio del camisón blanco de Edwina.

Corrió hacia la casa y entró por la contraventana de la habitación de sus padres. El humo invadía las estancias, le quitaba el aliento, le lastimaba los ojos y la garganta, y, sin embargo, una fuerza desconocida lo impulsaba a salvar a sus padres del fuego. El ingenio le dictó que actuara como los bueyes, que creara un arnés, lo atara a los cuerpos y los arrastrara, uno a uno, fuera de la casa. Ubicó sobre su torso la cuerda con que se recogían las cortinas cada mañana y la pasó bajo las axilas de su madre primero, de su padre después, y los sacó hacia la galería. Repitió la operación para alejarlos de la propiedad en llamas. Al terminar, agobiado, mareado, descompuesto, se desmayó sobre los cadáveres. El tiempo que le tomó recobrar la conciencia bastó para que su casa se convirtiera en una hoguera gigante. El bramido de las llamas y el crujido de las paredes y del techo al desmoronarse lo asustaban, y se le ocurrió que del fuego nacería un monstruo que caminaría hasta él para destrozarlo. Se acomodó sobre su padre, cerrándose sobre sí mismo, apretando los ojos y cubriéndose las orejas.

—¡Athair! ¡Athair! —gemía en un susurro apenas audible.


¡Athair! ¡Athair!

—¡Despierta! ¡Despierta!

El niño levantó los párpados súbitamente, y Ciríaco distinguió el iris inyectado y el matiz vidrioso de las pupilas. Le puso la mano sobre la frente y se dio cuenta de que ardía.

—Soñabas con lo ocurrido a tus padres, ¿verdad? —esperó una respuesta en vano, y no supo si callaba debido a su estado de delirio o porque se empecinaba en no hablar. "Tiene miedo", pensó, mientras lo incorporaba para ayudarlo a beber agua.

Amanecía, de modo que Ciríaco se levantó para aprestar la marcha hacia el sur, hacia las tolderías del cacique Calelián. Durante el viaje creyó que el niño seguiría la suerte de sus padres. La fiebre, que se había, apoderado de su mente y de su cuerpo, lo estragaba y consumía. Pasaba la mayor parte de la jornada inconsciente sobre el lomo de Sulpicio; generalmente por la tarde, a la caída del sol, lo acometían accesos de furia en los que se sacudía y gritaba en otros idiomas. El sacerdote contaba con escasos conocimientos y recursos para bajar la temperatura y rezaba a San Rafael Arcángel, protector de los enfermos, para que lo ayudara a alcanzar las tolderías y poner al niño en manos de la joven
machi
Anuillán.

Llegados a los aduares del cacique Calelián, no resultó fácil que admitieran al pequeño de cabellos como barbas de choclo y ojos del color del cielo, que se enfurecía en su delirio y maldecía en lenguas extrañas. Enseguida se convocó a un parlamento donde el cacique, junto con sus capitanejos y lanceros, aguardaron el veredicto de las
pucalcúes
o brujas. Ciríaco experimentó un gran alivio la mañana del cuarto día cuando Calelián le comunicó el oráculo. Las pitonisas aseguraban que
Pichín-Antü,
o Pequeño-Sol —así lo llamaban dado el color de sus cabellos—, se convertiría en un
anay
(amigo) de los ranqueles y que llegaría el tiempo en que lo llamarían
peni
(hermano). Ciríaco se encaminó hacia el toldo de Anuillán para darle la buena noticia; la
machi
arriesgaba su pellejo al cuidar al niño sin conocer el veredicto de las
pucalcúes.

La encontró en el primer compartimiento, asistida por sus dos hijas. Lavaba el cuerpo del enfermo y le cantaba en voz baja; el pequeño la seguía con ojos mansos y respiración estable. El hijo menor de Anuillán, Calvú Manque (Cóndor Azul), le preguntó en ranquel a su madre, cuando ésta terminó de cantar:

—Madrecita, ¿vivirá Pichín-Antü o se irá al
Mapú-Cahuelol
—hablaba del País de los Caballos, el paraíso de los ranqueles.

—Vivirá, Calvú. Te aseguro que vivirá.

—¿Permites que sea mi
peni?

—Si él lo desea, así será.

La sonrisa de Calvú Manque iluminó su rostro cuando unos dientes blancos y desparejos contrastaron con la piel oscura. Ciriaco también sonrió y agitó la cabeza.


Mari-mari
—saludó en voz baja.

—Pase, padre Ciriaco —lo invitó Anuillán.

—Gracias, hija. Sólo quiero que sepas que las
pucalcúes
han dicho que el niño puede quedarse.

Aunque la mujer apenas asintió, como restando importancia al anuncio, Ciriaco percibió su alivio. Dirigió su atención al enfermo. Como cada día, se hincó de rodillas junto al catre y le sonrió en tanto buscaba signos de mejoría en su semblante.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó por enésima vez, y, de acuerdo con lo que esperaba, no obtuvo respuesta; hacía días que sospechaba que el niño ocultaba su identidad a propósito, por miedo—. Pues bien, yo te pondré un nombre —aunque lo había decidido esa mañana, se rascó el mentón y elevó el rostro, fingiendo meditar—. Ya lo sé. Te llamaré Artemio.

Entrevio el primer signo de interés cuando las cejas rubias del niño se alzaron.

—¿Y sabes por qué te llamaré Artemio? —el niño sacudió apenas la cabeza—. Porque el día en que te hallé era 6 de junio, día de San Artemio mártir. Y como Artemio significa íntegro, intacto, me parece muy a propósito puesto que yo te hallé a ti íntegro e intacto —se inclinó y lo besó en la frente, embargado por una ternura y una emoción que nunca había experimentado por nadie.

Medio turbado, se despidió de Anuillán y dejó caer el cuero de la entrada. Caminó hacia el único rancho de la toldería. Vio de lejos a su ocupante, un hombre que no llegaba a los treinta años, de cabellos oscuros y abundantes, y cuyos rasgos, aunque endurecidos por el sol y la aspereza del desierto, asemejaban a los del sacerdote. Días atrás, apenas llegado a las tolderías y luego de poner en manos de la curandera a Artemio, había ido al encuentro de ese hombre, su adorado hermano, Belisario Aparicio.

—Ave María purísima —había dicho, a la usanza de los habitantes de esas regiones.

—Sin pecado concebida —el hombre arrojó el cigarrito a medio acabar, soltó lo que ocupaba sus manos y se puso de pie. Se abrazaron y se palmearon la espalda.

Iniciaron una conversación tranquila, con silencios que Ciríaco aprovechaba para admirar la destreza de su hermano en el tallado del hueso. A veces lo teñía con
aqua regis,
lo que le confería un color púrpura muy atractivo.

—Me dijeron que llegaste con un niño.

—Lo encontré encima de los cadáveres de sus padres. Los habían asesinado e incendiado su propiedad.

Belisario detuvo el movimiento del raspador sobre el hueso y lo reinició al cabo.

—Aquí te traje tu única debilidad —Ciríaco sonrió y le extendió el paquete que contenía la torta de patay.

—Se agradece. Ponla ahí —le indicó con la cabeza un tocón que servía de mesa.

Diez días más tarde, Artemio salió por primera vez del toldo de Anuillán. Calvú Manque lo llevaba del brazo para evitar que cayera a causa del mareo. Alcanzaron el rancho de Belisario a pasos cortos.


¡Mari-mari,
don Beli!

Belisario inclinó la cabeza en señal de saludo y, cuando la giró en dirección al niño de Ciríaco —así lo llamaba en sus pensamientos—, el gesto se le congeló, y él, que mayormente no reparaba en nada ni en nadie, quedó subyugado por la inusual y fiera hermosura de ese hombrecito, en especial, por la determinación con que lo estudiaban sus ojos turquesa.

—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó, en modo pausado, para que lo entendiera.

—Me llaman Artemio.

Esa noche, mientras la familia de Anuillán dormía, Artemio permanecía despierto en su catre. Le gustaba su nombre nuevo, sobre todo le gustaba el significado y que se lo hubiese dado el señor bueno, al que Calvú Manque llamaba padre Ciríaco o padrecito. "Artemio", repitió en su mente hasta que una frase en latín lo interrumpió.
Quis tu ipse sis memento.
Y a continuación evocó las palabras de su padre:
Nuestro
moto
te enseña que debes recordar que eres un ser único y extraordinario, por cuyas venas corre una sangre milenaria. A lo largo de tu vida, Sebastian, deberás recordar quién eres para nunca sentir temor.

—Yo sé quién soy,
Athair
—susurró, para no despertar a su amigo Calvú Manque—. Nunca lo he de olvidar. Ahora debo llamarme Artemio.

PRIMERA PARTE

EL PRESENTE

Cerca de la ciudad de Trim, en el condado de Meath, Irlanda, en el valle del Boyne. Enero de 1820.

Capítulo I

Carta de Sudamérica

Silencio, pronunciado por el rasgueo de una pluma.
¿Qué bien hay en vivir sin ti?,
escribió la mano grande y tosca, con cicatrices blanquecinas, aunque de uñas bien cuidadas.

Un leño se desmoronó en la estufa. El hombre levantó el rostro y observó el chisporroteo hasta que la mirada de su único ojo se tornó ausente, sin pestañeo, inmóvil en el fuego. Leyó lo escrito.
¿Qué bien hay en vivir sin ti?
Esa mañana se había despertado al alba, como acostumbraba, y quizá por el estado desapacible del clima, su animó decayó con el pasar de las horas y lo condujo por un sendero de memorias de las que se empeñaba en huir y que siempre lo acechaban, golpeándolo cuando su vida empezaba a lucir encaminada.

Calvú Manque abrió la puerta del despacho sin anunciarse.

—Artemio, aquí estás.

Resultaba infructuoso pedirle a un hombre criado en tolderías y ranchos, donde el límite entre el interior y el exterior lo fijaba un cuero o un pedazo de estameña, que llamara antes de irrumpir en las habitaciones. También resultaba infructuoso pedirle que usara su nombre, Sebastian, y no Artemio, como lo había hecho por treinta años. Un gesto comunicó la pregunta: "¿Qué quieres?".

—Elisabetta y yo iremos al lago. Dugan —se refería al jefe de jardineros—, dis que se ha congelao. ¿Nos acompañas?

—Vayan ustedes. Tengo algunas diligencias que atender.

—Esas dos cartas que has recibió mientras desayunábamos te han mantenío aquí tuita la mañana —comentó Calvú Manque, con la insolencia que nadie habría empleado para dirigirse al nieto del conde de Grossvenor.

—¿Por qué no preguntas lo que deseas saber y me dejas en paz Calvú?

—'Ta bien, te preguntaré. ¿Quiénes te han escrito?

—El conde de Stoneville y don Juan Martín.

Calvú Manque arqueó las cejas ante la novedad.

—¿Don Juan Martín de Pueyrredón? —Artemio asintió—. ¿Qué dice?

—Me asegura que no logrará mantenerse por mucho tiempo como director supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata. En su opinión, el empuje de los caudillos provinciales terminará con su gestión. Me pide que viaje a Buenos Aires.

Calvú Manque lo miró con fijeza, conociendo el impacto de un pedido de esa índole. Meditó antes de expresar:

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