—No fue fácil convencerla. Mi abuelo le inspira pánico.
De acuerdo con su costumbre, Calvú Manque entró sin llamar. Elisabetta dio un respingo y Artemio le quitó el brazo de los hombros.
—Disculpen —farfulló el indio, a punto de retirarse.
—¡Pase, Calvú! Adelante.
Calvú Manque se ubicó en un sillón, e iniciaron una conversación sin trascendencia hasta que Winthorp, el mayordomo, requirió la presencia de Elisabetta en la cocina. Cerca de la puerta, la mujer notó la ausencia del óleo de van Haarlem.
—¿Y el cuadro de
Betsabé en su baño?
—Lo mandé quitar esta mañana —comunicó Artemio.
Elisabetta se debatía entre preguntar o sofocar su curiosidad; había aprendido también que a Sebastiano lo fastidiaban los interrogatorios y la gente entrometida; celaba su intimidad como un león malhumorado y, al igual que los animales, demarcaba un territorio al cual nadie accedía. No obstante, su curiosidad la impulsó a arriesgar la pregunta:
—¿Por qué?
—Lo haré rematar en
Christie's
—hablaba de una de las casas de arte más tradicionales de Londres.
Habría vuelto a preguntar y eligió callar, no tanto para salvarse del enojo de Artemio sino porque no quería conocer el origen de esa determinación. Sabía que el cuadro del pintor holandés lo afectaba de una manera especial; en varias ocasiones lo había pillado observándolo con una intensidad que, en su opinión, iba más allá de la simple apreciación de una buena obra de arte. La perturbaba que hubiese decidido deshacerse de él. "Otro misterio", se dijo, y cerró la puerta del despacho.
Pocos conocían a Artemio Furia como Calvú Manque. El indio tenía la exacta percepción de su índole, y, en cada gesto, movimiento o palabra de su amigo, sabía leer entre líneas y apreciar lo que escondían.
—¿Por qué se sorprendió tu mujer con lo del cuadro?
Artemio abandonó su sitio en el sofá y se dirigió al hogar; tomó el atizador y acomodó los leños.
—No lo sé. Quizá porque le agrada mucho van Haarlem.
–"Tonce, regálaselo.
—No.
—¿Por qué?
Artemio partió en dos un tronco y provocó una lluvia de chispas que murieron en el chispero de bronce.
—Porque hoy decidí que no me agrada. La semana entrante —habló sin pausar, y se dio vuelta, con el atizador en la mano—, cuando lleve a Tessie de regreso a su casa, quiero que me acompañes a
Saint Ailish.
—Tu propiedá en Glendalough —comentó Manque— é uno de los lugares má bonitos que conozco.
—Mi madre nació en ese condado —apuntó Furia.
—¿Nos acompañará tu mujer?
"L'único ojo de Ariemio Juria basta pa'meter miedo", reflexionó el indio. A él, sin embargo, no lo intimidaba ese vistazo malintencionado, y lo contempló con la pasividad propia de su raza.
—Te muestras muy interesado en
mi
prometida...
—Me haré el zonzo. Pa'mí, recién no has dicho náa —aseguró, sin alterar su comportamiento tranquilo—. Dende que he llegao a esta casa, tu mujer ha buscao mi amistad pa'saber de ti. Me anda pareciendo que ni siquiera le has contao dónde naciste, menos aún de Ra...
—¡Cállate! —rugió Artemio, y Calvú Manque se retrajo en el sillón, sorprendido por la salida de tono de Furia—. No te atrevas a pronunciar su nombre —lo amenazó en un susurro.
—¿Por qué? Puedo mentarla, ella también fue mi amiga, sabes cuánto la quise.
—Cierra la boca, Calvú.
—Aura mi acuerdo de por qué mi gente te llamaba Juria —notó que Artemio apretaba el puño en torno al mango del atizador y que sus nudillos se ponían blancos—. Tienes que hablar de ella —se arriesgó a insistir—. Sabes lo que dis mi
ñuqué,
que al dolor hay que sacarlo juera pa'que no se pudra dentro y nos aquerese el alma. Artemio, háblame de...
—¡No! —caminó hasta él completamente desmadrado—. ¡Cállate! ¡No digas su nombre! No lo soporto, no soporto escucharlo. Tú no entiendes nada —se echó en el sofá, con la cabeza, abatida entre los brazos—. Quiero arrancarla de mis pensamientos. Quiero que su nombre no se repita en mi mente. Quiero que desaparezca. Quiero olvidarla. Está volviéndome loco —su voz ronca perdió firmeza—. Después de tantos años, todavía me vuelve loco.
La confesión tomó desprevenido a Calvú Manque, jamás pensó que Artemio le revelaría su lado más flaco. Pasado un momento, se puso de pie frente a su amigo.
—'Tá
mal, peñi.
É imposible. Ella jue tuito pa'ti. É de necio que trates de olvidarla pué no somos patrones de nuestras memorias. La ricordarás sempre. Resígnate a vivir con su gracia en tu cabeza.
—Sabes que me he resignado a cosas muy duras, Calvú. Sabes que lo he logrado. Sin embargo, con ella... Con ella no puedo.
—Tu volunta é de acero. Bien lo sé yo. Podrías vivir en paz con su ricuerdo. Sucede que no quieres. Tormentosa jue tu vida con ella, tormentosa lo ha de ser también con su ricuerdo.
Calvú Manque decidió abandonar la estancia al advertir que los hombros de Artemio Furia se sacudían en un llanto que intentaba dominar.
La cena de compromiso
W
inthorp y dos sirvientas se ocupaban de cerrar las cortinas de los ventanales del escritorio, otra alimentaba el fuego en el hogar, y lo hacían en silencio para no disturbar al señor Sebastian, empeñado en terminar la carta que, al día siguiente, despacharía al Río de la Plata.
Artemio levantó la vista y alcanzó a ver, antes de que Cindy corriera el último paño de terciopelo, que los vestigios de color habían desaparecido del cielo y que la oscuridad se cernía sobre su propiedad. Los llamarían a cenar en breve, y allí, en presencia de amigos y familiares, su abuelo anunciaría el compromiso.
Después del altercado con Calvú Manque esa tarde, estaba más tranquilo. Se había inmerso en una tina de agua caliente para combatir el frío que se apoderaba de sus manos, de sus pies y de sus miembros cada vez que pensaba en ella y la imaginaba. Firmó la carta con brío, como si con ese gesto renovado le imprimiera vigor a la decisión que acababa de comunicar por escrito y se quitara de encima la melancolía que lo había deprimido el día entero. Roció arenilla con la salvadera sobre la hoja de Manila para secar la tinta, la dobló y la cerró. Estampó su sello en lacre.
Se puso de pie, atrayendo la atención de los sirvientes, pese a que estaban habituados a sus modos bruscos. Con la cabeza baja y las manos tomadas a la espalda, caminó por la sala, esforzándose por ocupar su mente con escenas gratas, como la vivida horas atrás, cuando la familia de su prima Prudence Wallington llegó a
Grossvenor Manor.
"Tu volunta é de acero." Las palabras de Calvú Manque le infundieron confianza.
Tomó la copa con jerez que Winthorp le alcanzó y bebió un corto sorbo. Jugueteó con la bebida en su boca mientras se dirigía hacia el sofá de cuero Chippendale, donde tomó asiento, con las piernas cruzadas. Fijó su único ojo en las llamas y siguió bebiendo a ritmo lento. Winthorp se acercó por la izquierda.
—¿Desea algo más, milord?
—¿Han dado de comer a Quinto?
—Están haciéndolo en este momento, milord.
—Tráelo apenas termine. Winthorp, toma la carta que dejé sobre mi escritorio y despáchala mañana por la mañana. Puedes retirarte. Gracias.
El mayordomo y las sirvientas se hicieron a un lado, con una inclinación, para permitir el paso de Elisabetta, antes de abandonar el escritorio y cerrar la puerta.
—Sebastiano,
caro
—lo llamó.
Artemio se puso de pie y se quedó mirándola, permitiendo que la belleza y la delicadeza que emanaban de su prometida lo gratificaran después de una jornada tormentosa. Su sonrisa lo conmovió. Le sentaba esa tonalidad azul cobalto del organdí, iba de acuerdo con su cabello rubio y sus ojos celestes. Vestía a la nueva moda, que comenzaba a alejarse del estilo Regencia, bajando la cintura, encorsetándola, subiendo el escote y ampliando las faldas.
—
Sei molto bella
—expresó en su incipiente italiano.
Elisabetta rió y se acertó para que Artemio la abrazara.
—
Grazie, caro. Anche tu sei bello.
—¿Y Tessie?
—Enseguida bajará. Mi doncella está terminando de peinarla. Mina la acompañará hasta aquí. Sigue muy nerviosa. Dice que no podrá comer esta noche. Me ha pedido que le enseñe cómo usar los cubiertos y las copas.
Llamaron a la puerta. Elisabetta se apresuró a abrir. Eran Tessie y Mina.
—
Caro
Sebastiano, observa qué hermosa está nuestra querida Tessie.
A Artemio lo complacía que, a pesar del origen humilde de la mujer, Elisabetta la respetara como si fuese una duquesa. De las personas que había llegado a querer en su nueva patria, Tessie contaba entre las primeras, no sólo por haber sido la mejor amiga de su madre sino por haberle devuelto en parte su historia al relatarle la de sus padres. Todavía recordaba el primer encuentro: él cabalgaba por
Saint Ailish,
y una mujer menuda, de cabellera entrecana y pobremente vestida, le salió al paso.
—Disculpe, milord —habló, sin mirarlo, con pesado acento que evidenciaba su costumbre de usar el gaélico—. No me juzgue impertinente si le hago una pregunta.
Empezaba a conocer la sumisión y reverencia de los campesinos irlandeses, por lo que dedujo que debía de resultarle difícil a esa mujer enfrentarlo y formularle una pregunta. De inmediato, admiró su valor.
—Adelante. Puede hacerla.
—¿Es cierto que su excelencia es el hijo de Emerald Maguire?
—Lo soy.
—Su madre y yo éramos como hermanas —aseguró.
Artemio se apeó deprisa y le estrechó la mano. Así había comenzado su amistad. Por Tessie supo que sus padres se habían conocido en 1773, durante las festividades del 1° de mayo, cuando los señores de Glendalough bajaban a la aldea y consentían en mezclarse con los plebeyos en danzas y juegos. "Fue amor a primera vista. Nunca he visto amor más grande que el de tus padres." Le contó también que a Emerald se la consideraba la beldad del condado de Wicklow, y que sus hermanos, Fidelis y Jimmy, la celaban al punto de vivir de gresca en gresca. "Tu padre era el hombre más apuesto que yo haya visto, refinado y culto, y al mismo tiempo amable." Vivía mayormente entre Londres y Oxford, donde cursaba sus estudios, y regresaba en ciertas épocas del año a la Irlanda porque amaba su país.
Sin el apoyo de las familias, Horatio y Emerald huyeron para casarse. Los Maguire detestaban a los de Lacy debido a que, en 1649, Oliver Cromwell les había confiscado sus tierras para entregárselas a esos ingleses con apellido normando. Por su parte, los de Lacy, que consideraban a los Maguire sucios, analfabetos y supersticiosos papistas, jamás habrían admitido que su sangre se mezclara con la de semejante ralea.
"Decían", le confesó Tessie, "que el conde estaba dispuesto a perdonar a tus padres y a recibirlos en
Grossvenor Manor.
Nunca supimos si era verdad puesto que alguien intentó matar a tu madre, que se encontraba en estado, y todos apuntaron a él, a tu abuelo. Afortunadamente, la bala que la hirió en el brazo sanó sin problemas".
Artemio se hallaba al tanto de la convicción de su abuelo acerca de ese tema. El viejo conde sostenía que, en realidad, el atentado había estaba dirigido a su hijo y no a Emerald. Ellos se encontraban juntos en el momento del ataque, y, por error, Emerald había recibido la bala. Nunca lo sabrían con certeza. Sin embargo, Artemio desconocía la sospecha del conde, que involucraba a los Maguire. Éstos formaban parte de una cofradía que se proponía acabar con la ocupación inglesa en la Irlanda, y bien podrían haber planeado asesinar al futuro conde de Grossvenor que, por otra parte, se había robado a su preciada hermana. ¿O no contaba acaso que ese joven y alocado Fidelis Maguire, hermano mayor de Emerald, hubiera intentado asesinarlo tiempo más tarde, irrumpiendo en su carruaje en el que, se suponía, viajaba a Dublín para asistir a una velada lírica? Por fortuna, un espía los había alertado.
"A causa del ataque", le contó Tessie, "tus padres decidieron huir con la pequeña Edwina. Como tu abuela era española, tu padre acudió a. su tío en Madrid que le entregó una carta de recomendación y una gran suma de dinero para que probara suerte en las colonias del otro lado del mar. Así partieron. La última carta que recibí de tu madre... En realidad, escribía tu padre, ya que tu madre no sabía hacerlo, y yo se la daba a leer al padre Ronny, porque no sé leer. Pues bien, la última carta que recibí de tu madre, me contaba que se hallaban en Cádiz a punto de zarpar. Nunca más volví a saber de ellos".
"¡Qué distinta luce Tessie desde aquella primera vez en que la vi, en el camino de Glendalough!", se dijo Artemio. Había ganado en peso, su piel lucía saludable y el cabello le brillaba. A pesar de su sonrisa desportillada —la falta de dientes se debía al escorbuto—, resultaba encantadora. Salió a recibirla. La notó cohibida y nerviosa, mientras la conducía cerca del hogar.
Entraron los niños, Stephen, Albert y Sophia, seguidos de la institutriz, de la prima Prudence y de su esposo, Stephen Walington, con quien Artemio había estrechado una gran amistad. Al rato, se les unió Calvú, y casi a continuación se presentó William de Lacy, hermano de Prudence y cuñado de Elisabetta, recién llegado de Londres —todavía con el redingote y la galera en la mano—, que comunicó, en un estilo histriónico y jovial, su determinación de pasar una larga temporada en
Grossvenor Manor,
a lo que Artemio respondió con una mirada cómplice y un leve movimiento en la comisura izquierda a manera de sonrisa irónica. "¿A cuánto ascenderán tus deudas de juego que vienes a esconderte en este paraje que detestas?" Él se haría cargo, como siempre, ya que profesaba un gran afecto por el primo hermano de su padre y no deseaba que terminara confinado en
Newgate
por deudas. Su abuelo, por el contrario, expresaba a viva voz que una temporada en prisión curaría a su sobrino del vicio del juego, a lo que éste respondía con risotadas y una conducta despreocupada, más propia de un adolescente que de un hombre que rondaba los cincuenta. Esos modos de William, en realidad, ocultaban el sufrimiento que le provocaba la falta de aprobación de su tío Horatio, anhelada aún más que la de su padre. Dado el tormentoso matrimonio de Andrew de Lacy y Margaret Cavendon, desde pequeños, Andrew, William y Prudence habían estrechado el vínculo con su tío, quien encarnaba la seguridad y el sentido común de los que carecían sus progenitores.