Me llaman Artemio Furia (30 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

—Me gustan sus comisuras, señor Furia. Son marcadas, muy varoniles. Me gusta besarlas justo en el pliegue —dijo, para distraerlo.

—¿No quiere que le diga qué veo cuando la miro? —Rafaela negó con la cabeza—. ¿Qué quiere, pué?

—Usted sabe —dijo, evitando su mirada.

Artemio sonrió, esa sonrisa amplia en la que mostraba sus dientes perfectos, en la que destacaba su nariz, pequeña y afilada, en la que se le formaban arrugas en torno a los ojos, que chispeaban con picardía. Rafaela suspiró, abrumada por tanta belleza.

—Quiero que me lo diga —insistió, y sus manos comenzaron a vagar por la espalda de ella—. Quiero que me diga qué quiere que le haga —Rafaela volvió a sacudir la cabeza, y Artemio advirtió que sus carrillos se coloreaban—. Quiero oírselo mentar.

Rafaela lo contemplaba con una seriedad que a Furia le daba risa. Se habían amado muchas veces y, en general, de formas poco ortodoxas; ella se había entregado con confianza y, sin embargo, le costaba expresar lo que deseaba.

—¿Por qué no me lo dice?

Rafaela le susurró al oído:

—Me da vergüenza.

Artemio reflexionó que nunca una mujer había despertado en él tanta pasión y ternura al mismo tiempo.

—A mí no me daría vergüenza porque me fío de usté. ¿Usté se fía de mí?

—Sí. En nadie confío como en usted, señor Furia.

—Rafaela —susurró él, y levantó los brazos para acunarle el rostro con las manos.

Ella se reclinó sobre él y volvió a hablarle al oído:

—Se lo diré. Le diré lo que quiero. Quiero que mis pezones estén en su boca y que usted los chupe como si estuviera alimentándose de mí —las pupilas de Furia se dilataron y Rafaela sintió en el vientre la presión de su miembro que crecía—. Quiero también que me chupe aquí —dijo, y se señaló entre las piernas.

—¿Dónde? —la instigó él, con una voz oscura que la enmudeció—. Dende aquí, no veo. Dígame cuál é la gracia de esa parte.

—No lo sé —admitió, en un hilo de voz, y enseguida agregó—: En verdad no sé su nombre, pero sé cómo se llama su dueño. Él es el gaucho Artemio Furia, el único que la ha tenido alguna vez, él único que la tendrá siempre.

Con un movimiento rápido que la asustó, Furia se incorporó y quedó sentado frente a ella, rodeado por sus piernas. Entonces, él inclinó su cabeza y le dio lo que ella había pedido. Y después, mientras la tenía saciada entre sus brazos, le confesó:

—Cuando la miro a usté, mi Rafaela, veo a mi mujer, a l’única que he querío, a l’única que he deseao, a la que llevo clavá'aquí —y se golpeó el pecho—. No llore, Rafaela. No le he dicho esto pa'que llore.

—Lloro de felicidad, Artemio. Ahora me doy cuenta de que ésta la primera vez que soy feliz. Y se lo debo a usted. Mi señor Furia.

Roger Blackraven y su anfitrión, Abelardo Montes, conversaban después de la cena, disfrutando de un excelente coñac y de unos vegueros fabricados con el tabaco de
La Isabella,
la finca de Blackraven en Antigua. Después de discutir asuntos de negocios, Montes comentó:

—Sus compatriotas andan queriendo quedarse en el Río de la Plata. Parece que el comercio aquí se les da bien. Pero Cisneros se muestra renuente a permitirles que se queden. Los ingleses se han unido, formando un pequeño comité. A la cabeza está Alexander Mackinnon, cuyas gestiones lograron que el Sordo prorrogara el plazo hasta el 18 de abril.

—Estuve con ellos en Buenos Aires. Me comentaron la situación.

—El doctor Moreno es su notario. Están bien representados —aseguró—, y harán lo posible para quedarse, incluso sacar a Cisneros.

—¿De veras? —Blackraven simuló sorprenderse.

—Las aguas están muy turbulentas, Roger. La marejada que azota la España alcanza estas costas. La muchachada criolla anda con los espolones de punta. No quieren saber nada con que nos gobiernen Juntas españolas, las cuales, según ellos, no tienen soberanía sobre nosotros. Alegan que nosotros pertenecemos a la Corona de la España , o a la España misma. Y si la Corona no está, dado que Napoleón la mantiene prisionera, entonces nosotros tenemos derecho a gobernarnos por nuestra cuenta. En medio de este escenario, los comerciantes ingleses aprovechan la situación. Además, cuentan con el apoyo de la flota inglesa recalada en las costas del Plata. Querido amigo, estamos sentados en un polvorín.

Más tarde, antes de retirarse a la habitación que Blackraven compartía con su esposa en la estancia de San Isidro, propiedad de los Montes, cruzó unas palabras con el turco Somar, que había acompañado a Melody a San Fernando de la Buena Vista.

—Todo marchó bien. Miss Melody conoció a la señorita Rafaela Palafox y pasó un momento agradable. Aunque ocurrió algo que llamó mi atención. Apareció un hombre, un paisano, por las prendas que usaba, aunque de aspecto extraño.

—¿A qué te refieres con "aspecto extraño"?

—A que era rubio, muy rubio, y sus ojos de un turquesa similar al de miss Melody. Ella se mostró muy sorprendida al verlo y se quedó mirándolo fijamente. La señorita Palafox lo presentó. Dijo que se llamaba Artemio Furia.

—Sí, lo he sentido nombrar. Es amigo de Eddie —Somar ensayó un gesto de asombro—. Está bien, Somar. Vete a descansar. Buenas noches.

Blackraven marchó hacia su dormitorio con un ánimo negro. Encontró a su esposa amamantando a Rosie, y Melody creyó que el vistazo que le dispensó se debía a eso; hacía meses que le pedía que destetara a la criatura. "Terminarás piel y hueso", le reprochaba a menudo.

La niña se quedó dormida con el pezón en la boca. Melody le limpió la leche de las comisuras, la obligó a eructar aun dormida y la recostó en la cuna ubicada al lado de la cama. Se aproximó a su esposo y le abrazó el torso desnudo por detrás. Enseguida percibió su enojo.

—¿Qué ocurre, Roger?

—¿Cómo te fue esta tarde en lo de Palafox? —disparó él.

—Bien, aunque...

—¿Aunque qué?

—Sucedió algo que me ha dejado inquieta. Mientras compartíamos unas bebidas en el patio de la casa, apareció un hombre, un peón, imagino, al que Rafaela presentó como la persona que está haciéndose cargo de la administración de la estancia. Su nombre es Artemio Furia.

Blackraven giró con brusquedad, y Melody advirtió la ira que fulguraba en sus ojos azules.

—¿Qué hay con el tal Furia?

—Es que... ¡Oh, Roger! De pronto pensé que tenía a mi padre frente a mí.

—¿Qué?

—Sí, a mi padre. Furia me lo recordó de un modo tan vivido e intenso que me quedé mirándolo como tonta. Di un espectáculo lamentable, lo sé. La impresión me hizo actuar así.

—¿Qué puede tener en común un hombre de la campaña con tu padre?

—Si bien su cabello era rubio, no como el de mi padre, que tiraba a rojizo, así, como el mío, sus facciones y sus ojos eran los de él. No puedo quitármelo de la cabeza
.

—Así que te recordaba a tu padre.

—Sí, vividamente.

Blackraven experimentó alivio cuando los celos se esfumaron. Terminó de higienizarse y se metió desnudo en la cama.

—Ven —le ordenó a su esposa, que acomodaba la ropa y los enseres—. Deja eso, mujer. Te necesito aquí conmigo.

Melody se acostó junto él y se acurrucó en su abrazo.

—¿Qué edad crees que tiene el tal Artemio Furia?

—Diría que unos treinta —calculó Melody.

—El parecido con tu padre podría tratarse simplemente de una casualidad o bien Artemio Furia podría ser su bastardo.

—¿Hijo de mi padre? Oh, por Dios...

—Dime, cariño, ¿qué sabes de la familia de tu padre?

—Muy poco, en realidad. Mi padre no hablaba de su pasado en la Irlanda ni de su familia, salvo para despotricar contra los ingleses y para relatar la ordalía por la que lo habían hecho pasar cuando lo torturaron. Ni siquiera después de la llegada de Enda a
Bella Esmeralda,
él se mostró afecto a recordar los viejos tiempos. Y Enda, por supuesto, jamás mencionaba su vida pasada. Pero te referiré lo que sé.

Capítulo XII

Déjala ir

Artemio Furia despertó, e incluso antes de abrir los ojos, se sintió contenido en el perfume de Rafaela, potenciado por los sudores de la noche. Sonrió, siempre con los ojos cerrados, y tomó una gran porción de aire, que le expandió el pecho desnudo. Su memoria no registraba otro momento en que hubiese experimentado tanta dicha como en esa mañana junto a Rafaela.

Sus comisuras bajaron lentamente cuando resabios de la tristeza y de la furia, viejas compañeras de camino que le habían moldeado el carácter, se colaron en sus pensamientos. Terminó juzgando como una traición el sentimiento que lo llevaba a agradecer estar vivo. Imaginó el rostro de su madre, tan nítido después de haber visto a la condesa de Stoneville el día anterior, y se esforzó por borrar la imagen de su cuerpo frío y ensangrentado. Quería evocarla sonriendo y acariciándolo. Apretó el
claddagh
y, por primera vez en veinte años, le habló en gaélico:
"Màthair,
se lo entregaré a Rafaela. Espero que lo apruebes".

Después de tanto tiempo, la mala jugada del destino, la que lo había preservado de los enemigos de su padre aquella noche del 5 de junio de 1790, adquiría una significación.

—Furia.

Los párpados de Artemio se dispararon. Creóla se inclinaba cerca de su rostro. Se asombró de no haberla escuchado.

—¿Qué ocurre? —susurró.

—Tiene que irse. Mencia y Felisarda ya están en la cocina. No quiero que lo vean salir de la casa.

—¿Qué hora es?

—Las cinco y media.

—Carajo —masculló.

Jamás se quedaba dormido. Pensó en Calvú Manque y en los demás, que debían de estar trabajando en el rodeo desde hacía una hora.

—Iré a la cocina para evitar que Mencia y Felisarda se metan en la casa —propuso Creóla—. Usté vayase rapidito.

Esperó a que la esclava saliera del dormitorio antes de apartar la sábana. Se movió con cuidado para no molestar a Rafaela. Que siguiera durmiendo, pensó; debía de estar exhausta después de una noche como la que habían compartido. Se vistió deprisa, sin desviar la mirada de su mujer, que dormía desnuda, de costado, con las manos bajo el mentón y las rodillas cerca del pecho. Lucía tan estática que se acercó para verificar que respirara. Debía de estar loco para seguir perdiendo tiempo, acuclillado junto a la cama, oliéndola y acariciándole la pierna. "Es un secreto", le había dicho Rafaela cuando él le preguntó con qué fabricaba su perfume, aunque después consintió en revelarle la parte fundamental de la fórmula. "Aceite esencial de rosas, de bergamota y de naranjas dulces." Él quiso saber con qué nombre lo había bautizado. "No lo he bautizado de ninguna manera en especial", admitió ella, "siempre pienso en él como en 'mi perfume'. Desde hoy lo llamaré
Amor".
Le explicó que
Amor
era una fragancia exclusiva, que ella no vendía a nadie. "Aunque ya no volveré a fabricarla", anunció, "porque cuento con poco aceite esencial de rosas". Artemio se enteró de que, a diferencia de otros destilados el de rosa no lo obtenía en el alambique de su rudimentario laboratorio sino que compraba el que importaba Demetrio Sola. "Necesitaría miles de rosas para conseguir algunas gotas de aceite", explicó. Sin embargo, el aceite que comercializaba el boticario Sola costaba una fortuna y ella no podía permitírselo.

Artemio la cubrió con la sábana, le besó la sien y se marchó. Halló a sus hombres repartidos entre el rodeo y el potrero y les informó que en dos días partirían rumbo a la Cañada de Morón.

Rafaela tomaba té de menta sentada frente a la contraventana de la sala principal que daba a la galería del primer patio. Ñuque, que tejía en su telar, cada tanto levantaba la vista al escucharla suspirar. Mimita jugaba con su muñeca, bautizada Melody en honor a la condesa de Stoneville, cerca del escabel donde Rafaela apoyaba los pies.

La joven se llevó la taza a los labios y sorbió el té, haciéndolo jugar en su boca, queriendo empaparla de ese sabor que a Furia tanto gustaba. La actitud de reposo en la que se hallaba, después de una jornada de intenso trabajo, no revelaba la verdadera disposición de su espíritu. Experimentaba una dicha que la conducía por disquisiciones que le arrancaban una sonrisa, por ejemplo, agradecer a Dios que la estancia
La Larga
se hubiese encontrado en estado lamentable pues de otro modo no habría conocido a Furia; o peor aún, agradecer a Dios que su padre hubiese participado en la asonada del nueve, la cual había propiciado el abandono de
La Larga
y el consecuente pedido de auxilio de don Íñigo. Cualquier sufrimiento del pasado se justificaba a la luz de los acontecimientos que la habían guiado a los brazos de Artemio Furia.

El tiempo de tomar una decisión se aproximaba. Esa mañana, Ñuque expuso su deseo de pasar la Cuaresma en la quinta de la calle Larga, por lo que en breve emprenderían el regreso a Buenos Aires. La idea de volver a esa casa, con su tía Clotilde y con Cristiana, resultaba insoportable. Tampoco deseaba enfrentar a su padre, a pesar de que hacía más de un año que no lo veía. Se preguntó si Aarón habría conseguido revocar las demandas que lo mantenían en Montevideo. No le importaba. Rómulo Palafox, tarde o temprano, echaría mano de sus conexiones y amistades para quedar limpio y recuperar su sitio entre las familias porteñas. Todo volvería a ser como antes. Su padre continuaría bregando en el seno de la Audiencia Real para obtener la Ejecutoria de Nobleza que certificara que él, como bisnieto del marqués de Montalbán, tenía derecho al título y a las prerrogativas aparejadas, obtenidas gracias a sus antepasados, los Pineda y los Bracamonte, que en tiempos de Carlos II y Felipe III, se habían destacado como militares. Hacía tiempo que Rómulo luchaba por ese reconocimiento. No había resultado fácil conseguir el primer documento con el cual se iniciaba el penoso trámite, llamado "certificado de pureza de sangre", que aseguraba que en la familia Palafox y Binda no existían rastros de sangre judía, ni mora, ni negra, ni de otras castas. Ellos eran cristianos viejos y españoles puros y, como tales, nunca se habían envilecido realizando trabajos mecánicos.

Recordó la tarde en que Rómulo las congregó en su despacho y, con orgullo, procedió a la lectura del certificado, emitido a partir de los papeles arribados de Madrid y gracias al testimonio de don Martín de Álzaga.
Esta familia es limpia de toda mala raza de moros, judíos, mulatos y de los recién convertidos a nuestra Santa Fe. Ninguno de sus miembros ha sido castigado por el Santo Oficio de la Inquisición ni por otro tribunal con pena que induzca infamia. Se declara que tampoco se han ejercido oficios mecánicos ni viles.
Aunque amaba a su padre, la fastidiaban las molestias que se tomaba para pasar a formar parte de la aristocracia española. Lo vivía como una humillación; Rómulo mendigaba un reconocimiento que, en el fondo, todos sabían que no merecía. Sospechaba que había pagado una fuerte suma por el certificado y que lo haría también por la Carta Ejecutoria de Nobleza. Le dolía la certeza de que Rómulo evocaba de continuo a su padre, Ambrosio Palafox, y nunca a su madre, Engracia Binda, porque ésta había sido criolla. Parecía olvidar que su esposa, Rosalba Barquín, lo había sido y que su hija lo era también.

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