Me llaman Artemio Furia (57 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Furia sonrió, dichoso por primera vez en varios días, aliviado también pues había supuesto que Rafaela le exigía que la devolviese a su familia. Aunque se recuperaba del golpe en la cabeza y del aborto, la notaba triste, callada, opaca. Le dedicaba sus ratos libres y desplegaba una facundia que a él mismo asombraba. Rafaela, que en el pasado había demostrado gran interés por sus inusitadas muestras de locuacidad, le dispensaba una mirada perdida.

—Sucede que se echa la culpa por la pérdida del niño —le explicó Anuillán.

—¡Ella no tuvo culpa! El culpable soy yo. Gabino la usó pa'vengarse de mí.

—Dis que se arrojó de la montura porque no quería que ese mal parío la apartara de ti. Se reprocha no haber pensao en el niño.

Artemio mandó acondicionar una carreta y, después de emponchar a Rafaela, la cargó en brazos y la acomodó en la parte posterior, entre quillangos. Acostado junto a ella, se dedicó a contemplarla en silencio, mientras Bamba conducía los bueyes hacia la casa grande.

—Míreme, Rafaela —le pidió, y ella lo obedeció luego de vacilar—. ¿Anda triste, mi Rafaela?

Los ojos se le llenaron de lágrimas y apartó la cara de nuevo.

—Vaya a saber por qué Dios se llevó a nuestro hijo —dijo el gaucho.

—No fue Dios. Lo perdimos por mi culpa.

—Usté sabe que no tuvo culpa de náa. Fue por
mi
culpa. El hijoputa del Gabino se la quería llevar pa'joderme por lo de
La Larga.

—Me arrojé del caballo. A propósito. Me volví loca cuando caí en la cuenta...

—En verdá, no fue ni por su culpa ni por la mía. Ansina é la vida, usté sabe. Sólo Dios manda aquí abajo y arriba.

—¡Oh, Artemio! —se dio vuelta para cobijarse en el pecho del hombre—. Yo deseaba tanto tener a mi bebé.

—¡Lo sé! Pero yo le voy a hacer otro hijo a usté. Y otro y otro má. Tuitos los que mi Rafaela quiera, pa'que 'té contenta de nuevo, pa'verla sonreír.

Instalada en la casa grande, Rafaela cobró vigor y su ánimo mostró mejorías. Pese a que se cansaba a menudo y pasaba mucho tiempo en cama, todos los días le pedía a Furia que la llevase a la cocina, donde la acomodaba en una silla con almohadones para que, desde allí, ella dirigiese la preparación de las comidas y de los postres favoritos del gaucho. El guirlache había destronado al api con leche y miel y se lo pedía con frecuencia. Le gustaba sentirse útil, y se daba cuenta de que la dominaba una obsesión por volverse indispensable en la vida del gaucho porque, después de perder al niño, el temor a que la devolviera la acechaba de continuo. En su opinión, el motivo que lo había impulsado a raptarla acababa de morir junto con su hijo. ¿O en verdad la amaba? Así como sabía que jamás hablaría con su padre acerca de Cristiana, tampoco le preguntaría a Furia por qué la había robado, si por ella o por el hijo. ¡Qué poderoso era su orgullo! Y qué cobarde su alma.

La misma inseguridad que la angustiaba con dudas y suspicacias, la llevaba a experimentar celos de los hombres de Artemio Furia. Ellos componían un grupo bien avenido, se conocían como si fueran hermanos de sangre, se respetaban y se tenían afecto, nunca peleaban. Furia los consultaba y compartía con ellos la mayor parte de la jornada; de hecho, a Rafaela le parecía que destinaba a esos paisanos más tiempo que antes del asalto de Gabino, y conjeturaba que se debía a que ella, ojerosa, débil y nostálgica, no resultaba buena compañía. No habían reiniciado la intimidad y, aunque Artemio dormía con ella, no la tocaba. "Es porque sabe que usté anda con pérdidas, mi niña", razonaba Créola, y, pese a la lógica del argumento, Rafaela refunfuñaba y seguía pensado que Artemio no la deseaba porque lucía fea y que la conservaba movido por la lástima y la culpa. A veces, segura de que, pasado un tiempo, él la abandonaría, pensaba en fugarse.

Se inquietó la mañana en que le anunció que viajaría a Buenos Aires para ocuparse de sus caravanas de troperos que en breve rumbearían hacia el interior. Furia quería irse, no soportaba permanecer en un mismo sitio durante largo tiempo. La vida sedentaria a la que ella lo reducía estaba en contra de su naturaleza de gaucho errante.

Una mañana a principios de agosto, Paolino, el aguatero de la casa de la calle Larga, se presentó en el campito de Morón para visitar a Creóla. Antes mantuvo una conversación en privado con Artemio.

—Le traigo dos mensajes, don Furia.

—Desembucha, Paolino.

—Uno es de don Juan Martín de Pueyrredón. Acaba de llegar de Río de Janeiro y pide verlo. Más bien pronto, don Furia.

La noticia lo alegró. Gracias a la eliminación de los españoles del gobierno, su amigo podía regresar del exilio al que lo habían condenado a causa de sus ideas independentistas.

—El otro mensaje es de Ñuque —prosiguió el aguatero—. No anda bien y hace días que guarda cama. Me mandó decir con Peregrina que quiere ver a Rafaela.

Furia recordó su promesa. Había llegado el día de cumplirla, aunque no quería hacerlo. La ciudad se presentaba como un monstruo que amenazaba el capullo que había construido para él y su mujer. El intento de Gabino de robársela lo había sensibilizado y puesto en alerta. Ese mal parido la había tocado y lastimado y destrozado su ilusión de ser madre. ¡Que ardiera en el infierno! No permitiría que nadie volviese a dañarla. Se daba cuenta, y no podía controlarlo, de que su instinto de posesión estaba alcanzando ribetes demenciales. A veces lo fastidiaba verla conversar con Calvú o que le cebara mates a Isidoro o le cortara el pelo a Bamba. Rafaela Palafox era de él y de nadie más. Sus ojos debían mirarlo sólo a él, sus manos tocarlo sólo a él, sus labios dibujar sonrisas y emitir palabras sólo para él, sus pensamientos sólo debían referirse a él.

Además, le temía a la ciudad porque estaba seguro de que la monotonía y la falta de civilización de ese paraje de Morón la aburrían y fastidiaban. Buenos Aires la tentaría con sus aires de metrópoli, y él la perdería. Sin embargo, tenía que llevársela a Ñuque, su honor le impedía faltar a la promesa. Había fantaseado con mantener oculta a su princesa, salir solo al mundo a batirse con herejes y dragones, y regresar, como un caballero de armadura, a la seguridad de su castillo y al regazo de su dama.

—Don Furia —la voz de Paolino lo arrancó de las meditaciones—. Quería pedirle un favor, si es posible —Artemio asintió—. Quisiera llevármela a la Creóla, pa'vivir juntos, ahora que usté le ha devuelto la liberta, Dios se lo pague. Ella me ha aceptado. ¿Usté lo permite, don Furia?

—Hablaré con Rafaela.

Dos días más tarde, después de oír la misa del buen viaje, salieron para la ciudad. Rafaela, Creóla y Mimita iban en la carreta, envueltas en mantas y quillangos. Furia cabalgaba detrás de ellas, con Quinto a la zaga. Iba armado con una pistola, lo mismo que los hombres que había elegido para que lo escoltasen. Todavía cavilaba acerca de la reacción desconcertante de Rafaela ante el anuncio de que lo acompañaría a Buenos Aires. Se había negado, y Creóla necesitó horas para convencerla de que, quizá, Ñuque de veras estuviese gravemente enferma. ¿Por qué no deseaba regresar a la ciudad? ¿A qué le temía? De seguro, al escarnio público, no se le ocurría otra razón.

Rafaela, cada tanto, se inclinaba sobre los adrales cubiertos de cuero y atisbaba por un orificio la silueta gallarda e imponente que cabalgaba al costado del camino; a veces, se adelantaba para dar indicaciones a Bamba, que conducía la carreta; otras, se quedaba en la retaguardia y ella lo perdía de vista. ¡Con qué fervor amaba a Artemio Furia! La apabullaba ese sentimiento. Sabía que no soportaría otro abandono, y esa ida a Buenos Aires acrecentaba sus sospechas.

Se desviaron del camino a la hora del crepúsculo para pasar la noche. Calvú Manque cavó un hoyo que Billy cubrió con hojarasca y leña, y en pocos minutos encendieron una fogata. Creóla se ocupó de preparar la cena. Comieron en silencio. Como de costumbre, al terminar, Rafaela esperó con ansiedad el momento en que Furia sacaba la guayaca de cabritilla, la que ella había confeccionado, y liaba un cigarrillo. Después de la primera pitada, le informó, sin mirarla:

—He mandao a decir a doña Clara que nos apronte una pieza en su pensión.

Transcurrió un momento antes de que Rafaela atinara a contestar:

—Señor Furia, no pienso poner pie en ese sitio y usted sabe por qué.

Artemio levantó la cabeza y, por primera vez en el día, la miró a los ojos.

—'Ta bien. 'Tonce iremo a la fonda Los Tres Reyes. ¿Qué dice?

—Me parece bien.

Furia y sus hombres se acostaron sobre los recados en torno a la fogata. Si bien no tenía frío y estaba cómoda en la carreta, Rafaela no conciliaba el sueño. Se envolvió con el quillango y bajó. Manque, de guardia, se aproximó con presteza.

—¿Qué sucede, Rafaela? ¿Por qué te levantas? Entuavía 'tas débil.

—Estoy bien, Calvú. Busco al señor Furia.

—Se ha echao ahí-dijo, y le señaló el sitio.

Se ubicó a su lado con delicadeza, para no despertarlo. Sin embargo, cuando se recostó sobre el borrén, descubrió que Artemio la observaba. No pronunció palabra. La miró largamente, tranquilo y manso, serio aunque no enojado. Rafaela levantó la mano y le tocó la oreja derecha.

—Tiene una nueva argolla de plata —susurró—. ¿Quién le hizo el orificio?

—Anuillán.

—¿Le dolió? —Furia negó con la cabeza—. ¿Por qué lleva otra argolla?

Dudó en responderle. Al final, contestó:

—Porque despaché al Gabino al mesmo infierno.

—¿Dudó en matarlo?

—Ni un segundo. Se quiso robar a mi mujer. Lo hice con gusto. ¿L'espanta que mis manos estén tintas en sangre?

—No —se sintió bien con su firmeza al responder y le agradó el asombro en la expresión del gaucho—. Yo haría lo mismo si alguien quisiera dañarlo a usted. ¿Por qué no usa su oreja izquierda para colgar argollas? Veo que tiene tres orificios —apuntó, y le acarició el borde.

—Los tenía reservaos pa'otra cosa.

—¿Qué cosa?

—Ya no importa. Aura la voy a usar pa'colgarme tantas argollas como hijos le haga a usté.

Se instalaron en unas habitaciones en la planta superior de la fonda Los Tres Reyes, en la calle de Santo Cristo, próxima a la Plaza de la Victoria. Después de la agitación de los primeros momentos, mientras Creóla acomodaba la ropa y preparaba el baño, Rafaela cayó en la cuenta de que ese sitio se convertiría en su prisión durante el tiempo de estancia en la ciudad, ya que no saldría a la calle ni se expondría; aun le resultaba difícil imaginar cómo enfrentaría a los habitantes de la casa de la calle Larga cuando visitase a Ñuque.

La fastidiaba la serenidad de Furia. Acababa de tomar un baño de tina y se afeitaba y peinaba para salir. Debía de tener alguna comisión importante a juzgar por las prendas de lujo que había pedido que le extendieran sobre la cama. Lo veía moverse por la habitación con las bragas como única vestimenta, y el deseo por volver a sentirlo dentro de ella crecía, la inquietaba y deshacía el fastidio original. Se concentró en los músculos de su espalda, que se movían en tanto el gaucho se ataba un tiento alrededor de la cabeza. Bajó lentamente para fijar la vista en sus glúteos, pequeños y respingados, y no se dio cuenta de que sus labios se separaban y los latidos de su corazón se volvían densos. La aturdía el afán por enredar los dedos en el tupido vello de sus piernas, de esa tonalidad entre rubia y rojiza, y deslizados hasta sus nalgas, apretarlas, morderlas, para luego hacerlos vagar hasta sus testículos y acariciarlos, y llegar hasta su miembro, que la esperaría erecto y enorme. Se incorporó en el canapé, avergonzada de sus fantasías, llena de latidos, pinchazos y anhelos.

El se volvió, con la cara a medio rasurar y el guampudo cargado de espuma de jabón, y Rafaela pensó que se trataba de la criatura más hermosa que existía. Se miraron a través de la habitación, y el tiempo quedó suspendido, lo mismo que sus respiraciones. No le importaba permanecer confinada en ese lugar para complacerlo. No le importaba nada, excepto que él no la abandonase. Tiempo atrás, le había pedido: "Sea libre, Rafaela. Conmigo, sea libre"; sin embargo, el gaucho Artemio Furia se había convertido en su prisión.

—Aura saldré un rato —le anunció— y volveré pa'cenar con usté. Descanse. 'Tá pálida.

—Y fea —acotó ella.

—Tan fea como yo, negro.

A pesar de sí, Rafaela rió, un sonido cristalino y pueril que arrancó una sonrisa a Furia. Terminó de vestirse, la besó en la frente y se marchó.

En la casa paterna de don Juan Martín de Pueyrredón, en la calle de San Bartolomé, le confirieron el trato de un visitante de alcurnia: lo hicieron esperar en la sala principal y le sirvieron malvasía. Don Juan Martín no había cambiado en ese tiempo, se lo veía saludable, rubicundo y de buen talante. A Furia le caía bien porque, sí un individuo se ganaba su respeto, Pueyrredón no reparaba en la casta a la cual pertenecía y le brindaba un trato de amigo.

—¡Artemio, hombre, has medrado! —exclamó, después de un abrazo y un palmeo de espaldas—. ¡Mira las pilchas que luces!

—No me iba a venir oliendo a bosta y con prendas pobres, don Juán Martín.

—Yo creí que te habías vuelto un currutaco por obra de la damisela que tiene prendado tu corazón —Artemio sesgó los labios en una sonrisa artera—. Sí, sí, ya me han referido el escándalo que armaste el día en que te la robaste de San Francisco. ¡Tremendo embrollo armaste!

—E mía, don Juan Martín. Y lo qu'é mío, naides me lo quita.

—Has hecho bien, Artemio —declaró Pueyrredón, y le puso una mano en el hombro—. Mírame a mí. Pensé que a mi regreso me encontraría con una esposa. En verdad, me encontré con una esposa, pero de otro.

Furia se había enterado de que la prometida de don Juan Martín, María Ventura Marcó del Pont, con quien, se suponía, contraería matrimonio por poder, lo había dejado para casarse con Manuel Muñoz Casabal.

—Debí de hacerle caso a mi amigo Roger Blackraven, que me advirtió en el año seis que no delegara estas cuestiones a los escribanos y notarios. En fin, todo será para mejor —expresó, y enseguida se ocupó del tema por el cual había convocado a Furia—: La Junta me ha nombrado gobernador de Córdoba y debo marchar de inmediato a hacerme cargo. Mariano Moreno se ha mostrado insistente en que seas tú y un retén de tus hombres los que me escolten.

"Ha llegado el día de pagar favor con favor", meditó Furia.

—Sé que este pedido de Moreno es inoportuno, pero la causa te precisa, Artemio.

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