Me llaman Artemio Furia (60 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

Al día siguiente, Bamba, con un estímulo de varios reales, consiguió que una doméstica le entregara a misia Eduarda una nota.
Si quiere saber qué destino sufrió su hermano Sebastian de Lacy, vaya mañana a la iglesia de la Merced a las 3 de la tarde.
La Merced, por tratarse de la iglesia en las cercanías de la casa de Avendaño, era la iglesia donde Edwina asistía a misa, una coincidencia que Furia no pasó por alto y que lo llevó a pensar en el padre Ciríaco, con quien seguía disgustado, y en sus años en el convento.

Edwina, con el rebozo cubriéndola por completo, incluso el rostro, salió de su casa acompañada por una niña mulata. Caminaban rápido y con paso nervioso. Furia entró en la iglesia detrás de ellas. La penumbra del interior contrastaba con el sol de la siesta, y, por un momento, quedó enceguecido. No había nadie, y recorrió el templo con libertad hasta divisarlas en una de las capillas laterales. Lo afectó que se tratase de la de San Serapio. Se arrodilló junto a su hermana.

—¿Sabía —susurró—, que San Serapio era de origen irlandés? —la mujer dio un respingo y giró para confrontarlo—. ¿Lo sabía?

—Usted es el hombre de la botica.

Edwina se puso de pie y Furia la imitó, conmovido por el sonido de su voz. De pronto, una catarata de recuerdos desbordó en su cabeza. Lucía aterrada, y en la tensión de su semblante se podían entrever las fuerzas que la dominaban; unas la impulsaban a huir, otras, a quedarse y averiguar si ese hombre tenía que ver con la nota. Tomó la mano de la niña y giró para alejarse.

—¡Edwina! —pronunció Furia, y la vio detenerse en seco.

—¡Dios bendito! —la escuchó musitar.

Hacía tantos años que no la llamaban por su nombre. Un escalofrío, que le trepó por las piernas, anidó en su estómago en forma de ligera náusea. No se atrevía a voltear. Lo escuchó pronunciar su nombre de nuevo, esta vez más cerca, a sus espaldas.

—¿Quién es usted? —dijo de pronto, y giró sobre sí, con un ímpetu que sobresalió a su interlocutor.

—Me llaman Artemio Furia —logró contestar—, pero, al igual que el suyo, ése no es mi verdadero nombre.

—No sé a qué se refiere.

Artemio empezó a hablar en inglés.

—Su nombre no es Eduarda sino Edwina de Lacy —la conmoción en la mujer resultaba evidente—. Usted es hija de Horatio de Lacy y de Emerald Maguire, asesinados el 5 de junio de 1790 por el coronel Martín Avendaño.

El temblor que nació en la barbilla de la mujer se extendió al resto de sus facciones y de sus miembros. Cayó sentada en el piso, con la cabeza hundida entre los hombros, presa de un llanto desgarrador. La niña, arrodillada junto a su ama, la abrazaba y la besaba. Artemio la ayudó a incorporarse y la obligó a sentarse en el reclinatorio frente a San Serapio. Se quitó el fular del cuello, apartó el rebozo de la cabeza de su hermana y le secó las lágrimas con una ternura tan inesperada en un hombre de su contextura y de su aspecto que sólo consiguió que el llanto arreciara.

—¿Quién es usted? —volvió a inquirir la mujer, entre sollozos.

—¿Es que aún no lo adivinas? —habló Furia, siempre en inglés.

—Desearía que usted fuese mi pequeño hermano Sebastian —dijo ella, cayendo en la misma lengua con naturalidad.

—Lo soy.

Edwina se cubrió la cara y, sin pensarlo, se recostó sobre el torso de Artemio para seguir llorando. Buscaba controlarse y le resultaba imposible; una esclusa se había abierto en su interior, y el llanto, atrapado por más de veinte años, por fin hallaba el camino para fluir. Artemio la recogió en sus brazos y la meció como a una niña. Lloraba él también, mientras intentaba cancelar de su mente las escenas que lo atormentaban, no sólo la del camisón de Edwina tragado por la oscuridad junto con sus gritos, sino las que su imaginación ensayaba de cómo habría transcurrido su vida al lado de un hombre abominable. No obstante, en medio del dolor, una calidez le entibiaba el alma: había recuperado a Edwina y, en cierta forma, el pasado y su identidad.

Sin su alambique, el quemador, las redomas y demás avíos, Rafaela se encontraba limitada para producir perfumes y afeites; no obstante, en un rincón de las habitaciones de Corina, ella y Creóla improvisaron un pequeño laboratorio; si se trataba de cocidos o de las mezclas de sebo, usaban la cocina de los Altos de Escalada, para lo cual pagaban un extra de 2 pesos, cuatro reales al mes.

Convencida de que Furia no volvería, Rafaela había decidido entrar en tratos de nuevo con Bernarda de Lezica. "Sus productos, Rafaela, se venden como rosquillas", había expresado la tendera y prestamista. Hasta tanto recuperasen los elementos, fabricaban sólo algunas pastillas de jabón, ciertos ungüentos y agua de Hungría, la que usaba Mimita, una combinación de bergamota, esencia de limón y romero que, de acuerdo con la información de la Lezica, fascinaba a todos los caballeros del Río de la Plata. Una vez consumidos los pocos aceites y esencias que quedaban, sería necesario el alambique para realizar destilados de flores. Creóla pronunció en voz alta la pregunta que a Rafaela le quitaba el sueño: ¿de dónde sacarían las flores? También necesitarían dinero para comprar alcohol, sebo, cera de abejas y, sobre todo, fijador para el perfume, un ingrediente muy costoso, como el ámbar gris y la goma arábiga.

Poco a poco, el rincón del laboratorio ganó preponderancia y en cuestión de semanas las habitaciones de Corina despedían intensos aromas que atraían a las vecinas, con excepción de Albana, a quien veían poco y que, al pasar, no se dignaba a saludarlas. Resultaba parte de la composición encontrar a Rafaela cubierta por su mandil blanco, desde el exuberante pecho hasta los pies, con un pañuelo en la cabeza, ocupada en mezclar emplastos, en macerar flores, en extraer el aceite de una bergamota con la técnica de compresión o en colgar boca abajo ramos de espliego, cantueso, mimosa, azahar, rosas, tomillo, milenrama y romero, que obtenían del jardín de la casa de la calle Larga y del hospicio de Martín de Porres.

Corina, desacostumbrada a ese festín de fragancias, se quejaba.

—¿Para qué te empeñas en cocinar estos preparados nauseabundos?

—Necesitamos el dinero.

—Yo tengo dinero. Además, Furia te ha dejado tantos doblones que no sé cuándo terminarás de gastarlos.

—Un día se acabarán —interpuso Rafaela.

—Entonces, él volverá.

—Sabes que no lo hará. Y si vuelve, Calvú le dirá que me ha visto con Aarón y todo acabará.

—No lo sabes.

—Lo sé, Corina. Conozco a Furia. El pensará que lo he traicionado. Un hombre como ése jamás perdonaría una traición.

A finales de noviembre, Rafaela aún no había recibido noticias de Furia. Le extrañaba que Calvú Manque y Torquil siguieran ocupando la pieza contigua en los Altos de Escalada. De seguro, ellos también esperaban que el gaucho apareciera y los relevara del encargo. Desde el episodio con Aarón, Calvú Manque le hablaba poco y sólo para preguntarle si necesitaba algo. Ella había intentado aclarar la confusión una vez más, pero el indio no había querido escucharla.

Una tarde, la primera del mes de diciembre, Rafaela entró en el negocio de la señorita Bernarda para entregar una partida de jabones. La mujer, que la noche anterior había sufrido una nueva visita de Aarón Romano, lucía ojerosa y preocupada. Miró a Rafaela, le sonrió con desgano y continuó con el recuento de la mercadería. Se detuvo, volvió a mirar a Rafaela y, tras un suspiro, expresó:

—Su primo de usted, Rafaela, no es una buena persona. Se lo digo no porque sea una correveidile sino porque le he tomado cariño y no deseo que ese canalla la perjudique.

—¡Señorita Bernarda!

—Discúlpeme que hable con franqueza, pero su primo de usted no es más que eso, un canalla, un sotreta, un rastrero, por muy intendente de Policía que sea —a ese punto, Rafaela se quedó sin palabra—. Lo vi el otro día, aquí en la puerta de mi tienda, tratando de seducirla. ¿A que no? Aléjese de él. Padece una enfermedad muy contagiosa. El morbo francés.

—¡Dios misericordioso!

—Además, es dueño de un burdel en la zona de la Plaza de Marte, cerca del Retiro. Dicen que se roba a las mujeres y las obliga a trabajar. También tiene un garito. Veo que me contempla como si de pronto me hubiesen crecido cuernos en la frente. Si no me cree, pregúntele a León Pruna. Él no le mentirá porque, a pesar de que apaña a ese mal nacido, la quiere mucho a usted.

Esa noche, mientras repasaba el diálogo con Bernarda de Lezica, Rafaela se juró que la hipocresía de su familia jamás la tocaría. A pesar de la promesa, expresada en términos vehementes, tuvo miedo porque se dio cuenta de que por primera vez en su vida estaba sola, sin Furia, sin Aarón y sin Rómulo.

Artemio pensaba que en la mirada de Edwina se revelaba el sufrimiento por el que había atravesado. No obstante, se trataba de una mujer hermosa, que conservaba el carácter jovial y optimista que él recordaba de la infancia.

Lo visitaba casi a diario en las habitaciones que él ocupaba en el Cabildo, y siempre en compañía de la pequeña mulata, Pandora, una esclava a quien Edwina se había aficionado. Las citas se concretaban en secreto, pues la servidumbre de la casa de Avendaño habría informado al patrón de las escapadas. Cuando Adelfa, la cocinera, incondicional del amo Martín, le preguntaba a Pandora adonde había ido con el ama Eduarda, la pequeña siempre respondía: "A la novena de la Merced".

Los primeros encuentros se desarrollaron en un ambiente tenso, hasta que decidieron afrontar la situación con franqueza y hablar. Edwina tenía dos hijos con Avendaño, de diecinueve y diecisiete años, Martín y Eduardo. Los amaba más que a nada en el mundo y habría dado la vida por ellos. Avendaño también los adoraba, y los hijos profesaban admiración por el padre. Los tres se encontraban en Chuquisaca, donde Martín y Eduardo permanecerían durante cinco años para estudiar leyes.

—Odié a Avendaño con una fuerza de la que no me creía capaz, Sebastian. Lo odié como para intentar matarlo. No lo conseguí. Traté de quitarme la vida, pero él me lo impidió. Por días enteros no comí ni bebí, hasta que él me obligó. Escapé y lo denuncié por haber asesinado a nuestros padres. Terminé encerrada en un convento, acusada de insania. Allí permanecí dos meses a pan y agua y a baños fríos. Regresé quebrada y sin ánimo para luchar. Enseguida quedé encinta, y odié al hijo de Avendaño hasta el día en que nació, hasta que lo sostuve en mis brazos. Entonces, todo cambió. Lloré y lloré, por mí, por ti, por nuestros padres y por mi hijo, a quien no quería hacer infeliz. Esa pequeña criatura no tenía culpa de nada.

Artemio se daba cuenta de que Edwina intentaba justificarse con su discurso; en ocasiones, hasta tenía la impresión de que le pedía perdón por estar viva y ser feliz con sus hijos. No aborrecía a Avendaño, Artemio lo veía, aunque tampoco lo amaba.

—Edwina, nuestro destino ha sido duro y difícil —la tranquilizó—. No tienes que darme explicaciones por las decisiones que has tomado. Te encontrabas sola, con quince años, en manos de este hombre que te deseaba y te quería junto a él.

—Has venido a matarlo, ¿verdad?

—No.

—Gracias —pronunció Edwina, con voz trémula—. No por él, sino por mis hijos. Sufrirían con la muerte de su padre.

—¿Él es bueno contigo? ¿Te trata con decencia?

Edwina asintió, sin mirarlo. Avendaño, a su manera, la amaba. Había abandonado a su prometida, una mujer de clase alta, para quedarse con ella. La había convertido en su esposa para no deshonrarla, ni a ella ni a los niños, a quienes, sin duda, amaba profundamente, eran su orgullo y el sentido de su existencia. No le mencionaría a Artemio las infidelidades de Avenduño ni cómo la celaba; a veces la castigaba con largos silencios y le prohibía salir de la casa simplemente por sonreírle a un caballero al saludarlo; a veces, si tomaba más de la cuenta, se le escapaba un manotazo. Tampoco hablaría de sus negocios turbios ni de las deudas de juego porque a ella no le importaban. Sólo quería estar cerca de sus hijos y vivir en paz.

—¿Qué sabes de Antenor Ávila? —se interesó Artemio.

—Ese traidor te buscó por meses. Avendaño me había prometido que, si te hallaban, vivirías con nosotros. Pero nunca dio contigo. Antenor murió tres años atrás. Lo degolló un marido celoso. Tengo que confesarte que me alegré.

También tocaban otros temas. Artemio le hablaba de su vida como gaucho, de su campito en Cañada de Morón y especialmente de Rafaela. Por su parte, Edwina, casi cinco años mayor que Artemio y conocedora de la historia de los de Lacy, le relataba las anécdotas de su abuelo, el conde.

—Tuyo sería el título si lo reclamases —le informó—. Aunque dudo de que el actual conde de Grossvenor, nuestro abuelo, te acepte. Eres el hijo de una Maguire, de una supersticiosa papista, como la llamaba. La aborrecía al punto de mandar matarla. Fue por eso que nuestro padre decidió pedir ayuda a su tío, en España, y terminó en estas tierras.

Con Edwina, Artemio era distinto, y, sin contención, le abría su corazón y le contaba acerca de él.

—A los diecisiete años, cuando dejé el convento, salí al mundo con un único propósito: encontrarte a ti y vengar la muerte de nuestros padres. Junto a mi amigo, Calvú Manque, inicié una vida errante. Viajamos de un extremo a otro del virreinato, buscándote, preguntando, averiguando, volviéndome loco. Nada. Nunca supe nada. Con el tiempo, la angustia y la desesperación cedieron, aunque no las esperanzas, y siempre seguí buscándote. Hasta que conocí a Rafaela y, con ella, a su padre. Bueno, ya te he referido quién es él.

—¡Oh, Sebastian, cuánto lo siento!

—Edwina —dijo Artemio, y le tomó las manos—, quiero que sepas esto: que nunca dejé de buscarte. Nunca, jamás desistí de mi búsqueda. Anhelaba verte de nuevo, saber que estabas viva y bien. Cuando éramos niños, te amaba tanto. Tú eras mi adorada hermana mayor, la que me contaba historias y me permitía dormir en su cama cuando tenía miedo, la que me hacía reír con cosquillas y dar vueltas en el aire. Nunca pude olvidarte. Te amaba antes y te amo ahora.

—¡Sebastian! —exclamó Edwina, y terminó llorando en sus brazos—. ¡Hermano mío! ¡Cómo desearía que papá y mamá estuvieran aquí! Hoy especialmente los he echado tanto de menos. No hay día en que no piense en ellos, en la forma en que murieron. Y el asesino de nuestros padres es el padre de mis hijos. ¡Perdóname, Sebastian!

—Tú no tienes culpa de nada, Edwina. Eres una víctima y has hecho lo que has considerado sensato para enfrentar ese destino cruel. Admiro tu entereza y tu valor. Nunca vuelvas a pedirme perdón.

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